CAPITULO X
Era Dena Hobbs. Al oír su nombre, Miller se aplacó en el acto, ya que había llegado a insultar mentalmente a la persona que le llamaba.
—Mucho gusto de escucharla, señora Hobbs —dijo—. ¿Puedo servirle en algo?
—Quizá sea al contrario, señor Miller —manifestó la mujer—. Aunque también es posible que usted lo considere como una tontería...
—En absoluto —respondió Miller, armándose de paciencia—. Hable sin temor, se lo ruego.
—Bien, lo que voy a decirle se refiere a sir Roderick y a su pierna ortopédica.
—Según tengo entendido, la Policía pudo identificarla, gracias al artesano que la construyó, un ortopédico llamado Edward Barry.
—Exacto. Es un hombre que trabaja sólo por encargo; no tiene una tienda montada como los demás, en grande, quiero decir. Pero está muy acreditado.
—Me lo imagino, señora.
—Bueno, el caso es que Edward... quiero decir, el señor Barry y yo nos conocemos desde hace muchos años. El... me pretende y... Bien, esto no tiene demasiada importancia, a no ser por el hecho de que hay mucha confianza entre ambos. El señor Barry me habló de la pierna ortopédica de sir Roderick que, en efecto, él construyó, pero también añadió algo que había olvidado decir a la Policía. El señor Barry piensa que no tiene importancia, pero yo opino lo contrario.
—Perfectamente, señora; diga lo que sea.
—Muy bien, señor Miller. El caso es que un par de meses antes de la desaparición de mi hermano, y de sir Roderick también, como usted sabe, éste llamó a Edward... el señor Barry, para encargarle otra pierna idéntica, ya que la que usaba le funcionaba defectuosamente. Puesto que el señor Barry conservaba en su archivo de clientes los diseños y las medidas, hizo la pierna ortopédica y la envió por un mandadero a casa de sir Roderick. Pasó la factura por correo, se la abonaron y... eso es todo.
No era un detalle de importancia, pensó Miller, pero no quería desilusionar a Dena.
—Ha sido usted muy amable, se lo agradezco infinito, señora Hobbs —dijo cálidamente.
—Pensé que era mi deber contárselo —manifestó la mujer.
—Sí. Gracias de nuevo. Si llego a averiguar algo sobre su hermano, me pondré en contacto con usted inmediatamente. Adiós, señora Hobbs.
Dejó el teléfono y agarró el brazo de la muchacha.
—¿Quién es esa admiradora, Tace? —preguntó Bonnie maliciosamente.
—Tiene cuarenta y cinco años por lo menos y ha puesto sus ojos en otro individuo, un artista que fabrica miembros artificiales.
—Ah...
Miller abrió la puerta.
—El mismo que construyó una pierna ortopédica para sir Roderick —añadió—. Dos, mejor dicho. ¿Te he contado que Dena Hobbs era hermana del hombre de confianza de sir Roderick?
—Sí, algo he oído al respecto.
—Alguien asesinó a los dos, estoy seguro de ello —dijo el joven, meneando la cabeza—. Sólo que con Hobbs no tenía motivos especiales de venganza; sólo le interesaba cerrar una boca comprometedora. En cambio, a sir Roderick lo hizo morir de hambre y de sed.
Apretó el botón de llamada del ascensor y se volvió sonriendo hacia la muchacha.
—Voy a evitar que a nosotros nos suceda hoy algo semejante —añadió.
—¿Cómo, Tace?
—Encargando una opípara cena —contestó él alegremente.
* * *
—Sí, la señora McDarney me avisó de la llegada de ustedes dos —declaró el guarda de la propiedad—. ¿Les ensillo los caballos o prefieren asearse antes? Mi esposa les atendería en la casa, si lo consideran necesario.
Miller se volvió hacia la muchacha.
—¿Bonnie?
—Creo que me gustaría tomar antes una taza de té —respondió ella.
—Perfectamente. Tengan la bondad de seguirme —dijo Long.
Aún no habían dado las diez de la mañana. La señora Long les sirvió té y algunas pastas, que les encontraron notablemente. Cuando terminaron volvieron a las cuadras.
Los caballos estaban ya ensillados. Long, servicial, ayudó a montar a la muchacha. Luego, Miller y Bonnie partieron al trote corto.
—Hay una cosa que quería preguntarte, pero no sé si lo considerarás una indiscreción —dijo ella pasados algunos minutos.
—¿Qué es, Bonnie?
—Tu nombre. Nunca había oído el de Tace.
—Es un apócope de Eustace, un nombre infame, y así lo arregla un poco. Caprichos del abuelo Miller, ¿comprendes?
Bonnie se echó a reír.
—Estamos casi iguales —dijo.
—¿Cómo?
—Yo tampoco me llamo Bonnie. Es un apodo familiar.
—Vaya, qué sorpresa. Y, ¿cuál es tu verdadero nombre? Si no tienes reparo en decírmelo, por supuesto.
—Aprieta bien las piernas y agárrate a la silla. Tace. Me llamo Iggartha.
—¡Iggartha! —resopló él.
—Sí. Creo que es de origen gales, pero no me hagas demasiado caso. No es bonito, ¿verdad?
Miller hizo una mueca.
—Hombre, según se mire... Pero prefiero llamarte Bonnie.
—Gracias, Tace. Eres un encanto.
—Lo mismo digo —sonrió él.
Continuaron el paseo. Miller llevaba pendiente del hombro una bolsa de lona, que contenía, entre otras cosas, una pequeña pala de campaña. Quizá encontrarían algún rastro que les permitiera dar con el millón de libras escondido en alguna parte.
Una hora después, avistaron la sombría mole de Devil's Stone. Los dos salientes superiores, recortándose contra el fondo del cielo. Hacia el sur brillante iluminado por un sol ya cercano al mediodía, parecían, efectivamente, los cuernos de un demonio.
—¿Llevará Polo también cuernos cuando esté «allá abajo»? —musitó.
—¿Decías...?
Miller sacudió la cabeza.
—Nada, no me hagas caso. A propósito, hablé anoche con el conserje de mi casa. El paquete fue entregado por el mandadero de una agencia. Es inútil seguir una pista para dar con el remitente, Bonnie.
—Podría encontrarse en el sitio donde le vendieron la tarántula —sugirió ella—. Hay tiendas de animales en donde te venden toda clase de bichos, por exóticos que sean.
—Pues mira, no se me había ocurrido —dijo él—. Lo haremos a la vuelta. ¿Te parece bien?
—De acuerdo.
Unos minutos más tarde, detenían los caballos. Miller los ató a un árbol y, con la bolsa al hombro, avanzó lentamente hacia el monolito.
Al llegar a unos diez metros, empezó a rodearlo, examinando con infinita atención cada detalle de su base. Tenía la seguridad de que el millón de libras estaba allí. Sir Roderick lo había escondido, antes de ser emparedado.
De pronto, el suelo se hundió ligeramente bajo su pie derecho. Vaciló y acabó por caer, aunque pudo parar el golpe con las dos manos.
Bonnie corrió hacia él.
— ¡Tace! ¿Te has hecho daño? —gritó.
El joven hizo un gesto negativo, mientras se limpiaba maquinalmente las ropas.
—No. Simplemente, el suelo se ha hundido...
De pronto se calló.
Tenía la vista fija en el suelo, en el punto donde había cedido, provocando así un hueco de, aproximadamente, un metro de largo, por treinta centímetros de ancho.
Al cabo de unos segundos, elevó la vista. El enorme monolito sé alzaba sobre ellos, sombrío, ominoso, amenazando desplomarse en cualquier momento.
Luego volvió la mirada al hueco. Bonnie le observaba en silencio, sin atreverse a interrumpir sus reflexiones.
Bruscamente, Miller se arrodilló y sacó de la bolsa la pala de campaña. Inmediatamente empezó a cavar en el suelo.
La tierra herbosa voló a un lado. A los pocos momentos, se oyó el ruido de la pala al tocar algo que parecía metal.
Miller aceleró su trabajo. Un minuto después, ponía al descubierto una caja de metal, completamente oxidada, y de una longitud aproximadamente igual a la del hueco.
La tapa de la caja, corroída por la herrumbre, había cedido bajo el peso del joven, y ello era lo que había provocado el hundimiento de aquel trozo de suelo. Miller llevaba guantes y se esforzó por desgarrar el metal, apenas más fuerte que el de las latas de conservas, cosa que consiguió muy pronto.
Una exclamación de asombro brotó de sus labios al ver lo que había en el interior de la caja. Bonnie se tapó la boca con la mano.
—Es fantástico —dijo el joven, decepcionado y asombrado a un tiempo.
Había esperado encontrar allí un montón de billetes, y lo único que tenía a la vista eran los huesos de una pierna humana.
—No lo entiendo, no lo entiendo —murmuró.
—Ha... habrá que avisar a la Policía —sugirió Bonnie.
Miller se irguió.
—Por supuesto —contestó.
Súbitamente, Bonnie le agarró por un brazo.
—Tace... —dijo con voz temblorosa.
—¿Qué te ocurre?
—He... Creo que he oído un grito...
—¿Un grito? Vamos, Bonnie, estás muy nerviosa.
—No, te juro que es cierto. Lo he oído... ¡Escucha!
Miller aguzó el oído.
Sí, en alguna parte, había una persona que parecía estar necesitada de socorro.
Bonnie se le abrazó, llena de pánico. Aquel grito parecía brotar del interior del monolito.
Era un lamento de tonos quejumbrosos, alargados, la voz de alguien que sufría horriblemente, una queja macabra, la llamada de una persona que se sentía próxima a morir de la manera más espantosa nunca conocida.
Los ojos de Miller fueron hacia la roca. ¿Qué había allá adentro?
* * *
Al cabo de unos segundos, reaccionó y se soltó de la muchacha. Dominando sus aprensiones, se acercó al monolito y empezó a golpearlo con las palmas de las manos. ¿Había en su interior algún hueco, desconocido hasta entonces para la mayoría de las personas?
Bonnie le seguía, literalmente pegada a él, no osando separarse de su lado. Junto a Miller se sentía protegida contra el horror infinito que se desprendía de Devil´s Stone.
De pronto, Miller se encontró en un sitio que ya conocía. Y lo que vio le hizo dudar de la normalidad de sus sentidos.
—¡Dios santo! Alguien ha levantado de nuevo la pared de piedra.
Sí, el muro de rocas había sido construido otra vez, aunque ahora se advertía claramente que el cemento que servía para la ligazón de los elementos que componían la pared, era mucho más reciente que la defectuosa argamasa que él había deshecho unas semanas antes sólo con las manos.
En algunos lugares, se advertían pequeños intersticios entre las piedras, quizá defecto de un poco hábil artesano o tal vez dejados deliberadamente a fin de que la víctima que se hallaba al otro lado no muriese por asfixia, en pocos minutos, sino al cabo de muchos días de una larga y horrenda agonía.
Los gritos, era indudable, habían salido de aquel lugar, pero ya no se habían vuelto a escuchar. La indecisión de Miller duró bien poco, sin embargo.
Con la pala, atacó en primer lugar una hilera de piedras situadas a la altura de su rostro. Recobrada de sus miedos, Bonnie buscó una piedra afilada y se puso a su lado para ayudarle.
Un cuarto de hora más tarde, había conseguido quitar un pedrusco tan grande como su tamaño. Al otro lado del muro entrevió la cabeza de una mujer, pero, caída hacia adelante, sin duda debido a la inconsciencia, no podía verle la cara, cubierta por su frondosa cabellera.
Sin embargo, aquella mujer había gritado unos minutos antes. Hacía menos de media hora, aún estaba viva. Espoleado por tales reflexiones, Miller aceleró sus esfuerzos.
Al fin, consiguió abrir un hueco suficiente para poner ambas manos.
—¡Apártate, Bonnie! —ordenó.
La muchacha obedeció en el acto. Miller introdujo la pala por el hueco y la puso en posición horizontal, atravesada. Luego la agarró con ambas manos y tiró con fuerza hacia sí.
Se oyó un fuerte crujido. Bonnie vio una vena resaltar en la frente del joven, que no cedía en sus intentos. Sonó otro crujido.
—¡Cuidado, Tace! —gritó ella.
Miller tuvo tiempo de saltar hacia atrás, para evitar que los cascotes le cayeran sobre las piernas. La mayor parte de la pared se derrumbó sin demasiado estruendo, y entonces pudieron ver a la mujer, encadenada a la roca, tal como habían encontrado al esqueleto, pero sin dar señales de vida en aquellos momentos.
Miller pasó al interior del in pace y, con gran suavidad puso la mano bajo la barbilla de la mujer, a fin de levantarle la cabeza. Apenas lo hubo hecho, lanzó una tremenda exclamación:
—¡Dios mío! ¡Es Ceres Willard!
—¿La conoces? —preguntó Bonnie, no menos sorprendida que el joven.
Para Miller resultaba algo absolutamente inexplicable la presencia de su antigua conocida en aquel lugar, y menos en aquella terrible situación. Ceres vestía un traje hecho jirones, con el hombro izquierdo rasgado, y ofrecía un aspecto deplorable.
Bonnie le puso una mano en el pecho.
—¡Vive, Tace! —dijo a los pocos segundos.
El joven asintió.
—Ahora —murmuró—, lo difícil será romper las cadenas que la sujetan, puesto que no dispongo de las herramientas apropiadas.
De pronto, se fijó en las anillas de hierro a las que se sujetaban las cadenas que rodeaban el cuerpo de Ceres. Eran dos, muy grandes, y completamente cubiertas de herrumbre. Aquella visión le dio una idea y, sin perder tiempo, introdujo el mango de la pala por una de las anillas. En aquellos instantes, se había olvidado por completo del millón de libras que había en alguna parte.
Se oyó un chasquido. La primera anilla había saltado. Su firmeza era ya muy escasa, aunque sí suficiente para mantener allí a una persona de no demasiadas fuerzas, como era la artista de strip-tease.
La segunda anilla costó un poco más, aunque también acabó por salir de su alvéolo. Bonnie tuvo que esforzarse por evitar que Ceres cayera al suelo.
Antes de salir, Miller puso una mano en el rostro de Ceres, que ya había perdido la frialdad observada en los primeros momentos. La respiración era normal, aunque no daba señales de recobrar el conocimiento.
—Tace, ayúdame....
El joven tiró la pala y cargó con el inerte cuerpo de su amiga.
—La llevaremos a Skanner Hall —dijo —Vive todavía, pero es indudable que necesita de los servicios de un médico.
—¿Sobrevivirá?
Miller hizo un cálculo de fechas, a partir del día en que se enteró que Ceres había desaparecido de Londres. Ceres era una mujer muy atractiva, esbelta , pero no un saco de huesos precisamente. Todo lo más , se dijo, podía llevar allí como máximo, tres días , sin comer ni beber, lo cual no era para matar a una persona sana, aunque sí podía producirle graves trastornos, especialmente psíquicos.
Ceres continuaba desvanecida y era lógico.
—Sobrevivirá —aseguró rotundamente.