28
La casa solariega de los Dorsett se alzaba en el centro de la isla, entre los dos volcanes inactivos. La fachada daba a la laguna, convertida en un concurrido puerto para las actividades de la minería de diamantes. Dos minas en sendas chimeneas volcánicas llevaban en actividad continua casi desde el día en que Charles y Mary Dorsett regresaron de Inglaterra tras contraer matrimonio. Había quien aseguraba que el imperio familiar comenzó entonces, pero los mejor informados afirmaban que en realidad el imperio lo inició Betsy Fletcher cuando encontró las extrañas piedras y se las entregó a sus hijos para que jugaran.
La casa original, construida principalmente con troncos y techo de palmas, fue derribada por Anson Dorsett. Fue él quien diseñó y mandó construir la gran mansión que aún seguía en pie tras ser remodelada por generaciones posteriores, hasta que llegó a manos de Arthur Dorsett. El estilo se ceñía al esquema clásico: un patio central rodeado por verandas desde las que se accedía a las treinta habitaciones, todas ellas decoradas con antigüedades coloniales inglesas. El único elemento moderno que se veía era la gran antena parabólica que se alzaba en el jardín y una espléndida piscina situada en el patio central.
Arthur Dorsett colgó el auricular del teléfono, salió de su despacho y se dirigió a la piscina, donde Deirdre, con un espectacular bikini, yacía lánguidamente en una tumbona, bronceándose bajo el sol tropical.
—Más vale que mis hombres no te vean así —dijo el hombre, ceñudo.
Ella se levantó lentamente y se contempló el cuerpo.
—¿Cuál es el problema? Llevo puesta la parte de arriba.
—Y a las mujeres les extraña que las violen.
—¿Qué pretendes? ¿Que ande por ahí vestida con un saco? —preguntó Deirdre, burlona.
—Acabo de hablar por teléfono con Washington. Parece que tu hermana se ha esfumado —dijo él, bastante preocupado.
Deirdre se incorporó, sorprendida, y alzó una mano para protegerse los ojos del sol.
—¿Estás seguro? Contraté personalmente a los mejores detectives, antiguos agentes del servicio secreto, para que la vigilaran.
—Está confirmado. Metieron la pata y perdieron a Maeve tras una persecución por carreteras rurales.
—Maeve no es tan lista como para despistar a unos investigadores profesionales.
—Por lo visto, contó con ayuda.
Los labios de la mujer se apretaron en una mueca de desagrado.
—A ver si adivino… Dirk Pitt.
Dorsett asintió.
—Ese hombre está en todas partes. Boudicca lo tuvo en su poder en la mina de la isla Kunghit, pero se le escapó de entre los dedos.
—Me imaginé que ese tipo era peligroso cuando salvó a Maeve. Y debí darme cuenta de hasta qué punto lo era cuando frustró mis planes de sacarte del Polar Queen con nuestro helicóptero antes de que el barco se estrellara contra las rocas. Creí que, después de eso, ya nos habríamos librado de él. Nunca se me ocurrió que se presentaría sin aviso en nuestras instalaciones canadienses.
Dorsett le hizo una seña a una bonita y menuda muchacha china que permanecía junto a una de las columnas que sustentaban el techo de la veranda. Llevaba un vestido de seda con largas aperturas en los costados.
—Tráeme una ginebra —ordenó—. Doble. No me gustan los tragos escasos.
Deirdre alzó su vaso vacío.
—Otro ron.
La joven se alejó apresuradamente en busca de las bebidas. Deirdre sorprendió a su padre dirigiendo una apreciativa mirada al trasero de la china y puso los ojos en blanco.
—Pero papá… No deberías andar acostándote con el servicio. La gente espera algo más de un hombre con tu fortuna y posición.
—Ciertas cosas están más allá de las clases sociales —replicó él, severo.
—¿Qué haremos respecto a Maeve? Es evidente que ha conseguido la colaboración de Dirk Pitt y de los miembros de la ANIM para ayudarla a rescatar a sus hijos.
Dorsett dejó de mirar a la criada china.
—Tal vez sea un hombre de muchos recursos, pero, aunque logró infiltrarse en nuestras propiedades de la isla Kunghit, no le resultará tan fácil entrar en la isla Gladiator.
—Maeve conoce la isla mejor que ninguno de nosotros. Encontrará un modo.
Dorsett señaló con un dedo la dirección aproximada en que se encontraban las minas.
—Aunque consigan acceder a la isla, nunca podrán acercarse a la casa.
Deirdre sonrió diabólicamente.
—Debemos prepararles una cálida bienvenida.
—Nada de cálidas bienvenidas en la isla Gladiator, querida hija.
—Tienes otros planes. —Fue más una afirmación que una pregunta.
Dorsett asintió con la cabeza.
—No dudo de que, con la ayuda de Maeve, encontrarán algún medio de saltarse nuestras medidas de seguridad. Pero, desafortunadamente para ellos, eso no les servirá de nada.
—No entiendo.
—Como suelen decir en las películas del Oeste, los atraparemos en el desfiladero. No llegarán a la isla.
—Éste es mi padre. —La joven se puso en pie y lo abrazó, aspirando su aroma. Siempre olía a colonia, una marca especial importada de Alemania, que tenía un tenue aroma almizclado que a ella le recordaba a maletines de buen cuero, a sala de reuniones ejecutiva y a la lana de calidad de un costoso traje de negocios.
De mala gana, Dorsett la apartó. Le irritaba sentir lascivia hacia la carne de su carne y la sangre de su sangre.
—Quiero que tú coordines la operación y Boudicca, como de costumbre, la lleve a cabo.
—Apostaría mi paquete de acciones de la Dorsett Consolidated a que sabes dónde encontrarlos. —La mujer dirigió una sesgada sonrisa a su padre—. ¿Cuál es nuestra agenda?
—Sospecho que el señor Pitt y Maeve ya han salido de Washington.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Tan pronto?
—En los dos últimos días ni Maeve ha aparecido por su casa, ni Pitt por su despacho en el edificio de la ANIM, así pues, es de suponer que se dirigen hacia aquí con el propósito de rescatar a los gemelos.
—Dime dónde les preparamos la trampa —dijo Deirdre, con un felino brillo en los ojos, presta para la caza y segura de que su padre tenía la respuesta—. ¿En un aeropuerto o en un hotel de Honolulú, Auckland o Sydney?
Dorsett negó con la cabeza.
—Nada de eso. No nos van a facilitar las cosas viajando en vuelos comerciales y alojándose en concurridos hoteles. Vendrán en un avión de reacción de la ANIM y utilizarán como base las instalaciones de la agencia.
—No sabía que los norteamericanos tuvieran bases permanentes de investigaciones oceanógraficas en Nueva Zelanda y Australia.
—No las tienen —contestó Dorsett—. Pero un buque científico de la ANIM, el Ocean Angler, se encuentra efectuando un estudio de las profundidades marinas en Bounty Trough, al oeste de Nueva Zelanda. Si todo sale según tienen previsto, mañana a estas horas Pitt y Maeve llegarán a Wellington y, en el muelle de la capital, subirán a ese barco.
Deirdre miró a su padre con evidente admiración.
—¿Cómo has logrado enterarte de todo eso?
Dorsett curvó los labios en una amplia sonrisa.
—Tengo a mi propio informante en la ANIM. Le pago muy bien para que me mantenga informado de cualquier descubrimiento de depósitos de piedras preciosas en el fondo del mar.
—O sea que nuestro plan consistirá en que Boudicca y su tripulación intercepten y aborden el buque científico y lo hagan desaparecer.
—No, eso sería una torpeza —dijo Dorsett, tajante—. Boudicca se ha enterado de que, de algún modo, Dirk Pitt relacionó la desaparición de los barcos abandonados con su yate. Así que si enviamos al fondo del mar uno de los buques de la ANIM con toda su tripulación dentro, nos culparán de inmediato de ello. No, debemos ocuparnos de este asunto con mucha más delicadeza.
—Veinticuatro horas no es mucho tiempo.
—Si sales después del almuerzo, estarás en Wellington a la hora de la cena. John Merchant y sus fuerzas de seguridad te esperarán en el almacén que tenemos a las afueras de la ciudad.
—Creí que a Merchant le habían partido la cabeza en la isla Kunghit.
—Sólo fue una brecha en la frente, pero está ansioso de vengarse por ello. Insistió en encargarse personalmente de la misión.
—¿Y qué haréis Boudicca y tú?
—Iremos en el yate y llegaremos a medianoche —contestó Dorsett—. Eso nos dejará diez horas para acabar de realizar todos los preparativos.
—Entonces tendremos que enfrentarnos a ellos a plena luz del día.
Dorsett tomó a Deirdre por los hombros con tal fuerza que ella hizo una mueca de dolor.
—Cuento contigo para superar todos los obstáculos que surjan, hija.
—Cometimos un error al pensar que podíamos fiarnos de Maeve. Debiste prever que en cuanto tuviese una oportunidad se lanzaría al rescate de sus cachorros.
—La información que nos pasó antes de desaparecer nos fue muy útil —respondió él, ceñudo. A Arthur Dorsett no le hacía gracia que lo acusaran de cometer errores de cálculo.
—Si Maeve hubiera muerto en la isla Seymour, no nos encontraríamos en este atolladero.
—La culpa no es totalmente de ella —dijo Dorsett—. Maeve no supo que Pitt había pensado introducirse en Kunghit. Aunque el tipo haya conseguido echar sus redes, la información que consiguió no puede perjudicarnos en nada.
Pese a los pequeños reveses, Dorsett no estaba excesivamente preocupado. Sus minas se encontraban en islas, en lugares apartados donde las protestas organizadas resultaban más que imposibles. Sus inmensos recursos se habían puesto ya en marcha: se habían redoblado las medidas de seguridad para evitar que los periodistas se acercaran a las minas Dorsett y sus abogados trabajaban horas extra para superar cualquier clase de oposición legal, mientras los encargados de las relaciones públicas de su vasto imperio tildaban las historias de muertes y desapariciones en todo el océano Pacífico de inventos de los ecologistas e intentaban hacer que otros cargaran con las culpas, atribuyendo los extraños hechos a experimentos militares secretos realizados por los norteamericanos.
Cuando Dorsett habló, lo hizo con renovada calma.
—Si el almirante Sandecker organiza algún escándalo, la cosa se apaciguará dentro de veintitrés días, cuando clausuremos las minas.
—No podemos cerrarlas, eso sería lo mismo que declararnos culpables, y tendríamos que enfrentarnos a un montón de denuncias por parte de los ecologistas y de los familiares de los desaparecidos.
—No te preocupes, hija. Resulta casi imposible obtener pruebas que demuestren que nuestros métodos de excavación producen convergencias de ondas submarinas de alta frecuencia que acaban con toda clase de vida orgánica. Para hacerlo, serían necesarias pruebas científicas que requerirían meses y meses, así que les será imposible demostrar nada en sólo tres semanas. Según nuestros planes, de las minas se retirará todo, hasta la última tuerca. La plaga acústica, como insisten en llamarla, será cosa del ayer.
La pequeña muchacha china reapareció con las bebidas en una bandeja. Les sirvió y se retiró de inmediato, silenciosa como un espectro, a la sombra de la veranda.
Deirdre preguntó a su padre.
—Ahora que su madre nos ha traicionado, ¿qué piensas hacer con Sean y Michael?
—Me ocuparé de que Maeve no vuelva a verlos nunca más.
Haciendo girar el helado vaso contra la frente, la mujer dijo:
—Será una auténtica lástima.
Dorsett bebió un sorbo de ginebra como si fuese agua. Luego bajó el vaso y miró a su hija.
—¿Lástima? ¿De quién se supone que tengo que sentir lástima? ¿De Maeve o de sus hijos?
—De ninguno de ellos.
—Entonces, ¿de quién?
Las exóticas facciones de Deirdre reflejaron una sardónica expresión.
—De los millones de mujeres de todo el mundo que se encontrarán con que sus diamantes valen tanto como el cristal.
—Les quitaremos a las piedras su romántico atractivo —dijo Dorsett sonriendo—. De eso puedes estar segura.