3 Maximiliano
O la tragedia anunciada
Dejadme seguir en paz mi tranquilo caminar, por el oscuro e ignorado sendero entre los mirtos. Creedme, La labor científica y el culto a las musas son más bellos que el brillo del oro y las diademas...
MAXIMILIANO, EMPERADOR DE MÉXICO
evdes Ildiko, mi tierna hermana:
Acabo de pasar unas tardes muy tristes junto a nuestra querida soberana. Hace días recibió una carta enviada desde Bruselas; la palabra «privado» que ostentaba el sobre no dejaba la menor duda acerca de su remitente. Sin decir una sola palabra, la emperatriz me la tendió. Su rostro había palidecido de repente y se había perlado de gotas de sudor, pero en tono decidido me ordenó que la abriese y se la leyera. Era el informe médico anual sobre el estado de salud de S.A.I. la emperatriz de México, su cuñada. Recordarás que, desde el año 1867, la infortunada soberana vive su personal martirio, encerrada como una delincuente en un castillo belga. Todavía no he podido olvidar la noche en que tuve noticia de ello. Era la historia de un sueño roto, una existencia destrozada y una mente a la deriva.
Era la locura, ese mal perverso y solapado que parece disfrutar arrancando de este mundo a algunos de aquéllos a quienes más ama la emperatriz. Incluso la misma sangre que corre por sus venas estaría también infectada... Ya sabes lo que se dice acerca de nuestra emperatriz. Desde hace tiempo, por los corredores de palacio se murmura acerca de si es una persona normal o si va a acabar cayendo en lo mismo que la desgraciada Carlota o si terminará como su primo Luis II o su hijo, el Kronprinz, ambos portadores de la misma sangre corrompida de los Wittelsbach... Puedo percibir esa morbosa curiosidad en las inquisidoras miradas que se posan sobre nuestra reina, que para protegerse de la mezquindad humana siempre se apresura a ocultarse bajo el velo, el paraguas o el abanico. A muchos les desagrada su forma de vida. En general, casi nadie comprende su necesidad de soledad y no llegan a entender que incluso el ánimo más fuerte puede un día rendirse ante el sufrimiento. En la vida de todo ser humano, llega un momento en que la llama que la ilumina se extingue en su interior. Ahora, la emperatriz vive al margen de las normas «imperiales», como la madre enlutada que es, como la mujer envejecida y sufriente en que se ha convertido. No la comprenden y, como los ignorantes no entienden nada de nada, la llaman loca.
Pero, volviendo a la carta de la que te hablaba al principio, una vez enterada de su contenido, su majestad me dictó una breve y cortés respuesta. Desde hace casi veinte años, siempre envía las mismas palabras de comprensión y gratitud a los médicos que cuidan de la postrada soberana.
Qué pena me da la pobre Carlota. La ambición de poder y de gloria, algunos años de reinado y, para terminar, la decadencia y la locura... Sin duda, es mejor así. Sabe Dios cómo habría soportado la noticia de la muerte de Maximiliano si hubiera sido capaz de enterarse de ella... Se amaban tanto los dos... ¿Por qué renunciaron a las orquídeas de Miramar para correr tras la ilusión de un imperio? Qué tristeza...
Fernando Maximiliano de Habsburgo-Lorena nace el 6 de julio de 1832 en el castillo de Schonbrunn, donde transcurren sus primeros años. Educado con mucha ternura y atenciones, vive la infancia despreocupada y feliz de los príncipes imperiales. Sin embargo, la de los jóvenes archiduques no es en absoluto una existencia regalada. En su entorno no hay lujos ni muestras de poder en las que pudiera complacerse su orgullo. La más estricta sencillez familiar es la regla dominante. El joven Maximiliano es el ídolo de la corte, con sus rubios cabellos que caen en sedosos bucles sobre sus hombros. Dulces ojos azules, tez pálida y rasgos finos hacen de él un niño encantador. Él es pronto consciente de ello y utiliza todo el poder de seducción que tiene sobre los demás. Su educación es confiada al conde de Bombelle, que durante toda su vida tendrá una gran influencia sobre el joven.
Desde muy pequeño, el archiduque Maximiliano muestra un gran interés por instruirse, que se incrementa sin cesar hasta que llega a aprender todo lo que su preceptor considera que un príncipe de sangre debe saber. Levantándose al amanecer tanto en verano como en invierno, cumple a conciencia las tareas que se le encomiendan y reparte su tiempo entre el estudio de las ciencias y las artes y la práctica de los deportes. En la verdadera sobrecarga intelectual que para él se programa, además de las lenguas clásicas, debe aprender francés, inglés, italiano, húngaro y varios idiomas eslavos... La educación religiosa tiene asimismo un lugar importante en la vida del joven. Cuando su fatigada mente precisa reposo, se entrega al deporte y, sobre todo, a la equitación.
En marzo del turbulento año 1848, cuando la revolución recorre Europa haciendo tambalear tronos y amenazando a todo el orden establecido, el veterano canciller de Austria, el príncipe Metternich, que fuera árbitro de los destinos del continente, es expulsado de su puesto y marcha al exilio, mientras el emperador Fernando 1 se ve obligado a conceder una constitución. Pero ello no parece suficiente para calmar la situación, y dos meses más tarde, la familia imperial abandona Viena y se refugia en Innsbruck. En la capital las disensiones estallan entre los representantes populares y, favorecido por ellas, el emperador decide regresar, pero los ánimos prosiguen una escalada de exaltación, y el 6 de octubre, una sangrienta insurrección domina la ciudad e impone el terror. De nuevo, la familia imperial se ve forzada por el desarrollo de los acontecimientos y se instala con la corte en la localidad morava de Olmutz. Finalmente, el 2 de diciembre, se hace allí el solemne anuncio de la abdicación del emperador Fernando y de la renuncia al trono del archiduque Francisco Carlos en favor de su hijo Francisco José.
El sensible adolescente que es Maximiliano queda muy impresionado ante todos estos dramáticos hechos, que tan de cerca afectan a su familia más próxima y a su país. Pero con la recuperación de la normalidad, una plácida tranquilidad pasa a marcar la tónica en la corte del joven emperador Francisco José. Con el tiempo, Maximiliano se va convirtiendo en un atractivo joven que ya no deja indiferentes a las muchachas. De esbelta figura, se muestra a la vez lleno de fuerza y de dulzura. Es, por naturaleza, leal y honesto, su alma es noble y tiene profundamente enraizado el sentido del honor. Pero, por desgracia, todas estas cualidades innatas y desarrolladas se ven anuladas por su tendencia a la ensoñación y a la inercia. Pues, ante todo, el archiduque es un romántico y, como tal, siempre está dispuesto a dejar vagabundear una voluble imaginación que tiende a nutrirse de brillantes proyectos que no tardan en desvanecerse.
En muchas ocasiones, su inconstante naturaleza le lleva a entregar por completo su confianza y, también, una y otra vez acaba viéndose traicionado por aquellos a quienes ha otorgado su amistad y sus favores. Consciente de su debilidad, el joven archiduque cae a menudo en la más profunda tristeza, al comprobar su carencia de energía, de voluntad, de persistencia en sus ideas. Con demasiada frecuencia se entusiasma por un proyecto o por una persona, pero muy pronto y sin tener conciencia del motivo, su ardor decae y da paso a la indiferencia e incluso al más abierto rechazo.
Soñador, imaginativo, bondadoso y sensible, le impulsa sin embargo cierta ambición, que llega a producir algún roce con el emperador, su hermano mayor, tan diferente a él en todo. Cuando Francisco José lleva dos años rigiendo el imperio, Maximiliano no puede dejar de envidiar la amplitud de su campo de acción. Transmite a su imperial hermano su deseo de colaborar con él y le propone servir en la Marina. Inmediatamente, el emperador le concede permiso para hacerlo, y así, en 1850, embarca en los buques de la flota, iniciando una existencia viajera que durará seis años.
Maximiliano cumple a conciencia su papel de embajador y bordea las costas del Adriático, llega hasta el sur de Italia y España y explora las costas de Oriente Próximo. En Portugal, por vez primera, experimenta sentimientos profundos por una muchacha. Durante la visita que hace a la emperatriz viuda de Brasil, la que fuera esposa de don Pedro I, cae totalmente conquistado por su hija, la princesa María. Ella, por su parte, también se deja seducir por este dulce joven y llegan a prometerse en matrimonio. Pero su felicidad es muy breve, pues, menos de un año más tarde, en febrero de 1853, María muere de tuberculosis. Maximiliano sabe mostrarse firme en la adversidad, supera valientemente su tristeza y regresa al mar, con el corazón cerrado a cualquier idea amorosa. Oriente le atrae y así visita Tierra Santa y Jerusalén; desde Damietta atraviesa el istmo de Suez, que Ferdinand de Lesseps está en esos momentos perforando para construir su canal, y a continuación recorre Egipto.
Los esfuerzos del archiduque como funcionario especial del imperio se ven coronados por el éxito y consigue impulsar la creación de una considerable flota. En 1856 el emperador, reconociendo las cualidades diplomáticas de su hermano menor, le confía una importante misión en París. Las relaciones entre las dos cortes imperiales son aceptablemente buenas, pero entre ellas sigue pendiente la cuestión de Italia. Son conocidos los sentimientos de Napoleón III hacia los italianos y la importancia que otorga al principio de las nacionalidades nunca deja de mantener viva la inquietud de Francisco José. Éste encarga, pues, a su hermano que compruebe por sí mismo el talante del emperador de los franceses. Ya en París, poco a poco, la reserva que Napoleón ha mostrado en los primeros momentos ante Maximiliano va siendo sustituida por la amabilidad y la simpatía nacidas en el entorno de su esposa española, Eugenia de Montijo, la bella condesa de Teba. A pesar de ser una mujer de carácter frío y poco dado a efusiones, contribuye a hacer muy agradable la estancia del visitante. Así, si el monarca escurre el bulto en muchas ocasiones, cuando el joven aborda algún tema delicado, siempre se preocupa por asegurarle «querer ir de acuerdo con vos, con las manos unidas...». Concluida su fructífera estancia en París, el archiduque marcha a Bruselas.
Desde la revolución de 1830, que había separado los Países Bajos católicos del sur de los protestantes del norte dando origen al nacimiento del estado belga, el nuevo reino está regido por Leopoldo I. Perteneciente a la familia Sajonia-Coburgo, gobierna con prudencia su pequeño país y ahora, cuando recibe la visita del brillante archiduque austriaco, inmediatamente considera la posibilidad de unirle a su única hija, Carlota. Viudo de una princesa inglesa, Leopoldo se había casado en segundas nupcias con Luisa de Orleans, hija mayor del rey Luis Felipe, fallecida en 1850, con gran dolor de su esposo y de sus tres hijos. Probablemente, fue la princesa Carlota la que más sufrió por la ausencia de su madre, cuyas virtudes personales habían quedado profundamente grabadas en la memoria del pueblo belga.
Nacida el 7 el junio de 1840, contaba sólo diez años cuando su madre murió. Desde ese momento, su existencia había cambiado por completo y el ambiente de ternura y amor que la había rodeado se vio sustituido por una soledad casi absoluta. Su carácter se transformó también radicalmente, y de ser una niña turbulenta y vehemente, había pasado a convertirse en una adolescente seria y reflexiva, a menudo excesivamente replegada sobre sí misma. De su padre no sólo había recibido unos extraordinarios rasgos físicos sino una inteligencia que llega a sorprender a quienes la tratan. A los trece años, lee a Plutarco y se siente lanzada hacia un ideal muy elevado, siempre entrevisto pero, por el momento, todavía inalcanzado. Decidida, ambiciosa y a veces caprichosa, muestra una energía y una actividad impresionantes.
Cuando se conocen, el elegante archiduque apenas se fija en la princesa Carlota e ignora, por tanto, que su llegada a la corte de Bruselas ha desencadenado una tempestad en el corazón de la joven. De hecho, ella lo tiene todo para seducirle, una alta frente enmarcada por morenos bucles que caen sobre sus bien modelados hombros, una pequeña y estrecha nariz, una fina boca y una blanca y aterciopelada tez de camelia. Pero lo que más sorprende en ella son sus ojos, de un extraño color verdinegro con reflejos dorados, que ahora se elevan con adoración hacia la alta y esbelta figura de Maximiliano. El amor es ciego, como dice el refrán, y Carlota está tan prendada de su archiduque que le atribuye mil cualidades que en realidad él no posee. Y así, siente que el corazón se le rompe cuando, sin habérsele declarado, Maximiliano le informa de su intención de proseguir su viaje por Europa.
Para el joven, el temor a comprometerse es más fuerte que cualquier otro sentimiento y el ingenuo amor que tan abiertamente lee en el rostro de Carlota le hace huir, con la sensación de estar librándose de un gran peligro... Pero, poco a poco, a medida que transcurren las semanas, los placeres mundanos de que disfruta en las ciudades donde recala van desdibujándose para dejar paso a la imagen de aquella muchacha morena, vestida con blancas puntillas y con unos singulares ojos, de un extraordinario color verde ornado de negro y oro. La imagen, cada vez más presente, de un rostro cuyas mejillas ha visto perladas de lágrimas, de verdaderas lágrimas de amor... Él va tomando conciencia de que realmente esta joven es merecedora de felicidad y valora muy positivamente el hecho de que, a pesar de la pena que involuntariamente le ha causado, ella ha sabido mantener su dignidad de princesa. Así, cuando llega la Navidad, el archiduque se reúne con su madre para, conjuntamente con ella, hacer la petición de mano, y al día siguiente se envía un mensajero a Bruselas para solicitar al rey Leopoldo la aprobación de su matrimonio con su hija.
En la capital belga se organizan grandes ceremonias para festejar brillantemente el matrimonio de Maximiliano y Carlota. Todo parece unirse para hacer de la jornada del 27 de julio de 1857 el preludio de una larga vida de felicidad. La novia está bellísima con su vestido de seda blanca adornado con broches de plata y su inmenso velo, obra maestra de los talleres bruselenses de encaje, que desciende en ondeantes pliegues desde sus hombros y se sujeta en lo alto de la cabeza por una diadema de azahar y diamantes entremezclados que resalta el fulgor de su mirada. Por su parte, el apuesto novio viste su uniforme de la Marina austriaca. Son guapos, jóvenes y están enamorados, confiados en un porvenir que parece sonreírles. En efecto, meses antes, como regalo de boda, el emperador ha nombrado a su hermano virrey del reino Lombardo-Véneto. Por ello, concluidas las celebraciones nupciales, la joven pareja, feliz de tener un objetivo para sus sueños humanitarios, marcha a Milán, después de realizar un placentero viaje a lo largo del Rin y del Danubio. Aunque saben lo difícil y delicada que es la misión de reconciliar a Austria con Italia, tienen la firme intención de ponerse a ello lo más rápidamente posible.
Se instalan en el más hermoso palacio de la capital lombarda y allí el archiduque comprueba que en su interior va creciendo un profundo y verdadero amor por su esposa. Por su parte, Carlota, para ponerse a tono con su nueva vida, italianiza su nombre y se convierte en Carlotta. Rápidamente se inicia en su nuevo papel de soberana y hace los honores de la corte.
Desde el momento de su llegada, los milaneses se sienten atraídos por este príncipe del que se dice que es liberal y que, por vías pacíficas, trata de hacer entrar en razón a dos pueblos enfrentados. El mismo conde de Cavour, artífice de la unificación italiana, dice de él: «El archiduque Maximiliano es el único adversario que temo, el único que podría hacer abortar la unificación italiana». Llevado por su voluntad conciliadora, Maximiliano establece sucesivamente canales de comunicación con todas las clases sociales, tratando de atraerse a los aristócratas con su amabilidad y a los intelectuales con su brillante conversación. Sin embargo, percibe frías reacciones. Se vuelve entonces hacia la burguesía, complacida por el interés que el virrey le demuestra. Pero todos sus esfuerzos no tardan en mostrarse insuficientes para disolver el odio que existe entre la población, que no puede dejar de ver en él a un enemigo de su derecho a la propia nacionalidad.
En esos momentos el pueblo lombardo ha tomado plena conciencia de que ya no se encuentra aislado, como en el pasado. Cavour sabe que la clave de la unificación italiana está en París y se dedica a conquistar la voluntad de Napoleón III. En Plombiéres, el emperador de los franceses y el conde de Cavour han acordado una alianza rigurosa mente diseñada tiempo atrás. Maximiliano no se engaña acerca de esto, consciente de que los sentimientos del soberano francés han cambiado con respecto a él, algo que el emperador austriaco, muy preocupado por la cuestión, lamenta profundamente. Maximiliano solicita entonces a su hermano que le otorgue plenos poderes civiles y militares, pero éste se niega.
En Milán la situación se va deteriorando sin remedio y los responsables del gobierno son insultados y abiertamente amenazados. Una carta de Maximiliano a su madre revela sus pensamientos, recordando los tiempos en que pensaba que estaban hechos para una vida sin contratiempos: «A mi alrededor todos parecen haber perdido tanto la cabeza como el valor. Acostumbrado a llevar una vida despreocupada, me pregunto ahora si mi conciencia me obliga a obedecer ciegamente las ordenes de Viena. De hecho, Radetzky desobedeció por fidelidad y después, con toda la razón, se le han erigido monumentos en agradecimiento...». Llegado el mes de enero de 1859, Carlotta abandona «su reino» y, convertida de nuevo en Carlota, se refugia en Bruselas junto a su padre. El archiduque, que se ha quedado solo en Milán, ve su hermoso proyecto reducido a cenizas mientras el ejército austriaco realiza una verdadera masacre sobre la población insurrecta. Meses más tarde, se ve obligado a huir a su vez. La pareja vuelve a reunirse en el castillo de Miramar, suntuosa mansión que Maximiliano se ha construido a orillas del Adriático, cerca de Trieste.
A partir de entonces, se ven condenados al ocio. Él, convertido en propietario con la única ocupación de supervisar sus posesiones y ella, como la esposa dedicada a gobernar el hogar. Los dos jóvenes, que se consideraban nacidos para reinar, no tardan en caer en el más profundo tedio. Habiendo degustado las mieles del poder, no pueden ya satisfacerse con lo que para muchos hubiera sido el colmo de la felicidad. El tiempo pasa, así, cada vez más lento y lleno de hastío. Maximiliano cultiva su magnífico jardín, cuida sus flores exóticas y toca el órgano, mientras que Carlota borda, soñando con ese hijo que tanto se hace esperar. Parece que durante esta larga estancia en Miramar es cuando comienzan a manifestarse las primeras disensiones en el seno de una pareja hasta entonces tan unida.
Yo no apreciaba mucho a Carlota cuando entró en nuestra familia. Estaba siempre haciendo demostración de sus conocimientos y de su irreprochable genealogía y era muy posesiva con Maximiliano. Además, tía Sofía la adoraba y eso era suficiente para crear entre nosotras una cierta enemistad. La Hermosa Carlota fue calificada por los cortesanos de «belleza de la corte», expresamente para molestarme... Al concluir mi cura de reposo en Madeira, de regreso a Viena nos detuvimos en el castillo de Miramar, la residencia de Maximiliano y Carlota cerca de Trieste. El recibimiento de Carlota fue ce lo más agradable... pero todo se fue al traste cuando Shadow, mi enorme wolfhound, atacó a su minúsculo perrito de lanas y, de una simple dentellada, lo mató. El perrito había sido un regalo de la reina Victoria y Carlota se quedó allí quieta, evidentemente esperando recibir mis excusas. «No me gustan los perros pequeños», me limité a decirle, mientras me levantaba para marcharme. Shadow tampoco hizo nada... No, decididamente, aquella pequeña y ambiciosa Coburgo no me agradaba en absoluto y en gran medida por culpa suya nuestro pobre Maximiliano acabó metiéndose dócilmente en el avispero mexicano.
Mi cuñado y yo nos queríamos mucho. Era un artista, un poeta y yo solía decirle que Miramar era su más bello poema. Compartíamos la misma predilección por la poesía de Heine e incluso me acompañó a Corfú cuando mi salud me obligó a marchar allí, pocas semanas después de mi regreso de Madeira. Después de haber disfrutado de una existencia libre antes de su matrimonio, él —y Carlota con él le había tomado gusto al poder cuando mi esposo le nombró virrey de Venecia y Lombardía tras la retirada del mariscal Radetzky. Pero el emperador Le ofendió gravemente cuando le relevó de sus funciones, poco antes de la guerra de Italia. Maximiliano estaba convencido de que habría podido desempeñar un activo papel en esa guerra, pero la tendencia de mi esposo a concentrar todo el poder en sus manos no le permitía dar demasiada libertad a su hermano menor, al que en el fondo consideraba un ambicioso. Le reprochaba querer hacerse un reino propio en Italia, mostrando ante su pueblo demasiada debilidad y una absurda prodigalidad. Maximiliano tenía por regla personal el dicho de que: «La avaricia entre los príncipes es un crimen, pues el pueblo siempre piensa que debe alimentarse de la bolsa de uno». Hasta entonces, los dos hermanos se habían entendido bien, pero aquel desvío de Maximiliano introdujo una cierta frialdad entre ellos. El 24 de junio de 1859, tras el desastre de So ferino, cuando el ejército austriaco fue vencido por el francés, en las calles de Viena podían oírse gritos de «¡Abdicación!» y de «¡Viva Maximiliano!», lo que sin duda ofendió al emperador.
Aislados en su dorada prisión, los esposos se preguntan qué va a ser de ellos cuando, una radiante mañana de la primavera de 1862, un distinguido caballero se presenta en Miramar. Se trata de un mexicano llamado José María Gutiérrez Estrada, exiliado de su patria desde 1840 y enviado por Napoleón III a entrevistarse con el archiduque para hacerle una extraordinaria propuesta: convertirse en emperador de México y salvar a su desgraciado país, que había sido una de las joyas de las inmensas posesiones de Carlos V. El entusiasmo de aquel hombre es contagioso y Carlota, sin apenas creer lo que oye, explota:
—Pero ¿nos está usted ofreciendo la corona de su país?
—Les ofrezco ascender al trono de Moctezuma, pues solamente un emperador de antigua estirpe, ungido por el Señor y llevando la religión de Cristo a los revolucionarios anarquistas, puede heredar con dignidad el poderoso Imperio azteca y conseguir el milagro.
Los ojos de Carlota brillan de placer ante la espléndida descripción de luminosos paisajes bajo el sol de los trópicos, de una misión a la altura de su esposo y de sus propias aspiraciones... y, finalmente, de una corona de emperatriz. Por su parte, el archiduque se muestra más cauteloso ante tan sorprendente ofrecimiento. Se interroga acerca de los verdaderos deseos del pueblo mexicano. Jamás un Habsburgo ha usurpado un trono, y aunque la propuesta le parece realmente tentadora, no puede comprometerse con ella sin contar con suficientes garantías. Gutiérrez les relata la compleja y fascinante historia de su país.
El México que se ha librado del dominio español cincuenta años atrás es incapaz de conseguir la necesaria estabilidad, pues los dos partidos mayoritarios llevan décadas destrozándose entre sí. Con su base en la capital, los conservadores tienen en Miramón a su principal dirigente, mientras que los liberales, que actúan desde Veracruz, están liderados por el indio Benito Juárez. Ambos se enfrentan y combaten sin cesar, dejando al país debilitado y empobrecido, comprometido con una elevada deuda exterior y necesitado con urgencia de un gobierno fuerte y capaz de resolver las insalvables diferencias planteadas.
España, Inglaterra y Francia han intervenido militarmente allí, pero Napoleón III, que ve en México un instrumento de contención de la creciente influencia norteamericana, ha enviado, en apoyo de Miramón, un cuerpo expedicionario de veinte mil hombres, mientras que España e Inglaterra retiraban sus fuerzas. Los franceses han ocupado Ciudad de México y proclamado el imperio, entre las aclamaciones de los conservadores y el agradecido alivio de la Iglesia, a la que Juárez ha clausurado un gran número de conventos. Establecido pues el reino, se busca un emperador. Napoleón ha pensado inmediatamente en el archiduque Maximiliano, que se encuentra libre de obligaciones y al que su esposa Eugenia y él mismo aprecian tanto por sus cualidades personales como por el crédito que daría al nuevo imperio. Está convencido de que la pareja imperial, joven y atractiva, será capaz de despertar el entusiasmo de la población. Por otra parte, el soberano francés quiere alcanzar una alianza con el emperador de Austria, y proporcionando un trono a su hermano, espera ganarse su buena voluntad y conseguir algún día el control del reino Lombardo-Véneto.
A lo largo de varios meses, los correos no cesan entre Miramar, París, Viena y Bruselas. Maximiliano se compromete a asegurar el pago de la deuda mexicana en varios plazos anuales y, a cambio, Napoleón le adelanta dinero y le promete asegurar su acceso al trono con los veinte mil hombres que ha enviado y con los batallones de la Legión Extranjera que permanecerán en el país durante seis años. Por su parte, Francisco José ordena la formación de un regimiento de voluntarios húngaros y en Bruselas Leopoldo I hace lo mismo.
Antes de partir para México, Maximiliano recorre varias capitales europeas, a fin de sensibilizar a todos sus parientes coronados acerca de su nueva misión. En Viena, con el emperador, extremadamente reticente ante el proyecto, acuerda los términos de un pacto de familia y, a continuación, se reúne con Carlota en Bruselas. El rey Leopoldo, que también observa con desconfianza la oferta del trono mexicano, se expresa con claridad: «Si aceptas el trono, prestas una inapreciable servicio a Napoleón, que de otra forma no sabría cómo salir del asunto... Su principal preocupación es su grado de popularidad en Francia, y no hay que hacerse ilusiones, ante este móvil todos los demás cederán...».
Pese a todo, ningún consejo y ninguna súplica son capaces de debilitar la decisión de Maximiliano y la obstinación de Carlota. Desde Bruselas, la pareja va a París, que les recibe «imperialmente». Napoleón y Eugenia hacen todo lo posible para complacer a los futuros soberanos de México, que, a lo largo de toda su estancia, se convierten en los invitados de honor de las cenas más brillantes y de las soirées más elegantes; son las estrellas de las fiestas más exquisitas, siempre adulados y mimados por los monarcas franceses. Sin embargo, en las Tullerías, bastantes escépticos murmuran cínicamente a su paso: «Éste no es un archiduque, sino un archiduque», es decir, un «archiengañado». Durante estos días, el humor de Maximiliano sufre pro fundas variaciones, pasando del entusiasmo al llanto, de acuerdo con su carácter cambiante, influenciable y fatalista. Por el contrario, Carlota se muestra alegre, feliz y confiada... completamente imbuida del papel que ahora debe representar.
Tras esta cálida, aunque ciertamente algo falsa, acogida que les ha reservado París, en Londres hallan menos brillo y más franqueza. Les desean felicidad y éxito en su empresa, pero les ponen en guardia. Los ingleses dan mucha importancia a la más que significativa actitud de Estados Unidos. Al embajador norteamericano en París se le había ordenado que se abstuviese de cualquier relación con el pretendiente al trono de México.
Los futuros soberanos van a despedirse de la reina María Amalia, en su exilio de Claremont. La anciana viuda de Luis Felipe de Orleans siente una particular ternura por su nieta Carlota, que tanto le recuerda a su querida hija Luisa. Cuando la tiene delante, se ve asaltada por terribles presentimientos y, cubierta por una mortal palidez, solamente consigue murmurar: «Os matarán...». Pero Carlota y Maximiliano, demasiado convencidos de su nueva misión, abrazan felices a la anciana dama, sonriendo con superioridad ante lo que califican de chocheces.
Ya de regreso en Viena, el emperador Francisco José, que se teme lo peor, trata de disuadir como puede a su hermano. Pero no lo consigue y, a continuación, le obliga a firmar un acuerdo extremadamente duro, en el que se estipula que «aparte de sus derechos a la corona, renuncia asimismo a su rango de archiduque y a su fortuna». Este tiro de gracia habría bastado para desanimar a más de uno, pues viene a ser de hecho una especie de muerte civil.
En Hofburg se produjo una tremenda discusión cuando el emperador exigió a mi cuñado que renunciase a su título de archiduque y de potencial heredero del imperio. Ingenuamente, éste había pensado que, si las cosas iban mal en México, habría podido volver tranquilamente a Austria y recuperar su posición original. La discusión fue tan violenta que mi suegra, desolada al ver a sus hijos enfrentarse hasta ese extremo, decidió abandonar el palacio por algunos días.
En un primer momento, Maximiliano se indigna ante esta renuncia que se le exige, ya que desde siempre ha tenido profundamente interiorizado el sentido de su rango y posición, pero comprueba que no puede hacer nada y queda destrozado ante el ultimátum que su hermano le impone. Al día siguiente de haberlo aceptado y firmado, abandona Viena. Terriblemente dolido, se lanza entonces hacia adelante con su decisión tan férreamente tomada, que llega incluso a sorprender a las delegaciones mexicanas reunidas en Miramar. La misma Carlota viaja a Viena, con la idea de tratar de ablandar al emperador, pero no puede hacer nada. El soberano se muestra inflexible.
El 10 de abril de 1864, en la sala del trono de Miramar, Maximiliano y Carlota son proclamados emperador y emperatriz de México. Esa misma noche, una crisis nerviosa, consecuencia de las innumerables emociones soportadas, deja al archiduque fuera de juego durante varios días. Se siente lleno de miedo y a quienes le hablan de México, les responde: «Si alguien me viniera a anunciar que todo esto se ha anulado, me encerraría en mi habitación y bailaría de alegría...».
El 14 de abril una gran multitud acude al puerto de Trieste a despedir a los flamantes soberanos. A bordo de la fragata austriaca que debe llevarles y a los sones del nuevo himno imperial mexicano, Maximiliano apenas puede contener las lágrimas, mientras que una radiante Carlota parece abandonar Miramar y Europa sin ningún pesar.
Cuando Maximiliano y Carlota marcharon hacia su fatídico destino, el último almuerzo en Miramar pareció el de un condenado. Solamente Carlota estaba alegre, mientras los demás convidados, y entre ellos mi cuñado, se mostraban tristes y sombríos. Les acompañamos hasta el puerto, y en el momento en que se disponían a cruzar la pasarela, mi esposo, llevado por no sé qué presentimiento, gritó: «¡Max!», se precipitó sobre su hermano y le tuvo abrazado durante largo rato. Cuando el navío abandonó el puerto, el emperador, sumido en sus pensamientos, no era capaz de apartar la mirada de la oscura mancha que se alejaba, hasta que fue finalmente tragada por la azul extensión del mar.
La llegada al puerto de Veracruz tiene lugar el 28 de mayo. Bajo un pesado calor, con las calles vacías y sin la presencia de un ser viviente, reina en la ciudad una calma inquietante y en el ambiente se percibe cierta hostilidad. Decepcionados sin quererlo admitir, los soberanos emprenden hacia la alta meseta interior un viaje lleno de peripecias, que la emperatriz Carlota relata con todo detalle en sus cartas a la emperatriz Eugenia. Le habla de caminos abominables, de diligencias que vuelcan, de indescriptibles lechos en los que deben pasar la noche... Todo ello jalonado por las aclamaciones, espontáneas u organizadas según los casos, que escuchan a lo largo del viaje. Cuando llegan a las puertas de la capital, les recibe ya una verdadera delegación. Allí están el general Bazaine, jefe de las tropas francesas, y el conde de Montholon, encargado de negocios, junto al ministro de Austria y todos los notables de la ciudad.
Esta vez es una fantástica recepción la que se les tiene preparada. Bajo el repicar de las campanas y en medio de atronadoras aclamaciones, de lanzamiento de flores y de ondear de banderas, el emperador y la emperatriz toman posesión de la capital de su imperio. El palacio nacional se encuentra en un lastimoso estado que lo hace inhabitable, por lo que se instalan con su séquito en el castillo de Chapultepec, que se alza sobre una colina próxima a la ciudad. Este suntuoso edificio, rodeado de un inmenso parque y en medio de un bellísimo entorno, parece el lugar soñado para una vida de felicidad y de bienhechora actividad. Así, concluidas todas las celebraciones, recepciones y bailes en su honor, una vez la capital recupera la calma, el emperador y la emperatriz deciden ponerse inmediatamente a la tarea.
Llenos de buena voluntad, pero también de inexperiencia, desean aproximarse a su pueblo y adoptar sus formas de vida. Quieren entregarse a su nuevo país en cuerpo y alma. Fascinado por las suaves maneras de los indios, Maximiliano se esfuerza por comprender su mentalidad y, para atraérselos, actúa de una forma que inmediatamente le enfrenta a sus más poderosos partidarios. En lugar de apoyarse en los conservadores que le han colocado en el trono y en la Iglesia, que le ha dado sus bendiciones, prefiere inclinarse hacia los liberales y se niega a devolver a la jerarquía eclesiástica su antigua preponderancia y los privilegios que Juárez le arrebatara. La emperatriz, por su parte, no tarda en enemistarse con el general Bazaine, cuyas tropas constituyen la única defensa efectiva con que Maximiliano cuenta frente a los ejércitos rebeldes. Ella no soporta su desmesurado orgullo y las discusiones entre ambos son frecuentes.
Las cosas comienzan a ir abiertamente mal y la situación se deteriora rápidamente. No solamente el gobierno de Maximiliano es incapaz de reembolsar la deuda exterior de México sino que incesantemente solicita nuevos fondos a Napoleón. Éste empieza a pensar que la historia le está resultando ya demasiado costosa y va cambiando de parecer. El Parlamento y el pueblo francés se muestran cada vez más hostiles a la aventura mexicana... La presión de la opinión pública empieza a sentirse y se hace palpable en repetidas manifestaciones frente a las Tullerías. Por otra parte, los Estados Unidos han comenzado a interesarse en México y, descontentos con la intervención francesa, parecen dispuestos a prestar su apoyo a Juárez, mientras que una potente ofensiva diplomática se forma contra Napoleón. Éste, temeroso ante todo de Prusia, ya no piensa más que en ordenar el regreso de unas tropas que quizá pueda necesitar para defender su propio trono.
El emperador Maximiliano, al borde ya de sus fuerzas, decide pasar solo una larga temporada en la residencia estival que se le ha acondicionado en la localidad de Cuernavaca. Allí se encapricha de una joven india algo arisca, hecho del que la emperatriz es inmediatamente informada y que abre entre los esposos una tensa situación. Carlota, fracasada en su amor de mujer y frustrada en sus esperanzas de maternidad, se encierra en sí misma y su carácter se amarga de forma progresiva. Asumido el hecho de que ya no van a tener descendencia, han decidido tiempo atrás adoptar a un joven miembro de la noble familia Iturbide. Pero la presencia del muchacho en su entorno íntimo no tarda en hacérsele insoportable a la emperatriz que, consciente de que nunca conseguirá colmar el vacío sentimental y maternal que le obsesiona, vive angustiada en una permanente duermevela, con los ojos abiertos a la fascinadora noche mexicana, cuajada de estrellas.
Sin embargo, consigue recuperarse. Ha decidido mantenerse fiel hasta el fin al juramento realizado bajo las volutas de la catedral de Santa Gúdula a sus deberes de esposa y de soberana y, a pesar del sentimiento de fracaso que la invade o precisamente por ello, toma una decisión heroica. Dejando a Maximiliano en México, resuelve marchar a Europa para entrevistarse con Napoleón y con su hermano Leopoldo, nuevo rey de los belgas. Su padre, el viejo monarca, ha muerto pocos meses antes de la marcha de la pareja, y con ello han perdido a su más fiable apoyo. También planea visitar a Francisco José y al papa, si fuera preciso, pero regresará con soldados y así se lo jura a su esposo. Ella salvará a su nueva patria y también su matrimonio, y si Dios en su infinita piedad quisiera venir a buscarla, siempre la hallará preparada para ello.
El 9 de julio de 1866 Carlota abandona Ciudad de México escoltada por su esposo. Los últimos rencores se han disipado para dar paso a la gran tristeza que les causa la separación. Mientras que el coche que la conduce se aleja traqueteante por aquellos infames caminos y por fin Carlota, «el ángel tutelar de México», puede entregarse ya libremente al llanto, Maximiliano escribe a su madre: «Me es imposible decirte cuánto me ha costado separarme de ella. Saber que la compañera, la estrella de la vida, se encuentra tan lejos, en este momento en que puede que toda Europa esté en llamas, me resulta muy duro. Pero cuando se trata del deber, hay que saber hacer sacrificios, incluso los más penosos... Únicamente debo pensar, día y noche, en mi nueva patria, ya tan ardientemente querida, tanto como me sea posible dadas mis débiles fuerzas. Carlota piensa como yo y me secunda con una actividad fiel y leal». A lo largo de los siguientes meses, la situación se agrava y por todo el territorio mexicano se extiende el movimiento insurrecto y se suceden los enfrentamientos armados, hasta que el mismo emperador es hecho prisionero por las fuerzas contrarias.
Carlota había convencido a mi débil cuñado para que permaneciese en supuesto, mientras ella marchaba a negociar personalmente con el emperador francés, suplicando a Napoleón III que actuase con mayor decisión en México. Pero éste, considerando imposible sostener por más tiempo el imperio, acababa de llamar al cuerpo expedicionario allí acantonado, al tiempo que aconsejaba a Maximiliano la abdicación. Todo esto, en definitiva, había acabado resultando fatal para mi cuñado. Carlota, durante su estancia en París, comenzó a manifestar síntomas de paranoia, convencida de que Napoleón quería envenenaría. Viajó luego al Vaticano, a solicitar la intervención del papa en su católico imperio mexicano, pero el Santo Padre, algo contrariado por la forma en que le planteaba sus peticiones, no le prestó la esperada atención y cortésmente la despidió. Ella entonces se negó en redondo a abandonar la residencia pontificia, convencida ce. que iba a ser asesinada, y el papa tuvo que permitir que esa noche durmiese en su biblioteca, donde se le improvisó un lecho. Fue la primera mujer no religiosa que pernoctó en las estancias reservadas al Santo Padre. Ya en Miramar, el familiar entorno consiguió devolverle algo de calma, pero la razón la había abandonado para siempre.
En el verano de 1867 tuvimos noticia del triste fin de Maximiliano. El 19 de junio, cuando el sol se elevaba para iluminar un radiante día, vinieron a buscarle para llevarle a la muerte. Vestido totalmente de negro, portando orgulloso el Toisón de Oro y mostrando una valiente altivez, afirman que dijo: «Así deseaba que fuese el día de mi muerte». Las campanas sonaban fúnebres cuando una salva rompió el aire. Los revolucionarios habían asesinado al último emperador de México. Al llegar a Viena, la noticia destrozó a mi suegra, que ya nunca podría reponerse de la atroz muerte de su hijo predilecto.
Hacía algún tiempo que la incapaz Carlota había regresado a Europa. Había heredado una gran fortuna, cuyo control su hermano Leopoldo II no quería en absoluto dejar en manos de Austria, por lo que reclamó su tutela legal, comprometiéndose a hacerse cargo de su cuidado. Pasó así a vivir una penosa existencia en el castillo belga de Boucílot, con la razón ya irremediablemente perdida, rodeada por montones de heteróclitos objetos y de pollos atados a las patas de las sillas.
Su dolor me afecta y me perturba; las noticias que recibo de ella cada vez me causan mayor trastorno. He sido cobarde, no he sabido enfrentarme a esta mujer, a su castillo y sus fantasmas y creo que nunca tendré el valor de visitarla allí. Me produjo tanta pena saber que se encontraba en semejante situación, que mis resentimientos hacia ella se disiparon por completo. Pero lo más doloroso de todo es que ella es perfectamente consciente de su estado. «Está usted ante una loca. Sí, señor, una loca...», disfruta declarando a sus atónitos visitantes. La verdad es que no lo puedo soportar; pensar en su estado me pone realmente enferma y me recuerda el calvario de amor sufrido por Juana la Loca.
Pero, querida, ¿quién podría decir dónde se fulla la frontera entre Locura y razón, cuando el orden desaparece de la mente, cuando se anula el sentido de lo que es verdadero, de lo que es dolor real o imaginario, alegría real o ficticia? ¿No Feas visto que en los dramas de Shakespeare, los dementes son los únicos seres sensatos? Del mismo modo, en la vida real, ¿se sabe reamente dónde se encuentran la razón y la locura y si la realidad es un sueño o el sueño una realidad?
Lo que es seguro es que la muerte de este infortunado emperador no fue en vano. Gracias a ella, sus debilidades y los errores cometidos durante su breve vida Le fueron perdonados. En la memoria de los hombres quedará para siempre el recuerdo de un ser que en el momento supremo demostró ser plenamente poseedor del valor de un hombre y de la dignidad de un príncipe.