CAPITULO V

Amy había tomado una copa y luego se puso a pasear por la sala, contemplada en silencio por Potter, que estaba sentado en un sofá. Al cabo de unos momentos, se detuvo y miró a su visitante.

—No puedo hacerme a la idea de que Gale esté muerta.

—Lo mismo que su hermana Madeline —dijo Potter.

—Sí, leí el caso en los periódicos. Pero no pude ver a Gale; no estaba en su casa ni volvió por el pub. Dejé recado a Mary para que me llamase, si la veía; yo quería expresarle mi simpatía, ofrecerle mi ayuda, pero no pude hacerlo.

—Será mejor que se sienta y se tranquilice un poco, Amy —aconsejó el joven—. Voy a prepararle otra copa de coñac; luego le contaré todo lo que sé de Gale y usted, más tarde, me dará detalles de ella. ¿De acuerdo?

Amy asintió. Potter le sirvió la copa y luego empezó a hablar. Un cuarto de hora más tarde, Amy hizo un gesto negativo.

—La verdad, ignoraba las relaciones de Gale con Trew —manifestó—. No acabo de ver a Gale en convivencia con unos hampones.

—La vida que llevaba no era la más indicada para mantenerse al margen de estos asuntos —alegó Potter.

—Es probable que tenga razón. De todos modos, nunca me hizo el menor comentario sobre el particular.

—¿Hablaron alguna vez del desdichado suceso, en el que Hugo Zowan resultó horriblemente quemado?

—De pasada. A Gale no le gustaba recordarlo.

—¿Por qué?

—Su hermana Madeline estaba enamorada de Hugo, pero éste eligió a Gale. Y Gale pensó siempre que fue Madeline la que quiso vengarse de Hugo.

—Comprendo. Eso significa, supongo que las dos hermanas ya no se trataban.

—En absoluto, y menos con la clase de vida que hacía Gale.

—Trabajaba en El Elefante Blanco.

—O donde se terciase. Creo que lo hacía como una especie de frustración. Una vez me confesó que había intentado seguir con Hugo, pero no pudo. Algo más fuerte que ella se lo impidió. Es más, hasta se acostó con él, pero cuando sintió en sus labios el contacto de los de Hugo, no pudo reprimirse, saltó de la cama y corrió a vomitar al cuarto de baño. Ya no volvieron a verse más.

—Y entonces, ella se dedicó a...

—Exacto, eso es lo que hizo. Además, y sin querer ofender a su memoria, era poco menos que inútil para otros trabajos. Muy guapa, pero terriblemente torpe.

—Comprendo. Así, pues, iba al pub y reclutaba clientes.

—Yo la he visto marcharse en más de una ocasión, colgada del brazo de un individuo. O bien se subía a alguno de los reservados, pero, en la mayoría de las veces, se lo llevaba a su casa.

—Sí, suele ser más cómodo. Amy, yo querría decirle...

Potter se interrumpió bruscamente. Amy tenía los ojos fijos en un punto situado a sus espaldas. De pronto, lanzó un chillido y se puso en pie de un salto.

—¡Allí! —gritó, a la vez que tendía el brazo hacia el ventanal—. Estaba allí. Una cara horrorosa...

Potter dio media vuelta y corrió hacia la vidriera que permitía el acceso a la terraza.

Abrió, saltó al exterior y miró a derecha e izquierda.

La terraza estaba situada en un segundo piso. Potter se asomó por el parapeto. Abajo, en los jardines que rodeaban el edificio, divisó una sombra que se alejaba a todo correr.

¿Hugo?, se preguntó.

Volvió al interior del apartamento, cerró la vidriera y corrió las cortinas. Amy temblaba como hoja sacudida por el viento y se acercó a ella.

Amy le abrazó, buscando refugio en el contacto físico.

—Era un rostro horrible, una máscara espantosa —gimió—. Nunca había visto nada semejante.

Potter le dio unas suaves palmaditas en la espalda.

—Bueno, ya se ha marchado y no hay motivos para sentir temor —dijo con acento persuasivo—. Voy a darle un trago.

Amy se apretó con más fuerza.

—No, no quiero beber más.

Los dos cuerpos estaban pegados. Potter sintió contra su pecho el cálido contacto de los senos de Amy. Casi sin darse cuenta de ello, bajó la cabeza un poco. Amy no le rechazó cuando buscó su boca. Después... todo se produjo con absoluta naturalidad.

* * *

En la oscuridad del dormitorio, brillaron de repente dos brasas rojizas.

—Butch —dijo Amy.

—¿Sí?

—Oye, no vayas a creerte que yo...

—Mujer, qué cosas dices.

—Estaba muy asustada. Hugo me asustó terriblemente.

—Me lo imagino.

—Luego,... vino la reacción. Soy una mujer muy sensible.

Potter emitió una risita.

—He tenido ocasión de comprobarlo —dijo.

—Creo que será un buen libro. Tengo mucho material recopilado, ¿sabes?

—Lo compraré cuando se publique y te pediré que me escribas una dedicatoria especial.

—Sí. Escribiré: «A Butch Potter, que me confortó una noche que yo tenía mucho miedo.»

—Una magnífica dedicatoria —convino él—. ¿Todavía sigues teniendo miedo?

—No, ya se me ha pasado. Pero, ¿por qué tuvo que venir Hugo precisamente a mi casa?

—¿Habías hablado alguna vez con él?

—Jamás. Ni siquiera llegué a conocerle. Todo lo que sé es por boca de Gale.

Potter no quiso decir algo que le había hecho sentirse muy pensativo.

¿Le seguía Hugo?

Trató de apartar aquella idea de su mente.

—Gale, supongo, te daría muchos detalles de sus clientes —dijo en tono jovial.

—Sí, bastante. Algunos tenían caprichos muy raros.

—¿Lo pondrás en tu libro?

—No pienso ocultar nada, aunque, claro, cambiaré los nombres. Será un libro muy crudo.

—Me lo imagino. «Sólo con el escándalo se gana hoy dinero», pensó Potter.

—Y Gale, francamente, era muy solicitada. Casi había cola —añadió Amy.

—Me hubiera gustado conocerla.

Amy se incorporó de pronto, para inclinarse sobre el joven.

—Te habrías acostado con ella, claro.

—Hombre, no habiéndote conocido a ti... Posiblemente, yo también hubiese querido tener una experiencia. Me habría ido con ella a su casa...

De pronto, Potter se dio cuenta de un detalle que no le parecía lógico.

—Amy —exclamó.

Ella le miró con interés.

—¿Qué sucede?

—Gale vivía muy lejos del Elefante Blanco, prácticamente al otro extremo de Londres.

Pienso que a ningún hombre debe agradarle demasiado viajar casi una hora para acostarse con una mujer, al menos, en las circunstancias de Gale. Y si ella era una profesional, perdería demasiado tiempo, ¿no te parece?

—Claro que sí. Es que Gale tenía alquilado un apartamento para esos casos, muy cerca del pub, cuatro casas más allá, Potter se dejó caer sobre la almohada y sonrió.

—Ven, encanto —dijo—. Voy a pagar tus informes con algo que no tiene precio.

* * *

Estaba aún profundamente dormido, cuando oyó el timbre del teléfono. Mascullando imprecaciones entre dientes, alargó la mano y asió el aparato.

—Potter —dijo.

—Butch, soy Fanny. ¿Aún está durmiendo?

—Claro, es muy temprano.

Fanny se indignó.

—¡Son más de las once de la mañana! ¿Es que no trabaja?

—Estoy acogido al subsidio de paro. Ahora no tengo empleo.

—Oh, lo siento. Pero podría buscar un trabajo; yo tengo amistades que quizá...

—Fanny, no me haga sudar tan temprano —se lamentó él—. ¿Le ocurre algo?

—Sí. He recibido una llamada de un conocido. Puede resultar interesante.

Potter hizo un esfuerzo y se sentó en la cama.

—A ver, cuénteme.

—Me ha dicho algunas cosas interesantes de Irvine, Hugo y las dos hermanas Vinson.

Creo que convendría visitar a Irvine, Butch.

—¿Sabe dónde vive?

—Sí. Ese amigo me ha dado su dirección. ¿Qué le parece?

El joven meditó unos instantes. Luego dijo:

—Fanny, asómese con discreción a la ventana. Mire a ver si hay algún tipo en la acera de enfrente, muy entretenido con un periódico en las manos.

—¿Por qué? —se extrañó ella.

—Será un policía. Si siguen vigilándola, no podrá venir conmigo a ver a Irvine.

—Ah, ya... Aguarde un momento.

Fanny se alejó, para volver antes de medio minuto.

—Hay un policía, en efecto —confirmó.

—Muy bien. Yo tengo que salir ahora. La llamaré más tarde. Entonces, le indicaré la forma de burlar a su vigilante. Mientras tanto, no se mueva de su casa, pase lo que pase.

¿Entendido?

—Así lo haré, Butch —prometió la joven.

Potter colgó el teléfono, fue al baño y luego se preparó un poco de café. Cuando terminaba de tomárselo, oyó la campanilla de llamada.

Se limpió los labios con una servilleta, cruzó la sala y abrió. Inmediatamente, respingó al ver a los dos sujetos que estaban en el umbral.

—Caballeros...

—¿Es usted Frank Potter? —preguntó uno de los recién llegados.

—Así me llamo. ¿En qué puedo servirles?

—Soy Lou Ehring. Mi amigo se llama Ken Rasko. Queremos hablar con usted, señor Potter.

—Lo siento, tengo prisa. Ahora mismo, me disponía a salir.

Rasko alargó la mano y le empujó suavemente hacia atrás.

—Saldrá más tarde, cuando hayamos hablado —dijo.

Potter trató de dominarse. El aspecto de los visitantes no le gustaba en absoluto. Dio unos cuantos pasos hacia atrás. Ehring cerró la puerta y se volvió hacia él.

—Verá, señor Potter; hemos averiguado que es usted muy amigo de Fanny King —dijo.

—Más bien, conocido. Pero eso...

—Fanny prestó cierta suma de dinero a nuestro jefe. El pobre Trew murió sin habernos abonado nuestros salarios.

—Parece ser que no es Fanny la única estafada —comentó Potter—. Lo siento, yo no sé nada...

—Antes de morir, Trew dijo que tenía un gran negocio en perspectiva. Entonces, cuando lo hubiese concluido, nos pagaría el doble.

—Son ustedes como niños —sonrió Potter—. ¿Cómo pudieron creer a un timador de la calaña de Trew?

—Nos enseñó el dinero, pero dijo que tenía que enseñarle a otras personas, para que formaran parte de su sociedad. Una de esas personas es Fanny King —puntualizó Rasko.

—Bien, pero yo no tengo nada que ver con ese asunto —protestó el joven.

—Fanny sabe dónde está el dinero y usted sabe dónde está Fanny —añadió Ehring.

—Créame, sólo queremos lo que nos pertenece —dijo Rasko.

—El diez por ciento para cada uno, es lo que nos prometió Trew —declaró el otro.

—Es decir, cinco mil libras a cada uno.

—Exacto.

Potter meditó unos instantes. Trew, se dijo, había sido un tipo capaz de engañar a una estatua de piedra. Mentiroso, lleno de trucos, embaucador... Incluso unos tipos avezados como los que tenía ante sí, habían sido capaces de tragarse la fábula que les había contado Trew.

—Vamos —le apremió Ehring—, díganos dónde vive Fanny King.

—Le hemos visto un par de veces con ella. En la última ocasión, le seguimos, pero usted nos despistó —agregó Rasko.

¿Era posible que no se les hubiese ocurrido consultar la guía telefónica?, se preguntó Potter.

—No puedo decírselo —respondió.

Rasko cerró los puños.

—Señor Potter, hemos venido en son de paz. Parece que prefiere la guerra —amenazó.

—Bueno, aguarden... —Potter alzó las manos, como dando a entender que quería comportarse pacíficamente—. Tengo la dirección aquí, en la agenda de notas...

Llevó una mano al bolsillo posterior del pantalón y sacó la «Beretta». Los dos sujetos se quedaron de piedra.

—Los proyectiles son pequeños, pero matan lo mismo que los grandes — dijo el joven fríamente—. Lárguense inmediatamente.

Ehring no se lo hizo repetir.

—Volveremos a vernos —aseguró, a la vez que daba media vuelta.

—La próxima vez no nos pillará desprevenidos —refunfuñó Ehring.

Los dos sujetos se marcharon. Potter echó la cadena de seguridad en la puerta y luego corrió hacia la ventana.

Rasko y Ehring salieron al poco tiempo a la calle. Subieron a un coche, que arrancó en el acto, y se alejaron sin pérdida de tiempo. Pero Potter pudo darse cuenta de que el automóvil doblaba la próxima esquina.

Sonrió. Los dos sujetos iban a esperar que saliese de la casa. La calle en la que habían entrado no tenía salida.