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Aún no había pasado una hora desde que Pitt pusiera sobre alerta al barco de investigación de la ANIM, Ice Hunter, cuando el capitán Paul Dempsey se enfrentó al gélido viento para contemplar como Giordino posaba el helicóptero en la plataforma de aterrizaje de la nave. Salvo por el cocinero del barco, que se quedó en la cocina, preparando comida, y el jefe de máquinas, que permaneció abajo, el resto de la dotación, incluidos los técnicos de laboratorio y los científicos, subieron a recibir al primer grupo de ateridos y hambrientos turistas evacuados de la isla Seymour.

El capitán Dempsey se había criado en un rancho de las montañas Beartooth, en la frontera entre Wyoming y Montana. Tras acabar sus estudios en el instituto, se escapó de casa para irse al mar y trabajó en los buques pesqueros que faenaban en Kodiak, Alaska. Se enamoró de los helados mares del círculo ártico y, con el tiempo, pasó el examen necesario para capitanear un remolcador rompehielos de salvamento. Por picado que estuviera el mar o por fuerte que fuese el viento, Dempsey no había vacilado nunca en enfrentarse a las peores tormentas del golfo de Alaska para auxiliar a algún barco en apuros. Durante los siguientes quince años, rescató osadamente infinidad de barcos pesqueros, seis buques de mercancías, dos petroleros y un destructor naval. Tales hazañas lo convirtieron en una figura legendaria, conmemorada por una estatua erigida en el muelle de Seward, un homenaje que a Dempsey le hizo sentir sumamente incómodo. Cuando la compañía de salvamentos marinos desapareció a causa de las deudas, se vio obligado a retirarse, pero no tardó en aceptar una oferta del director de la ANIM, el almirante James Sandecker, que le propuso capitanear el Ice Hunter, el barco de exploración polar de la agencia.

Era un hombre de hombros anchos y cintura estrecha, y siempre se le veía con la pipa de madera de brezo en su firme y sonriente boca, y las piernas bien separadas y afirmadas en cubierta; el típico aspecto de un lobo de mar, aunque con cierto toque de distinción. Dempsey, de cabello cano, siempre iba perfectamente afeitado y era muy aficionado a contar historias marítimas. En realidad, parecía un jovial capitán de una embarcación turística.

Cuando las ruedas del helicóptero se posaron en la plataforma, Dempsey fue hacia el aparato, seguido por el médico del barco, el doctor Mose Greenberg, un hombre alto y delgado que llevaba el oscuro cabello recogido en una coleta. Sus relucientes ojos eran de un verde azulado, y tenía el aspecto serio de todos los médicos devotos de su trabajo.

Greenberg, seguido por cuatro tripulantes con camillas para asistir a los añosos turistas rescatados que tuvieran dificultades para caminar, se agachó para pasar bajo los rotores y abrió la puerta del compartimiento de carga. Luego, dirigiéndose a la cabina, indicó por señas a Giordino que bajase la ventanilla lateral. El fornido italiano lo hizo y se asomó.

—¿Está Pitt contigo? —gritó Dempsey, para hacerse oír por encima del estruendo del motor.

Giordino negó con la cabeza.

—Él y Van Fleet se quedaron para examinar un montón de pingüinos muertos.

—¿A cuántos pasajeros del crucero traes?

—Logramos meter a bordo a las seis mujeres de mayor edad que lo habían pasado peor. Necesitaré hacer otros cuatro viajes. Tres para transportar el resto de los turistas, y uno para traer a Pin, Van Fleet, la guía y los tres cadáveres que dejaron en el cobertizo de los balleneros.

Dempsey señaló la nieve y la cellisca que caían a raudales.

—¿Podrás orientarte con este temporal?

—Me guiaré por la señal del comunicador portátil de Pitt.

—¿En qué estado se encuentran los turistas?

—Bastante bueno, teniendo en cuenta que se trata de personas de la tercera edad que han pasado tres días y tres noches en una cueva que era un congelador. Pitt me indicó que dijera al doctor Greenberg que la neumonía será el principal problema. El frío ha minado las energías de los más viejos y, en su estado de debilidad, su resistencia es mínima.

—¿Tienen idea de lo que le ocurrió a su barco? —quiso saber Dempsey.

—Antes de que bajasen a tierra, el primer oficial le dijo a la guía de la excursión que el barco iría veinte kilómetros litoral arriba para dejar allí a otro grupo de excursionistas. Eso es cuanto la mujer sabe. Una vez zarpó, el barco no volvió a establecer contacto con ella.

Dempsey tendió la mano y palmeó cordialmente el brazo de Giordino.

—Vuelve a la isla y ten cuidado, no se te vayan a mojar los pies. A continuación, el capitán se dirigió a la portilla de carga y se presentó a los cansados y ateridos pasajeros del Polar Queen según éstos iban saliendo del helicóptero. Tapando con una manta a la anciana de ochenta y tres años que estaban sacando en una camilla, dijo con una cálida sonrisa:

—Bienvenida a bordo. Le tenemos preparada sopa caliente, café y una cama confortable en el alojamiento de oficiales.

—Si no le importa, prefiero té —contestó la anciana con una suave sonrisa.

—Sus deseos son órdenes, querida señora. Cuente con el té —dijo Dempsey con galantería.

—Dios lo bendiga, capitán —contestó ella, estrechando la mano de éste.

En cuanto hubieron ayudado a bajar al último pasajero, Dempsey hizo una seña a Giordino, y éste alzó inmediatamente el helicóptero. El capitán se quedó mirando cómo el aparato turquesa se alejaba y desaparecía en la cellisca blanca.

Volvió a encender su sempiterna pipa y se quedó un rato en el pequeño helipuerto mientras los otros, huyendo del frío, corrían a refugiarse dentro de la superestructura del barco. No había contado con tener que enfrentarse a una misión de rescate. Que un barco se encontrase en apuros en alta mar, lo entendía, pero no llegaba a comprender los motivos por los que un capitán podía abandonar a sus pasajeros en una isla desierta y dejarlos en una situación de absoluta precariedad.

El Polar Queen se había alejado mucho más de veinticinco kilómetros del emplazamiento de la vieja estación ballenera. De eso estaba seguro, porque el radar del Ice Hunter tenía un alcance de más de ciento veinte kilómetros, y no se había reflejado en él nada que se pareciera ni por asomo a un buque de turismo.

El viento había amainado considerablemente cuando Pitt, acompañado por Maeve Fletcher y Van Fleet, llegó a la colonia de pingüinos. La zoóloga australiana y el biólogo norteamericano habían hecho buenas migas de inmediato. Pitt caminaba en silencio tras ellos, mientras los dos charlaban sobre sus respectivas especialidades. Maeve no dejaba de hacer a Van Fleet preguntas referentes a la tesis doctoral que estaba haciendo, mientras él le pedía detalles respecto al masivo exterminio de la colonia de pingüinos, las aves más simpáticas del mundo.

La tormenta había arrastrado al mar los cadáveres más próximos a la orilla. Como el viento y la cellisca habían cedido, la visibilidad era ya de casi un kilómetro, y Pitt pudo calcular que entre las piedras y rocas de la playa no habría menos de cuarenta mil pingüinos muertos.

Comenzaban a llegar petreles gigantes, los buitres del mar, para darse un festín de pingüinos. Pese a la majestuosidad con que surcaban el aire, eran implacables carroñeros. Bajo la mirada de desagrado de Pitt y sus acompañantes, los inmensos pájaros cayeron sobre sus inertes presas y hundieron sus picos en los cuerpos de las aves hasta que sus cuellos y cabezas estuvieron teñidos de rojo a causa de la sangre y las vísceras.

—No es exactamente un espectáculo digno de ser recordado —dijo Pin.

Van Fleet se encontraba estupefacto. Se volvió hacia Maeve con expresión de incredulidad.

—Aunque tengo la tragedia ante mis propios ojos, me sigue resultando difícil aceptar que todas esas pobres criaturas muriesen a la vez en un espacio de terreno tan reducido.

—Sea cual sea la causa que produjo este fenómeno —dijo Maeve—, estoy segura de que también es responsable de la muerte de los dos pasajeros y del tripulante que nos condujo a tierra.

Van Fleet se arrodilló y examinó uno de los pingüinos.

—No tiene heridas, ni hay indicios claros de envenenamiento ni de enfermedad. El cuerpo parece grueso y saludable.

Maeve se inclinó sobre el hombro del científico.

—Lo que más me ha extrañado es que todos tienen los ojos algo desorbitados.

—Sí, ya veo. Tienen los ojos dilatados.

Pitt miró pensativamente a Maeve.

—Mientras la llevaba a la cueva, usted me dijo que los tres fallecidos murieron en circunstancias misteriosas.

Ella asintió con la cabeza.

—Una extraña fuerza, invisible e intangible, casi acaba con todos nosotros. No tengo idea de qué pudo ser, pero le aseguro que, durante al menos cinco minutos, sentimos como si nuestros cerebros estuvieran a punto de estallar. El dolor fue horroroso.

—Por el color azulado de los cadáveres que me mostró en el cobertizo de la estación ballenera, parece que el motivo de la muerte fue un fallo cardíaco —dijo Van Fleet.

Pitt contempló el escenario de la aniquilación masiva.

—Es imposible que tres personas, infinidad de miles de pingüinos y cincuenta y tantas focas leopardo fallecieran a la vez de ataques cardíacos.

—Tiene que existir una causa común que relacione todas esas muertes —dijo Maeve.

—¿Tendrá esto relación con la manada de delfines muertos que encontramos en el mar de Weddell o con las focas también muertas que vimos en el canal de la isla Vega? —preguntó Pitt a Van Fleet. El biólogo marino se encogió de hombros.

—Para saberlo a ciencia cierta, hace falta un estudio más a fondo, pero parece evidente que tiene que existir un vínculo entre todos esos sucesos.

—¿Examinó los cuerpos en su laboratorio del barco? —preguntó Maeve.

—Diseccioné dos focas y tres delfines y no encontré base alguna para formular una teoría sólida. La única coincidencia perceptible es que todos sufrieron hemorragias internas.

—Delfines, focas, aves y personas… —murmuró Pitt—. Todos son vulnerables a este azote.

Van Fleet asintió solemnemente.

—Por no mencionar las inmensas cantidades de calamares y tortugas marinas que han sido arrastradas a las playas del Pacífico y los millones de peces muertos que fueron hallados flotando frente a las costas de Perú y Ecuador en los últimos dos meses.

—Sí esto continúa así, no hay forma de predecir cuántas especies de vida marina y submarina quedarán extinguidas. —Pitt volvió la vista hacia el cielo, en el que sonaba el lejano rumor del helicóptero—. En resumidas cuentas, ¿qué sabemos, aparte de que nuestra misteriosa plaga mata sin discriminación a todos los seres vivos?

—Y de que lo hace en cuestión de minutos —añadió Maeve.

Van Fleet se puso en pie.

—Si no averiguamos cuanto antes si el fenómeno se debe a disturbios naturales o a alguna clase de intervención humana —dijo francamente preocupado—, pronto los océanos carecerán de vida en sus profundidades.

—Y no sólo los océanos. Olvida usted que el fenómeno también mata en tierra —le recordó Maeve.

—No me lo recuerde, porque me horroriza pensar en ello.

Por un momento ninguno dijo nada. Los tres intentaban hacerse una idea de la potencial catástrofe oculta en algún lugar de los mares. Al fin, Pitt rompió el silencio y dijo con expresión pensativa:

—Bueno, éste parece un trabajo cortado a la medida para nosotros.