CAPITULO XI
Fanny encendió su cigarrillo con aire pensativo y apoyó el codo izquierdo en la mano derecha.
—De modo que todo se reduce a doscientas cincuenta mil libras, en una operación ilegal de importación de esmeraldas.
—Así es —contestó Potter, después de vaciar su taza de café—. A ti te sacaron cincuenta mil libras, una suma que Trew no podía disponer en el acto. Trew pensaba ganar cien mil y te hubiera devuelto el préstamo, mas otro tanto. Pero, por lo visto, alguien pensaba quedarse con todos los beneficios.
—¿Irvine?
—Parece, más que probable. Muerto Trew, la reclamación del dinero que le debía ya no tenía razón de ser. A Irvine, seguramente, no le hacía demasiada gracia haber corrido con los riesgos de traer las esmeraldas y obtener solamente cien mil libras de beneficio, porque Trew pensaba ganar ciento cincuenta mil más.
—En resumen, lo quiso todo para sí.
—Seguramente.
—Pero mi dinero...
—Esas operaciones, encanto, se hacen siempre con dinero contante, nada de cheques.
Tú diste cincuenta mil libras y con ellas pagaron, o iban a pagar, las esmeraldas en el extranjero. Ahora bien, sospecho que el negocio no se ha consumado, lo cual significa que las esmeraldas siguen en alguna parte.
—Sí, pero, ¿dónde?
—Ah, a mí también me gustaría saberlo —sonrió Potter.
—De todas formas, hay algo que me decepciona, Butch —dijo Fanny.
—¿Sí?
—Supongamos que encuentran las esmeraldas. ¿Voy a tener que venderlas para recuperar mi dinero?
—Lo siento, no puedo contestarte.
—Si lo hago, me pongo fuera de la ley. Y si me quedo quieta, perderé mi dinero de todas formas.
—Bueno, quizá haya una solución, aunque, por supuesto, no puedes hacer ningún cálculo, mientras no tengamos las esmeraldas en la mano. De todos modos, yo puedo arreglar tu problema.
—¿Cómo? —preguntó Fanny.
—Aguarda un momento —pidió él.
Potter abandonó la cocina y volvió al poco con un objeto. Tomó la mano de la joven, sonrió y luego puso una hermosa sortija en su dedo anular.
—Es una petición de mano —dijo.
—Oh, Butch, no bromees...
—Hablo completamente en serio, querida.
Fanny bajó la vista.
—Es una sortija preciosa. Vale mucho y es muy antigua.
—Alguien la usó hace sesenta años, para pedir la mano de tía Georgina. La heredé, junto a otras joyas y los demás bienes.
Los ojos de Fanny se llenaron de humedad.
—Me pillas de sorpresa. No sé qué contestarte.
Potter acarició suavemente la mano de la joven.
—Piénsatelo bien. Si no estás decidida, me devuelves la sortija. Mañana, por ejemplo.
Hubo un momento de silencio. Luego, de pronto, impetuosamente, Fanny se arrojó en brazos del joven.
—No tengo que pensarme nada —exclamó ardientemente.
El teléfono sonó bruscamente, arrancando al joven del sueño en que se hallaba sumido. Potter alargó la mano y atrajo el auricular hacia sí.
—Hola —gruñó—. Soy Potter. ¿Quién me llama?
—¡Jefe! —gritó Rasko, excitadamente—. ¡Hemos localizado a Hugo!
Potter saltó de la cama.
—¿Seguro?
—Le llamo desde la calle. Ehring está dentro de la casa, vigilando que no se escape.
¿Cuánto tardará en llegar?
—Depende de la distancia, Rasko.
El sujeto dio la dirección. Potter hizo un cálculo rápido.
—Media hora, por lo menos —dijo al cabo.
—Bien, si sucediera algo, uno de nosotros le esperará aquí —contestó el otro.
Potter saltó de la cama y corrió al baño. Cinco minutos más tarde salía a la calle. Tuvo la fortuna de encontrar taxi a los pocos momentos y le enseñó un billete al conductor, para estimular el sentido de la rapidez. Al final del plazo prometido, desembarcaba frente a la casa señalada por Rasko.
—Lou está arriba —le indicó el sujeto—. Cuarto piso, apartamento E.
—Gracias.
El joven corrió hacia el ascensor. Cuando salía al corredor, vio a Ehring que salía por la puerta.
La mano de Ehring señaló la puerta situada justamente en frente. Potter se acercó a él.
—¿Sigue ahí?
—Sí. Este apartamento está vacío y persuadí al conserje para que me dejara permanecer un rato. Me costó cinco libras...
—Tome —dijo Potter, entregándole el dinero.
—¿Debo aguardarle aquí? He visto a ese tipo y me parece muy fuerte. Quizá necesite ayuda.
Potter se tocó la mandíbula.
—En todo caso, le llamaría. Gracias, Lou.
Cruzó el pasillo y tocó la puerta con los nudillos. Ehring se escondió discretamente.
Alguien abrió instantes después. Potter se quedó parado al ver a una mujer de unos treinta y cinco años en el umbral, de mediana estatura, formas abundantes y rostro poco acogedor.
—¿Qué desea? —preguntó ella.
—Busco a Hugo Zowan, señora.
—No está aquí.
Potter decidió dejarse de contemplaciones y la apartó a un lado. Entró en el apartamento y miró a derecha e izquierda y luego lanzó un fuerte grito:
—¡Salga, Hugo! ¡Soy Frank Potter y quiero hablar con usted!
—Ya le he dicho que es inútil. Hugo se ha marchado —exclamó la mujer.
El joven se volvió. Ella estaba apoyada displicente sobre una consola, con la sonrisa en los labios.
—¿Quién es usted? —preguntó Potter.
—Lisa Rowden, la amiga de Hugo... La única persona que ha tenido la fuerza de voluntad suficiente para cargar con él. No es muy agradable de mirar..., pero en los momentos interesantes se apaga la luz y...
—¿No es su esposa?
—No me importaría serlo. Pero él no quiere. Dice que no debo cargar con un monstruo.
—Señora Rowden, ¿sabe que Hugo ha cometido tres asesinatos?
—El no ha sido —protestó Lisa agudamente.
—No trate de engañarme. Estoy buscándole. Quiero encontrarlo. ¿Necesita dinero?
Ella hizo una mueca de desprecio.
—Métase su dinero en... Hugo no está en casa y no voy a decirle dónde ha ido —contestó.
Desconcertado, porque los hampones no habían visto salir a Hugo, volvió junto a la mujer.
—¿Cómo se ha largado? —preguntó.
Lisa señaló la ventana.
—Da al patio trasero. Hay un canalón exterior. Hugo fue siempre un gran gimnasta.
Potter asintió.
—De modo que Hugo se ha marchado... y usted sabe dónde está. ¿No quiere decírmelo?
—No.
El joven no se inmutó. Metió la mano en el bolsillo y sacó un rollo de billetes. Lisa le miró desdeñosamente.
—No se moleste —dijo—. Hugo va a conseguir mil veces más.
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
—¿Cree que soy tonta?
—Apuesto algo a que ha encontrado una bolsita con esmeraldas, ¿verdad?
Lisa se irguió.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Conque era cierto —sonrió Potter—. ¿Quiere que llame a la policía?
La mujer se asustó.
—No. Espere, no meta a los «polis» en este asunto. Hugo ha sufrido muchísimo. El dinero no le importa demasiado... Bueno, tampoco lo desdeñará si consigue encontrar las piedras. Pero lo que más quiere es que los médicos le arreglen la cara y eso costaría muchísimas libras. Es un buen especialista; después podría trabajar en los estudios de cine, para los efectos especiales. Es honrado, se lo juro.
—Pero se vengó de tres mujeres —dijo Potter—. Las tres murieron abrasadas.
—No, él no fue. Créame.
—¿Podría probarlo?
Lisa se retorció las manos. Potter adivinó que estaba enamorada de Hugo. Si éste se arreglaba el rostro un poco, perdería su miedo a mostrarse en público. La vida cambiaría para él.
—Yo fui su enfermera cuando lo llevaron, al hospital —continuó Lisa, después de sentarse en una silla—. Hugo es un hombre muy sensible. Quedó destrozado moralmente... y hasta hace poco no ha comenzado a vivir de nuevo. No quiero que le pase nada: sería capaz de dar las esmeraldas para que no le ocurriese nada malo.
¿Sabe?, después que lo curaron, le quedó un horror invencible al quirófano; entonces podía haberse operado el rostro, pero no quiso. Ahora, al fin, parece decidido, pero no tenemos dinero suficiente.
Potter puso una mano sobre el hombro de la mujer.
—Lisa, si es necesario, yo ayudaré a Hugo económicamente; Pero usted debe decirme dónde está.
—Ha ido al «Turnwall». Creo que es allí donde están las esmeraldas.
—Gracias, Lisa. ¿Puedo usar el teléfono?
Ella movió la mano desmadejadamente. Antes de marcar. Potter se volvió.
—Lisa, si Hugo es inocente, también le ayudaremos ante la policía.
—Será difícil de probar. Soy la única que puede asegurar que no lo hizo. Cuando murieron esas pobres mujeres estaba conmigo... Pero, ¿qué valor puede tener mi palabra? ¿Quién corroborará mis palabras?
—Lo importante es que sea inocente. En tal caso, la verdad sale siempre a relucir —dijo el joven con firme acento.
Levantó el aparato y marcó un número. Esperó, pero pronto se dio cuenta de que Fanny no contestaba.
—¿Adonde habrá ido esa loca? —masculló.
Colgó el teléfono nuevamente. Quería que Fanny estuviese presente cuando hablase con Hugo. A fin de cuentas, ella tenía derecho a recobrar cincuenta mil libras que había prestado a un desaprensivo.
De pronto, se le ocurrió que podía estar en su casa. Pero no quería perder tiempo yendo a buscarla. Alguien lo haría por él.
—Lisa, quédese tranquila. Haré todo lo que pueda por Hugo —prometió, a la vez que se dirigía a la puerta.
Ehring aguardaba en el pasillo.
—Lou, tienes que ir a mi casa —dijo—. Seguramente, la señorita King está allí. Dile que he ido al «Turnwall». Espera. quizá no te crea sólo de palabra...
Sacó una tarjeta de visita, garabateó unas líneas y se la entregó al sujeto.
—Date prisa, Lou.
—Descuida, jefe —contestó Ehring.
Inmediatamente, Potter se lanzó a la calle en busca de un taxi que le llevase cuanto antes al teatro donde pocas semanas antes había visto quemarse viva a una hermosa mujer.
Aquél había sido el primer acto de un drama, cuyo desenlace iba a producirse antes de que acabase el día, presintió.