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Construyeron el barco para abandonar la isla en una plataforma rocosa plana situada en un pequeño valle, al abrigo del viento, a treinta metros de la orilla. Tendieron una especie de vía hecha con troncos de arrayán para deslizar su estrafalaria obra hasta las relativamente calmadas aguas que separaban las dos islas. El trabajo no fue nada agotador. Se habían recuperado de los estragos sufridos en el mar y podían pasar la noche trabajando, cuando el clima era más fresco. Durante el día, dormían unas horas, hasta que el calor era menos fuerte. La construcción no fue difícil, y cuanto más se acercaban al final de la tarea, menos fatiga sentían.

Maeve se dedicó a tejer dos velas con las frondosas ramas de los arrayanes. Pitt optó por aprovechar los mástiles del queche de York, colocando una cangreja en la mesana y una vela cuadrada en el palo mayor. Maeve tejió en primer lugar la vela más grande para el palo mayor. Al principio, durante las primeras horas, le costó bastante, pero a última hora de la tarde ya había cogido la suficiente práctica y era capaz de tejer un metro cuadrado de vela en treinta minutos. Al tercer día, la media hora se había reducido a veinte minutos. El tejido vegetal era fuerte y resistente, y Pitt pidió a Maeve que hiciese una tercera vela, un foque triangular para colocarlo en la parte delantera del palo mayor.

Pitt y Giordino soltaron y levantaron la camareta alta del queche y la montaron sobre la parte delantera de la plataforma del timón. Esta reducida sección del queche fue colocada luego sobre los tubos de flotación del bote en que habían llegado.

La siguiente tarea consistió en asegurar los largos mástiles de aluminio, cuya longitud redujeron porque el tamaño del casco que habían creado era más pequeño, ya que no tenía una quilla suficientemente larga. Como no podían asegurarse cadenotes a los tubos de flotación de neopreno, pasaron los obenques y estays de sujeción por debajo del casco y los aseguraron con un par de acolladores.

Al día siguiente Pitt colocó el timón del queche, y para que no se hundiese demasiado en el agua, instaló una caña larga, un sistema más eficaz para pilotar un tomarán. Una vez el timón estuvo firmemente instalado y funcionando a su satisfacción, Pitt colocó el viejo motor fuera borda después de haber limpiado el carburador y los conductos de combustible y revisado a fondo el magneto.

Giordino se ocupó de los botalones estabilizadores. Cortó y limpió dos gruesos arrayanes cuyos troncos se curvaban en la parte alta. A continuación, los colocó paralelos al casco, con las secciones curvas hacia adelante, como un par de esquíes. Luego aseguró los botalones a unos postes transversales situados en la proa y la popa. Giordino quedó muy satisfecho de su obra, después de comprobar su resistencia con varias pruebas. Los botalones ya estaban perfectamente instalados y de forma segura.

Sentados en torno a una hoguera para combatir el frío del amanecer de las latitudes meridionales, Pitt repasó los mapas y cartas de navegación de York. A mediodía midió con el sextante la posición del sol y por la noche hizo lo mismo contemplando las estrellas. Luego, con ayuda del almanaque náutico y de unas cartas de conversión trigonométricas, trató de establecer su posición, hasta que sus cifras encajaron con la latitud y longitud en la que, según las cartas de navegación, estaban situadas las Dos Miserias.

—¿Crees que lograremos llegar a la isla Gladiator? —preguntó Maeve a Pitt mientras cenaban, dos noches antes de la botadura.

—Claro que sí —respondió él con aplomo—. Por cierto, necesitaré un mapa detallado de la isla.

—Detallado ¿hasta qué punto?

—Quiero un mapa con todos los edificios, caminos y senderos, y me gustaría que, si puede ser, lo hicieras a escala.

—Lo dibujaré con la mayor precisión que pueda —prometió Maeve.

Giordino mordisqueó el muslo de un pájaro que Pitt había cazado con la pequeña pistola automática.

—¿Cuántos kilómetros hay de aquí a la isla?

—He calculado 478 kilómetros justos.

—Entonces está más cerca que Invercargill.

—Sí, ésa es una de las grandes ventajas.

—¿Cuánto tardaremos en llegar? —quiso saber Maeve.

—Es imposible decirlo —respondió Pitt—. El primer tramo del viaje será el más duro, porque deberemos navegar hacia barlovento hasta que alcancemos corrientes favorables y vientos del este procedentes de Nueva Zelanda. Los trimaranes navegan con dificultad contra el viento, porque no tienen quilla y pueden volcar fácilmente. Los mayores riesgos los correremos al zarpar. Como no podremos hacer un recorrido de prueba, no sabemos qué tal navega. Tal vez no logremos hacerla navegar a barlovento, y acabemos siendo arrastrados hacia América del Sur.

—No es una idea tranquilizadora —dijo Maeve, pensando en el calvario que supondría una travesía de noventa días en esa precaria embarcación—. Pensándolo bien, casi me apetece más quedarme en tierra firme y terminar como Rodney York.

La víspera de la botadura fue un día de febril actividad. Uno de los últimos preparativos fue la fabricación de la misteriosa cometa de Pitt, que fue plegada y guardada en la cabina, junto con 150 metros del hilo de nailon que habían encontrado en el barco de York y aún conservaba su resistencia. Luego cargaron a bordo las escasas provisiones, junto con los instrumentos de navegación, mapas y libros. Los vítores resonaron en las desnudas rocas cuando el motor fuera borda se puso en funcionamiento tras cuatro décadas de inactividad y después de que Pitt casi se dejara el brazo dándole más de cuarenta tirones al cable de puesta en marcha.

—¡Lo conseguiste! —exclamó Maeve.

Pitt adoptó una expresión modesta y dijo:

—Ha sido un juego de niños para alguien acostumbrado a restaurar automóviles antiguos y clásicos. Los que me dieron más problemas fueron el tubo de alimentación que estaba atascado y el carburador obstruido.

—Te felicito, camarada —dijo Giordino—. El motor nos vendrá de perlas cuando nos aproximemos a la isla.

—Afortunadamente, los depósitos de combustible estaban cerrados herméticamente y su contenido no se había evaporado durante todos estos años. No obstante, el combustible casi se ha convertido en laca, así que tendremos que vigilar el filtro de la gasolina. No me apetece mucho andar limpiando el carburador cada treinta minutos.

—¿Durante cuántas horas nos durará el combustible de York?

—Creo que tendremos para seis o siete horas.

Más tarde, con ayuda de Giordino, Pitt montó el motor fuera borda en la parte de popa de la cabina. Como toque final, la brújula de navegación fue instalada junto al timón. Una vez hubieron colocado las velas vegetales en los mástiles, las izaron y arriaron sin apenas problemas. Luego los tres permanecieron ante su obra. El barco parecía resistente, aunque, desde luego, no era muy bonito; era tosco y achaparrado, y los botalones lo hacían parecer aún más primitivo. Pitt pensó que sería el barco más estrambótico que surcara los anchos mares.

—Desde luego, no es muy esbelto y elegante —murmuró Giordino.

—No creo que nos permitieran inscribirlo en la competición de la Copa América —dijo Pitt.

—A vosotros, como sois hombres, se os escapa su belleza interior —dijo Maeve encantada—. Debemos ponerle un nombre. No estaría bien que no la bautizáramos. ¿Qué tal Tesón?

—Adecuado —dijo Pitt—, pero, según las tradiciones marineras, si queremos tener suerte, debemos ponerle un nombre de mujer.

—¿Y Magnífica Mueve? —propuso Giordino.

—Pues no sé —dijo Pitt—. Resulta cursi, pero está bien. Yo voto a favor.

Maeve se echó a reír.

—Me halagáis, pero la modestia impone algo más adecuado, como, por ejemplo, Dancing Dorothy II.

—Son dos votos contra uno —anunció Giordino—. Decidido: el barco se llama Magnífica Maeve.

Dándose por vencida, Maeve llenó de agua de mar una vieja botella de ron de Rodney York, para usarla en la botadura.

—Yo te bautizo Magnífica Maeve —dijo sonriendo, y rompió la botella contra uno de los palos que sostenían los botalones—. Ojalá surques los mares con la rapidez de una sirena.

—Y ahora a hacer fuerza —dijo Pitt.

Se ataron alrededor de la cintura cables sujetos a su vez a la sección delantera del casco. Luego, afirmando bien los pies en el suelo, se echaron hacia adelante. Lentamente, como a regañadientes, el barco se deslizó por los troncos colocados en el suelo a modo de raíles. Aún debilitados por las vicisitudes pasadas y la falta de alimentación adecuada, los tres se sintieron agotados enseguida por los esfuerzos que tuvieron que hacer para arrastrar el barco hacia una pendiente que se alzaba dos metros sobre el agua.

Maeve empujó hasta no poder más, pero finalmente cayó de rodillas, con las manos apoyadas en el suelo y el corazón acelerado. Pitt y Giordino empujaron el enorme peso muerto otros diez metros antes de soltar las cuerdas y caer exhaustos como Maeve. El barco se encontraba en el borde de la roca, oscilando sobre los dos gruesos troncos de arrayanes que le servían de raíles.

Pasaron varios minutos. El sol estaba ascendiendo en el horizonte oriental y el mar se encontraba en absoluta calma. Pitt se quitó la cuerda de alrededor de la cintura y la arrojó al interior del barco.

—Supongo que no hay motivo para seguir demorando lo inevitable —dijo.

Montó en el Magnífica Maeve, hizo bajar el motor fuera borda sobre las bisagras y tiró del cable de arranque. Esta vez el motor se puso en marcha al segundo intento.

—¿Seréis capaces de darle un último empujón a nuestro yate de lujo? —preguntó a Maeve y Giordino.

—¿Y qué gano yo a cambio de todos mis esfuerzos? —rezongó Giordino.

—Un gin-tonic doble, obsequio de la casa —respondió Pitt.

—Promesas, promesas… Eres un sádico —se quejó Giordino. Rodeó con un musculoso brazo la cintura de Maeve, la ayudó a ponerse en pie y dijo—: Empuja, bella dama, llegó la hora de decirle adiós a este rocoso infierno.

Los dos empujaron a la vez la parte de popa con las fuerzas que les quedaban. El Magnífica Maeve se movió reticente, pero enseguida cogió cierta velocidad y la proa descendió, apuntando hacia las aguas, mientras la popa quedó levantada. Permaneció unos segundos así y finalmente cayó al agua levantando un mar de espuma alrededor. Al fin el barco quedó estabilizado en el mar. Tanto Giordino como Maeve entendieron entonces por qué Pitt había puesto antes el motor en marcha; gracias a haberlo hecho, pudo controlar inmediatamente el barco contrarrestando la fuerza de la corriente. Rápidamente, hizo girar el Magnífica Maeve y volvió con él al borde de la roca. En cuanto la proa estuvo bajo ellos, Giordino agarró a Maeve por las muñecas y la bajó con suavidad hasta el techo de la camareta alta. Luego el italiano saltó con agilidad y cayó en el barco junto a la joven.

—Y con esto concluye la parte más distraída de nuestro programa —dijo Pitt poniendo en reserva el fuera borda.

—¿Izamos las velas? —preguntó Maeve, que se sentía orgullosa de su obra.

—Aún no. Primero navegaremos a motor por la parte de sotavento de la isla, donde el mar está más calmado.

Giordino ayudó a Maeve a bajarse de la parte de la camareta y a entrar en la cabina. Se sentaron un momento a descansar mientras Pitt pilotaba el barco por el canal y lo conducía entre los extremos norte y sur de los dos desiertos islotes. En cuanto llegaron al mar abierto comenzaron a ver tiburones.

—Vaya, nuestros amigos han vuelto —comentó Giordino—. Seguro que nos echaban de menos.

Maeve se inclinó sobre la borda y miró las grisáceas formas que se movían bajo la superficie.

—Estos pertenecen a una especie distinta —anunció—. Son makos.

—Es cierto. Se caracterizan porque tienen unos dientes enormes y desiguales, ¿verdad?

—Exacto.

—¿Y por qué diablos me persiguen si yo nunca he pedido tiburón en un restaurante? —bromeó Giordino.

Media hora más tarde Pitt dijo a sus compañeros:

—Muy bien, vamos a probar las velas. A ver cómo se porta nuestro barco.

Giordino desplegó el velamen vegetal que Maeve había doblado cuidadosamente con pliegues de acordeón e izó la vela principal mientras Maeve hacía lo mismo con la del palo de mesana. Las velas se henchieron y Pitt manejó con suavidad el timón, haciendo virar el barco hacia el noroeste contra una fuerte brisa del oeste.

Cualquier regatista avezado se hubiera desternillado de risa viendo surcar los mares al Magnífica Maeve. Un ingeniero naval que se tomara en serio su profesión habría silbado el himno del club Mickey Mouse en honor de tan gallarda embarcación. Pero el estrafalario barco fue quien rió el último. Los botalones se mantuvieron a flote dándole estabilidad y el Magnífica Maeve respondió al timón asombrosamente bien, manteniendo un curso recto y sin desviaciones. Desde luego, aún había problemas por solucionar en sus aparejos, pero lo cierto era que el improvisado barco surcaba con facilidad las olas.

Pitt echó un último vistazo a las Dos Miserias. Luego miró el paquete hecho con un trozo de vela de dacron que contenía el cuaderno de bitácora y las cartas de Rodney York. Se juró que si lograba sobrevivir, llevaría esas cartas del malhadado navegante a sus familiares o descendientes, pues esperaba que éstos organizasen una expedición para rescatar el cuerpo de York y devolverlo a su hogar, a fin de darle sepultura en la bahía Falmouth, en su amado Cornualles.