SEGUNDA PARTE
El pretendiente apasionado
El caballero Alaric D’Alessi buscó la oportunidad de ver a la hermosa dama Isabella, solo verla… Su marido celoso la mantenía apartada, escondido de los visitantes pero el conde D’Alessi se las ingenió para acercarse a sus aposentos, al vergel en horas muy tempranas solo para ver un instante a esa dama hermosa que lo había cautivado.
Debía estar loco, había ido al castillo negro para pedir la mano de la hija de Lorenzo Golfieri: Angélica y se había enamorado ardientemente de Isabella, la esposa de quien debía ser su cuñado…
Cuando cumplió su cometido se alejó con sigilo temiendo ser visto.
Ella lo vio un día mientras recogía flores, al elegante caballero de la casa D’Alessi. Sabía que se casaría con Angélica, o eso esperaban sus suegros. Él no se había pronunciado al respecto pero esperaban que pidiera su mano muy pronto.
—Signore D’Alessi—dijo ella y bajó la mirada y se alejó. Y él la siguió con la mirada hasta que desapareció. Sintió un dolor al verla machar tan pronto, habría deseado retenerla pero la dama tenía prisa y parecía evitarle. Suspiró resignado, cada vez que la veía era como si una luz entrara en su alma.
Luego observó a Enrico Golfieri con rabia y envidia. No era delicado con su esposa, era autoritario y ella parecía temerle y alejarse de él. Sabía que era una Manfredi, enemigos acérrimos de los Golfieri y que la boda fue celebrada por orden del Duque de Milán. Cualquier caballero se habría sentido honrado de tener a esa hermosa doncella como esposa. Él lo habría hecho, aunque fuera la encarnación del demonio. Pero había llegado tarde, era la esposa de Enrico y solo podía desearla a la distancia, como se acarician los sueños imposibles.
Isabella sabía que ese caballero la observaba pero no dijo ni una palabra a nadie, estaba algo asustada, su presencia la inquietaba y atemorizaba. Temía que Enrico sospechara algo y la boda de su cuñada Angélica se malograra y ella fuera la responsable. Oh, la odiarían si eso ocurría. Y en los días que siguieron procuró mantenerse alejada de Alaric, pero su suegra la llamó una noche al notar su ausencia.
Sus cuñadas estaban radiantes pero al verla llegar se disgustaron pues los ojos del invitado se clavaron en la hermosa joven y aunque intentó disimular supo que estaba locamente enamorado de ella.
Isabella pensó que no podía tener tanta mala suerte. Su suegra la obligó a sentarse al lado del caballero, su esposo llegaría y notaría que ese hombre no dejaba de mirarla y…
—Donna Isabella, ¿se siente usted bien?—preguntó Alaric.
Ella lo miró espantada y él notó que era desdichada y que sufría en ese castillo. Sus cuñadas la detestaban y Lorenzo Golfieri no se fiaba de su lealtad. La pobre pasaba recluida en sus aposentos y Enrico Golfieri no era un marido considerado. Era un perfecto salvaje.
—No… Es que hace calor aquí y … A veces quisiera escapar, signore—respondió ella.
El caballero D’Alessi no esperaba una confesión tan intima y sintió mucha pena por esa doncella y no dejó de lamentar que no fuera su esposa.
—Comprendo, usted no es feliz aquí ¿verdad?—preguntó con cautela.
Ella dijo que no lo era pero no quiso decir más que eso.
Su marido entró en la sala y la vio palidecer asustada.
—Isabella ven aquí—la llamó con un ademán autoritario furioso de ver a D’Alessi conversando con su esposa.
La joven obedeció y él la mantuvo a su lado, rodeando su cintura con su brazo y besando sus labios en dos ocasiones sin ninguna delicadeza.
—¿De qué hablabas con el conde D’Alessi, Isabella?—preguntó su marido.
Su esposa lo miró espantada.
—No lo recuerdo Enrico—mintió ella.
Luego del banquete Enrico la encerró en su habitación y la desnudó con prisa. Y ella pensó, “no puedo soportarlo más, quiero huir a un convento y que ningún hombre vuelva tocarme jamás”. Enrico la atrapó besando sus pechos dejándola desnuda en un santiamén. Parecía ansioso de dejarla encinta pero su cuerpo se resistió a la feroz posesión y la dama lloró al sentirse tomada, invadida como una campesina indefensa. No era delicado ni tierno, ya no lo era, tal vez porque la odiaba por ser una Manfredi aunque dijera lo contrario.
Y exhausto la retuvo y ella quiso escapar porque sabía que esa noche volvería a hacerlo.
—Ven aquí hermosa, nunca me siento satisfecho contigo, eres tan fría—se quejó Enrico mirándola con fijeza.
Estaba desnuda entre sus brazos, hermosa y voluptuosa pero se resistía a sus caricias, siempre lo hacía. Pero su deseo por ella era tan ardiente que besarla despertaba su deseo imperioso. Isabella quiso apartarlo pero él atrapó sus pechos y los apretó con su boca ardiente y gimió cuando sostuvo sus caderas para lamer su tibio y dulce rincón.
—No, no… —dijo ella.
Su rechazo solo le animó a hundir aún más su boca en los delicados pliegues que cubrían su sexo y la mantuviera cautiva de su lengua que la saboreaba y enloquecía a su miembro que ansiaba recibir caricias pero todavía no se atrevía a pedirlas y debía contentarse con hundirse en ella una y otra vez en un ritmo loco y desenfrenado.
Isabella ya no lloraba cuando su sexo cedió a su invasión y fue inundado con su simiente y exhausta se durmió poco después, feliz de que al fin la dejara en paz. Porque su único placer era cuando él la abrazaba y retenía en su pecho suspirando cansado porque sabía que eso significaba que no volvería a tomarla esa noche.
******
Isabella soñaba con huir pero ¿a dónde iría? Era cautiva en ese castillo y los sirvientes la vigilaban. Sus padres no se habían acercado ni le habían enviado mensaje alguno. Estaba sola.
Y entonces apareció el guapo caballero D’Alessi y se acercó a ella en el vergel y la miró de esa forma que la hacía sonrojar.
—Donna Isabella—dijo haciendo una reverencia.
Era un joven caballero, de la edad de su esposo, alto, distinguido y vio algo en sus ojos que le inspiraban confianza.
—Signore D’Alessi—respondió ella y cuando quiso alejarse el caballero se lo impidió.
Sabía la razón, no era tonta. Ese hombre quería seducirla como un cortesano.
—Déjeme ir signore, por favor—le dijo ella con firmeza.
—Si usted me lo pidiera yo la ayudaría a escapar de este castillo, donna Isabella.
Sus palabras la dejaron hechizada y lo miró perpleja y emocionada.
—Pero usted no puede ayudarme signore, usted va a casarse con una de mis cuñadas, por eso ha venido a este castillo.
—¿Y cree que podría pedir la mano de otra dama después de haberla conocido a usted Isabella Golfieri?
—Sus palabras me incomodan signore, por favor—dijo ella y cuando quiso escapar el audaz enamorado la atrapó y la retuvo entre sus brazos robándole un beso suave y fugaz.
La dama quedó atrapada en esos labios y en ese caballero tan guapo y gentil que planeaba enamorarla hasta que lo apartó, después de disfrutar un beso tan bonito, y lo miró furiosa.
—Soy una dama casada conde D’Alessi y usted no puede atreverse…
—La amo Isabella, estoy loco por usted, desde que la vi en ese bosque la primera vez—dijo mirándola con intensidad.
—No diga eso, yo no puedo corresponderle, soy una dama virtuosa y no debió besarme ni importunarme con sus palabras caballero y le suplico que no vuelva a hacerlo.
—Perdóneme por favor, no quise molestarla, pero... Si necesita mi ayuda, si un día decide escapar o está en peligro le ruego que me deje auxiliarla donna Isabella, me sentiré muy honrado de poder hacerlo.
—Usted no puede ayudarme signore, soy prisionera de los Golfieri y nunca podré escapar, moriré aquí y si usted conserva algo de sensatez se buscará una joven de noble cuna y se casará pronto.
—No puedo hacerlo donna Isabella y usted sabe la razón.
—Por favor, no vuelva a besarme signore, mi esposo me matará y querrá vengar la afrenta.
El caballero se acercó despacio.
—Perdóneme, por favor—dijo y miró sus ojos y sus labios con ardiente deseo.
Isabella se alejó enojada y agitada, rezaba para que nadie los hubiera visto conversar ni besarse. Sus labios le ardían y no podía olvidar ese instante en que ese hombre la atrapó entre sus brazos y le dio un beso tan dulce.
Atormentada corrió de regreso al castillo y pensó, “no debo, soy la esposa de Enrico, aunque él no me ame, no puedo enamorarme de otro caballero…” Y con prisa se recluyó en sus aposentos y se tendió en la cama, una rara somnolencia la envolvió mientras pensaba “no puedo volver a verle, los Golfieri lo matarían si acaso intenta rescatarme de este castillo”.
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Ella evitaba verle porque sabía que estaba enamorándose y temía que al final huyera con él y la familia de su marido los matara a ambos.
Enrico sospecharía, era un marido celoso, y en una ocasión riñó con su hermano por su culpa. No podía creer que desconfiara de su propio hermano.
Temía ver al conde D’Alessi, su permanencia en el castillo se hacía larga y para evitarlo dejo de dar paseos por el vergel y cuando lo veía durante la cena o el almuerzo procuraba mantenerse alejada de su compañía. Pero sentía sus miradas, sus miradas la hacían sonrojarse y se dijo “no puede ser tan tonto, alguien va a notar que me mira”.
Alaric notó que la dama lo eludía decidió buscar la ocasión de reunirse con ella en privado. Y una mañana una criada entró en los aposentos de la joven dama para avisarle que su esposo quería verla en el solar de armas.
Isabella la miró sorprendida.
—Está en el solar de las armas junto a su padre, quiere verla enseguida—explicó.
La joven tembló. Su suegro la detestaba, no se fiaba de ella y tal vez alguien vio ese beso en el vergel y ahora iban a castigarla.
—Acompáñeme signora—insistió la criada.
Isabella obedeció intrigada y asustada, siguiendo a la joven criada por los solares y escaleras hasta llegar a la habitación de las armas. Pero cuando entró en el oscuro recinto la puerta se cerró con estrépito y vio que no había nadie esperándola. ¡La habían encerrado, era una trampa! No podía ser.
Corrió a la salida y comenzó a gritar pero alguien la atrapó y cubrió su boca murmurándole al oído: —Tranquila mi bella dama, no le haré ningún daño—dijo Alaric D’Alessi.
Se estremeció al verse atrapada entre sus brazos y lo miró asustada y furiosa. Y él la retuvo y la besó con ardor, atrapando su boca con su lengua ávida, saboreando su sabor mientras apretaba su cintura contra su pecho fuerte.
Isabella se sintió hechizada por ese beso y no pudo resistirse y él la retuvo y gimió mientras la llevaba a un jergón y la apretaba contra su cuerpo y acariciaba sus senos con desesperación a través de la tela del vestido.
Ella pensó en detenerle pero no pudo hacerlo, deseaba sentir esas caricias tiernas y apasionadas y su cuerpo respondió sin que pudiera evitarlo y su sexo clamó por sentir el suyo y esa sensación de placer y desenfreno la asustó.
—No por favor, deténgase, nos matarán… No puedo entregarme a usted—dijo Isabella mareada y asustada.
El caballero se detuvo respirando con dificultad, agitado, loco de deseo por esa hermosa dama.
—Huya conmigo por favor, la convertiré en mi esposa, anularé su matrimonio—le pidió luego mirándola implorante con ojos llenos de amor y deseo.
—Mi matrimonio no puede anularse caballero, estoy atrapada en él, siempre lo estaré signore y los Golfieri me matarán si deshonro a su hijo entregándome a otro hombre. Por favor, déjeme en paz, me hace mucho daño—ella sollozó y huyó hacia la puerta.—Déjeme ir, no tiene usted ninguna esperanza caballero. Puede tener a una campesina para complacerle en este castillo, pero no seré yo su amante.
Alaric se acercó a su hermosa dama y acarició su cabello.
—Déjeme ayudarla, usted respondió a mis besos, siente algo por mí por eso se esconde y tiene tanto miedo. No me importan los Golfieri, solo quiero tenerla a usted, liberarla de un matrimonio infeliz, de su prisión. Yo la cuidaré donna Isabella, nadie sabrá nunca donde está y la amaré como ningún hombre la ha amado jamás—le dijo.
Ella sintió sus palabras al oído y su abrazo posesivo y debió ser muy fuerte para rechazarlo.
—No puedo huir con usted signore, ni seré su amante. Tengo un esposo y no puedo abandonarle ahora, déjeme ir por favor…Solo abandonaré este castillo para ir a un convento, es lo que desea mi corazón.
Él la miró con extrañeza.
—¿Un convento? ¿Desperdiciará su vida recluida en un convento?—dijo mirando sus labios y ansiando besarlos de nuevo.
—No estoy hecha para el matrimonio ni para el amor, si usted quiere ayudarme envíeme a un convento, allí estaré a salvo de las maldades del mundo y las intrigas de ese castillo.
Alaric pensó con rapidez.
—¿Está segura de que es lo que desea su corazón, donna Isabella?
La dama asintió con firmeza.
—Ahora le ruego que me deje ir, soy una dama virtuosa y usted me ha hecho un gran daño encerrándome aquí con engaños, signore D’Alessi.
Alaric besó su cabeza despacio y prometió ayudarla.
—Si realmente es su decisión la llevaré a un convento, hermosa dama—dijo mirándola con intensidad—Debo irme mañana pero vendré a buscarla para liberarla de su cautiverio, se lo prometo.
Ella se alejó nerviosa y más asustada que antes. ¿Qué había hecho? Se había entregado a las caricias ardientes de ese hombre que no era su esposo y las había disfrutado.
Corrió a sus aposentos y rezó para que nadie la hubiera visto.
Enrico llegó entonces y la encontró rezando. Un rayo de luz alumbraba su hermosa cabellera dorada y sus mejillas tenían un tinte rosa y sus labios carnosos en forma de corazón invitaban a ser besados. Era ella, su hermosa cautiva, la hija del enemigo, su esposa…
—Deja de rezar esposa mía, jamás te dejaré ir a un convento—dijo su marido.
Ella abandonó su rezo y lo miró espantada al ver que se quitaba el jubón rojo y negro y la camisa blanca de lino. Sabía lo que eso significaba y tembló, no quería, nunca quería… Pero no podía negarse a menos que estuviera impura y eso no ocurría desde hacía más de un mes.
Sintió sus besos y como la desnudaba con rapidez. Ese día parecía desesperado por entrar en ella y demostrarle que era suya, pero antes la torturó con esas caricias y de pronto ella se estremeció al sentir que no era su malvado esposo quien la recorría con su boca hambrienta y apasionada, sino ese otro caballero tan guapo y delicado y de pronto gimió y un deseo recorrió su cuerpo deseando que fuera Alaric quien la tomara y no ese marido que no la amaba. Y él, ansioso de despertarla un poco más cubrió su tibio monte con su lengua y su boca hizo presión en ese lugar secreto hasta que sintió que ella gemía y respondía como la mujer ardiente que era. Maravillado por su respuesta la penetró con ferocidad una y otra vez hasta enloquecerla por completo. La sensación de placer fue tan fuerte que la joven dama se mareó y sintió que le faltaba el aire.
—Isabella, Isabella, despierta—dijo Enrico pero la joven se desvaneció y durante días estuvo enferma con nauseas y mareos, y se sentía tan débil que no podía salir de la cama.
Su esposo llamó al médico y este le recetó unas hierbas para las nauseas, pero los malestares continuaron y fue su suegra quien anunció triunfal que Isabella estaba encinta.
Esa noticia la entristeció, no quería un bebé, quería huir a un convento pero sabía que no había podido evitarlo.
Alaric se marchó luego de enterarse, pensando que ese malnacido Enrico había vencido la primera batalla pero no la última. Tendría a esa dama un día, no importaban los obstáculos en el futuro, lo haría… La recataría de esa prisión y sería suya para siempre.
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Su vientre creció lentamente y rara vez salía de sus aposentos.
Su suegra solía visitarla y contarle las novedades, parecía apreciarla luego de enterarse que iba a tener un niño.
Por ella supo que Alaric se había marchado del castillo y su suegro estaba furioso porque había rechazado pedir a una de sus hijas en matrimonio. Isabella sabía la razón pero luego pensó, “es imposible, jamás volveremos a vernos, solo fue una ilusión, debo olvidarle”…
Cuando sus malestares desaparecieron Enrico volvió a buscarla en la intimidad y esta vez ella no lo rechazó ni se espantó de sus caricias, sino que ansiaba recibirlas, como si la lujuria la hubiera despertado y ya no pudiera detenerse.
Y esa noche él le pidió caricias y ella tocó su sexo inmenso y poderoso, ese miembro que le había arrebatado la virtud con impiedad y luego de acariciarlo lo besó con timidez. Pero él quería más y lo llevó a su boca despacio y ella comprendió lo que debía hacer para complacerle.
Enrico gimió y pensó con ironía que había ocurrido un milagro, que por algún hechizo alguien había cambiado a una esposa fría y gazmoña por otra apasionada y ardiente. Era un sueño hecho realidad y cuando sintió su dulce boca en su miembro, apretándolo y lamiéndolo con suavidad creyó que se volvería loco y la tendió de espaldas y besó sus nalgas como había deseado hacer hacía tanto tiempo. Isabella lo apartó pero luego lo dejó que continuara ese nuevo juego de lujuria. Y gimió desesperada cuando entró en ella y pensó, no es mi marido, es Alaric, nunca voy a olvidarle, y cuando el placer fue intenso las lágrimas escaparon de sus ojos. Ese caballero la había embrujado con un maligno hechizo y lo amaba, siempre lo amaría en silencio y a la distancia.
—Isabella, te amo—le susurró su esposo.
Y ella lo miró sintiéndose culpable y volvió a llorar.
—¿Por qué lloráis, mi hermosa cautiva? ¿Sabes que nunca te dejaré ir verdad? Solo muerto me quitarán de tu lado mi bella dama—dijo él como si leyera sus pensamientos.
Ella lo abrazó sin decir palabra y él volvió a besarla, a retenerla contra su pecho mientras secaba sus lágrimas.
Enrico la amaba, lo vio en sus ojos, no mentía, la amaba locamente y no le importaba que fuera la hija de su peor enemigo y escucharlo de sus labios la había conmovido. Nunca pensó que fuera así…
—Enrico, yo creí que… Nunca podrías amarme—dijo entonces.
Él besó sus labios despacio.
—Siempre te amé Isabella, desde que te rapté el día de tu boda, ¿lo recuerdas?
—Pero yo era la hija de tu peor enemigo y…
—Es verdad y me traicionaste antes de casarnos.
—Fue para que no te hicieran daño, tú me salvaste de ser atacada, cuidaste de mí…
—Lo hice porque te amaba tonta. ¿Por qué diablos lo habría hecho? Daría mi vida por ti Isabella y ahora que sé que me darás un hijo mi felicidad será completa… Solo sueño con un día escuchar que tú también me amas, hermosa. Que me ves como soy y no como tu raptor, o el hijo del enemigo.
—Oh, Enrico yo no sabía… Pensé que estabas furioso con nuestra boda y …
Él la abrazó con fuerza y la besó y entró en ella con urgencia y desesperación. Era suya, su esposa, su amor y nunca la dejaría ir. Isabella gimió estremecida por el ardor de Enrico, que había jurado amarla hasta el fin…