CAPITULO V

 

El coche en que viajaba Miller atravesó el paso a nivel sin guarda y acometió a continuación la larga y recta pendiente que permitía llegar a la cima de la loma, situada a unos doscientos metros de distancia de la vía férrea. A cincuenta pasos, a la izquierda, había una taberna, en cuya explanada se veían estacionados dos camiones de carga.

Un poco más allá, había una granja. La casa de Claire Raidler estaba en la misma cumbre de la colina, entre unos árboles, que le proporcionaban un aspecto encantador.

Momentos después, detenía el coche ante la entrada al jardín. Claire estaba sentada en su silla de ruedas, a la sombra de un árbol, con un libro en las manos.

Miller avanzó resueltamente hacia ella. Claire se dio cuenta de su presencia y separó la vista del libro.

—A usted le conozco yo, joven —dijo.

—Pasamos juntos un fin de semana, señora —sonrió Miller.

—Lo recuerdo. Fue un fin de semana que no olvidaré jamás. —Claire, inusitadamente amable, señaló una silla—. Siéntese, señor Miller.

Había una mesita al lado con una campanilla. Claire la hizo sonar y una doncella, severamente ataviada, apareció a los pocos segundos.

—Effie, sírvanos una taza de té.

—Bien, señora.

—¿Puedo fumar? —consultó Miller.

—Claro, hombre. Y yo, ¿puedo saber a qué ha venido?

—Usted era pariente de sir Roderick.

—Mi madre y la suya fueron primas hermanas.

—Y no le dejó nada en herencia.

—No había testamento cuando murió.

—Pero usted tenía derecho a parte de los bienes.

—Si lo tenía, el juez me lo quitó.

—Para entregar su fortuna a otra persona.

—Exacto, joven.

—¿Quién?

Claire le miró burlonamente.

—Oiga, ¿por qué le interesa tanto este asunto?

—Quiero encontrar al asesino de sir Roderick, señora.

Sobrevino una pausa de silencio. Miller y Claire se contemplaban con recíproca fijeza.

La doncella vino en el intervalo. Era una mujer joven, unos treinta años, bastante guapa, de cuerpo generosamente dotado, pero discreta, porque mientras servía el té, no pronunció una sola palabra. Luego se retiró y la dueña de la casa y sus visitantes quedaron solos de nuevo.

—Roderick era un perfecto hijo de puta —dijo Claire, sin levantar la voz apenas—. Créame, no lamenté su muerte.

—¿Le odiaba?

—Tenía motivos para ello.

—¿Cuáles, por favor?

—Me violó.

Miller contuvo difícilmente un respingo.

—Sí, así como suena. Me violó... y tuve que soportarle, con aquella maldita pierna de aluminio...

—Entonces, eso es lo que provocó en usted un shock.

—Sí.

—¿No denunció el hecho?

Claire rió agriamente.

—Estábamos solos. Yo tenía entonces treinta y dos años. Era una mujer libre, divorciada. Y él tenía mucho dinero. Hubiera resultado inútil luchar contra su poderío. Tuve que resignarme a aceptar una indemnización, cinco mil miserables libras esterlinas. ¡Me pagó como una puta!

Miller se dijo que las prostitutas no cobraban tanto por unos momentos de placer, pero no quiso expresarlo verbalmente. Y aún tenía ciertas dudas sobre la violación. Quizá ella le había provocado. Doce años atrás, debía de estar aún bastante apetitosa y los afanes sensuales de sir Roderick más virulentos que nunca.

Como fuera, el hecho tenía sólo una importancia relativa. Apuró el té y dejó la taza y el plato sobre la mesa.

—En su opinión, señora, ¿qué persona pudo tener interés en su muerte?

—Voy a indicarle un nombre y una dirección. Anote, joven.

—Sí, señora.

Miller guardó la agenda momentos después.

—¿Quién es esta dama? —inquirió.

Claire soltó una risita.

—Pregúnteselo a ella misma —contestó.

—Así lo haré, señora. Por favor, dígame, ¿cree que pudo ser Hugh Mallory?

—Motivos no le faltaban, ciertamente, ¿Los conoce usted?

—Sí, señora.

—Puede que hablar con Mallory le resulte interesante, pero, en todo caso, no lo haga sin antes haberse entrevistado con la mujer que le he indicado.

—Gracias, señora. Oiga, ¿no siente deseos de cuando en cuando, de dar un paseíto, sin la silla de ruedas?

Claire soltó una risita.

—Me gusta —dijo.

Miller se puso en pie.

—Algunos me llaman chiflada por esta afición, los pocos que lo saben, claro, pero yo me paso sus opiniones por debajo de las piernas —añadió la mujer crudamente.

—Es lo mejor. Adiós, señora Raidler.

—Adiós, señor Miller.

El joven volvió a su coche y arrancó de inmediato. A los pocos momentos, divisó la muestra de la taberna. Era un día caluroso y tenía sed. Miller se dijo que no estaría de más obsequiarse con una jarra de cerveza bien fresca y orientó el automóvil hacia la taberna.

 

* * *

 

En el jardín, Claire había vuelto de nuevo a su lectura. De pronto, sintió cierto contacto en el cuerpo.

Una cuerda pasó por delante y rodeó su cintura. Dos manos enguantadas la ataron a la silla.

—¡Eh, oiga! —Chilló Claire—. ¿Qué es lo que pretende usted? ¡Suélteme, por todos los diablos! Le digo que me suelte... ¿Es que no me oye?

No hubo respuesta. Claire se debatió furiosamente, pero todo fue inútil. La silla tenía una almohadilla en lo alto del respaldo, para apoyar la cabeza, y una segunda cuerda sujetó su cuello al saliente superior, aunque sin apretar lo suficiente, lo justo sólo para evitar que moviese los hombros.

Luego, las manos enguantadas empujaron el cochecito hacia la carretera. A Claire se le pusieron los pelos de punta.

—¡No, no! —gritó.

Las manos enguantadas empujaron la silla de ruedas, situada ya en el centro de la carretera, hasta hacerla adquirir cierta velocidad. Los gritos de Claire resultaban horripilantes, pero nadie podía escucharla.

La silla empezó a deslizarse por la pendiente, con velocidad gradualmente acelerada. Claire aullaba como una posesa.

En la taberna, Miller, junto al mostrador, bebía pausadamente su cerveza. Un poco más allá, dos fornidos camioneros comentaban la última derrota del Manchester United, en su propio campo, frente al Arsenal.

De pronto se oyeron unos gritos en el exterior. Miller volvió la cabeza. El tabernero y los dos conductores hicieron lo propio.

Miller creyó que soñaba. Era un espectáculo alucinante ver aquella silla de ruedas, moviéndose con una espantosa velocidad por la pendiente, en dirección al paso a nivel.

El tabernero lanzó una exclamación:

—¡Dios santo! ¡El expreso de Edimburgo está a punto de llegar!

Miller se precipitó al exterior. La sirena de la locomotora tronaba ya, señalando su inminente cruce.

La imagen del expreso se agrandó rapidísimamente. El estruendo del convoy, lanzado a ciento veinte kilómetros por hora, apagó por completo los horrorosos alaridos de Claire.

La silla de ruedas llegó al paso a nivel, al mismo tiempo que la poderosa locomotora diesel eléctrica. Con ojos morbosamente fascinados, Miller y los otros tres testigos, contemplaron la horrenda escena.

Tras el impacto, la silla de ruedas voló por los aires, dejando atrás parte de su estructura. El golpe, enormemente fuerte, rompió las cuerdas y el cuerpo de Claire se separó de la silla. Miller la vio volar como un pelele, sus brazos y sus piernas agitándose trágicamente con movimientos que ya no obedecían a su voluntad. Durante aquel vuelo, Claire dejaba una estela de chorros de un líquido siniestramente rojo.

El expreso pasó, tonante, y se alejó veloz, aunque ya se percibían los primeros chirridos de los frenos.

Miller oyó de pronto un ruido extraño. Volvió la cabeza. Uno de los camioneros estaba vomitando.

Luego reaccionó y echó a correr hacia el lugar donde yacía, inmóvil, el cuerpo de Claire. Sabía que todo era ya inútil.

 

* * *

 

Bonnie llenó una copa y se la entregó al joven, a la vez que le dirigía una mirada afectuosa.

—Debió de ser algo horrible —dijo.

—Espantoso —contestó Miller, después de un largo trago—. Un espectáculo horripilante.

—Y ella murió en el acto...

—Figúrate. El tren iba a ciento veinte por hora.

—Tace, estoy pensando en que el asesino debió de calcular muy bien la hora en que pasaba el expreso de Edimburgo. ¿No lo crees así?

—Es probable, pero, en todo caso, tendría que haber sido un cálculo de enorme exactitud. Yo me inclino más bien a pensar que buscaba el vuelco de la silla, que debiera haberse producido en el momento del cruce del paso a nivel o unos metros más adelante, debido a las irregularidades del terreno en aquel punto. Un automóvil salva bien los pequeños huecos que hay entre los carriles de la vía y el pavimento de la carretera, pero una silla de ruedas es algo muy diferente.

—Sí, comprendo. Quizá tengas razón —convino ella—. ¿Te molestó mucho la policía?

—Oh, no lo creas. Les dije, simplemente, que nos habíamos conocido en Skanner Hall y que había ido a visitarla, cumpliendo un mero deber de cortesía, debido a su estado de invalidez. Naturalmente, simulé no conocer que podía moverse casi tan bien como tú y como yo.

Bonnie hizo un gesto de asentimiento.

—¿Y la doncella que la atendía? Me refiero a Rhoda Paines.

—¿Cómo dices?

—Rhoda Paines, así se llamaba la doncella —insistió Bonnie.

—La mujer que estaba allí, atendía por el nombre de Effie.

—Claire debió de haberla despedido también —supuso la muchacha—. Tenía un genio insufrible. Aunque bien mirado, en el fondo era digna de compasión.

—A la doncella la atacó el asesino, dejándola inconsciente, atada y amordazada. Así como la encontramos más tarde y, lógicamente, Effie no recordaba nada. Pocos detalles pudo dar, puesto que, como tú dices, era nueva en el empleo. A veces me pregunto si el mal genio de Claire no sería debido a la violación.

Bonnie se espantó al oír aquella palabra.

—¿Violación?

—Sí. Lo hizo sir Roderick hace unos doce años. Me lo confesó ella misma.

—No lo sabía...

—Quizá sentía vergüenza de confesarlo ante otra mujer. Pero no cabe duda de que lo odiaba.

—Pobre mujer. Me da una pena infinita —suspiró la muchacha—. ¿Te dijo algo interesante?

—Sí. Me indicó el nombre de una mujer, y su dirección, claro está pero no quiso añadir más detalles. Dijo que ella me los daría.

—¿Piensas ir a verla?

—Por supuesto.

—¿Puedo acompañarte?

—Sí, pero sólo hasta la puerta de tu casa.

—Entonces eres tú el que me acompañarás a mí —observó ella, sorprendida.

—Justamente, encanto —respondió Miller.

Era una forma muy hábil de encubrir la negativa, comprendió la muchacha.

—¿Cuándo?

—Iba a hacerlo cuando tú llegaste, de modo que ya no puedo perder más tiempo —replicó el joven.