15

Un sedán Rolls Royce se detuvo silenciosamente junto a un hangar abandonado en medio de un campo lleno de maleza próximo al aeropuerto internacional de Washington. Como una rica matrona de visita en los bajos fondos, el viejo y majestuoso automóvil parecía fuera de lugar en ese camino desierto de tierra y en plena noche. Sólo un viejo farol iluminaba el cobertizo y la luz débil y amarillenta escasamente dejaba ver la pintura verde y plateada del vehículo.

El Rolls Royce era de un modelo conocido como Silver Dawn. El chasis salió de la fábrica en 1955 y la carrocería era obra de Hoopers y Compañía. Los parachoques delanteros se unían elegantemente al cuerpo del vehículo y el motor de seis cilindros con válvulas en la culata hacía que el coche se deslizara silenciosamente por las carreteras. Para los Rolls Royce, la velocidad nunca había sido importante, y cuando se les preguntaba a los fabricantes por la potencia, éstos se limitaban a contestar que era la adecuada.

El chófer de Julien Perlmutter, un tipo taciturno que respondía al nombre de Hugo Mulholand, echó el freno de mano, cortó la ignición y se volvió hacia su jefe, que llenaba casi todo el asiento posterior.

—Nunca me siento a gusto cuando lo traigo hasta aquí —dijo con voz grave de bajo que iba muy en consonancia con sus ojos de perro pachón. Miró el oxidado techo de metal ondulado y las paredes que llevaban cuarenta años sin saber lo que era una mano de pintura—. No comprendo cómo a alguien le puede gustar vivir en una barraca tan inmunda.

Perlmutter pesaba ciento ochenta y un kilos, aunque, extrañamente, en su cuerpo apenas se percibía flaccidez; era bastante fuerte, para tratarse de un hombre de su envergadura. Alzó el pomo dorado de un bastón hueco relleno de brandy y golpeó con él la mesita abatible de nogal que salía del respaldo del asiento delantero.

—Resulta que esa barraca inmunda, como tú la llamas, alberga una colección de automóviles y aviones antiguos valorada en millones de dólares. Además, el riesgo de ser asaltada por bandidos es mínimo, pues los delincuentes no suelen merodear por los aeropuertos a altas horas de la noche. Y no sólo eso, sino que posee un sistema de seguridad tan eficaz como el de cualquier banco de Manhattan. —Perlmutter hizo una pausa para señalar con la punta del bastón una pequeña luz roja apenas visible—. En estos mismos momentos, una cámara de vídeo nos está enfocando.

Mulholand suspiró, se apeó, rodeó el coche y abrió la puerta para que saliera Perlmutter.

—¿Espero?

—No, voy a cenar aquí. Diviértete un rato y vuelve a recogerme a las once y media.

Mulholand ayudó a su jefe a bajar del coche y luego lo acompañó hasta la entrada del hangar. La puerta estaba sucia y llena de polvo. Desde luego era un buen camuflaje. Cualquiera que viese el astroso cobertizo pensaría que era un edificio abandonado y a punto de ser demolido. Perlmutter golpeó la puerta con el bastón. Al cabo de unos segundos sonó un click y la puerta se abrió, como empujada por una mano fantasmal.

—Que disfrute de su cena —dijo Mulholand. Luego metió un envase cilíndrico bajo el brazo de Perlmutter y le entregó un portafolios. Después dio media vuelta y regresó al Rolls Royce.

Tras franquear el umbral del hangar, Perlmutter se encontró en otro mundo. En lugar de suciedad, polvo y telarañas, se vio inmerso en un ambiente luminoso y excelentemente decorado, lleno de relucientes cromados y pinturas. Sobre el suelo de cemento pulido había cuatro docenas de automóviles clásicos, dos aeroplanos y un vagón de tren de fines del siglo XIX, todos ellos restaurados. Mientras la puerta se cerraba silenciosamente a su espalda, Perlmutter avanzó por entre la exposición de las máquinas exóticas.

Pitt estaba en la galería de su apartamento, situado en la parte alta del hangar, a diez metros por encima del suelo de cemento. Señalando el envoltorio cilíndrico que Perlmutter llevaba bajo el brazo, dijo parafraseando a Virgilio:

—Recelad de los griegos que traen regalos.

Perlmutter alzó la vista y lo miró ceñudo.

—No tengo nada de griego, y esto es una botella de Dom Pérignon —dijo mostrando el envoltorio—. Cosecha 1983. Es para celebrar tu regreso a la civilización. Supongo que tú, en tu bodega, no tienes nada mejor.

Pitt se echó a reír.

—Muy bien, lo compararemos con mi vino espumoso gruet brut de Albuquerque.

—No hablarás en serio. ¿Albuquerque? ¿Gruet?

—Es mucho mejor que los vinos gaseados de California.

—Tanto hablar de vino me abre el apetito. Envíame el ascensor.

Pitt hizo descender un antiguo montacargas con jaula de hierro forjado. En cuanto la cabina llegó abajo, Perlmutter se metió en ella.

—¿Crees que esto aguantará mi peso?

—Lo instalé yo mismo para subir los muebles, pero ésta va a ser la auténtica prueba de resistencia.

—Tus palabras me tranquilizan —murmuró Perlmutter mientras el montacargas subía sin problemas hasta el apartamento de Pitt.

En el rellano, los dos hombres se abrazaron como buenos amigos.

—Me alegro de verte, Julien.

—Siempre es un placer cenar con mi décimo hijo. —Ésa era una de las bromas favoritas de Perlmutter. El hombre era un soltero impenitente, y Pitt el único hijo del senador George Pitt de California.

—No me digas que hay otros nueve como yo —dijo Pitt simulando sorpresa.

Perlmutter se acarició el inmenso estómago.

—Antes de que esto se interpusiera, fueron muchísimas las damiselas que sucumbieron a mis impecables modales y a mi convincente labia. —Se interrumpió para olfatear—. ¿Son arenques lo que huelo?

Pitt asintió con la cabeza.

—Picadillo de carne con arenques y chucrut. Pero primero una sopa de lentejas con salchichas de hígado de cerdo.

—En lugar de champán, debí traer cerveza de Munich.

—Seamos intrépidos y saltémonos las reglas —dijo Pitt.

—Tienes toda la razón del mundo. Suena de lo más apetitoso. Con tus habilidades culinarias, algún día convertirás a una mujer en una feliz esposa.

—Me temo que mis grandes dotes de cocinero no compensarán el resto de mis deficiencias.

—Hablando de mujeres encantadoras, ¿qué sabes de la congresista Smith?

—Loren ha vuelto a Colorado. Está haciendo campaña para conservar su escaño en el Congreso —explicó Pitt—. Llevo casi dos meses sin verla.

—Basta de charla ociosa —dijo Perlmutter impaciente—. Abramos la botella de champán y comencemos a trabajar.

Pitt sacó un cubo con hielo; comieron con el Dom Pérignon y reservaron el gruet brut para el postre. Perlmutter se sintió gratamente impresionado con el vino espumoso de Nuevo México.

—Esto está bastante bien; es seco y ligero. ¿Dónde puedo conseguir una caja?

—Si sólo estuviera «bastante bien», no te interesaría conseguir una caja —sonrió Pitt—. Eres un viejo charlatán.

—Pero a ti no logro engañarte —dijo encogiéndose de hombros.

En cuanto Pitt retiró los platos, Perlmutter se dirigió a la sala, abrió el portafolios y dejó sobre la mesita de café un montón de papeles. Cuando Pitt se reunió con él, el obeso erudito ya estaba revisando sus notas.

Pitt se acomodó en un sofá de piel, bajo los atestados estantes en los que se veía una pequeña flota de modelos de barco, réplicas de los que Pitt había descubierto a lo largo de los años.

—Bueno, ¿qué has descubierto sobre la renombrada familia Dorsett?

Mostrando el montón de papeles, de más de mil hojas, Perlmutter preguntó:

—¿Me creerás si te digo que esto no es más que el principio de la investigación? Por lo que he averiguado, la historia de los Dorsett parece sacada de una novela épica.

—¿Qué me dices del actual jefe de la familia, Arthur Dorsett?

—Es un hombre muy reservado. Rara vez aparece en público. Es porfiado, está lleno de prejuicios y carece por completo de escrúpulos. Todos los que han tenido algún trato con él, por mínimo que éste haya sido, lo detestan.

—Pero es muy rico —dijo Pitt.

—Sí, asquerosamente rico —contestó Perlmutter con la expresión de un hombre que acaba de comerse una araña—. La Dorsett Consolidated Mining Limited y la cadena de tiendas minoristas Dorsett son propiedad de la familia. No tienen accionistas ni socios. También controlan una compañía filial llamada Pacific Gladiator que se dedica a la minería de gemas exóticas.

—¿Cómo empezó Arthur Dorsett su carrera?

—Para contestar a eso hay que remontarse a 144 años. —Perlmutter tendió su copa y Pitt la llenó—. Debemos comenzar por una historia épica escrita por el capitán de un clíper y publicada póstumamente por su hija. En enero de 1856, durante un viaje en el que este capitán transportaba convictos, entre ellos algunas mujeres, a la colonia penal australiana de la bahía Botany, un pequeño golfo situado al sur de donde actualmente se alza Sydney, su barco se encontró con un violento tifón, cuando navegaba con rumbo norte por el mar de Tasmania. El clíper se llamaba Gladiator y su capitán, Charles Bully Scaggs, famoso en su época.

—Hombres de hierro y barcos de madera —murmuró Pitt.

—En efecto —asintió Perlmutter—. Scaggs y su gente debieron de trabajar como demonios para salvar el barco de una de las peores tormentas del siglo. Pero cuando los vientos cesaron y los mares se calmaron, el Gladiator estaba hecho una ruina. Tenía los mástiles caídos, la superestructura destruida y varias vías de agua. Los botes salvavidas habían desaparecido o estaban destrozados, así que el capitán Scaggs supo que a la embarcación le quedaban pocas horas de vida. En consecuencia, ordenó que la tripulación y los reclusos construyeran una balsa con los restos del barco.

—Probablemente, era la única alternativa —comentó Pitt.

—Dos de los convictos eran antepasados de Arthur Dorsett —continuó Perlmutter—. Su tatarabuelo era Jess Dorsett, un salteador de caminos, y su tatarabuela, Betsy Fletcher, condenada a veinte años en la colonia penal por robar una manta.

Contemplando las burbujas de su copa, Pitt comentó:

—Evidentemente, en aquella época el crimen se pagaba.

—La mayor parte de nuestros compatriotas no se dan cuenta de que, desde la época colonial hasta la guerra de Secesión, Norteamérica era el vertedero de todos los delincuentes de Inglaterra. Muchas familias se llevarían una gran sorpresa si se enteraran de que sus antepasados llegaron a nuestras costas en calidad de criminales convictos.

—¿Qué pasó con los supervivientes de la balsa? ¿Fueron rescatados?

Perlmutter movió la cabeza en un gesto de negación.

—Los siguientes quince días fueron una sucesión de horrores y muerte. Sufrieron toda clase de penalidades: tormentas, sed, hambre y, por si fuera poco, los reclusos se amotinaron y atacaron a los marineros y soldados. Al final, en la balsa sólo quedaron algunos supervivientes. Según la leyenda, cuando al fin las corrientes los llevaron al arrecife de una isla que no figuraba en los mapas, los náufragos que nadaban hacia la orilla fueron salvados de un gran tiburón blanco gracias a la milagrosa aparición de una serpiente marina.

—Lo que explica el logotipo de Dorsett. Debió de ser el producto de la alucinación colectiva de unos hombres al borde de la muerte.

—No me extrañaría. De los doscientos treinta y uno que eran al abandonar el barco, sólo ocho lograron llegar a la playa de la isla: seis hombres y dos mujeres, todos más muertos que vivos.

Pitt miró a Perlmutter.

—Eso significa que hubo doscientas veintitrés víctimas… Una cifra apabullante.

—Y de esos ocho, un marinero y un convicto murieron en la isla peleando a causa de las mujeres.

—Parece que se repitió la historia de los amotinados de la Bounty.

—No del todo. Dos años más tarde, el capitán Scaggs y el único de sus marineros que había sobrevivido y que, por suerte, era el carpintero del barco, construyeron una embarcación con los restos de un balandro de la marina francesa que se estrelló contra las rocas frente a la isla sin que hubiera supervivientes. El capitán y el marinero dejaron a los reclusos en la isla y cruzaron el mar de Tasmania hasta Australia.

—No me digas que Scaggs dejó en la isla a Dorsett y a Fletcher.

—Lo hizo por muy buenas razones. Una encantadora isla desierta era muy preferible al infierno de los campos de prisioneros de la bahía Botany. Como Scaggs consideraba que le debía la vida a Dorsett, les dijo a las autoridades de la colonia penal que todos los convictos habían muerto en la balsa. De este modo, los supervivientes lograron seguir viviendo en paz.

—E iniciaron una nueva vida y se multiplicaron.

—Exacto —dijo Perlmutter—. Jess y Betsy, a quienes Scaggs había casado, tuvieron dos hijos, y la otra pareja de convictos tuvo una hija. Con el tiempo, crearon una pequeña comunidad familiar y comenzaron a vender provisiones a los barcos balleneros, que no tardaron en convertir la isla Gladiator, nombre que dieron al lugar, en una parada habitual en sus largos viajes.

—¿Qué fue de Scaggs? —preguntó Pitt.

—Volvió al mar, capitaneando un nuevo clíper propiedad de una compañía llamada Carlisle y Dunhill. Tras varios viajes más por el Pacífico, se retiró, y veinte años más tarde, en 1876, falleció.

—¿Cuándo aparecen los diamantes en la historia?

—Paciencia —dijo Perlmutter con un tono más propio de un maestro de escuela—. Para que comprendas bien la historia, será mejor que te ponga en antecedentes. Para empezar, debes saber que, aunque han causado más crímenes, corrupciones e historias románticas que ninguno de los otros minerales de la tierra, los diamantes sólo son carbono cristalizado. Químicamente, son hermanos del grafito y el carbón. Se cree que los diamantes se formaron hace unos tres mil millones de años, en profundidades de entre ciento veinte y doscientos kilómetros, en el manto superior de la tierra. Bajo el enorme calor y las terribles presiones, el carbono puro, junto con gases y roca líquida, llegó a la superficie de la tierra a través de chimeneas volcánicas. Cuando la ígnea mezcla afloró, el carbono se solidificó y cristalizó en piedras duras y transparentes. Los diamantes son de los pocos materiales que han llegado hasta la superficie terrestre procedentes de las más remotas profundidades.

Pitt bajó la mirada e intentó imaginar el proceso mediante el que la naturaleza producía los diamantes.

—Supongo que un corte del terreno mostraría un rastro de diamantes ascendiendo hacia la superficie y tendría la forma de una especie de embudo, con la parte ancha hacia arriba.

—O de una zanahoria —dijo Perlmutter—. A diferencia de la lava pura, que originó altos y escarpados volcanes, la mezcla de diamantes y roca líquida, conocida como kimberlita, por la ciudad sudafricana de Kimberley, se enfrió rápidamente y formó grandes montículos. Éstos se desgastaron por erosión natural, y los diamantes se diseminaron en lo que se conoce como depósitos aluviales. Algunas de esas chimeneas erosionadas llegaron incluso a formar lagos. Sin embargo, la masa principal de piedras cristalizadas permaneció en las chimeneas subterráneas.

—A ver si adivino. Los Dorsett encontraron una de esas chimeneas diamantíferas en su isla.

—¿Quieres dejar de interrumpirme? —dijo Perlmutter irritado.

—Lo siento —se disculpó Pitt.

—Fortuitamente, los náufragos no sólo encontraron una, sino dos chimeneas ricas en residuos volcánicos que se hallaban en los extremos opuestos de isla Gladiator. Las piedras que encontraron, y que habían sido liberadas de la roca por siglos de lluvia y vientos, les parecieron simplemente «cosas bonitas», como Betsy Fletcher las llamaba en una carta escrita a Scaggs. En realidad, los diamantes sin cortar ni pulir son piedras prácticamente opacas, que apenas tienen brillo. Por su aspecto y su tacto, muchas veces parecen barras de jabón de formas extrañas.

—En 1886, tras la guerra civil, un buque de la marina norteamericana que estaba haciendo un viaje de exploración en busca de posibles puertos de gran calado en las aguas del Pacífico meridional, recaló en la isla para aprovisionarse de agua. A bordo iba un geólogo. Fortuitamente, vio a los hijos de Dorsett jugando en la playa con piedras, y sintió curiosidad. Al examinar una de ellas, comprobó asombrado que se trataba de un diamante de unos veinte quilates. Cuando el geólogo preguntó a Jess Dorsett cómo había conseguido aquella piedra, el viejo salteador, hombre astuto, le dijo que la había traído de Inglaterra.

—Y ese afortunado suceso dio lugar a la Dorsett Consolidated Mining.

—No inmediatamente —dijo Perlmutter—. Tras la muerte de Jess, Betsy envió a sus dos hijos, Jess Júnior y Charles, bautizado con ese nombre, sin duda en honor a Scaggs, y a la hija de la otra pareja de convictos, Mary Winkleman, a Inglaterra, para que recibiesen una buena educación. Betsy escribió al viejo capitán pidiéndole ayuda, y le envió una bolsa de diamantes en bruto para pagar con ellos los gastos. El capitán confió las piedras a su amigo y antiguo patrón, Abner Carlisle. Éste, actuando en nombre de Scaggs, que por entonces se encontraba en su lecho de muerte, hizo cortar y pulir los diamantes, que posteriormente fueron vendidos en Londres por casi un millón de libras, o unos siete millones de dólares de la época.

—Bonita suma —dijo Pitt—. Los chicos debieron de pasárselo en grande con ese dinero.

Perlmutter movió la cabeza en un gesto de negación.

—Te equivocas. Vivieron frugalmente en Cambridge. Mary asistió a una buena escuela de señoritas próxima a Londres, y luego ella y Charles se casaron poco después de que él se graduara. Entonces volvieron a la isla para dirigir las operaciones mineras en los volcanes inactivos. Jess Dorsett se quedó en Inglaterra y abrió la Casa de Dorsett en sociedad con un tratante de diamantes judío de Aberdeen llamado Levi Strouser. La central londinense de la empresa, que se ocupaba de cortar y vender los diamantes, tenía lujosas salas de exposición para las ventas al por menor, elegantes oficinas en los pisos altos para los negocios con mayoristas y un enorme taller en el sótano, donde se cortaban y pulían las piedras procedentes de la isla Gladiator. La dinastía prosperó gracias a que los diamantes procedentes de las chimeneas volcánicas de la isla eran de un raro color violeta rosado y de la más alta calidad.

—¿Las minas no llegaron a agotarse?

—No, aún no. Con gran astucia, los Dorsett retuvieron buena parte de su producción, cooperando con el cartel que mantiene los precios estables.

—¿Qué hay de los descendientes? —preguntó Pitt.

—Charles y Mary tuvieron un hijo, Anson. Jess Júnior nunca se casó.

—¿Anson era el abuelo de Arthur?

—Sí, y dirigió la compañía durante más de cuarenta años. Probablemente, fue el más decente y honrado de todos ellos. Anson se contentó con dirigir y conservar su pequeño y rentable imperio. Nunca se dejó arrastrar por la codicia como hicieron sus descendientes, e hizo gran cantidad de donativos a obras de caridad. Fundó infinidad de bibliotecas y hospitales en Australia y Nueva Zelanda. Al morir, en 1910, legó la compañía a su hijo Henry y a su hija Mildred. Ésta murió joven, en un accidente de navegación. Por lo visto, cayó por la borda durante un crucero en el yate familiar y fue devorada por los tiburones. Corrió el rumor de que su hermano la había asesinado, pero, gracias al dinero de Henry, no se investigó el caso. Bajo la jefatura de Henry, la familia se lanzó por el camino de la codicia, la envidia, la crueldad y la voracidad de poder. Y en ese camino sigue.

—Recuerdo haber leído un artículo sobre él en Los Angeles Times —dijo Pitt—. Comparaban a sir Henry Dorsett con sir Ernest Oppenheimer, de la De Beers.

—Ninguno de los dos era lo que se dice un santo. Oppenheimer superó multitud de obstáculos para construir un imperio que se extiende por los cinco continentes y que se ha diversificado en participaciones de empresas automovilísticas, fábricas de papel y explosivos y destilerías, así como minas de oro, uranio, platino y cobre. No obstante, el principal interés de la De Beers siguen siendo los diamantes y el cartel que regula el mercado desde Londres hasta Nueva York y Tokio. La Dorsett Consolidated Mining, por su parte, se ha dedicado exclusivamente a los diamantes. Y salvo por ciertas en acciones algunas minas de gemas (rubíes de Birmania, esmeraldas de Colombia, zafiros de Ceilán), la familia nunca ha diversificado sus inversiones. Han ido reinvirtiendo los beneficios en la corporación.

—¿De dónde procede el apellido De Beers?

—De Beers era el agricultor surafricano que, sin saberlo, vendió por unos miles de dólares sus tierras, verdaderas tumbas de diamantes que Cecil Rhodes descubrió al hacer excavaciones en ellas; ganó una fortuna y fundó el cartel.

—¿Se unió Henry Dorsett al cartel de Oppenheimer y De Beers? —preguntó Pitt.

—Aunque participó en el control de los precios de mercado, Henry se convirtió en el único propietario de minas importantes que siguió vendiendo de modo independiente. En estos momentos, el 85 por ciento de la producción mundial pasa por la Organización Central de Ventas, que distribuye las piedras a tratantes y vendedores. Dorsett llegó a los principales mercados de diamantes de Londres, Amberes, Tel Aviv y Nueva York, para vender directamente al público su limitada producción de piedras de primera calidad a través de la cadena Casa de Dorsett, que en la actualidad cuenta con más de quinientos establecimientos.

—¿La empresa De Beers no hizo nada contra él?

Perlmutter negó con la cabeza.

—Oppenheimer había fundado el cartel para garantizar que los diamantes tuvieran un mercado estable y unos precios altos, y no vio en Dorsett ninguna amenaza, puesto que el australiano en ningún momento intentó anegar el mercado con su producción de piedras.

—Para mantener una organización de esa envergadura, Dorsett debe de contar con un ejército de empleados.

—Más de mil hombres y mujeres repartidos en tres enormes talleres de corte de piedras, dos de tallado y otros dos de pulido. Además, la empresa también tiene un edificio de treinta pisos en Sidney, donde una legión de diseñadores y artesanos producen las excelentes e innovadoras joyas de la Casa de Dorsett. Si bien la mayoría de los otros tratantes contratan judíos para cortar y tallar sus piedras, Dorsett recurre principalmente a profesionales chinos.

—Henry Dorsett murió a fines de los años setenta, ¿no es así?

Perlmutter sonrió.

—La historia se repitió. A los sesenta y ocho años, Henry se cayó de su yate en Mónaco y se ahogó. Se dijo que Arthur lo emborrachó y lo arrojó a la bahía.

—¿Cuál es la historia de Arthur?

Perlmutter echó un vistazo a sus papeles y luego, mirando por encima de sus gafas de lectura, dijo:

—Si la gente que compra diamantes tuviese idea de las sucias operaciones que Arthur Dorsett ha realizado durante los últimos treinta años, no compraría una sola piedra de ese individuo.

—Parece un gran tipo.

—Algunos hombres tienen dos caras, pero Arthur tiene como mínimo cinco. Nació en la isla Gladiator en 1941, y fue hijo único de Henry y Charlotte Dorsett. Lo educó su madre y no asistió a ninguna institución docente hasta que tuvo dieciocho años, cuando ingresó en la Escuela de Minas Colorado de Golden. Es un hombre muy alto, y ya de joven destacaba por ello entre sus condiscípulos, sin embargo nunca se interesó por los deportes; prefería husmear por las viejas minas abandonadas de las Montañas Rocosas. Tras graduarse como ingeniero de minas, trabajó en unas excavaciones de la De Beers en África del Sur durante cinco años y luego regresó a casa y ocupó el cargo de superintendente de las minas familiares en la isla. Durante sus frecuentes visitas al edificio de la De Beers en Sydney, conoció y contrajo matrimonio con una encantadora muchacha, Irene Calvert, hija de un profesor de biología de la Universidad de Melbourne. Irene le dio tres hijas.

—Maeve, Deirdre y…

—Boudicca.

—Dos diosas celtas y una legendaria reina bretona.

—Una trinidad femenina.

—Maeve y Deirdre tienen, respectivamente, veintisiete y treinta y un años. Boudicca tiene treinta y ocho.

—Cuéntame más cosas sobre su madre.

—Hay poco que decir. Irene murió hace quince años en misteriosas circunstancias. Pasó un año desde su entierro en la isla Gladiator hasta que el reportero de un periódico de Sidney descubrió que la esposa de Dorsett había muerto. El diario publicó su necrológica antes de que Arthur pudiera sobornar al editor para que no lo hiciera. En otro caso, nadie se hubiese enterado de su fallecimiento.

—El almirante Sandecker, que sabe algo de Arthur Dorsett, dice que es un hombre inabordable —dijo Pitt.

—Muy cierto. Nunca se le ve en público, no asiste a reuniones sociales y no tiene amigos. Dedica toda su vida al negocio. Incluso tiene un túnel secreto para entrar y salir de la central de Sydney sin ser visto. Prácticamente, ha dejado incomunicada la isla Gladiator del mundo exterior. Según él, cuanto menos se sepa de las operaciones mineras de la Dorsett, mejor.

—¿Y qué pasa con la compañía? Arthur no puede mantener permanentemente ocultas las actividades de una empresa tan enorme.

—Bueno, no estoy de acuerdo —dijo Perlmutter—. Una corporación privada puede hacer lo que le dé la gana. Hasta los gobiernos de los países en que opera se las ven y se las desean para evaluar los activos de la compañía con fines fiscales. Arthur Dorsett puede ser la reencarnación de Ebenezer Scrooge, el avaro de Canción de Navidad, pero nunca ha vacilado en invertir enormes sumas para comprar lealtades. Para obtener influencia y poder, Dorsett jamás ha dudado en convertir en millonario a un funcionario gubernamental.

—¿Sus hijas también trabajan para la compañía?

—Por lo visto, dos de ellas sí. La otra…

—Maeve —dijo Pitt.

—Sí; ella se desentendió de la familia, estudió en la universidad por su cuenta y se licenció como zoóloga marina. Parece que heredó los genes de su abuela paterna.

—¿Y Deirdre y Boudicca?

—Dicen que son dos auténticas diablesas, peores incluso que el viejo. Deirdre es la Maquiavelo de la familia, una intrigante nata que lleva el latrocinio en las venas. Boudicca, por lo visto, es implacable y fría como el hielo del fondo de un glaciar. Ninguna de las dos parece interesada por los hombres o la buena vida.

—¿Qué tienen los diamantes para poseer tal atractivo? —preguntó Pitt con mirada distante—. ¿Por qué la gente mata por ellos? ¿Por qué por su culpa han caído y surgido gobiernos?

—Aparte de que, una vez cortados y tallados son de una gran belleza, los diamantes tienen cualidades únicas. Son la sustancia más dura del mundo. Si se frotan contra seda, producen una carga electroestática positiva. Si se exponen al sol poniente, luego relucen en la oscuridad con un brillo fantasmagórico. Amigo mío, los diamantes son algo más que un mito. Son los más grandes forjadores de ilusiones. —Perlmutter hizo una pausa y alzó la botella del cubo de hielo. Vertió las últimas gotas en su copa y dijo con cierta tristeza—: Vaya por Dios, me he quedado seco.