21

En enero y en la isla Kunghit, Pitt había esperado tener que avanzar dificultosamente por entre la nieve, pero el terreno sólo estaba cubierto por una fina alfombra blanca. Arrastró a Stokes tras él en un travois, un artefacto que utilizaban los indios norteamericanos de las llanuras para acarrear bultos. No podía abandonar a Stokes ni tampoco cargar con él, pues hubiera corrido el peligro de provocarle hemorragias internas, así que, con dos ramas y unas correas que rescató de los restos del avión, construyó una especie de camilla en la que acomodó al policía. Luego, sujetándose a la espalda la parte delantera del travois, arrastró al policía herido a través de los bosques. Las horas pasaron, se puso el sol, llegó la noche y él siguió su esforzada marcha hacia el norte entre las tinieblas, orientándose por medio de la brújula que había sacado del panel de instrumentos del avión; algo que ya había tenido que hacer hacía varios años cuando tuvo que recorrer a pie buena parte del desierto del Sáhara.

Cada diez minutos, más o menos, Pitt preguntaba a Stokes cómo se encontraba y el policía replicaba débilmente:

—Todavía aguanto.

—Estoy frente a un pequeño arroyo que fluye hacia el oeste.

—Se trata de Wolf Creek. Crúzalo y dirígete al noroeste.

—¿Cuánto queda hasta el pueblo de Broadmoor?

—Dos kilómetros, quizá tres —susurró Stokes.

—Continúa hablando. ¿Me oyes?

—Pareces mi esposa.

—¿Estás casado?

—Desde hace diez años, con una estupenda mujer que me ha dado cinco hijos.

Pitt volvió a ajustarse las correas, que le mordían la carne, y arrastró a Stokes por el arroyo. Tras caminar un kilómetro más por entre la maleza, llegó a un sendero. En algunos trechos, el camino estaba cubierto de maleza, pero en general se encontraba libre de obstáculos, lo que supuso una bendición para Pitt, que hasta el momento había tenido que abrirse paso a través de bosques llenos de arbustos.

En dos ocasiones temió haberse salido del camino, pero tras seguir unos metros en la misma dirección, volvió a encontrarlo. Pese a las bajas temperaturas, sudaba copiosamente a causa del esfuerzo. No se atrevía a pararse a descansar. Para que Stokes volviera a ver a su esposa y a sus cinco hijos, era necesario que él siguiera adelante. Mantenía prácticamente un monólogo con el herido, que sólo intervenía en la conversación de vez en cuando, para evitar que cayera en coma a causa de la conmoción. Concentrado en la dura tarea de poner un pie delante del otro, Pitt no advirtió nada extraño.

Stokes le susurró algo que él no entendió. Volvió la cabeza hacia el policía, aguzó el oído y preguntó:

—¿Quieres que me detenga?

—¿No hueles…? —dijo Stokes débilmente.

—No.

—Huelo a humo.

Entonces Pitt lo percibió. Respiró profundamente. De algún lugar, por delante de ellos, llegaba un olor de madera quemada. Aunque estaba cansado, Pitt se inclinó y continuó avanzando, a pesar del dolor que le producía la presión de las correas de la camilla. Al cabo de poco rato, escuchó el ruido de un pequeño motor de explosión, era una pequeña sierra mecánica cortando madera. El olor se hizo más intenso y, a la tenue luz del amanecer, Pitt vio una columna de humo por encima de las copas de los árboles. El corazón estaba a punto de reventarle en el pecho a causa del esfuerzo, pero no estaba dispuesto a desistir cuando se encontraba tan cerca de la meta.

Amaneció, pero el sol permaneció oculto detrás de unos nubarrones. Caía una fina llovizna cuando Pitt llegó a un claro cercano al mar y abierto a una pequeña bahía. Se encontró frente a una pequeña comunidad de casas de troncos con techos de metal ondulado; de algunas chimeneas de piedra salía humo. En distintos lugares del pueblo se veían grandes tótems cilíndricos de madera tallados con figuras de hombres y animales. Alrededor de un dique flotante cabeceaba una pequeña flota pesquera, con sus tripulantes atareados en reparar motores y remendar redes. En el interior de un cobertizo, varios niños miraban a un hombre que estaba cortando un enorme tronco con una sierra mecánica. Dos mujeres charlaban mientras colgaban la ropa en un tendedero. Una de ellas vio a Pitt y gritó para alertar a los demás, al tiempo que señalaba hacia él.

Exhausto, Pitt cayó de rodillas, mientras una docena de personas corrían hacia él. Un hombre, con una cabellera negra larga y lacia, de rostro redondo, se arrodilló junto a Pitt y le rodeó los hombros con el brazo.

—Ya está usted a salvo —dijo, denotando preocupación en su voz. Luego se dirigió a los tres hombres que auxiliaban a Stokes y les ordenó—: Llevadlo a la casa tribal.

Pitt miró al hombre.

—¿No serás por casualidad Mason Broadmoor?

Unos ojos negros como el carbón lo miraron con curiosidad.

—Pues sí, soy yo.

Antes de derrumbarse, Pitt atinó a decir:

—Amigo… No sabes cómo me alegro de verte.

La nerviosa risita de una niña despertó a Pitt de su sueño ligero. Pese a su cansancio, sólo había dormido cuatro horas. Abrió los ojos, miró un momento a la pequeña, le sonrió y bizqueó los ojos. La chiquilla salió corriendo de la habitación llamando a su madre. Estaba en un dormitorio acogedor provisto de una pequeña estufa que caldeaba enormemente el ambiente. Lo habían acostado sobre una cama hecha con pieles de oso y lobo. Sonrió al recordar a Broadmoor, en mitad de una aldea india perdida y desprovista de los adelantos modernos más esenciales, llamando por un teléfono satélite a una ambulancia aérea para que transportase a Stokes a un hospital del continente.

Pitt cogió el auricular y llamó a la central de la policía montada en Shearwater. En cuanto mencionó el nombre de Stokes, lo pusieron con el inspector Pendleton, que interrogó a Pitt acerca de los sucesos que se iniciaron la mañana anterior. Antes de colgar, Pitt indicó a Pendleton en qué lugar se habían estrellado, a fin de que la policía canadiense pudiera enviar un equipo para recuperar las cámaras que había en el interior de los flotadores, y que quizá habían salido indemnes del impacto.

Poco antes de que Pitt se terminase un tazón de sopa de pescado preparado por la esposa de Broadmoor, llegó un hidroavión con un médico y dos enfermeros, que examinaron a Stokes y aseguraron a Pitt que el policía tenía excelentes posibilidades de recuperarse. Después de que el hidroavión despegara hacia el continente, para llevar a Stokes al hospital más próximo, Pitt se dejó convencer y se acostó en una cama de la familia Broadmoor, donde no tardó en dormirse.

La esposa de Broadmoor entró en el dormitorio. Irma era una mujer llena de gracia y dignidad, recia pero grácil, con ojos color café y boca animada por una permanente sonrisa.

—¿Cómo se encuentra, señor Pitt? Creí que seguiría usted durmiendo al menos otras tres horas.

Pitt comprobó que seguía llevando los pantalones y la camisa y luego echó a un lado las mantas, para poner los pies desnudos en el suelo.

—Lamento haberles sacado de la cama.

La mujer lanzó una risa musical.

—Apenas son las doce del mediodía, y usted se acostó a las ocho.

—Les agradezco mucho su hospitalidad.

—Debe de estar usted hambriento. Le prepararé un poco de salmón a la brasa. Espero que le guste el salmón.

—Me encanta.

—Mientras espera, puede usted charlar con Mason. Está fuera, trabajando.

Pitt se puso los calcetines y las botas, se mesó los cabellos y se enfrentó de nuevo al mundo. Encontró a Broadmoor en el cobertizo, cincelando un tronco de cedro rojo de cinco metros de largo dispuesto horizontalmente sobre cuatro burros de madera. Broadmoor utilizaba una maza redondeada de madera y un cincel cóncavo. La talla no estaba lo bastante avanzada como para permitir a Pitt saber qué reproducía. Los rostros de animales apenas habían sido esbozados.

Al aproximarse, Broadmoor alzó la vista.

—¿Descansaste bien?

—No sabía que las pieles de oso fueran tan blandas.

Broadmoor sonrió.

—No hagas correr la voz, o los pobres bichos se extinguirán en menos de un año.

—Ed Posey me dijo que tallabas tótems. Nunca había visto trabajar a un tallista.

—Mi familia lleva generaciones haciéndolo. Gracias a los tótems, hechos en madera de cedro rojo, los antiguos indios del noroeste que carecían de lenguaje escrito pudieron preservar sus historias familiares y sus leyendas, tallando símbolos de figuras de animales.

—¿Tienen algún significado religioso? —preguntó Pitt.

Broadmoor negó con la cabeza.

—Nunca han sido venerados como iconos divinos, pero siempre los hemos respetado como espíritus guardianes.

—¿Qué significan los símbolos de ese tótem?

—Esto es una espira mortuoria, o lo que se podría llamar una columna conmemorativa. Está dedicado a mi tío, que falleció la semana pasada. Estoy tallando su escudo personal, que consta de un águila, un oso y la figura del difunto. Cuando lo termine, lo instalaremos durante una fiesta en la casa de su viuda.

—Siendo un tallista de prestigio, debes de tener encargos apalabrados para varios meses.

Broadmoor se encogió de hombros.

—Para casi dos años —dijo con modestia.

—¿Sabes por qué estoy aquí? —preguntó Pitt. La cuestión, algo brusca, sorprendió a Broadmoor con la maza levantada para golpear el cincel.

Dejó a un lado sus herramientas e indicó a Pitt que lo siguiera hasta la bahía. Se detuvo junto a un cobertizo para botes que se adentraba en el agua. Abrió las puertas y entró al interior. Había dos embarcaciones pequeñas flotando en un embarcadero en forma de «U».

—¿Eres aficionado a las Jet Skis? —preguntó Pitt.

—Creo que ahora se las llama hidromotos —contestó Broadmoor sonriendo.

Pitt miró las dos Wetjets Dúo 300, fabricadas por Mastercraft Boats. Eran aparatos de altas prestaciones, con capacidad para dos personas, decorados con símbolos de animales, típicos de la tribu haida.

—Se diría que pueden volar.

—Sobre el agua, lo hacen. He trabajado en los motores para obtener quince caballos extra. Pueden alcanzar los cincuenta nudos. —Súbitamente, Broadmoor cambió de tema—: Ed Posey dijo que te proponías rodear la isla Kunghit con un equipo de medición acústica. Pensé que las hidromotos serían un buen vehículo para efectuar ese trabajo.

—Serían ideales. Pero, lamentablemente, mi equipo ha sufrido importantes daños cuando Stokes y yo nos estrellamos. La única alternativa que tengo es investigar en la propia mina.

—¿Qué esperas descubrir?

—El método de excavación que usa Dorsett para sacar los diamantes.

Broadmoor se inclinó a coger un canto de la orilla y lo arrojó a las verdes aguas.

—La compañía tiene una pequeña flota de barcos patrullando las inmediaciones de la isla —dijo al fin—. Van armados y se sabe que han atacado a algunos pescadores que se acercaron demasiado.

—Parece que las autoridades canadienses no me contaron todo lo que necesitaba saber —dijo Pitt, maldiciendo en secreto a Posey.

—Supongo que pensarían que, como tenías licencia para efectuar una investigación de campo, los responsables de seguridad de la mina no te importunarían.

—Stokes me contó que los hombres de Dorsett habían abordado y quemado el barco de tu hermano.

Broadmoor señaló hacia el tótem en que estaba trabajando.

—¿Te contó también que habían matado a mi tío?

Pitt negó lentamente con la cabeza.

—No. Lo lamento.

—Encontré su cadáver flotando en el mar, a ocho kilómetros de la costa. Se había atado a un par de bidones de combustible. El agua estaba fría y murió por congelación. Lo único que encontramos de su pesquero fue un fragmento de la caseta del timón.

—Y sospechas que la gente de Dorsett lo asesinó.

Sé que lo asesinaron —dijo Broadmoor, cuyos ojos resplandecían por la ira.

—¿Qué hizo la policía?

Broadmoor movió la cabeza en un gesto de negación.

—El inspector Stokes sólo tiene una fuerza simbólica. Primero, Arthur Dorsett invadió las islas con sus equipos de exploración geológica. Cuando al fin encontraron la veta principal de los diamantes en la isla Kunghit, utilizó su poder y dinero para arrebatar literalmente la isla del control del gobierno, sin que a nadie importara que nuestra tribu reclamara la isla como terreno sagrado. Ahora, para los miembros de mi pueblo, es ilegal no sólo poner un pie en Kunghit sin permiso, sino incluso pescar a menos de cuatro kilómetros de su costa. Los mismos policías montados a los que pagamos para que nos defiendan, pueden arrestarnos.

—Ahora comprendo el poco respeto por la ley que manifiesta el jefe de seguridad de la mina.

—Merchant, o Lindo John, como lo llaman. —Broadmoor lo dijo presa de la furia—. Tuviste suerte al poder escapar. Lo más seguro es que te hubieran hecho desaparecer. Muchos hombres han intentado encontrar diamantes en la isla y alrededor de ella, pero no tuvieron éxito, aunque tampoco se ha vuelto a ver a ninguno de ellos.

—¿Ha beneficiado en algo a su tribu el descubrimiento de los diamantes? —preguntó Pitt.

—Hasta ahora, lo único que ha hecho es fastidiarnos —replicó Broadmoor—. La posibilidad de que el dinero de los diamantes redunde en nuestro beneficio se ha convertido en un problema más legal que político. Llevamos años de negociaciones, para conseguir la parte del pastel que nos corresponde, pero los abogados de Dorsett tienen el asunto parado en los tribunales.

—Me cuesta creer que el gobierno canadiense acepte órdenes de Arthur Dorsett.

—La economía del país atraviesa una situación difícil, y los políticos cierran los ojos a la corrupción, para proteger proyectos de especial interés que aportan dinero a las arcas públicas. —Hizo una pausa y miró a Pitt con curiosidad, como si tratara de adivinar sus intenciones—. ¿Qué pretendes, Pitt? ¿Cerrar la mina?

Pitt movió la cabeza en un gesto de afirmación.

—Eso mismo, siempre y cuando pueda demostrar que las excavaciones de Dorsett son las causantes de las ondas sonoras responsables de las muertes de personas y animales marinos.

—Te llevaré al interior de las instalaciones mineras —dijo Broadmoor, mirando fijamente a Pitt.

Por un momento Pitt sopesó la oferta.

—Tienes esposa e hijos. No hay por qué arriesgar dos vidas. Déjame en la isla y ya encontraré el modo de cruzar el vertedero sin que me vean.

—Imposible. Cuentan con un sistema de seguridad muy avanzado, ni una ardilla puede cruzar sin ser detectada; y no es ninguna broma, el vertedero está lleno de cadáveres de ardillas y de otros pequeños animales que habitaban la isla antes de que la mina Dorsett acabase con lo que era un lugar paradisíaco. Además, tienen perros policía alsacianos que pueden olfatear a un intruso a cien metros.

—Puedo probar a entrar por el túnel.

—Nunca lograrías cruzarlo solo.

—Es preferible eso a que tu mujer se quede viuda.

Pitt pudo leer en los ojos de Broadmoor el deseo de venganza. El indio, sopesando sus palabras, le dijo:

—No lo entiendes. La mina paga a nuestra comunidad para que mantengamos su despensa abastecida de pescado fresco. Una vez a la semana, mis vecinos y yo navegamos hasta Kunghit y les entregamos el pescado. En el muelle lo cargamos en carretillas y lo transportamos por el túnel hasta el departamento del jefe de cocina. Él nos sirve un desayuno, nos paga en metálico (mucho menos de lo que la carga vale) y luego nos vamos. Tú tienes el pelo negro, con ropas de pescador y si mantienes la cabeza baja, podrás pasar por un haida. Los guardas están más preocupados por los diamantes que puedan salir de la mina que por los pescados que entren en ella. Como nosotros nos limitamos a entregar, sin llevarnos nada, no suscitamos sospechas.

—¿No podría trabajar la gente de tu tribu en la mina?

—Olvidar la pesca y la caza es olvidar nuestra independencia —dijo Broadmoor encogiéndose de hombros—. El dinero que nos dan por abastecer su despensa lo dedicamos a la construcción de una nueva escuela para nuestros hijos.

Lindo John Merchant constituye un pequeño problema. Nos hemos visto, y lo nuestro fue un caso de antipatía a primera vista. El caso es que tuvo tiempo de verme bien, y estoy seguro de que recordará mi rostro.

Broadmoor hizo un gesto, con el que trataba de quitar importancia a las palabras de Pitt.

—Las posibilidades de que Merchant pueda reconocerte son mínimas. Nunca aparece por el túnel ni en la cocina, debe de temer mancharse sus zapatos italianos. Con este clima, rara vez asoma la cabeza fuera de su despacho.

—No creo que del personal de cocina me sea posible conseguir mucha información —dijo Pitt—. ¿Conoces a algún minero de confianza que pueda ponerme al corriente sobre los métodos de extracción?

—Todos los mineros son chinos, los han traído ilegalmente a través de sindicatos mafiosos. Ninguno de ellos habla inglés. Tu única esperanza es un viejo ingeniero de minas que odia con toda su alma a la Dorsett Consolidated.

—¿Puedes ponerte en contacto con él?

—Ni siquiera sé su nombre. Trabaja en el turno de noche y normalmente desayuna a la misma hora en que nosotros entregamos la mercancía. Hemos charlado un par de veces mientras tomábamos café. No está contento con las condiciones de trabajo. La última vez que hablamos, me aseguró que durante el último año han muerto en la mina más de veinte trabajadores chinos.

—Hablar con él diez minutos podría ayudarme mucho a resolver el enigma de las ondas sonoras.

—No hay garantía de que él esté allí cuando hagamos la entrega —dijo Broadmoor.

—Habrá que arriesgarse —dijo Pitt—. ¿Cuándo tenéis que llevar la próxima carga a la isla?

—El último barco de la flota pesquera del pueblo amarrará aquí dentro de unas horas. Meteremos el pescado en cajas con hielo esta noche, y mañana al amanecer estaremos listos para zarpar hacia Kunghit.

Pitt se preguntó si, mental y físicamente, estaba preparado para arriesgar de nuevo su vida. Luego recordó los centenares de cadáveres que había visto en el Polar Queen y no le cupo la menor duda de cuál era su obligación.