CAPITULO X
—Nos hemos salvado por los pelos —dijo Potter un rato más tarde.
Fanny tenía la cabeza apoyada en el respaldo y los ojos cerrados.
—Estos sustos me van a matar —se lamentó.
El joven sonrió.
—Alguien nos ha ayudado, enviando providencialmente un rayo amigo —contestó.
—Pero ha estado a punto de partirnos. ¡Qué susto, Dios mío! Entre la pistola de Hugo y el rayo... Butch, te lo juro, nunca me había visto en una situación semejante. Mírame el
pelo, ¿quieres?
—¿Qué dices? —se extrañó él.
—Bueno, cuando se pasa mucho miedo, salen las canas instantáneamente.
—Todavía lo tienes atractivamente rubio —rió Potter—. Pero conservas el buen humor y eso es siempre agradable.
—No creas, aún siento pánico. Esa lóbrega mansión, la tormenta, Hugo, los cuervos... Y, por si fuese poco, no hemos conseguido nada.
—Alguien estuvo antes, es cierto —convino él—. Pero, ¿quién?
—¿No se te ocurre ningún nombre?
Potter hizo un gesto negativo.
—Lo siento. Casi podría decir que estoy tan a oscuras como al principio —respondió.
Fanny se arrellanó en el asiento.
—Butch, hay algo que me resulta incomprensible —manifestó—. Hugo estaba en la casa, sin duda, aguardándonos.
—O quizá llegó después, sin que nos enterásemos, y prefirió esperarnos, escondido en el primer piso.
—Puede ser, pero no es demasiado relevante. El caso es que estaba en la casa, y que debía de haber pensado que estábamos muertos, ¿no crees? Porque, si mal no recuerdo, puso unos artefactos incendiarios en tu coche.
—Sí, es cierto. Sin embargo, pienso que tal vez estaba en las inmediaciones, aguardando el resultado de su trampa. Cuando vio que no nos sucedía nada, buscó su coche y se nos adelantó en el viaje, sobre todo, si tenemos en cuenta que tuvimos que ir a por el tuyo y eso nos hizo perder algún tiempo.
—Una explicación muy aceptable —convino ella—. Bueno —suspiró—, parece que ya amaina.
La furia de la tormenta había menguado considerablemente y el agua era ya sólo una ligera llovizna. La carretera, sin embargo, parecía casi inundada y Potter manejaba con cuidado, a fin de evitar un inoportuno patinazo, que les habría causado graves contratiempos.
Era un camino secundario, muy angosto, con bastantes curvas. De pronto, al salir de una de ellas, vieron a un coche que venía en dirección opuesta.
—¿Otro que va a Tilton Priory? —dijo Fanny.
Potter se arrimó a la cuneta, a la vez que aminoraba la velocidad más todavía. El otro vehículo les alcanzó bien pronto. Al cruzarse, vio que había dos individuos en el asiento delantero y los reconoció instantáneamente.
—¡Son ellos! —gritó, a la vez que pisaba el acelerador a fondo.
—¿Quiénes? —exclamó Fanny.
Potter no se entretuvo en responder. Fanny se volvió para mirar a través de la luneta posterior.
Entonces contempló una escena asombrosa. El conductor del otro coche había frenado a fondo, pero el suelo resbaladizo le hizo perder el control y el vehículo se deslizó lateralmente, girando al mismo tiempo en un violento «trompo». Luego, la misma inercia, lo sacó fuera del camino, llevándolo a estrellarse de costado contra un árbol.
—¡Ha chocado! —gritó.
Potter lanzó una fugaz mirada a través del retrovisor. Rasko y Ehring, se dijo, habían quedado momentáneamente fuera de combate. Pero, ¿quién les había dicho que debían ir a Tilton Priory?, se preguntó.
Quizá había una solución para ese enigma, se dijo. Y la pondría en práctica al día siguiente.
Poco después, cesó la lluvia. Potter sugirió la conveniencia de comer algo.
—Estoy desfallecido —dijo.
—Yo también tengo algo de apetito —declaró Fanny.
—Nos detendremos en el primer parador que nos salga al paso.
Un cuarto de hora más tarde, Potter detenía el coche frente a la cafetería de una estación de servicio. Antes de apearse, agarró a Fanny por los hombros y, atrayéndola hacia sí, la besó fuertemente en los labios.
—Eh, ¿qué haces? —protestó ella.
Potter sonrió.
—¿Necesitas respuesta?
Los ojos de Fanny chispearon.
—Cuando me conociste, tenía cierta apariencia..., pero no soy lo que te piensas —dijo.
—Por todo lo cual, me gustas aún más —aseguró él, a la vez que abría la portezuela.
Más tarde, después de comer unos bocadillos y tomar una taza de café, Potter explicó sus proyectos a la muchacha.
—¿Crees que es conveniente? —dijo ella.
—Más que conveniente, necesario. Debo enfrentarme con esos tipos y obligarles a que pongan sus cartas boca arriba.
—Quizá no sé avengan a hacer lo que pretendes —objetó Fanny.
—Tal vez, pero debo intentarlo —respondió él firmemente.
Le costó dos días, pero al fin dio con el paradero de Ehring y Rasko. Al atardecer del segundo día, entró en un pub, de mejor aspecto que El Elefante Blanco. Desde la puerta, avizoró el panorama.
Sí, los dos hampones estaban allí, tomando melancólicamente unas cervezas. Potter sonrió; parecían dos gallinas mojadas.
Una camarera, con los senos al aire, se le acercó obsequiosamente.
—¿Desea una mesa? ¿Prefiere beber en la barra, señor?
Potter la miró especulativamente.
—¿Hay reservados? —preguntó.
—Sí, señor.
Un billete de cinco libras cambió de manos.
—Dime un número y sube una botella de lo bueno y tres vasos. Quizá luego te llame, preciosa.
—Estaré a su disposición en cualquier momento, señor —contestó la chica—. El número cinco está libre —añadió.
—Gracias.
Potter cruzó la sala y se detuvo ante la mesa ocupada por los dos sujetos. Ehring y Rasko se sobresaltaron.
—He venido a hablar con vosotros —dijo el joven, sin darles tiempo a reponerse de la sorpresa—. Arriba, sin testigos.
Dio media vuelta y echó a andar, seguro de que los hampones le seguían. Entraron en el reservado y la camarera llegó, pisándoles los talones.
—Aquí está su pedido, señor.
—Gracias. Te llamaré más tarde, encanto.
—Sí, señor.
Por encima del hombro, mientras cerraba la puerta, Potter dijo:
—Abre la botella, Lou.
—Vamos a hablar claro y sin tapujos —declaró—. Vosotros buscáis algo interesante y, me parece, es lo mismo que busco yo. Pero da la casualidad de que ese dinero tiene dueño.
Trew nos debía un buen pico —se quejó Rasko.
—Yo podría decir ahora que no me importan vuestros problemas con aquel estafador —contestó el joven—. Pero tienen relación con los míos y creo que debemos unir nuestras fuerzas.
—¿Qué ganaremos nosotros con ello? —preguntó Ehring, a la vez que le entregaba un vaso lleno.
—Las cinco mil libras que os debía Trew a cada uno.
—¿Habla en serio? —exclamó Rasko.
—Este asunto no es cosa de broma. Por ese dinero, al menos, en parte, han muerto ya tres personas, las tres mujeres. Yo mismo he estado a punto de morir en dos ocasiones.
Tengo ganas de solucionar el asunto, ¿entendido?
—Sí, pero, ¿qué podemos hacer nosotros?
—¿Había alguna relación entre Trew e Irvine?
Los dos hampones se consultaron con la mirada.
«Sí, la había», pensó el joven.
—Bueno, la verdad... —Ehring empezó a hablar, pero se calló de inmediato.
—¿No te fías de mí? —sonrió Potter—. Mira, Lou, si te fijas un poco, pensarás que cincuenta mil libras, aun siendo una cifra considerable, es poco menos que nada para mí.
Pero ese dinero pertenece a una chica que me gusta muchísimo y quiero recobrarlo para ella. Tú pensarás que yo podría dárselo, pero eso no es una solución satisfactoria. Quiero que lo recobre... y yo pagaré el diez por ciento de esa suma, tal como os había prometido Trew.
—Es que hay algo más que ese dinero —terció Rasko.
Potter alzó las cejas.
—¿Sí?
—Una fortuna, tal vez un cuarto de millón.
—¿Cómo?
Rasko se volvió hacia su compinche.
—Creo que debemos ser sinceros, Lou —dijo.
Ehring asintió.
—Sí, tienes razón. Esmeraldas de contrabando, señor Potter —declaró.
El joven silbó.
—Eso lo explica todo... bueno, en parte, pero contribuye muchísimo a aclarar las cosas.
Supongo que Irvine se aprovecharía para hacer el contrabando en sus viajes al extranjero.
—Sí, en efecto —confirmó Ehring—. Trew había invertido cincuenta mil libras y esperaba
ganar cien mil. Nosotros teníamos que vigilar a Irvine y evitar que se burlase de nuestro jefe.
—Empiezo a sospechar que tres mujeres murieron no precisamente por odio —dijo Potter—. ¿Entregó Trew las cincuenta mil libras?
—Por lo que sabemos, sí, pero no le devolvieron el préstamo ni las ganancias prometidas.
—Y alguien pagó el pato, dejándose timar tontamente cincuenta mil libras. Aunque la factura de Trew fue mucho más elevada, porque perdió el pellejo. A propósito, ¿quién lo mató?
Rasko enseñó las palmas de sus manos.
—No tengo ni idea —contestó.
—Oiga, el jefe fue al teatro con una rubia... —dijo Ehring.
—Ella no fue —cortó Potter, tajante.
—¡Aguarde! —exclamó Rasko de súbito—. No, no pudo ser la rubia. Detrás de Trew, ahora lo recuerdo, había una mujer. Muy guapa, y estaba situada justo en la butaca de atrás.
—¿Cómo lo sabe?
—Yo estaba entre bastidores, vigilando a Irvine. Cuando Madeline empezó a arder, me di cuenta de que la morena se levantaba y echaba a correr.
—Ah, era morena...
—Sí, muy guapa y con un cuerpo estupendo. Créame, si le viese, la reconocería de inmediato.
Potter pensó inmediatamente en cierta persona.
—Busca los periódicos de hace cinco días —aconsejó—. Publicaron su fotografía en primera plana. Llámame cuando la hayas reconocido.
—Sí, señor.
Potter sacó una tarjeta de visita y se la entregó al hampón. Luego les dio sendos billetes de cien libras.
—Quiero que os mováis —añadió perentoriamente.
Ehring y Rasko asintieron al mismo tiempo.
—Descuide —contestó el primero.
—Ah, una cosa —exclamó Potter—. Vosotros tenéis muchas amistades. Quizá alguien lo sepa; en todo caso, quiero que tratéis de encontrarlo, aunque no debéis hablar con él.
Me refiero a Hugo Zowan, el ayudante de Irvine.
—¿El que se quemó? —dijo Rasko.
—Sí, el mismo. Vamos, moveos ya.
—Los dos hampones abandonaron el reservado. Potter tomó otro sorbo y encendió un cigarrillo. A los pocos instantes, sonaron unos golpecitos en la puerta.
—¡Adelante!
La camarera entró.
—Me llamo Susie —sonrió.
—Cierra la puerta —indicó él.
Susie obedeció. Luego se acercó a la mesa y aceptó el vaso que le tendía el joven.
—¿No te echarán de menos en la sala?
—Llegaste justo cuando iba a terminar mi horario —contestó ella.
—Bueno, supongo que no te importará prolongarlo un poco más.
—Todo lo que quieras.
Potter asintió. Necesitaba relajarse un poco, pensó. Susie podía ayudarle.
Llamaron a la puerta. Al abrir, Potter vio a Fanny en el umbral.
—Hace días que no tengo noticias tuyas —le reprochó ella.
—Lo siento. He estado bastante ocupado... Entra, tomarás una taza de café conmigo.
Fanny llevaba puestas unas gafas oscuras y una chaqueta de color marrón, de las que se despojó en el acto.
—No me ha seguido nadie —dijo.
—Lo celebro. ¿Cómo te encuentras?
—Bien, aunque me siento aprensiva... No he querido usar mi coche; no me atrevo.
—Es lógico.
—¿Viste a Ehring y a Rasko?
Potter sonrió.
—Antes tenían un jefe, Trew. Ahora soy yo su jefe —contestó.
Fanny se sobresaltó.
—¿Te has aliado con esos matones?
—Es preferible tenerlos como aliados que como enemigos. Ven a la cocina y haremos el café.
Ella le siguió mansamente. Pero el teléfono sonó en aquel instante y Potter volvió sobre sus pasos.
—Dispensa, Fanny —levantó el aparato—. Soy Potter.
—Jefe, ya sé quién es la fulana. Bueno, era —exclamó Rasko.
—Amy Horton.
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—Me lo figuré, cuando diste su descripción. Sólo quería que lo confirmases.
—Tuvo que ser ella, no fue de otro modo. Pero, ¿cómo pudo pincharle?
—Rasko, ponte en el sitio de Amy, justo detrás de Trew. ¿A que no te costaría nada, en medio de la confusión, pincharle con una aguja de inyecciones?
—Sí, tiene usted razón. Oiga, ¿sabe una cosa? Creo que hoy me dirán algo de Hugo.
—Interesante, Rasko. Llámame en cuanto sepas dónde vive.
—Descuida, jefe.
Potter volvió el teléfono a la horquilla.
—Ahora ya lo sabemos —dijo—. Amy asesinó a Trew.
—Pero, ¿por qué? —se asombró Fanny.
—Por un cuarto de millón en esmeraldas de contrabando. «El pez», en la clave que Gale dejó escrita sobre la pared de su apartamento de «trabajo».