CAPITULO IX
—¿Y por qué quieres ir a Skanner Hall?
Miller trató de dominarse. Edna McDarney no parecía muy animada a concederle el permiso.
—Es horrible —añadió la mujer—. Compré aquella propiedad, creyendo hacer una buena inversión, y lo único que he conseguido es una detestable publicidad.
—Bueno, eso es algo que no se puede evitar —manifestó el joven, a través del teléfono, medio utilizado para hablar con Edna—. Sobre todo, después de lo que ha ocurrido. Estás enterada, supongo.
—Sí, leo los periódicos. Es horrible, Tace, horrible.
—Lo siento, pero la culpa no es mía. Bueno, ¿me das el permiso...?
—Está bien, especie de canalla. Ahora llamaré a Fred Long. Es el guarda y también se cuida de las caballerizas. Lo conoces, supongo.
—Por supuesto. Gracias, Edna... Ah, una pregunta, por favor.
—Sí, encanto, lo que quieras —accedió Edna, tan melosamente, que Miller empezó a sospechar que se había cansado del mancebo de la cara granujienta y que quería reanudar con él la tórrida relación de tiempos pasados—. Soy toda tuya, amorcito.
A Miller se le hizo un nudo en la garganta. «A ver si ahora esta tía quiere...», pensó.
—Por favor, tú compraste Skanner Hall a su dueña, la heredera de sir Roderick —dijo—. ¿Puedes decirme su nombre?
—Claro que sí. Es lady Arabella Sithes-Brown, una dama fuera de toda sospecha.
—¿La conoces personalmente?
—Por supuesto —exclamó Edna, indignada de que el joven pudiera dudar en un punto que para ella era absolutamente diáfano.
—¿Y... cómo es? Quiero decir, si la has tratado... Bueno, entiéndeme, no es que yo me interese personalmente por ella, sino por su parentesco con sir Roderick...
Edna soltó una risita.
—La verdad es que ya tiene nietos —contestó—. Pero se quedó muy decepcionada con el asunto de la herencia.
—¿Por qué?
—Bueno, ella esperaba algo más que Skanner Hall.
—Sir Roderick tenía una inmensa fortuna, creo.
—Tace, la verdad es que lady Arabella tuvo que poner casi dinero de su bolsillo, una vez que consiguió la declaración de muerte oficial de su pariente, para pagar los impuestos de la herencia. Por eso me vendió Skanner Hall, ¿comprendes?
—Entonces —dijo el joven, asombrado—, ¿dónde está la fortuna de sir Roderick?
—Ah, eso es lo que no se sabe a ciencia cierta —respondió Edna—. Parece ser que él vació las arcas de sus cuentas bancarias antes de ser asesinado. Como sea, lo único cierto es que lady Arabella sólo ganó prácticamente, el dinero que yo le pagué por Skanner Hall.
Miller pensó de inmediato en el millón de libras que Roderick Sharmaine había escondido en alguna parte. Ahora empezaba a ver las cosas un poco más claras, aunque todavía quedaban muchos enigmas por descifrar.
—Gracias, encanto —dijo—. Por favor, no te olvides telefonear a Fred Long.
—Descuida. Llámame en cuanto regreses de Skanner Hall.
—Lo haré —prometió el joven.
Colgó el teléfono y se secó el sudor de la frente con un pañuelo. Por fortuna, Edna se había mostrado solamente amable, sin ahondar en otras insinuaciones. Quizá seguía encaprichada con el campeón de los granos en la cara.
De pronto, llamaron al timbré.
Era Bonnie.
—Hola —saludó la muchacha desenvueltamente—. El conserje me ha dado esto para ti.
Miller contempló el paquete que Bonnie tenía en las manos.
—No tengo admiradores para que me hagan regalos —dijo.
—Será que has comprado algo y te lo envían a casa —apuntó ella.
—No, no he comprado nada... Dame, ahora veremos de qué se trata.
Miller se apoderó del paquete, muy bien envuelto en papel de embalar y completamente liso, con sólo su nombre en una de las caras y sin más indicaciones. A juzgar por el tamaño, podía haber contenido tres o cuatro libros de buenas dimensiones, pero era mucho más ligero de lo que su apariencia indicaba.
Dejándolo sobre una mesa, se dispuso a abrirlo.
—Ah —se volvió de pronto hacia la joven—, ya tengo el permiso para visitar Skanner Hall, con toda libertad.
—Es magnífico —exclamó Bonnie—. Supongo que podré acompañarte.
—Claro, precisamente pensaba proponértelo.
—¿Cuándo?
—Saldremos mañana a primera hora, para llegar sobre las diez de la mañana, si no tienes inconveniente.
—Al contrario, me encanta madrugar. Pero, bueno, ¿abres el paquete...?
—Espera un momento. Edna me ha contado cosas muy interesantes. ¿Sabes?, la heredera de sir Roderick apenas si recibió algo más que Skanner Hall. En los Bancos no quedaban apenas unos cientos de libras.
—¡Sorprendente! —Manifestó Bonnie—. Pero, si era tan rico, dicen...
—Ursula Carslake me dio también preciosos detalles sobre la vida de sir Roderick, un granuja donde los haya habido. El tipo desapareció con un millón de libras en efectivo. Ese dinero está escondido en alguna parte.
—¿Dónde? —preguntó la muchacha, que no salía de su asombro.
—Ah, eso va a ser lo difícil —contestó Miller—. Sir Roderick abandonó Londres con el dinero, lo escondió en alguna parte... y luego desapareció para siempre.
—Un millón de libras abulta mucho, Tace.
—Si se trata de billetes de mil, no, encanto.
—No suelen ser muy corrientes, me parece.
Miller sonrió.
—A decir verdad, yo sólo he visto uno en toda mi vida —recordó el que le había dado Polo—. Pero, incluso aunque se tratase de mil billetes de a cien... en cien paquetes, pueden caber fácilmente en una maleta.
—No muy pequeña, Tace —objetó ella.
—Desde luego, no sería una valija de ejecutivo. Más bien una maleta de viaje, pero, ¿cuántas personas no van por ahí con un trasto de esa clase? Y algunos hasta han sido capaces de llevar el cuerpo de su esposa en pedazos.
— No seas macabro —le reprobó Bonnie—. Está bien, ¿abres el paquete de una vez, sí o no?
Miller elevó las manos al aire.
—Mujer tenías que ser —clamó—. Oh, la eterna curiosidad del sexo débil.
—Déjate de ironías, hombre —rió la muchacha—. Oye, puede que sea el regalo anónimo de una de tus muchas admiradoras.
—No tengo ninguna, Bonnie, te lo juro.
—¡Hum! Ese juramento queda rechazado, por falso.
El paquete estaba sujeto por medio de un delgado cordel, pero muy resistente, por lo que Miller tuvo que ir a su despacho, en busca de unas tijeras, con las que al fin pudo cortar la cuerda. Luego rasgó el papel y una caja de madera apareció a la vista.
Miller frunció el ceño. De repente, se sintió invadido por una extraña desazón.
Algo se movió en el interior de la caja. Bonnie notó en la espalda un soplo helado.
La caja tenía una tapa, que se sujetaba mediante una presilla dorada, semejante a las de las cajas de habanos. De pronto, Miller descubrió en los laterales sendas filas de agujeritos redondos, de la mitad del tamaño de la uña de su meñique. Por allí salían aquellos extraños ruidos.
Algo se movía en el interior de la caja y no sabía qué era. Pero fuese lo que fuese, estaba vivo.
—¿No abres, Tace? —preguntó la muchacha.
Miller hizo un gesto negativo.
—No —contestó—. La abriré después de que...
De pronto, cargó con la caja y se encaminó al cuarto de baño.
—Bonnie, en mi despacho tengo un pisapapeles de jade simulado, que es un Buda. Tráemelo, por favor —pidió.
—Sí, ahora mismo.
Miller entró en el baño y abrió los grifos. Tapó el desagüe y esperó la llegada de Bonnie, quien apareció a los pocos segundos con el pisapapeles en la mano. Entonces, colocó la caja en el fondo de la bañera y el buda de falso jade encima.
Ello impediría que la caja flotase. Miller dejó que el agua cubriese por completo la caja. Entonces, cerró los grifos.
Cuando la superficie del agua se aquietó, vieron que por los agujeros de la caja salían numerosas burbujas de aire. Bonnie se sentía aterrada.
—Tace, ¿qué «cosa» tan horrible hay ahí dentro?
—Es preciso esperar —contestó él—. ¿Quieres un cigarrillo?
—Sí, siento que lo estoy necesitando.
Pasados algunos minutos, cesó el afluir de burbujas a la superficie. No obstante, Miller decidió esperar todavía más. Aún no se sentía completamente tranquilo.
—Voy a hacer un poco de café —anunció.
—Deja, yo me encargaré —dijo Bonnie.
Casi había transcurrido una hora cuando, al fin, Miller quitó el tapón del desagüe. Dejó que la bañera se vaciase y apartó el pisapapeles. Luego se dispuso a abrir la tapa de la caja, situado al otro lado de la presilla. Bonnie le miraba con los nervios en un estado de tensión límite.
De pronto, sonó un fuerte chasquido.
La tapa, impulsada por un resorte interno, se abrió de golpe. Algo saltó disparado a las alturas, hasta casi metro y medio del fondo de la bañera. Luego cayó con golpe sordo.
Bonnie vio aquella cosa y empezó a chillar histéricamente. Miller la agarró por la cintura y se la llevó de allí. No se molestó en echar whisky en un vaso, sino que le puso directamente en la boca el gollete de la botella.
Ella bebió espasmódicamente, gorgoteando y tosiendo, pero con ansia. Al fin, algo más serena, pero completamente desmadejada, se derrumbó sobre el diván.
* * *
Miller regresó del baño y se sirvió una generosa dosis de escocés, que saboreó a pequeños sorbos. Bonnie parecía ya recuperada.
—¿Tace? —dijo la muchacha.
—Ya no hay motivos de preocupación; la he arrojado por el sumidero. Por supuesto, estaba muerta.
Bonnie cerró los ojos un momento, tratando de alejar de su memoria la imagen del horrible arácnido negro, tan grande como su mano y cubierto de repugnante vello. Nunca había visto una cosa igual y se preguntó cómo se habría sentido de haber visto viva y moviéndose a la araña.
—Pero, ¿cómo...?
—El truco estaba bien ideado —explicó él—. La caja disponía de un falso fondo, con resorte, como los muñecos de broma, sujeto por el mismo procedimiento. Sólo que en ese falso no había un muñeco, sino una tarántula viva.
—Podías haber muerto...
—Esa fue la intención del autor del envío —admitió Miller—. Normalmente, y más en un hombre sano, la picadura de una tarántula tropical no es mortal, aunque sí puede causar graves trastornos. Pero ese mecanismo con muelle estaba ideado para que, al abrir la caja, el animal fuese directamente a mi cara. Ten en cuenta que cuando se abre una caja de esas características, lo normal es estar frente al cierre y no en el lado opuesto, como hice yo.
—Sí, te habría ido a parar a la cara —convino Bonnie.
—La picadura en el rostro es muy diferente que en una pierna, por ejemplo. El veneno llega mucho antes al cerebro.
Ella movió la mano.
—Dame otro trago —pidió.
—Claro —sonrió Miller.
—Tace, parece ser que alguien está disgustado por lo que estás haciendo —dijo Bonnie tras una pausa.
—Indudablemente.
—Sí, pero, ¿quién?
—Está claro: el asesino.
—No quiere que sigas investigando.
—En efecto, ésa es su opinión.
Ella le miró fijamente.
—Pero tú piensas seguir adelante.
—Mañana, a las siete en punto, me pondré en camino hacia Skanner Hall —aseguró él rotundamente.
—Iré contigo, Tace.
—Puedes quedarte, si lo deseas. No te lo reprocharé.
—No me quedaré —dijo Bonnie con voz firme.
—Mujer valerosa —alabó él—. ¿Quieres cenar conmigo?
—No sé si tendré apetito...
—Sí, lo tendrás. ¿Vamos?
Bonnie se levantó. Cuando se disponía a salir, sonó el teléfono.