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La Antártida se halla en pleno verano en enero, un mes en que los días son largos y sólo tienen un par de horas de ocaso. En esa época, en la península, las temperaturas pueden ascender hasta los quince grados centígrados, sin embargo, desde que el grupo había llegado a tierra, habían descendido a bajo cero. Se acercaba la hora en que el Polar Queen debía regresar, pero no se veía rastro del barco en lontananza.

Maeve siguió intentando inútilmente establecer contacto con el buque hasta las once de la noche. Cuando el sol polar se ocultó tras el horizonte, dejó de llamar por el canal de la nave, a fin de preservar las pilas del transmisor. El alcance de la radio portátil era de diez kilómetros, y en quinientos a la redonda no había barcos ni aviones que pudieran captar sus llamadas de ayuda. Los más próximos que podían auxiliarlos eran los de la estación científica argentina del otro extremo de la isla, pero, a no ser que alguna anomalía atmosférica hubiera ampliado el alcance de las ondas, tampoco ellos podrían oírlas. Frustrada, Maeve dejó de intentarlo, pensando en probar suerte de nuevo más tarde.

No dejaba de preguntarse dónde estaba el barco y la tripulación y si habían experimentado el mismo fenómeno y sufrido daños. Por el momento ella y su grupo se encontraban a salvo, pero, sin comida ni prendas de abrigo para dormir, no aguantarían mucho tiempo; unos cuantos días como máximo. Las edades de los excursionistas del grupo tendían a ser avanzadas: la pareja más joven debía de tener unos sesenta años, y el resto debían de estar alrededor de los setenta. La persona más vieja era una mujer de ochenta y tres años que había querido probar el sabor de la aventura antes de retirarse a una residencia para ancianos. Una fuerte sensación de impotencia se apoderó de Maeve.

Con creciente preocupación, advirtió que unas nubes negras aparecían por el oeste; eran la vanguardia de la tormenta que había mencionado el primer oficial Trevor Haynes. Maeve conocía lo suficiente el clima del polo sur para saber que las tormentas marinas casi siempre iban acompañadas de fuertes vientos y una cegadora cellisca, sin apenas nieve; pero el viento, gélido y debilitador, constituiría el principal peligro. Maeve abandonó al fin la esperanza de ver aparecer el barco en las horas siguientes y decidió prepararse para lo peor. En principio debía hacer los preparativos necesarios para que los miembros del grupo durmiesen durante las próximas diez horas.

Las cabañas que aún seguían en pie y el cobertizo que acogía las instalaciones extractoras de aceite estaban desprotegidos frente a los elementos, pues hacía tiempo que los techos se habían derrumbado y el fuerte viento de esas latitudes había roto las ventanas y arramblado con las puertas. Maeve pensó que el grupo tendría más posibilidades de sobrevivir al frío y al fuerte viento si se quedaba en la caverna. Cabía la posibilidad de hacer una hoguera con maderos viejos de la estación ballenera, pero la harían cerca de la entrada, para que el humo no pudiera producir asfixia.

Cuatro de los hombres más jóvenes la ayudaron a colocar los cuerpos de las dos ancianas y el tripulante en el cobertizo del aceite. También arrastraron la Zodiac tierra adentro y la aseguraron para evitar que los crecientes vientos se la llevasen. A continuación, cerraron con piedras la entrada del túnel, dejando sólo una pequeña apertura, a fin de evitar que las rachas del viento polar entraran en la caverna, pero Maeve no quiso cerrar la puerta de roca, para no quedar aislados por completo del exterior. Luego hizo que todos se agruparan estrechamente para darse calor.

Sin nada más que hacer, las horas esperando ser rescatados se hicieron eternas, pues prácticamente a todos les resultó imposible dormir. El frío entumecedor traspasó lentamente sus ropas, mientras en el exterior el viento soplaba cada vez con más fuerza y aullaba a través del orificio de ventilación que habían dejado en la barrera de piedras erigida en la entrada del túnel.

Sólo un par de turistas se quejaron. La mayoría sobrellevó el calvario pacientemente. Algunos se sentían realmente emocionados por estar viviendo una auténtica aventura. Dos hombretones australianos, acaudalados socios de una empresa constructora, se mofaban de sus esposas y hacían sarcásticas bromas que levantaron los ánimos de los demás. Parecían tan despreocupados como si simplemente estuvieran esperando para abordar un avión. Eran buenas personas en edad crepuscular, pensó Maeve. Sería una injusticia o, mejor dicho, un crimen, que todos tuvieran que morir en ese infierno polar.

Los imaginó enterrados bajo las rocas junto a los exploradores noruegos y a los balleneros ingleses. «Pero no será así», se dijo con firmeza. Pese al hecho de que su padre y sus hermanas sentían una gran hostilidad hacia ella, Maeve no terminaba de creerse que le negaran ser enterrada en el panteón familiar, donde reposaban sus antepasados. Y sin embargo, sabía que, tras haber tenido a los gemelos, era muy posible que su familia se negase a admitir que ella era carne de su carne y sangre de su sangre.

Tumbada en el suelo, contemplando el vapor formado en la caverna a causa de la respiración de tanta gente, intentó evocar la imagen de sus hijos, que sólo contaban seis años. Los pequeños habían quedado al cuidado de unos amigos mientras ella ganaba un muy necesario dinero haciendo de guía turística. ¿Qué sería de los niños si ella moría? Rezó para que su padre jamás se hiciese cargo de ellos, pues la compasión no era su punto fuerte y poco le importaban las vidas ajenas. Aunque tampoco se movía impulsado por la codicia, pues consideraba que el dinero era una simple herramienta. Lo que realmente le apasionaba era la capacidad de manipulación que el poder llevaba aparejada. Las dos hermanas de Maeve manifestaban idéntica insensibilidad hacia el prójimo. Afortunadamente, ella se parecía a su madre, una afable dama que, cuando Maeve contaba doce años, se vio arrastrada al suicidio por su frío e injurioso marido. Después de la tragedia, ella no volvió a considerarse parte de la familia. Su padre y sus hermanas nunca la habían perdonado por haber abandonado el hogar tan sólo con lo puesto para tratar de salir adelante sola y bajo otro nombre. Era una decisión de la que nunca se había arrepentido.

Se despertó a causa no del ruido, sino del silencio. El viento había dejado de ulular, y aunque la tormenta seguía fraguándose, se había producido una momentánea calma. Volvió a la caverna y despertó a los dos constructores australianos.

—Necesito que me acompañen a la colonia de pingüinos —les dijo—. No es difícil atraparlos. Y aunque la ley los protege, si queremos seguir vivos hasta que el barco regrese, debemos comer algo.

—¿Qué dices tú, compañero? —preguntó con voz estruendosa uno de los hombres.

—No me vendría mal un poco de carne de ave —replicó el otro.

—Los pingüinos no son exactamente un plato exquisito —dijo Maeve sonriendo—. Su carne es grasienta, pero alimenticia.

Antes de irse, Maeve hizo que los otros se incorporasen, y les pidió que fueran a la estación ballenera a por leña para hacer una hoguera.

—Quien hace un cesto, hace ciento. Ya que voy a terminar en la cárcel por matar a animales de especies protegidas y destruir lugares históricos, haré un trabajo a conciencia.

Emprendieron camino hacia la colonia, que se encontraba a unos dos kilómetros al norte, en la punta de un pequeño golfo. Aunque el viento había cesado, la cellisca hacía tremendamente difícil su avance, pues apenas podían ver a tres metros por delante de ellos. Era como si mirasen a través de una sábana de agua, y la visión resultaba aún más difusa debido a que no llevaban lentes con anteojeras, sino simples gafas de sol, y el viento, al penetrar por los lados de los cristales, les llenaba de hielo los párpados. Sólo era posible orientarse si caminaban cerca de la orilla en lugar de hacerlo en línea recta. Eso prolongó en veinte minutos la caminata, pero evitó que se perdieran.

El viento sopló de nuevo con fuerza, mordiendo encarnizadamente sus rostros. Maeve pensó en ir con el grupo hasta la estación científica argentina, pero inmediatamente desechó esta idea, porque la mayoría no resistiría la caminata de treinta kilómetros a través de la tormenta, y seguramente más de la mitad de los añosos turistas perecerían en el trayecto. Maeve tenía que considerar todas las posibilidades, tanto las factibles como las impracticables. Ella sí podía efectuar la caminata, pues era joven y fuerte, pero no creyó conveniente abandonar a las personas puestas a su cargo. Cabía la posibilidad de enviar a los dos hombretones australianos que caminaban junto a ella. El problema era qué encontrarían cuando llegasen a la estación.

¿Y si los científicos argentinos habían muerto debido a las mismas extrañas causas que habían terminado con los tres miembros de su grupo? Si había sucedido lo peor, el único aliciente para llegar a la estación era el de utilizar su potente equipo de comunicaciones. Maeve se debatía en una agónica disyuntiva. ¿Debía arriesgar las vidas de los dos australianos haciéndolos emprender un azaroso viaje, o debía mantenerlos junto a ella para que la ayudasen a cuidar de los más viejos y débiles? Optó por no enviar a los hombres a la estación científica, pues no debía exponer a los pasajeros de Ruppert y Saunders a situaciones que implicaran riesgo para sus vidas. Además, como no podía aceptar la idea de que los hubiesen abandonado, creyó que su única posibilidad consistía en quedarse donde estaban hasta que alguien los rescatara. Hasta ese momento, debían arreglárselas para sobrevivir lo mejor que pudieran.

Los Pygoscelis adeliae, o pingüinos de Adelia, son una de las diecisiete especies originales. Tienen el lomo cubierto de plumas negras, cabeza roma, pecho blanco y ojos pequeños y saltones. Algunos fósiles hallados en la isla Seymour indicaban que los antepasados de estas aves evolucionaron hace más de cuarenta millones de años, y eran de estatura aproximada a la humana. Atraída por su conducta, tan similar a la de los hombres, Maeve había pasado todo un verano observando y estudiando una colonia de pingüinos, y se había enamorado de aquella graciosa especie ornitológica. A diferencia del pingüino emperador, los de Adelia pueden moverse con rapidez, a cinco kilómetros por hora o incluso más, cuando se deslizan sobre un lecho de nieve. Mueve había pensado muchas veces que bastaba con ponerles un bombín y un bastón para convertirlos en réplicas idénticas de Charles Chaplin.

—Creo que la cochina cellisca está amainando —dijo uno de los hombres, que llevaba una gorra de piel y fumaba un cigarrillo.

—Ya era hora —rezongó el otro. Llevaba la cabeza cubierta con una bufanda, a modo de turbante—. Me siento como un trapo mojado.

En ese momento podían ver más de medio kilómetro de mar. Las otrora tranquilas aguas estaban agitadas por un fuerte oleaje. Maeve miró hacia la colonia. Hasta donde su vista alcanzaba, vio una alfombra de pingüinos, más de cincuenta millares de ejemplares. Mientras se aproximaban, tanto ella como sus compañeros advirtieron con extrañeza que ninguno de los pájaros bobos se encontraba de pie. Casi todos estaban tumbados de espalda, como si se hubieran caído.

—Es muy raro —dijo Maeve—. No hay ningún pingüino de pie.

—No son tan tontos como para enfrentarse a este huracán —dijo el hombre del turbante.

Maeve corrió hasta un extremo de la colonia y miró hacia donde estaban las aves. Le asombró la ausencia de ruido. Ninguno se movió ni manifestó interés alguno hacia la recién llegada. Maeve se arrodilló y examinó a uno de los pingüinos. Yacía en el suelo boca arriba, mirando hacia el cielo con los ojos muy abiertos, pero con la mirada vacía. Estupefacta y angustiada, contempló los millares de inmóviles pájaros bobos. De pronto advirtió la presencia de dos focas leopardo, enemigas naturales de los pingüinos, cuyos cuerpos se mecían en la pedregosa orilla, impulsados por las olas.

—Están muertos —murmuró atónita.

El de la gorra de piel exclamó:

—¡Por todos los demonios, tiene razón! Ni uno de esos puñeteros bichos respira.

«Esto no puede estar sucediendo», pensó Maeve, que no salía de su asombro y permanecía totalmente inmóvil. No podía saber a ciencia cierta qué había ocurrido, pero lo intuía. De pronto, se le ocurrió la absurda idea de que todos los seres vivos del planeta hubieran muerto a causa del mismo misterioso mal. ¿Es posible que seamos los únicos supervivientes que quedan en el mundo?, se preguntó horrorizada.

El hombre que llevaba la cabeza envuelta en una bufanda se inclinó sobre uno de los pingüinos y lo alzó entre sus manos.

—Parece que nos han ahorrado el trabajo de sacrificarlos —dijo.

—¡No los toque! —le gritó Maeve.

—¿Por qué? —replicó el hombre, indignado—. Todos necesitamos comer.

—Ignoramos qué fue lo que los mató. Quizá hayan muerto a causa de alguna enfermedad infecciosa.

El de la gorra de piel asintió.

—Maeve sabe lo que dice. La enfermedad que mató a estos bichos podría liquidarnos también a nosotros. No sé tú, pero a mí no me apetece nada ser responsable de la muerte de mi esposa.

—Lo que mató a las dos mujeres y al marinero no fue ninguna enfermedad —arguyó el otro—. Se trató más bien de algún extraño fenómeno natural.

Maeve se mantuvo firme.

—Me niego a que arriesguemos más vidas. El Polar Queen regresará. No nos han olvidado.

—Si el capitán se proponía darnos un buen susto, lo está consiguiendo.

—Debe de haber ocurrido algo grave para que todavía no hayan regresado.

—Aun así, más vale que sus jefes estén cubiertos por un buen seguro, porque cuando regresemos a la civilización vamos a ponerles una demanda que los pondrá en graves apuros.

Maeve no estaba de humor para discutir. Dio la espalda a la difunta colonia de pingüinos y emprendió el regreso a la caverna. Tras escrutar el mar en busca de algo que no estaba allí, los dos hombres siguieron sus pasos.