La doncella y el caballero

Cathryn de Bourgh

Primera parte

La doncella de los cabellos de oro

El barón Philippe Montnoire recorría sus tierras a caballo cuando vio a una joven rubia con el cabello como el oro, tan hermosa que la visión de su estampa era tan dolorosa y sublime como los rayos del sol y debió cerrar los ojos encandilado por la belleza de la doncella. Caminaba con suavidad y era tan bella que se acercó intrigado, y fascinado por la visión de la hermosa criatura que vivía en sus tierras. Detuvo su caballo al instante y preguntó a sus hombres quién era; pues nunca la había visto antes, mientras notaba que recogía uvas y sonreía bromeando con otras jóvenes menos bonitas.

—Es la hija de Jean el tuerto mi señor—respondieron sus escuderos.

El barón sonrió embelesado y se acercó aún más a la joven descubriendo que tenía unos bellos ojos verdes y era hermosa como una princesa: toda ella lo era, perfecta, suave, su cuerpo esbelto y las suaves formas delataban que ya no era una chiquilla sino una joven mujer. Su vestido sencillo y ligero delataba sus pechos llenos y redondos y más hacia atrás sus nalgas redondas y paradas.

Entonces la joven Agnes lo vio a él, a su señor de Montnoire y se inclinó ante él respetuosa. “Tan bella y educada y es sólo una campesina” pensó el caballero.

—¿Qué edad tienes, muchacha?—le preguntó.

—Quince, señor—respondió ella con voz dulce y la mirada baja, sonrojándose ante la mirada del caballero.

No era la primera vez que uno de ellos la miraba y por esa razón sus padres la mantenían alejada de la faena del campo y planeaban casarla pronto con el hijo del molinero, un viejo amigo de infancia.

Una de las mujeres se acercó llamando a la joven para alejarla del barón, no era prudente que el caballero se encaprichara con Agnes, sabía qué resultaría de todo eso y su hija debía casarse pronto. El padre del actual señor de Montnoire barón era un hombre de cuidado que no dejaba de perseguir doncellas y se decía era el padre de muchos niños en la comarca. Su hijo Philippe estaba casado y había sido cruzado en la última cruzada del rey santo pero… No parecía un malvado y sin embargo no dejaba de mirar a la joven, completamente embelesado por su belleza.

—¿Y cómo os llamáis, hermosa?—insistió él.

La jovencita se sonrojó, conocía al señor de esas tierras pero él nunca se había acercado a hablarle ni la había mirado como lo hacía ahora; como si la viera por primera vez.

—Agnes señor—su voz era como un susurro y él vio sus labios llenos en esa carita hermosa y redonda de mejillas llenas.

El barón sonrió y pensó que el mundo era injusto, su esposa no era así de bella, por el contrario; era muy gorda y siempre estaba malhumorada. Pero siempre supo que debía desposarla así que cuando llegó el momento tomó coraje y la desposó, desvirgó y esperaba que estuviera encinta pronto para no tener que volver a tocarla nunca más.

En cambio a esa joven… Pues sintió que deberían atarlo para que no la hiciera suya todo el tiempo si fuera su esposa… Pero ningún caballero desposaba a una campesina, aunque esta fuera hermosa y él lo sabía.

Agnes regresó a sus quehaceres pensando en el guapo caballero que se había detenido a mirarla embelesado; era el señor del castillo y era muy apuesto; con su cabello oscuro y sus ojos castaños de mirar profundo, alto, fornido como todo un caballero de linaje e intensamente viril, “muy hombre” se dijo ella porque no se le ocurrió una palabra mejor para describirle… Había algo distinto en esos hombres, no eran como los campesinos que siempre olían mal y maldecían a diestra y siniestra: esos gentileshombres olían a caballo, a cuero y eran muy atentos con las damas o eso había observado ella.

Pasaron los días y ella había olvidado ese encuentro cuando de pronto lo vio en el bosque, cerca de su casa. La joven se encontraba recogiendo manzanas con sus hermanas y él se acercó a saludarla, quería verla. No la había olvidado y la doncella se sonrojó intensamente deseando escapar.

—Deja esas manzanas muchachas—le ordenó él y le hizo señas de que se acercara.

La jovencita se acercó sonrojada y temblorosa, la presencia de ese caballero la turbaba y no sabía bien por qué.

—Eres hermosa—insistió él tomando sus manos y ese simple contacto la hizo estremecer y retroceder.

Tuvo la sensación de que quería besarla, tocarla, y sentir eso le dio mucho miedo, por eso corrió con todas sus fuerzas dejando el canasto con las manzanas mientras sus hermanas reían divertidas por la escena.

El siguiente encuentro fue mucho más comprometido...

La jovencita se bañaba desnuda en un estanque con sus hermanas; luego de soportar un largo día de calor y trabajo, cuando él apareció y la vio. Parecía una sirena, una ninfa del bosque y sus pechos pequeños y su vientre… y las piernas delgadas, todo era tan perfecto y delicado.

Cuando Agnes vio a su señor se escondió entre sus regordetas hermanas y entre todas la ayudaron a cubrirse. ¡Qué vergüenza ser vista por el señor barón sin su ropa, nadando en el lago!

Sus hermanas rieron divertidas pero la pobre estaba roja. El caballero no dejaba de mirarla y le ordenó:

—Agnes ven aquí, sal del agua ahora muchacha—mientras decía estas palabras sentía como su vara despertaba ante la visión del cuerpo desnudo de la hermosa doncella.

Ella se quedó dónde estaba tiesa, escondida entre sus hermanas mientras rogaba a la mayor que fuera por sus ropas.

—No puedo señor, mis ropas, están allí—dijo al fin.

Él se enojó ante la desobediencia de la muchacha y ordenó a sus hermanas que dejaran de cubrirla, pues él deseaba conversar con ella y lo haría vestida o desnuda.

Sus hermanas obedecieron asustadas y casi empujaron a la chicuela desnuda y mojada hacia el barón de Montnoire que la observó con verdadero deleite y deseo sensual. Era preciosa, tan blanca y sus pechos tenían los pezones rosados como las doncellas rubias, y estaban duros… Mientras que sus senos se veían más grandes y redondos, como sus caderas bien formadas y su sexo, cubierto de bello rubio era un triángulo pequeñito y se veía algo indefenso mientras la jovencita se cubría y derramaba abundantes lágrimas al tener que exhibirse así frente a su señor.

—Déjame verte doncella, no te haré daño, soy tu señor y me debes respeto y obediencia—ordenó él y tomó sus manos para apartarlas de su pubis y él notó que era perfecto al igual que sus pechos y sus nalgas redondas y paradas. Oh, allí había una mujer y se moría por besar sus labios rojos y sus pechos, por llenarla de besos y sentir en su boca su sexo húmedo por sus caricias íntimas. Sintió como su vara crecía hasta convertirse en roca; hacía tiempo que una mujer no despertaba así su deseo, con su esposa le ocurría lo contrario, casi debía ordenarle a su verga que se parara para poder tomarla una vez al mes.

Necesitaba tocarla y lo hizo y sus hermanas simplemente corrieron asustadas sin atreverse a intervenir ni a mirar lo que el señor iba a hacerle a la pobre Agnes. Podía tomar a la mujer que quisiera y nadie le habría dicho nada, los barones de Montnoire era caballeros de un linaje antiguo y también crueles y despiadados.

Él notó que la joven lloraba  y casi le rogaba que no la tocara, que no la tomara pero estaba tan asustada que no se atrevía a hablar.

—Tranquila preciosa, no te haré ningún daño, deja de llorar… Vamos, ven aquí…

Debía sentir su cuerpo cálido y sentir el placer de abrazarla, de apretarla contra su pecho y contra su miembro erecto, era una necesidad física apremiante. Y lo hizo, no pudo evitarlo, la tomó entre sus brazos y atrapó su boca con su lengua sedienta de ella.

La jovencita se asustó y lo apartó, mordió sus brazos y luego escapó, tomando su larga capa y cubriéndose con ella. Corría como gacela y no pudo alcanzarla pero en sus labios sintió su sabor y sonrió al ver las marcas de las mordidas de la joven. Era una pequeña fierecilla y había defendido su virtud como lo haría una casta doncella, pero sería suya de todas formas y muy pronto…

********

Agnes llegó a la choza llorando asustada, sus hermanas la ayudaron a vestirse mientras su madre la observaba consternada.

Había temido que el barón de Montnoire tomara a su hija en el bosque, podía hacerlo y nadie se lo habría impedido pero esta vez la joven había escapado y era un alivio.

Agnes no dejaba de llorar mientras recordaba la horrible humillación de acercarse desnuda al caballero y la forma en que la miró y acarició, apretándola contra su cuerpo, frotando su vara contra su pubis de una forma vergonzosa. Nunca había sido tan humillada en toda su vida, ese caballero pudo tomarla y no tenía derecho a ello. Pero no lo había hecho. Al contarle a su madre ella le dijo mirándola molesta:

—Si el señor se encapricha contigo deberás dormir con él y complacerle. Hoy escapaste con suerte pero en el futuro eso no ocurrirá y si viene a buscarte…

—Madre no quiero ir, quiero tener un esposo y ser una dama decente como me enseñó el padre André.

El padre André era el capellán del castillo que solía encargarse del rebaño, ellos eran el rebaño del señor y siempre los casaba, bendecía y celebraba los bautizos de las familias de campesinos.

La mujer miró a su hija con pena. Era extraño que dos padres tan feos, saliera una criatura tan rubia y hermosa, siempre había llamado la atención, desde muy pequeña y ellos la ocultaron de los caballeros mucho tiempo pero ahora que el señor la había visto… La culpa la tenían las tontas de sus hijas: siempre alejándose para coquetear con los muchachos.

—Agnes, el señor es nuestro amo y si te quiere no podrás negarte a él ¿entiendes? Deberás complacerle y ser suya las veces que él quiera, su esposa es tan fea y además dicen que es estéril. La señora de Montnoire sólo tiene linaje y fortuna pero nunca fue de su agrado.

—Madre, yo no quiero ser tomada como una esclava, no permitas eso nunca. Hablaré con el padre André y le pediré ayuda.

—El padre André no podrá hacer nada hija. Sólo quiero que estés preparada, pronto vas a casarte con el hijo del molinero y eso debería ponerte  a salvo pero si el barón lo desea deberás yacer con él.

La joven lloró y esa noche no podía dormirse. Se sentía muy desdichada y confundida. No quería ser tomada como una esclava y entregarse a él, quería un esposo y una vida tranquila. Además el deseo de ese hombre la había asustado, la forma en que tocó su pubis y sus nalgas fue avasallante y casi temió que la tomara por la fuerza pero afortunadamente no fue así.

El caballero la dejó en paz por un tiempo, unos asuntos lo obligaron a alejarse del señorío en el sur, sin embargo antes de marcharse ordenó a sus escuderos que cuidaran a la bella doncella Agnes y no permitieran que ningún hombre la tocara o se acercara a ella. La quería virgen, intacta para él porque a su regreso la tomaría y encerraría en su castillo para tener todo el placer que deseaba tener… Se deleitaba recordando el cuerpo de la joven y su piel tan suave, mojada y lista para ser suya… Tenía cara de niña pero ya no lo era, estaba más que madura para que él la tomara y disfrutara esa deliciosa fruta y la devorara toda, por completo…

Su partida dio alivio a la joven doncella quien pudo regresar a sus quehaceres y reír y charlar como antes lo había hecho.

Un día sin embargo notó que alguien la seguía y vigilaba y no tardó en enterarse que eran los escuderos del señor del castillo. No sabía por qué lo hacían pero decidió ir siempre con sus hermanos y parientes, y usar una toca para su cabello porque sus cabellos dorados solía atraer miradas.

Disfrutaba de esa calma y también charlaba con Jean, el joven que sería su esposo muy pronto si el barón lo permitía… El joven estaba loco por ella y la besaba a escondidas despertando sensaciones extrañas en su piel.

Pero debían esconderse para que los escuderos del amo no los vieran. Agnes quería ser su esposa y tener niños, no quería ser la amante del barón aunque esa posibilidad la excitaba de una forma extraña porque era una criatura apasionada y él le gustaba. Ahora recordaba el día que la obligó a presentarse a él desnuda y por momentos lo odiaba pero lo deseaba, no podía entenderlo.

*********

Una mañana después de hornear pan, juntar los huevos de la gallina y un sinfín de tareas, su hermana Marie se le acercó y dijo que los escuderos iban a llevarla pronto al castillo y habían hablado con su padre ese día.

—¿Me llevarán? Pero voy a casarme con Jean muy pronto hermana, tú lo sabes.

Marie negó con un gesto.

—No te dejará tonta, quiere desvirgarte y no permitirá que ningún hombre se le adelante, los nobles son muy orgullosos y lo quieren todo para sí y si no fueras virtuosa no te llevaría al castillo, te lo aseguro.

Su hermana parecía molesta con su ingenuidad, Agnes siempre había sido algo boba pero ahora estaba más tonta que nunca.

—Sólo quería avisarte para que estés preparada.

La joven se acercó a su hermana desesperada.

—Por favor ayúdame, Marie escucha hablaré con el padre André, él me ayudará siempre ha querido una vida honesta para nosotros, es el confesor del barón y de su esposa. Él nos casará en secreto y luego, el barón ya no querrá llevarme.

Los ojos oscuros de su hermana mayor se abrieron como platos.

—Deja de tejer sueños Agnes, el cura no te casará, no se atreverá a desafiar la voluntad del barón, ellos mandan aquí, su padre exigía el derecho de pernada aunque esto había sido prohibido y no había doncella o campesina bonita que estuviera a salvo de su lujuria, llegó a tener cinco encerradas en el castillo. Y su hijo es igual, todos saben que odia hacerlo con su esposa porque es muy gorda y fea, y aunque necesita un heredero  no puede ni tocarla. Y tú le gustas, he visto cómo te miraba cuando te ordenó salir del estanque desnuda. No habrá ninguna boda para ti hermana, te mantendrá encerrada en el castillo y te tomará las veces que quiera y no habrá cura ni santo que pueda impedirlo. Deja de engañarte y procura sacar ventaja, deja de ser bonita y tonta Agnes, y complace al señor en la cama y ya verás cómo se enamora de ti y te convierte en su dama. No es un hombre malo, siempre ha sido generoso con nosotros y en realidad, eres la única campesina de la que ha intentado aprovecharse. Tú le gustas, está tonto por ti y tal vez con el tiempo logres enamorarlo y ocupes un lugar importante en el castillo. Deja de llorar como niñita, el señor es hombre de experiencia y sabe por qué hace las cosas.

La doncella secó sus lágrimas y miró a su hermana furiosa.

—Para ti es sencillo decirlo: ¡tú no tendrás que yacer con él Marie!—Agnes estaba desesperada.

Marié enrojeció.

—¡Pues si tuviera que hacerlo iría encantada pedazo de gran tonta! Es un caballero joven y apuesto, y dicen que mucho más guapo que su padre. Y prefiero mil veces ser la amante de un caballero y vivir como reina que quedarme aquí casada con un campesino y pasando trabajos hasta el fin de mi vida—le respondió su hermana.

La doncella estalló:

—Pues yo no veo honor alguno en ser encerrada y sometida al señor hasta saciar su lujuria, ¿qué será de mí cuando sea vieja o deje de gustarle? Ningún hombre me querrá de esposa.

—Escucha bien hermana, debes enamorarle, si lo haces te conservará y en la cama debes hacer todo lo que él te pida aunque no te agrade demasiado.

Y su hermana le habló de la antigua amante del padre de Montnoire: una campesina ardiente que sabía dar placer como ninguna y era tan buena que la conservó mientras vivió.

—Pero no sólo debes complacerle las veces que él quiera, procura ser cariñosa, a todos los hombres le gustan las mujeres dulces y de buenas maneras, y de gruñona y quejosa el pobre tiene bastante con su esposa, no lo olvides. Sigue mis consejos y ya verás cómo tu suerte cambiará.

Pero Agnes no pensaba seguir esos  consejos, no se sentía tentada por la magnificencia del castillo, había pasado su vida corriendo en los campos, disfrutando las pequeñas cosas y la vida en la baronía era buena, nunca pasaban hambre y cada vez que había fiesta en el castillo ellos participaban con sus danzas disfrutando el vino y los manjares que el señor les enviaba. Philippe Montnoire no era un malvado, y no permitía los castigos físicos, él mismo impartía justicia en su castillo cuando había disputas entre sus campesinos. Su hermana tenía razón pero ella no quería ser tomada como amante y vivir encerrada en sus aposentos, complaciéndole día y noche como una vulgar ramera. El padre André siempre había dicho que ellas debían casarse y tener una vida honesta y digna y no dejarse tentar por las debilidades de la carne; el temible pecado de fornicación.

Y cuando el padre André fue a darles misa en la capilla del bosque a la mañana siguiente ella le pidió ayuda. Le contó en confesión los encuentros con Philippe Montnoire y el cura escuchó todo sin mostrar sorpresa.

—Ayúdeme padre, quiero casarme con Jean y vivir aquí.

El pedido de la joven era muy razonable, la pobre estaba asustada y no era para menos: la doncella Agnes era muy joven para ser convertida en amante del joven barón y además, no era correcto que este tomara a una jovencita pura sólo porque se había encaprichado de ella. ¿Acaso no tenía esposa y mozas ligeras que lo complacían de vez en cuando? Oh sí, el conocía todos los pecadillos de su rebaño y sabía que el joven barón Philippe era un lujurioso. Afortunadamente ahora el señor del castillo estaba lejos y tardaría semanas en regresar, mientras él podría casar en secreto a los jóvenes y ayudar a la afligida doncella. Era una damisela honesta  y el Señor había puesto a prueba su virtud haciendo que el caballero se enamorara de ella, pero Agnes había pasado la prueba; no quería una vida de lujos y vanidades, quería una vida casta junto al hijo del molinero como su esposa legítima.

Al saber que el padre los casaría la jovencita le agradeció emocionada y luego salió de la capilla, alegre y confiada sin notar que dos escuderos la habían seguido.

Y fue tan imprudente que al llegar a su casa de adobe y techo de paja dijo a los cuatro vientos que el padre la casaría con el hijo del molinero en secreto  al día siguiente.

Sus padres la miraron alarmados y su hermana Marie fue la que habló primero dejando la escudilla en el plato mientras miraba a Agnes ceñuda.

—No puedes casarte con Jean, el barón se pondrá furioso cuando regrese y te dará una zurra a ti y una buena paliza al hijo del molinero—dijo.

Sus padres se miraron asustados y se opusieron a la boda.

—El barón debe dar su consentimiento hija, no puedes casarte sin que él lo sepa y apruebe, además sabes bien que no lo aprobará —dijo su madre.

Agnes enrojeció, lloró y se negó a probar bocado. Se casaría con Jean en secreto y nadie lo sabría. Debía avisarle… Quería irse de ese lugar, no quería ser cautiva de ese barón el resto de su vida. Él nunca la convertiría en su esposa, los nobles jamás se casaban con campesinas, se casaban con damas de su linaje, eso siempre le había dicho su madre y sabía que era así. Y ella no quería una vida de pecado.

Nadie prestó atención a sus berrinches por supuesto, pensaron que se le pasaría, pero cuando se retiraron a descansar sus padres hablaron en voz muy baja.

—Escucha Marie, nuestra hija tiene razón, ella no desea una vida de lujos y pecados en el castillo del barón ni yo lo quiero para ella. Debemos ayudarla sin que nadie lo sepa.

Su esposa se asustó al escuchar los osados planes de su esposo.

—No podemos hacer eso Charles, si el barón se entera… Sabes que a su regreso la encerrará en su castillo y nadie podrá impedírselo. Hay tres escuderos vigilando a nuestra hija, ¿cómo esperas que se case con Jean y huya de aquí? Jamás podrá hacerlo y luego deberemos soportar la ira del caballero y su venganza.

La mujer estaba asustada, debían lealtad al barón por sobre todas las cosas y él no era un hombre malvado ni tan lascivo como su padre.

En cambio su esposo tenía orgullo y no soportaba la idea de entregar a la más bella y tierna de sus hijas para que ese noble   saciara su lujuria con la pobrecilla. Y que luego la llenara de bastardos. De haber sido Marie no lo habría inquietado tanto, la joven era más dura y sabía defenderse pero la pobre Agnes era dulce y tierna como un pajarillo y ese bribón la lastimaría, estaba seguro de ello. ¿Cómo podría soportar eso? Era su hija pequeña, la más bella flor de esos prados, sin embargo comprendió que su esposa tenía razón, si la joven huía el barón descargaría su ira contra ellos.

******

Cuando Philippe regresó de su viaje ordenó a sus criadas que lo bañaran (era un honor para ellas hacerlo) mientras aguardaba impaciente la llegada de su bella cautiva Agnes. Esperaba encontrarla en sus aposentos de la torre, en donde debía estar confinada la joven hasta su regreso y hacia allí encaminó sus pasos suspirando, ansioso de reunirse con la hermosa doncella y disfrutar de las delicias del amor ese día. La había echado de menos, y no había dejado de pensar en ella en ningún momento recordando su cola redonda, los pechos altos y llenos y sus caderas firmes… Sus ojos bellos de terciopelo azul…

Grande fue su sorpresa al encontrar los aposentos preparados para la doncella pero totalmente vacíos. Había dado órdenes a sus escuderos para que la llevaran ese día y ellos habían ido a buscarla. Tuvieron tiempo de sobra para llevarla allí, ¿dónde diablos estaba la doncella Agnes?

Volvió sobre sus pasos y habló con sus sirvientes. Uno de los escuderos regresó entonces, pálido y muerto de miedo al pensar en el castigo que recibiría cuando el señor supiera lo ocurrido.

—Habla ya escudero, me tienes los nervios de punta. ¿Qué le han hecho a mi doncella?

—Señor, disculpe—el escudero Pierre, pelirrojo y tartamudo intentó explicar en pocas palabras lo ocurrido. No fue muy sencillo…

Y al enterarse con palabras cortadas que el padre André; su capellán, había casado a su doncella con Jean el hijo del molinero en secreto y que los jóvenes habían huido su furia fue fría y terrible.

—Maldita sea Pierre, ¿cómo permitieron eso en mi ausencia? ¿Acaso no os pedí que cuidarais a la joven y vigilaran sus pasos?

El barón estaba furioso con ese inesperado cambio de planes; no podía creer la osadía de esa niña ni el descaro de ese cura sinvergüenza casando en secreto a la joven que debía ser suya. Buscó al cura y lo interrogó y este dijo tranquilamente que había casado a la joven porque ella deseaba una vida honesta con ese muchacho.

Fingió no saber nada de las intenciones del caballero de Montnoire por supuesto.

El barón quiso saber cuándo los había casado. Hacía ya tres días y desde entonces la joven había desaparecido y sus escuderos habían estado demasiado asustados para decírselo.

—La encontraremos, mi señor—prometieron entonces.

—Pues espero que así sea, ¿han buscado en la casa del molinero?

Habían revuelto cielo y tierra esa era la verdad y la joven no estaba por ningún lado.

—Buscadla y traedla aquí, casada y todo le demostraré a esa chiquilla que no fue buena idea desafiar mi autoridad. Y a ese joven lo quiero muerto, ¿han entendido?

Los escuderos y caballeros recorrieron la baronía ese día y él se unió a la búsqueda porque no soportaba quedarse ocioso esperando.

La encontraría y estaba tan furioso que sólo pensaba en darle una zurra en sus redondas nalgas hasta dejárselas rojas como manzanas. Huía de él, prefería una vida honesta había dicho el cura muy solemne. Prefería una vida como esposa de un simple molinero a yacer con el señor del castillo. ¡Qué tonta era!

********

Agnes no hacía más que llorar, pues al llegar al bosque de Brennes su esposo la había abandonado a su suerte y sabía la razón: ella se había negado a consumar su matrimonio porque estaba asustada. Y Jean se había casado con ella para tenerla, se lo dijo con claridad y al ver que la joven no quería que la tocara, un día al despertar la doncella se encontró sola y perdida en ese espeso bosque. Lloró durante horas hasta quedar exhausta y permaneció escondida en una cueva abandonada sin saber a dónde iría ni que haría ahora que su esposo la había abandonado. Pero aún tenía fuerzas para resistir, no iría a ese castillo ni dejaría que él la atrapara.

Ese marido suyo era un palurdo; ¿cómo pudo dejarla sola en ese bosque para que la comieran las fieras? Agnes empezó a tener sed y hambre, había devorado la última manzana que había llevado y debía buscar algo para beber o moriría en ese bosque y ella no quería morir.

Se arrastró como pudo hasta el lago y bebió agua sintiendo que la abandonaban las fuerzas. Moriría en ese bosque y de pronto vio una figura luminosa acercarse. ¡Jesús! Era el señor que la llevaba al paraíso…

Algo hizo que Philippe de Montnoire se detuviera en ese bosque, fue como un extraño presentimiento. La joven no podía estar muy lejos, acababan de prender al marido de la doncella y luego de darle una paliza confesó haberla abandonado días antes porque ella se había negado a yacer con él. ¡Maldito bastardo del demonio!  Abandonar a su doncella a su suerte en ese bosque, la matarían los lobos o algún rufián querría tomarla y luego… ¡Pues no quería ni imaginárselo!

Estaba tan furioso y nervioso que no podía estarse quieto. La joven debía estar escondida en algún lugar y comenzaron a gritar su nombre, a llamarla.

Entonces apareció un ermitaño con ropas grises, un anciano cura de barba blanca que parecía el señor en persona. Caminaba con bastón y lo hacía con esfuerzo, había abandonado la ermita al oír las voces.

Era Luigi el ermitaño: un cura italiano que había llegado a esas tierras para vivir en una ermita, ofreciendo sus escasos bienes para poder quedarse. Su padre lo había acogido y era parte de su feudo como lo eran las tierras y la doncella rubia.

—Señor Montnoire, ¿buscáis a alguien?

Philippe avanzó hacia el ermitaño seguido de un extraño presentimiento.

—Una joven campesina huyó de mis tierras Luigi, ¿la habéis visto? Es una joven rubia muy hermosa, de mejillas llenas, delgada.

El ermitaño asintió.

—La encontré en el río mi señor Montnoire, estaba desmayada y pensé que muerta. Está muy débil y enferma, no es prudente que la lleve ahora.

Esas palabras lo llenaron de alivio y dijo “bendito sea el señor”. Y sin esperar ser invitado trepó al árbol con la agilidad de un gato para ver a la damisela que tanto nervio y angustia le había causado. ¡Pequeña chiquilla fugitiva insolente!

La encontró tendida en un jergón, con el cabello rubio suelto, llegándole casi a la cintura, el rostro redondo había perdido color y sus mejillas se veían mustias.

Al oír los pasos en la ermita la joven doncella abrió los ojos y lo vio, no podía ser… Era él, el caballero del que tanto había intentado escapar. Se miraron en silencio un momento y ella intentó incorporarse para alejarse de él. Temía su ira, y pensó que iba a golpearla por haberse casado con Jean y huido como lo hizo.

—Quieta doncella, no te haré daño pero vendrás conmigo ahora y si vuelves a intentar escapar juro que lo lamentarás. ¿Has comprendido?—dijo muy serio, pero en realidad no estaba furioso estaba preocupado al verla en ese estado, pálida y asustada.

Ella asintió en silencio, acorralada y cuando él la alzó en brazos: tembló y lloró. No quería ir con él, no quería ser su amante escondida en el castillo. Pero la había atrapado y nunca la dejaría ir, lo vio en su mirada intensa, oscura y maligna.

De pronto notó que ataba sus manos y rodeaba su cuerpo con una cuerda y se asustó aún más.

—No me ate por favor señor, prometo no escapar, le doy mi palabra pero no me ate—suplicó la doncella moviéndose de un lado a otro con las fuerzas que le quedaban.

Él la observó y pensó que atarla era una buena idea, ¿cómo no se le había ocurrido antes? Le gustaba verla así, desesperada y suplicante, asustada…

—Debéis ser castigada por tu traición muchacha, sabíais que estabas destinada a mí y debisteis estar en mi castillo; en mi lecho, y sin embargo huiste como una tonta con ese marido que luego de hacer los votos decidió abandonarte. ¡Vaya marido que habíais escogido para tener una vida honesta!

La joven se sonrojó y lloró, no quería estar atada, no podía soportarlo, se sentía como un perro, como una pobre esclava. Y estaba a su merced y de pronto tuvo miedo de que además de atarla la golpeara.

—¡Perdóneme señor, le prometo que nunca más escaparé pero no me deje atada!

Él tomó las cuerdas y la ató a él de una forma que lo erotizó al instante y sin poder evitarlo atrapó su boca y la besó largamente. No la había atado para castigarla, lo había hecho para poder bajarla de esa ermita, estaba demasiado débil para agarrarse y temía que se desmayara y resbalara y él sí sabía cuidar a su doncella, no como ese marido suyo que la dejaba sola para que la devoraran las fieras en el bosque.

Abandonaron la ermita y subieron a su caballo y él volvió a atar sus manos y su cintura a la vez para que no cayera y sintiera además el yugo de la opresión. Era suya, y le pertenecía y esperaba domarla muy pronto, en la cama, cuando estuviera de mejor semblante. Le daría unos días para que recuperara la carne, no le agradaban tan delgadas. Agnes sintió ese olor a cuero y madera y se durmió poco después, extenuada. La había encontrado, atrapado y ahora: sería su cautiva y no podría escapar.

Al verlo llegar con la joven en brazos el padre André enrojeció, él acababa de casar a ambos jóvenes, no podía raptarla…

El barón miró al cura con soberbia y cuando este se atrevió a censurar su proceder él le respondió:

—Pues debe anular esa boda de inmediato padre André, el matrimonio no fue consumado y el marido de la joven la abandonó a su suerte en el bosque. Está muerto o pronto lo estará. Jamás debió casar a la doncella Agnes sin mi consentimiento. Ella vivirá en la torre y usted dejará de inculcarle esas ideas tontas sobre el honor y la pureza, ¿comprende?

******

Días después Agnes abrió los ojos y sintió que recuperaba las fuerzas, pero él no debía enterarse todavía o la tomaría y ella no quería eso. Quería escapar, buscar la oportunidad de abandonar ese castillo… Pero ¿a dónde iría? Sus padres no querrían acogerla y esa torre debía ser fuertemente custodiada.

Estaba atrapada y lo sabía.

Todos los días iba a visitarla y ese día no fue la excepción y al verla con más colores y recuperada sus ojos recorrieron su cuerpo con creciente deseo. Tal vez esa noche podría intentar…

—Levantaos doncella, ¿podéis caminar?

—Todavía no mi señor, lo intenté hace un rato y sufrí un mareo—se apuró responder ella. Mentía por supuesto y no sabía qué lograría con fingirse enferma, no ganaría mucho tiempo a decir verdad.

Él la observó y aunque se moría por besarla se alejó rápidamente.

A media tarde las criadas bañaron a la joven doncella y le trajeron preciosos vestidos para que escogiera. Le llevaban exquisitos manjares y todo el tiempo iban a verla como si temieran que no estuviera en la habitación, o estuvieran muy preocupadas por su bienestar.

La bañaron y observaron con cierta envidia su cuerpo esbelto pensando su señor disfrutaría un rico manjar esa noche, porque sabían que había dejado a la joven recuperarse para poder tomarla cuanto antes.

Agnes se estremeció cuando él entró horas después y la miró con intensidad.

Philippe notó que la doncella temblaba y quería apartarlo pero no esperaba que ella lo arañara como una gata cuando quiso desvestirla. Y tendiéndola en la cama la amenazó con atarla si volvía a hacer eso.

Agnes dejó escapar un gemido y soportó que la desnudara y se quedara mirándola fascinado, suspirando mientras tocaba su pubis pequeño y besaba sus pechos a la vez.

Él también se había desnudado con prisa y ella pudo sentir su vara rozando la entrada de su monte, presionando con suavidad y al sentir que era inmensa se asustó. La lastimaría, no podía meter todo eso en ella, moriría del dolor estaba segura…

—¡Tranquilízate, muchacha! No te haré daño preciosa, lo prometo, ven aquí…

Besó sus labios y Agnes sintió que suspiraba de deseo y la preparaba para ese momento con muchos besos y caricias. La joven doncella se sintió mareada y trasportada a un mundo nuevo; su cuerpo se humedecía despacio y respondía a sus caricias, a sus besos de lengua.

Estuvo mucho tiempo besándola, y de pronto introdujo un dedo en su sexo para medir su estrechez: era tan dulce y deliciosa, su boca, el olor de su piel, delicada… No parecía una campesina, su piel era suave y era hermosa… Qué pena que no fuera su esposa, la habría llenado de niños al instante, nadie lo habría apartado de sus aposentos.

—Tranquila así, preciosa, tócame por favor…—le susurró mientras besaba su cuello con pequeños besos.

La joven lo miró asustada y él tomó sus manos y las llevó a su pecho cubierto de vello oscuro como ese lugar al que la guiaba despacio. Su inmensa vara larga y rosada.

Agnes se estremeció al sentir su suavidad y tamaño, y él la alentó a continuar esas suaves caricias y pensó que luego le enseñaría a darle más placer, pero era muy inexperta y lo primero era desvirgarla y no sería sencillo, necesitaba abrirla un poco más. Al menos había dejado de temblar y no parecía una chiquilla asustada…

Agnes recordó los consejos de Marie, debía ser complaciente y no desafiarle, ni mostrarse soberbia, ni escapar, sólo darle placer. Pero no sabía hacerlo, y dejar que la tomara era demasiado para ella y  cuando sintió que sus besos descendían de su cintura hasta su vientre gritó espantada, ¿qué pretendía hacerle?

El barón sonrió al ver que la joven se ruborizaba y lo apartaba aterrada y envolviéndola entre sus brazos le dijo lo que iba a hacerle.

—No, no haga eso, por favor—suplicó ella.

El caballero atrapó sus labios y separó sus piernas despacio, otro día probaría el néctar de su sexo,  ahora debía tomarla y hacerla suya, que sintiera que le pertenecía por completo.

No fue sencillo entrar en su cuerpo, y la jovencita gimió al sentir su vara invadía su pubis y soportó la molestia y el dolor cerrando sus ojos, rodeándole con sus brazos despacio.

—Así preciosa, tranquila, relájate, debes abrirte a mí, me perteneces doncella, serás mía esta noche y todas las demás… Ábrete a mí, un poco más…—dijo y separó sus piernas al máximo para poder acoplar y acomodar su inmenso miembro en ella y desvirgarla, abrirla, mientras la rozaba despacio. Tardó mucho en conseguirlo y hacerla sangrar pero lo hizo y luego fue mejor porque pudo hundirse por completo y  quedó fundido a su vientre, a su cuerpo mientras la llenaba de besos y palabras tiernas.

Agnes no escapó como tanto quería, era suya, su amante, su cautiva y estaba atrapada por su vara, por su cuerpo fuerte y la sensación de convertirse en su mujer era muy extraña, avasallante. Fue tierno con ella, tan suave, no la lastimó ni golpeó como tanto temía y cuando lloró la consoló diciéndole palabras dulces, secando sus lágrimas con besos.

Era suya al fin, como tanto había fantaseado y deseado y hacía tiempo que no disfrutaba sensaciones tan intensas y placenteras con una mujer. Su mujer, su cautiva… y cuando su vara estalló inundándola con su simiente el placer fue tan intenso que cayó sobre ella y la apretó con tanta fuerza que la jovencita gimió molesta, sintiendo que por un instante no había podido respirar por su arrebato.

Agnes sintió alivio cuando todo terminó y tocó su sexo lastimado y lloró. No quería que volviera a hacerlo, que le causara dolor con su vara y la llenara de bastardos. Acababa de mojarla con su simiente y sabía que así se hacían los niños, no podría evitarlo y sin embargo, si escapaba, si lo intentaba…

Él notó que la doncella sufría desasosiego y lloraba cubriendo su cuerpo desnudo con una manta avergonzada de que la viera así.

—Ven aquí muchacha, obedecedme. Si intentáis escapar juro que te ataré a la cama y os daré azotes en las nalgas—dijo él sin compasión.

La jovencita obedeció y lloró asustada, y no se resistió cuando quiso tomarla de nuevo penetrándola muy lentamente.

Días estuvo haciéndole el amor sin parar el día entero como si no hubiera estado con una mujer en años y en realidad nunca había tenido una tan bella y dulce como Agnes. Y cuanto más la tomaba más deseaba hacerlo de nuevo y pasaba horas en sus aposentos sin visitar nunca a su esposa.

Ella no se resistía y su cuerpo se acostumbró a su inmenso miembro y aunque siempre se sintió apretada y ferozmente invadida aceptó ser su amante y aprendió a complacerle. El primer paso fue abrirla, poseerla y poseerla todo el tiempo, pero había otras delicias que él deseaba descubrir con ella y enseñarle.

Philippe era muy suave y tierno cuando la tomaba, nunca lo hacía con rudeza y siempre la llevaba de besos y caricias, pero esa noche tenía otros planes. Agnes siempre se resistía a que saboreara el néctar de su sexo, y él se moría por hacerlo y esa noche, harto de su resistencia ató sus manos y sus pies a la cama para que no pudiera escapar.

La joven doncella se asustó y suplicó pero él no la escuchó, era tiempo de despertar a la jovencita a los deleites de la lujuria: no quería una cautiva tímida y temblorosa, quería una cautiva apasionada que estallara de placer cuando él besara su monte y entrara en su cuerpo.

—Te gustará pequeña y debes aprender a complacerme, eres mi cautiva y no debes olvidarlo—dijo él y su boca atrapó su sexo pequeño y apretado, rosado, tan suave y dulce… Su respuesta fue deliciosa, la más dulce que había saboreado jamás.

La doncella cerró los ojos para no ver como su boca devoraba su pubis por completo con suaves lamidas al principio y feroces después.

Y aunque se resistiera avergonzada, su cuerpo respondía a las caricias y se llenaba de sensaciones placenteras.

Él sintió que su doncella se relajaba y suspiraba al sentir que la aspiraba y lamía sin parar, sus delicados pliegues y esa delicada protuberancia de su monte, allí estaba el corazón de su damita: él lo sabía bien.

Agnes quería soltarse pero estaba atada y casi no podía moverse y esa sensación era tan rara que la excitó mucho más mientras él seguía hundiendo su boca en ella y tocaba su sexo introduciendo un dedo para sentir su calidez. Y cuando sintió que estallaba y gemía sonrió satisfecho, era una pequeña damisela ardiente, y atarla había sido una idea estupenda… Y sin liberarla hundió su vara hinchada y hambrienta en ella y su preciosa doncella volvió a gemir de placer y ya no le rogó que la desatara y la folló así durante horas, una y otra vez hasta arrancarles nuevos gemidos y convulsiones de placer. Hasta dejarla exhausta.

Mientras la abrazaba y la inundaba con su semen por cuarta vez esa noche se preguntó por qué la bella doncella no podía ser su esposa, la deseaba tanto y estaba loco de amor por ella, de amor y deseo… Un deseo tan fuerte como nunca había sentido por otra mujer y lo sabía.

Pero estaba casado con Catherine Neville, su fea y malhumorada esposa, que no hacía más que engullir confituras todo el día y moverse de un lado a otro, cada vez más gorda y más insatisfecha con él por no tocarla. Porque a ella le gustaba que lo hiciera sin saber que él lo hacía obligado y no sentía placer alguno.

Apartó la imagen de su esposa: ¡la imagen del hermoso cuerpo de la doncella amarrado a la cama lo deleitaba tanto…!

—Por favor mi señor, desáteme—suplicó la doncella y él la obedeció aunque deseaba hacer lo contrario y entonces la joven lloró y le pidió que la abrazara. Se sentía extraña y confundida, el caballero la había llevado al éxtasis y aunque al principio se sintió ruborizada luego fue una necesidad, estallar en convulsiones le daba un placer sensual adictivo y también emocional. Y por primera vez lo abrazó con fuerza y besó y le rogó que se quedara con ella esa noche.

Él solía marcharse pero en ocasiones se quedaba dormido sin poder evitarlo y esa noche se quedó abrazado a ella sintiendo un placer intenso al recibir besos y caricias, sabiendo que su doncella empezaba a enamorarse y él también… Philippe se había prendado de la jovencita el mismo día que la vio por primera vez, pero le gustaba sentir sus besos y caricias, era una chiquilla muy suave y dulce. Sumisa y obediente, no había intentado escapar de nuevo, pero a él le gustaba amedrentarla a veces porque temía que volviera a escaparse y la posibilidad de perderla lo volvía loco.

**********

Y mientras la instruía en las artes del amor también quiso enseñarle a vestirse y comportarse como una dama. No era una joven sin modales, por el contrario tenía una forma muy suave de hablar y conducirse, pero debía comer con escudillas sin ensuciarse y hablar correctamente. 

Otro caballero no se habría tomado esas molestias, porque nada cambiaría el hecho de que su doncella era una campesina sin linaje, aunque él nunca la vio así, para él siempre fue una doncella hermosa a quien deseaba educar y pulir como una rara gema hasta convertirla en diamante, en una verdadera dama de noble cuna.

No dejaba de sorprenderle que fuera tan hermosa y delicada; que su piel no se hubiera ajado y que sus manos fueran tan suaves cuando había pasado tanto tiempo trabajando en la granja y en los campos juntando las uvas. Además aprendió a hablar correctamente en poco tiempo y sus modales eran los de una dama, y se vestía como tal, al punto que un día al visitarla pensó que su doncella sí parecía una dama mientras que su esposa parecía hija de labriegos. Su mal humor era terrible y la había visto dar una bofetada a una criada por haber dicho algo indebido. Ya no la tocaba ni deseaba hacerlo, su mundo, su hogar, todo lo que amaba estaba en los aposentos de la torre donde mantenía escondida a su doncella cautiva y al verla se preguntó por qué no era ella su esposa y Catherine una simple criada molesta. Su presencia se le hacía insoportable y ella debía saberlo por eso estaba siempre de mal talante.

¡Al diablo con esa dama! Cada día lo enfurecía más estar atado a esa horrible dama, pero la visión de su doncella lo calmó al instante y en sus brazos encontró el consuelo y el placer que su cuerpo tanto anhelaba…

—Philippe—murmuró la doncella y sus labios se abrieron dulces y sensuales esperando ese beso.

—Hermosa… Qué bella estás hoy… ¿Qué estáis bordando?

La joven bordaba flores en una sábana de lino, le gustaba bordar y ocupar su tiempo en quehaceres sencillos mientras lo esperaba.

Sus ojos se iluminaron al verle, solía sentirse algo solitaria en sus aposentos y cuando él llegaba su corazón palpitaba feliz.

Agnes ya no parecía la tímida doncella que había tomado por primera vez, su cuerpo se había vuelto voluptuoso y esa noche besó su sexo húmedo y siguió hacia atrás deseando entrar en esas nalgas redondas y llenas. Las tomó entre sus manos y suspiró. Introdujo un dedo para abrirla y luego otro susurrándole que se relajara.  Agnes suspiró y su sexo se humedeció tanto que él no pudo evitar lamerlo  hasta volverse loco: era tan deliciosa, toda ella lo era y siguió insistiendo para tomarla de espaldas.

—Tranquila preciosa, si te duele me detendré, lo prometo mi amor—le dijo.

Mareada por las sensaciones nuevas se estremeció al sentir que hundía su vara allí y se abrió para él como la primera vez y la molestia despareció mientras él la follaba despacio hasta que su verga se acoplaba y perdía en ese rincón inexplorado y se llenaba de placer al ver ese trasero perfecto y redondo en su poder. Totalmente suyo; toda ella lo era, y apretó sus pechos suspirando sin dejar de follarla una y otra vez sintiendo que su verga se hundía totalmente en su cuerpo sin que quedara un rincón fuera. La había tomado y no dudó en tomarla de nuevo y esa noche no quiso marcharse y deseó más que nunca que fuera su esposa ahora y siempre. Porque la amaba, la amaba y la necesitaba tanto…

*******

Lejos del nido de amor de los amantes, la baronesa Catherine de Montnoire estaba furiosa y tan llena de odio que a su confesor le llevó horas tranquilizar a la dama.

—Es que mi esposo ha roto los votos, y me engaña padre, trajo a una campesina a la torre para saciar su lujuria y eso es un pecado—estalló la dama en el confesionario de la capilla del castillo.

El padre André dijo que el señor nos enviaba duras pruebas.

—Es sólo una campesina madame, pero descuide, hablaré con su marido y lo amenazaré con excomulgarle si no se enmienda de inmediato.

Eso tranquilizó mucho a la dama de gruesa estampa, sus ojos oscuros relampagueaban mientras sus labios se apretaban consumidos por la ira.

—¡Hágalo padre, se lo ruego!—gritó la baronesa— Amo tanto a mi esposo y quiero ser una buena esposa pero él… El ya no duerme en nuestros aposentos sino en la torre con esa chiquilla. Esa jovencita debió embrujarlo con sus malas artes.

El padre asintió comprensivo. Sabía que eso no era verdad por supuesto, él conocía a la pobre joven cautiva, había intentado ser virtuosa pero el barón había querido tenerla y ahora la tenía. Pobrecilla.

—Es un capricho pasajero madame, estoy seguro de ellos, el barón de Montnoire es un caballero sensato pero a veces los hombres sufren tentaciones de la carne que no pueden evitar…

La dama abandonó el confesionario mucho más furiosa que antes. Él ya no la tocaba y ella extrañaba los raros momentos de intimidad, amaba tanto a su esposo y fue tan feliz al saber que debía casarse con él. ¿Por qué no podía al menos fingir y hacerle un niño? Jamás engendraría si él no la tocaba, ninguna dama podía quedar encinta sola, sólo la virgen María pero ella no era la santísima virgen por supuesto...

Y por más que se esforzara y se fingiera dulce ante él, sabía que su esposo la evitaba como la peste, esa era la triste verdad y sabía el motivo: esa pequeña mujerzuela de la torre era la única responsable.  Habría deseado conocer a esa bruja, a esa puta sinvergüenza ladrona de maridos. Decían que era hermosa y que su esposo se había encaprichado de ella por esa razón. Ya lo había hecho con otras.

Es que los hombres tenían la necesidad y al parecer, su esposa no era suficiente para él.

La baronesa se retiró del confesionario con una calma aparente, distaba mucho de sentirse tranquila. Hacía días, semanas que su marido se encerraba a refocilar con la campesina “Agnes”, ignorándola por completo.

Caminó nerviosa por el solar rumbo a sus aposentos, a la parte respetable del castillo. Ella era la baronesa de Montnoire, la señora de ese lugar, esa maldita campesina no era más que una ramera escondida en la torre…

—Mi señora Catherine, ¿desea algo?—preguntó su fiel criada Annou.

La baronesa la miró furiosa.

—¡Pues que vayas a la torre y mates a esa golfa del demonio!—bramó la dama.

La criada dio un paso atrás asustada, cuando la baronesa se ponía de ese humor…

—Claro que no la matarás, deberé hacerlo yo. Pero maldita sea, si lo hago iré al infierno, el padre André me excomulgará y mi marido me odiará porque le quité su diversión—al parecer la joven dama calibraba todas las posibilidades.

Pero estaba furiosa, herida y le ordenó a grito de jarra que le trajera mazapán de inmediato.

Los dulces la calmaron por unos días, los dulces y las palabras del padre André: “Madame debéis perdonar a vuestro esposo, es un hombre tan débil… El demonio lo ha tentado a pecar, pero vos como su esposa debéis perdonarle y mostraros afectuosa, dulce como una esposa debe ser. Él regresará a vos muy pronto madame, sé que lo hará”.

Y Catherine Neville se quedó aguardando a que su esquivo marido regresara a sus brazos. Día tras día lo esperaba, pero Philippe pasaba cada vez más tiempo en los aposentos de la torre, junto a su hermosa doncella cautiva. Desde allí se oían suspiros y frases de amor, besos… El barón estaba cada vez más atrapado y enamorado y los rezos de su esposa, sus tontas penitencias, nada logró apartarle de la hermosa doncella.

Cuando la dama lo comprendió pensó que debía hacer algo, pues era todo menos una esposa sumisa, y no se quedaría de brazos cruzados mientras esa campesina ramera le robaba a su marido.

Bueno ella no podía robárselo de forma literal, era su marido ante Dios y los hombres, y él no sería tan estúpido de…

La presencia de su esposo la turbó, su corazón palpitó.  Philippe entró en el solar seguido de sus escuderos y al verla sus labios se apretaron. Evitaba su compañía, huía de su esposa como del diablo y de haber podido pues la habría enviado a un convento o encerrado en una torre. 

—Philippe—dijo ella suplicante.

El barón la miró alerta, molesto, murmurando “mi señora” mientras se alejaba.

Ella lo siguió, dio unos pasos pero no pudo alcanzarle y llena de rabia y frustración se encaminó hacia la torre, donde estaba la pequeña ramera aldeana.

No era la primera vez que intentaba llegar a la joven, estaba despechada y loca de celos y quería… En ocasiones planeaba deshacerse de ella, matarla o arrojarla por la tronera, era la única manera de hacer que su marido regresara y fuera su esposo como antes.

Pero los centinelas de la torre le cerraron el paso nuevamente, sólo los sirvientes y el barón tenía permitido entrar en eso aposentos.

La baronesa los enfrentó mirándolos con soberbia.

—Soy la dama de Montnoire, escudero. No puede prohibirme que entre en la torre, hablaré con mi esposo si se niega a dejarme pasar—dijo.

Los escuderos tenían órdenes muy claras al respecto y temían más la ira de su señor que los caprichos de su esposa.

Catherine volvió a sus aposentas, furiosa.

Al enterarse del incidente el barón se sintió alarmado, su esposa nunca había sido tan osada. ¿Cómo se atrevía a interferir en sus asuntos y pretender?… ¿Qué demonios pretendía yendo a los aposentos de su cautiva?

—Nadie debe entrar aquí, ni mi esposa ni sus damas ni sirvientas. Si mi cautiva sufre algún daño por vuestra negligencia lo lamentaréis—dijo sombrío.

Pasaba muchas horas con su dulce doncella y su esposa hervía de celos.

Observó a la jovencita. Agnes dormía y parecía un ángel con su vestido blanco y el cabello rubio suelto brillando como el oro. Hacía meses que la tenía encerrada y ella nunca se quejaba, él le llevaba presentes, y sus vestidos eran los de una princesa, y ese día le obsequió el anillo de su madre y de todas las damas de su casa. Jamás se lo había dado a su esposa, lo había olvidado y un día al encontrarlo en el cofre que perteneciera a su madre decidió dárselo a ella.

La joven tomó el anillo y lo besó agradecida. Y ajenos a las maldades de su esposa y a las maldades del mundo, hicieron el amor una y otra vez y de pronto ella sufrió un malestar y le confesó que sospechaba que estaba encinta.

Esa noticia emocionó al barón y acarició y besó su vientre feliz, no debía sorprenderle; no había dejado de hacerle el amor sin parar durante tres meses, y ella nunca se había negado por tener la regla o… Debió quedar encinta enseguida, era tan dulce y fértil. Como una esposa debía serlo. Un hijo en su vientre, un hijo suyo, de ambos…

Era feliz y Agnes se alegró de darle un hijo porque lo amaba y quería quedarse en ese castillo por el resto de sus días.

Festejaron la noticia haciendo el amor de nuevo y él fue mucho más tierno y sin prisas estuvo en su cuerpo por horas, en su vientre y en sus nalgas redondas.

—Gracias por esta noticia preciosa, me has hecho tan feliz…—le susurró mientras ella gemía de placer al sentir que la poseía sin parar una y otra vez… Sus embestidas le arrancaron espasmos y su vientre estalló mientras él inundaba y mojaba sus nalgas con su simiente. En ocasiones le agradaba mojarla con él y ella se deleitaba al sentir su olor dulzón en todo su cuerpo.

***********

El vientre de Agnes creció y sus malestares desaparecieron y aguardó con ansiedad la llegada de ese bebé, fruto del amor. Ya no se sentía desdichada o temerosa por el futuro, tenía a su hijo en su vientre y eso la llenaba de felicidad. Había aprendido a complacer a Philippe, y también a amarle y sabía que él la quería y necesitaba, pasaba horas en su compañía y muchas veces se quedaba a pasar la noche y ella adoraba quedarse dormida en sus brazos y quedarse así, acurrucada en su pecho y sentir como latía su corazón y su piel ardía de deseo por ella. Porque sabía cuánto la deseaba…

En ocasiones pensaba en su antigua vida pero no extrañaba vivir en el campo, él se había convertido en su razón de ser; ser su amante había cambiado su vida por completo y aunque al principio lloró y sintió deseos de escapar lentamente los aposentos de la torre se convirtieron en su hogar, y las criadas que la atendían sus amigas. Y él era como su esposo, pero no lo era y se entristeció al pensar que un día su hijo fuera llamado bastardo.

—Señora, le traje su almuerzo—dijo la criada Anne entrando en sus aposentos con una bandeja.

Tenía un olor delicioso y ella comió con apetito. Fue entonces que la joven escuchó hablar por primera vez de los celos de la dama del castillo.

—Es muy malvada sabe, en una ocasión golpeó a una de sus damas, le dejó una marca en su mejilla.

Agnes no prestó demasiada atención a la historia, sus pensamientos volaron a Philippe, lo extrañaba y al escuchar unos pasos en su habitación fue a recibirle, feliz y anhelante. Porque no pensó que fuera alguien más que su amado señor de Montnoire.

El grito que lanzó la doncella debió escucharse en todo el castillo. Gritó tanto que los escuderos alarmados corrieron a sus aposentos.

No era Philippe; era una dama de mirada oscura y maligna, alta y supo quiñen era mucho antes de que la llamara despreciable ramera del infierno. Su esposa. La baronesa de Montnoire estaba allí y la miraba con tanto odio y envidia que habría podido matarla.

Agnes sólo pudo correr y gritar pidiendo ayuda, estaba sola en la habitación y aterrada porque por un instante comprendió que su vida y la del niño que llevaba en su vientre corrían peligro.

—¡Ven aquí; maldita campesina apestosa!—bramó Catherine.

La jovencita corrió pero la imponente dama era gruesa y de manos grandes y fuertes, y sus ojos oscuros parecían los de un demonio. Eran terribles, llenos de maldad y locura, porque una idea asesina poseía el alma de esa mujer despechada y celosa.

Alcanzó a la doncella cuando intentaba abandonar la  habitación y la dama vio con sus ojos la inmensa cama cuadrada y valiosa donde su marido amado fornicaba con esa ramera rubia y hermosa. Maldita cama del pecado y la lujuria abominable. ¡Mataría a la fornicadora del demonio allí! Luego, pues ya no podría mirar a otra mujer y regresaría a sus brazos… La mataría, la mataría con sus manos, era una dama loca y violenta.

Agnes buscó algo para defenderse, estaba desesperada y temía por su vida pero estaba en desventaja, esa joven era enorme y tenía la fuerza de un hombre casi.

Agnes gritó y se resistió y de pronto apareció su criada, pálida como el papel.

—Señora, ¿qué hace aquí? Suelte a la señora Agnes—dijo.

Catherine tenía en sus manos el objeto para deshacerse de la ramera rubia y al saberse sorprendida miró con odio a la criada.

—¿Señora Agnes, dices? Esta de aquí no es señora de nada, no es más que una campesina vulgar y sucia. ¿Y tú atiendes y cuidas a la ramera de mi esposo? Eres una traidora Maroi, una completa traidora y recibirás tu merecido cuando acabe con esa niña rubia. ¡La mataré!—chilló la baronesa fuera de sí.

Agnes lloró desesperada y llamó a Philippe y de pronto vio el puñal que guardaba la dama en su vestido, era un cuchillo largo para trozar carne y lo acercó a su pecho.

La joven criada gritó y se aceró desesperada a la baronesa.

—No señora, no haga eso, si la mata iréis al infierno madame. Por favor, el diablo la está tentando. ¡Deje ese cuchillo ahora!

—Cállate tonta y demuestra lealtad, soy la dama de este castillo y mi esposo me ignora por venir a refocilar con esta. Una pobre campesina vestida como una dama y hasta tiene joyas, mis joyas… Ese anillo…

La visión de las joyas distrajo a la dama mientras Agnes acorralada rezaba en silencio clamando por su vida. “No me lleves señor, tengo un niño en mi vientre, quiero vivir” pensaba la jovencita, desesperada y de pronto sintió unas manos regordetas asiendo su cuello. Porque el cuchillo había resbalado de sus manos, quería quitarle esas valiosas joyas, eran suyas, si él se las había obsequiado pues les pertenecían. Era la baronesa, la dama de Montnoire y su esposo había cometido la locura de regalárselas a ella, una simple campesina maloliente de la aldea.

Los escuderos entraron entonces en la habitación y atraparon a la baronesa que la emprendía contra la criada Maroi dándole feroces golpes mientras que la joven Agnes yacía inmóvil en la cama. Se necesitaron varios brazos para detener a la dama, estaba hecha una fiera, furiosa con la pobre criada.

Philippe, alertado de que algo ocurría en la torre corrió a los aposentos de su doncella para presenciar la horrible y sangrienta escena. La criada tenía sangre en la cabeza mientras media docena de escuderos apresaban a su esposa que gritaba y estaba fuera de sí como si padeciera un ataque de locura… ¡Maldita mujer! Y Agnes… Su amada doncella, su dulce cautiva estaba en la cama: inmóvil, un paje intentaba reanimarla, no se movía y al acercarse vio unas horribles marcas en su cuello.

—Su esposa intentó estrangularla señor, entró disfrazada de criada, no la reconocimos, vestía como criada y la doncella Maroi la salvó y la emprendió contra ella…—le dijeron los escuderos.

El barón había estado en la cruzada y era un hombre duro, pero en esos momentos al ver a Agnes inmóvil sintió deseos de llorar. Por un instante temió que estuviera muerta… No se movía y no respondía, yacía laxa. Maldita mujer, maldito demonio de esposa, criatura malvada del infierno.

—¡Agnes mi amor despierta, despierta!—dijo el barón desesperado y sacudió a la joven para que despertara.

La gruesa criada entró entonces y lo ayudó, nunca había visto tan desesperado a su señor.

—Respira, está viva pero creo que se ha desmayado… Su cuello, santo dios—dijo la criada.

El barón la miró aturdido.

—Fue mi esposa—dijo  y desesperado reanimó a su doncella y al ver que abría los ojos la besó y derramó unas lágrimas por la angustia que había pasado, pues si la perdía ella, lo perdería todo.

Y mirando a los escuderos ordenó que encerraran a su esposa en una celda de inmediato.

La joven estaba tan asustada que no podía hablar, él besó su cabeza y sus labios y le dijo que estaba a salvo y que nada malo le pasaría. De  haber tardado… No se atrevía a pensarlo, pobrecilla…

Philippe se quedó a su lado hasta que se durmió abrazada a él, Agnes pasó mucho tiempo llorando y él besándola, consolándola.

Su esposa se había vuelto loca y debía hacer algo con ella, no podía permitir que intentara de nuevo… Casi había matado a Agnes y lastimó seriamente a la pobre Marie al defenderla. Pudo quebrarle el cuello. Estaba tan furioso que no podía conciliar el sueño. Agnes se durmió abrazada a él y el caballero pensó que dormida parecía un ángel. Y pudo perderla para siempre… por culpa de esa loca malvada, esa maldita mujer había perdido el juicio por los celos y él era culpable, en parte lo era. Cuando supo que había intentado entrar debió reprenderla, reforzar la vigilancia. No lo había hecho y ahora… Algo muy horrible pudo pasar.

****

Agnes sufrió pesadillas y durante días estuvo muy asustada temiendo que la esposa del barón apareciera de un momento a otro y la matara. No dejaba de llorar y días después le pidió a Philippe que la llevara a su casa en la aldea, que allí estaría segura.

Lo miró suplicante: con sus ojos tristes y cansados de días intranquilos y noches de pesadillas. La doncella temblaba cada vez que Philippe se alejaba y él lo sabía.

—Doncella no puedo devolverte, me perteneces… Y tienes un hijo mío en tu vientre. Por favor no me pidas eso—le respondió él.

Pero estaba preocupado, sabía que nunca tendrían paz mientras esa loca estuviera en el castillo. La tenía encerrada en una habitación subterránea, fuertemente vigilada pero eso no era suficiente. No podía dejar a su esposa allí, debía resolver qué haría con esa loca.

Se acercó a su doncella y la besó, se moría de ganas de hacerle el amor, hacía días que no la tocaba y lo necesitaba, había sufrido tanto ese día que temió perderla.

Agnes no lo rechazó y se entregó a él, dulce y apasionada y él acarició su vientre pensando que allí crecía su niño… su heredero, pues no dudaba que su doncella le daría un hermoso varón, y más de uno, todos los niños que esa esposa maligna no le había dado.

Y luego de hacerle el amor con mucha ternura le dijo mientras acariciaba su cabello:

—No me apartes de ti ahora preciosa doncella, por favor, no podría vivir sabiendo que estás lejos de mi lado. Escuchad, no sois vos quien debe irse Agnes. Quisiera tanto que fueras mi esposa y que ese niño sea mi heredero un día…

Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas.

—Eso no puede ser, no soy más que una campesina, mi señor. Y vos estáis casado con esa dama de linaje y ella…

—No quiero ni recordarlo preciosa, odio a esa mujer, la aborrezco y no permitiré que vuelva a acercarse a vos, nunca más.

Agnes gimió al sentir que entraba de nuevo en su cuerpo y la tomaba una y otra vez con desesperación, hasta hacerla estallar una y otra vez y dejarla exhausta entre sus brazos. La doncella se durmió poco después, su hermosa campesina, soñaba tanto con que fuera su esposa… Una idea extraña tomó forma en su mente mientras acariciaba su cuerpo tibio, desnudo. Aún tenía las horribles marcas en su cuello por culpa de esa maldita mujer.

La idea cobró vida y forma y mientras lo planeaba todo se dijo ¿por qué no? Tiene un hijo mío en su vientre, es hermosa y la amo, ella debe ser mi esposa y no Catherine Neville.

El barón de Montnoire era el amo y señor del castillo, nadie se atrevería a desobedecerle y esa noche dio órdenes precisas a sus escuderos. Su esposa Catherine debía morir. Y sabía quién ocuparía su lugar.

Sufriría un accidente y luego… No se arriesgaría a dejarla encerrada en esa celda, seguramente tramaría algo para escapar y además necesitaba deshacerse de su esposa para poder desposar a su doncella. No quería que el niño que llevaba en su vientre fuera llamado bastardo, pero antes debía cambiar su nombre… No podía ser Agnes Jacques.

Su mente no dejaba de hacer planes mientras ajustaba los detalles, nada podía fallar.

*********

Al día siguiente se escucharon las campanadas de duelo en todo el castillo y Agnes no tardó en enterarse que la esposa del barón había muerto. Ella observó a la criada perpleja, sorprendida, y aliviada…

Philippe organizó su funeral y horas después llegaron los parientes de la joven a despedirse de ella, eran pocos y se mostraron apenados por el triste accidente que había sufrido al caer de las escaleras y quebrarse el cuello.

Philippe se mostró sombrío y hasta se fingió afectado, en realidad debió matarla con sus manos por lo que casi le había hecho a su doncella. Pero que ahora rindiera cuentas con el señor en el purgatorio, había perdido el juicio y era una loca peligrosa. Ya no sería problema para él, ni podría hacerle daño a su amada.

La joven pasó el día durmiendo como si no hubiera dormido en días, una extraña paz la envolvía como si sintiera que esa sombra que la había perseguido por días al fin se hubiera marchado.

Philippe fue a verla esa noche un momento pero no podía quedarse, los parientes de su esposa se quedarían unos días para el entierro y debía disimular. Luego que todo se calmara podría llevar a cabo la segunda parte de su plan.

Agnes lo extrañó esos días en que no pudo verlo y rezó, rezó para agradecer al señor por haberle salvado la vida mientras recordaba las palabras del barón: “tú debéis ser mi esposa, tú debéis quedaros”… Pero ella nunca sería su esposa y se había resignado a ello y ya no le importaba, él la amaba y siempre la cuidaría, le daría un hijo. Mientras que su esposa la odiaba porque él no la tocaba hacía meses ni se acercaba a ella. Pasaba sus noches con su ramera rubia. Estaba loca de celos por ella, tan loca que la habría matado de no haberla defendido la fiel Maroi. Pero ¿qué sería de ella en ese castillo? ¿Philippe volvería a casarse  y tendría otra esposa que enloqueciera de celos y quisiera matarla?

Esos meses que estuvo allí encerrada en la torre, fuertemente custodiada y con un ardid la dama del castillo había entrado a sus aposentos. No se sentía segura, nunca lo estaría.

Agnes lloró al pensar que él volvería a casarse y ella viviría recluida en esa torre, lo amaba pero no quería vivir así, escondida. Quería salir a los jardines, recorrerlo a sus anchas, llevar a su niño en brazos…

De pronto recordó los consejos de su hermana Marie, “enamoradle Agnes, se buena en la cama y ya verás cómo te llena de vestidos y regalos”… Lo había hecho, ella lo había enamorado y se había entregado a él sin reservas. Y Philippe la había convertido en su amante, en su mujer y en una dama. Si la vieran ahora sus familiares jamás la reconocerían: había cambiado tanto; hasta su forma de hablar era distinta. Pero siempre sería su amante escondida en la torre, criando niños que siempre serían bastardos eso le había dicho la esposa de Philippe furiosa al ver que tenía las joyas de los Montnoire en su cuello, y ese anillo… Era un anillo de bodas, muy costoso y él se lo había obsequiado diciéndole que ella debía ser su esposa. Pero nunca podría serlo y ella lo amaba tanto que sabía que no escaparía, se quedaría allí. Estaba encinta y no podía concebir su vida sin Philippe, esa era la verdad.

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Cuando los parientes de Catherine Neville se marcharon, Philippe fue a buscarla sin esperar un minuto. La extrañaba y además quería sacarla de la torre, llevarla a la capilla, el padre André aguardaba inquieto.

Él sabía lo ocurrido esa noche, una parte por supuesto de haber sabido que el barón era responsable de la muerte de su esposa no lo habría ayudado en ese asunto de la boda.

Pero la jovencita estaba encinta, y era tan buena, él no estaba de acuerdo con la lujuria, no la toleraba, le repugnaba y debía salvar a esos dos de caer en la lujuria y bendecir su matrimonio. Agnes no tenía un apellido noble, así que había que inventarle uno y decir que era huérfana y parienta de su esposa. Había ido al castillo meses antes y…

La historia era verosímil y nadie en el castillo delataría al señor. Todos le temían y respetaban y quienes supieran guardarían el secreto.

—Agnes estás encinta y hace tiempo que quiero que seas mi esposa pero no puedo desposar a la hija de un labriego—dijo él mientras la escoltaba hasta la capilla.

Ella derramó unas lágrimas preguntándose a dónde la llevaría.

—Debes cambiar tu nombre, tesoro. No dejaréis de ser quien sois por supuesto pero deberéis conduciros y hablar como una dama. Escucha, el padre André nos casará en secreto ahora y a nadie diréis vuestro verdadero nombre. Ni veréis a vuestros padres y hermanas.

Ella se detuvo emocionada, no podía creerlo, todo ocurrió tan rápido…

—Oh Philippe, no puede ser… Nunca podré…

Él la besó.

—Confía en mí hermosa, todo saldrá bien—le dijo y acarició su vientre que había crecido levemente. Luego tomó su mano y ella lo siguió sintiendo que flotaba.

Entraron en la capilla y Agnes lloró cuando fueron declarados marido y mujer en una sencilla ceremonia. Pero su esposa había muerto hacía tan poco, ¿sería correcto? A él no le importó, pensaba en el bebé que crecía en su vientre, debía protegerlo y también a ella.

No hubo banquete ni festejos, no habría sido correcto. El barón la llevó a sus nuevos aposentos y ella observó la habitación embelesada. Estaban juntos, estaban casados  y ella no podía creerlo. Todo había sido tan repentino.

—Bueno, ahora no podrás negarte a mis brazos esposa mía—le dijo con una sonrisa. Y la besó y se besaron e hicieron el amor durante horas disfrutando la dicha de estar juntos cuando estuvieron a punto de ser separados para siempre.

Y mientras la tomaba le susurró al oído cuanto la amaba y Agnes lloró emocionada, tenía la sensación de que vivía un sueño. Un sueño del que no querría nunca despertar. Era su esposa y su hijo nunca sería llamado bastardo…

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Seis meses después Agnes dio a luz un robusto varón a quien llamaron Louis como su abuelo y que fue desde el principio el sol de sus padres.

La doncella se convirtió en la dama del castillo y quienes visitaron el castillo quedaron deslumbrados con su porte orgulloso y la belleza de la joven. Nadie sospechó que la joven fuera hija de campesinos y Philippe la exhibía con orgullo, era hermosa y estaba nuevamente encinta, soñaba con hacerle el amor y pasaba horas en sus aposentos disfrutando las delicias del amor. Era feliz, la amaba y era la esposa que siempre había soñado tener: hermosa, dulce y obediente, alegre… Nunca estaba malhumorada como la anterior. ¡Uf se estremecía de sólo recordar a Catherine, qué criatura tan nefasta!

Eran tiempos felices y dichosos. Ambos deseaban que duraran para siempre disfrutando cada instante juntos. Él siempre recordaría el día que la vio en el campo y se detuvo para mirarla embelesado, porque sabía que había sido el día que se había enamorado, y su mayor desafío había sido conquistar su corazón porque sabía que ella también lo amaba.

—¿En qué pensáis, mi bella esposa?—le preguntó esa noche acariciando su vientre redondo que crecía deprisa.

Agnes lloraba emocionada, a veces temía que todo fuera un sueño y se lo dijo.

—No es un sueño, es real hermosa, ven aquí, deja de llorar quiero verte siempre sonreír feliz mi amor.

La damisela secó sus lágrimas pero volvió a llorar emocionada al sentir sus besos y él la abrazó muy fuerte murmurándole cuánto la amaba.