CAPITULO II

 

La mansión era extraordinariamente lujosa y estaba situada en un paraje agreste y de encantadora belleza. Saltaba a la vista que Edna McDarney había sabido gastarse una buena parte de su incalculable fortuna.

Los invitados pululaban por el gran salón y la espaciosa terraza posterior. Los camareros se movían constantemente, con bandejas en las manos. Muchos de los invitados se marcharían al terminar la fiesta. Unos cuantos elegidos, entre los que figuraba Miller, se quedarían los dos días siguientes, a disfrutar de la hospitalidad de su anfitriona.

Miller llegó a temer que Edna iniciase un nuevo acoso, pero se tranquilizó cuando la vio en compañía de un jovencito, que todavía tenía la cara llena de granos, comiéndoselo con los ojos y metiéndole los pechos en la cara. El muchacho estaba congestionado al ver aquellos enormes senos a tan pocos centímetros de su nariz. Aquella noche, pensó Miller, Edna sería una especie de vampiro con él chico de la cara granujienta.

Edna se había olvidado de él. Afortunadamente, pensó, mientras aceptaba una copa de la bandeja de un camarero que se la ofrecía cortésmente.

Un poco más allá, vio un hombre alto, fornido, de unos cuarenta años, con las sienes plateadas. Lo había visto a la llegada, saludando a la dueña de la casa muy afectuosamente. Edna se lo había presentado poco después. El sujeto atendía por el nombre de Laird Carslake y, según los términos de la presentación, era un importante hombre de negocios. Cuáles fueran éstos, no le importaba poco ni mucho al joven.

De pronto, vio a una encantadora joven que empujaba una silla de ruedas, en la que estaba sentada una mujer de gesto avinagrado. Era una muchacha muy atractiva, de pelo castaño y ojos claros, vestida con relativa modestia, en comparación con los lujosos atuendos que lucían las damas invitadas.

La muchacha empujó la silla hasta situarla cerca de la dueña de la casa quien, por unos momentos, olvidó al chico de la cara con granos, para atender a la inválida. Miller pudo oír la voz de Edna:

—Déjela, señorita Lawton; yo cuidaré a Claire.

—Bien, señora McDarney.

La muchacha se separó y quedó relativamente aislada, irresoluta, como si no supiera qué hacer en aquella fiesta tan animada. Miller decidió entablar conversación con ella, a fin de que no se sintiera tan sola.

—Hola —sonrió amablemente—. Me llamo Eustace Miller, pero todos me dicen Tace.

Ella sonrió también.

—Soy Bonnie Lawton —se presentó.

—Enfermera de esa pobre inválida —supuso el joven.

—Algo por el estilo.

Un camarero pasó en aquel momento y Miller agarró dos copas.

—Bebe un trago, Bonnie.

—Gracias, Tace.

—¿Te quedas aquí el fin de semana? —preguntó Miller.

—Sí. La señora Raidler es muy amiga de la anfitriona.

—Entonces tendremos ocasión de hablar más veces.

—Si puedo, seguro, Tace.

—Si puedes... ¿Es que tienes que estar constantemente con la señora Raidler?

Bonnie dudó.

—Perdona, no he dicho nada —exclamó el joven apresuradamente.

—No tiene importancia, Tace.

Edna se les acercó inopinadamente.

—Vaya, veo que has trabado amistad con Bonnie —dijo, jovial.

—Acabamos de conocernos, Edna —sonrió Miller.

Edna les miró sucesivamente a los dos.

—Los alrededores de Skanner son muy pintorescos —dijo—. Os sugiero mañana un paseíto a caballo. Sobre todo, hacía Devil's Stone. Tiene una leyenda muy interesante. ¿Lo sabías, Tace?

—No —contestó Miller—. ¿Cuál es la leyenda?

—Alguien venderá su alma al diablo y éste la recobrará, lanzando la roca sobre el condenado. Está a tres millas, hacia el Noroeste. ¿Has traído una cámara fotográfica, Tace?

—Pues... no se me ocurrió...

—Pídele una a mi mayordomo; él te la proporcionará. Merece la pena tomar unas cuantas fotografías en Devil's Stone. James se encargará también de que os ensillen los caballos.

—Eres muy amable, Edna. Bonnie, ¿sabes montar?

—Un poco —respondió la muchacha—, pero no tengo ropa adecuada...

—¿No has traído un par de pantalones en tu equipaje? —Se sorprendió Edna—. Eso bastaría.

—Sí, claro, señora McDarney.

Edna sonrió.

—Aprovéchate, Tace —le guiñó un ojo y se alejó, contoneando sus poderosas caderas, hacía el lugar donde sonaba, estridente y agresiva, la voz de Claire Raidler.

—Parece que no tiene demasiado genio —comentó Miller en tono bajo.

—Es un poco... quisquillosa —respondió Bonnie.

Miller la miró críticamente.

—¿Qué te parece la idea del paseo a caballo? —preguntó.

—Excelente..., si la señora Raidler me lo permite.

—Hablaré con Edna, para que te conceda el permiso.

—¿Hace mucho que la conoces?

—Psé, algunos años... Somos buenos amigos, Bonnie.

—Ya.

—Dos hombres pasaron en aquel momento por delante de ellos. Uno era Carslake. El otro decía:

—¿Y no ha vuelto a saberse nada del anterior propietario de Skanner Hall?

—No. Desapareció hace unos diez años, sin dejar rastro... Carslake y su interlocutor se alejaron. Miller volvió a sonreír.

—¿Qué hora te parece mejor para el paseo, Bonnie?

—Las diez, si consigo el permiso, Tace.

—Lo conseguirás —afirmó el joven, con la rotundidad del que se sabe cercano al que todo lo puede.

 

* * *

 

James, el impagable mayordomo, se ocupó de la cámara fotográfica y de que los caballos estuvieran ensillados a la hora acordada. Miller, por su parte, supo ser persuasivo y consiguió que Edna hablase con la inválida, la cual, finalmente, accedió a dar permiso a Bonnie durante toda la mañana.

A las diez en punto, Miller y Bonnie se reunieron en las caballerizas. Miller vio a la muchacha terriblemente atractiva, vestida con una simple camisa a cuadros y unos vaqueros azules. Bonnie se había sujetado el pelo con una cinta amarilla y ello aumentaba más todavía su encanto.

Miller se sintió irresistiblemente atraído hacia la muchacha. En sus veintinueve años de vida, no había encontrado nunca una mujer tan hermosa, pese a que, bien mirado, Bonnie no era una belleza en el estricto sentido de la palabra. Pero había en ella algo interior, que trascendía exteriormente, y le daba un encanto muy superior al que le habría proporcionado una mayor hermosura física.

—¿Lista? —dijo, después de un par de segundos de contemplación de lo que le parecía el cuadro más bello del mundo.

—Sí, Tace, cuando quieras. Pero no corras mucho; mis habilidades ecuestres son más bien limitadas.

—Tú marcarás el paso —contestó él.

—Son ustedes afortunados —dijo entonces el mozo de cuadra que les había atendido—. El anterior dueño de la propiedad, sir Roderick Sharmaine, no hubiera podido montar a caballo.

—¿Por qué? —se extrañó Miller, ya con las riendas en la mano.

—Había perdido la pierna izquierda en la guerra y usaba una ortopédica.

—Aún así, se puede montar...

—En el caso del señor Sharmaine, no. La amputación tuvo que ser realizada casi a ras de la cadera.

—Ah... Muchas gracias, Peter.

—Disfruten del paseo —les deseó el mozo de cuadra, hombre ya de mediana edad y aspecto un tanto cansino, pero amable.

Bonnie, asintió. Luego taloneó los flancos de su montura y el animal rompió la marcha.

 

* * *

 

Los alrededores de Skanner Hall tenían, ciertamente, muchos atractivos. Miller detuvo la marcha en ocasiones, a fin de tomar algunas placas, en los puntos de mayor belleza.

Finalmente, hora y media más tarde, avistaron Devil's Stone.

Era un colosal monolito de piedra arenisca, rojiza, que se erguía al pie de una colina abrupta, cubierta de espesa vegetación. El monolito tenía una vaga figura humana y en la parte superior estaba rematado por dos pequeños salientes picudos, situados a unos quince metros de altura del suelo.

Bonnie se sintió muy impresionada al ver la piedra, colocada allí por las fuerzas de la naturaleza cientos de miles de años antes. La erosión, sin duda, le había dado aquella forma tan peculiar, que había dado un lógico origen al nombre.

—La Piedra del Diablo —murmuró.

—Y pensar que yo tengo mi alma alquilada a un demonio... —dijo Miller a media voz, mientras recordaba maquinalmente a Polo.

—¿Decías, Tace?

—No, nada —contestó él—. ¿Quieres que te haga una fotografía, con el monolito como fondo?

—Bueno —accedió la muchacha, tras una ligera vacilación.

Desmontó y Miller hizo lo mismo. Ataron los caballos a unas ramas cercanas y luego se dispusieron a tomar unas cuantas placas, constituyéndose alternativamente en el sujeto del objetivo de la cámara.

Al cabo de unos momentos, Bonnie se puso junto a un arbusto, lleno de flores amarillas, que crecía justamente al pie del monolito. Bonnie fue moviéndose, según las indicaciones de Miller, para colocarse en la mejor posición, pero, de pronto, algo falló bajo su pie derecho y cayó hacia atrás y a un lado, a la vez que lanzaba un grito de susto.

Miller se olvidó instantáneamente de la cámara y corrió en auxilio de la muchacha, a la que hizo ponerse en pie con la ayuda de sus manos.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

—Sí. Había un pequeño hoyo, cubierto de hierba; por eso no lo advertí...

Bonnie se calló de súbito, al ver que Miller tenía la mirada fija en un punto situado a sus espaldas. Entonces se volvió y pudo apreciar que su caída había separado en parte los ramajes del arbusto, permitiendo ver lo que había al otro lado.

— ¡Es una pared! —exclamó asombrada.

—Eso parece —convino Miller con voz neutra.

Atravesó el arbusto y examinó el pequeño muro, de forma alargada en sentido vertical, que parecía cerrar un hueco situado en la base del monolito. Algunas de las piedras daban la sensación de sostenerse únicamente por el peso y no por la argamasa que debía haber servido para su unión.

—Aquí debe de haber algo, al otro lado, por supuesto —exclamó.

—Un tesoro oculto —dijo Bonnie, sonriendo.

Miller alargó las manos y procuró asir una de las piedras, que removió varias veces, hasta conseguir desencajarla de su alvéolo.

—Voy a ver si puedo... —jadeó.

La segunda piedra salió con menos dificultades. Eran de forma irregular, pero habían sido colocadas de modo que encajasen lo mejor posible. En los huecos entre las grandes, había otras menores, incluso guijarros de pequeñas dimensiones.

Movido por un impulso irresistible, Miller quitó la tercera y la cuarta piedra. Al otro lado, se adivinaba un hueco de no más de un metro de profundidad. La piedra número cinco se resistió bastante, pero Miller era hombre joven y robusto.

Tiró con fuerza. De pronto, se oyó un crujido.

—¡Cuidado, Tace! —gritó la muchacha.

Miller saltó hacia atrás. El muro se derrumbaba por sí solo, dada la escasa ligazón entre sus componentes. Las piedras cayeron con cierto estrépito, formando un pequeño montón al pie del monolito.

Entonces, Bonnie lanzó un agudo chillido.

Miller creyó que se le salían los ojos de las órbitas.

Había un esqueleto en aquel hueco, cubierto aún parcialmente por algunos harapos. Los huesos, sin embargo, aparecían completamente mondos, siniestramente blancos.

Pero había un detalle estremecedor, terrorífico.

El esqueleto se mantenía en píe, merced a dos cadenas que rodeaban su descarnado tórax, sujetas a sendas anillas en el fondo del muro con cemento mucho más sólido que la deficiente argamasa, muro constituido por la propia Roca del Diablo.

—Lo emparedaron vivo —adivinó Miller, estremeciéndose de horror al comprender la suerte del desgraciado que, sin duda alguna, había muerto de hambre y de sed en aquel lóbrego in pace.

—¿Quién sería ese pobre hombre? —murmuró Bonnie, algo más repuesta de la primera y espantosa impresión recibida.

De pronto, Miller reparó en algo caído en el suelo, junto a la pierna derecha del esqueleto.

Faltaban los huesos de la pierna izquierda, a partir del tercio superior del fémur, ya muy cerca de la cadera. Aquellas cosas de metal oxidado que se veían en el suelo, junto con algunos rastros de cuero ya podrido, no eran sino una pierna ortopédica.

Y en aquel instante, el joven adivinó la identidad del hombre que había muerto en aquel lugar, después de la más horrible agonía.

—¡Sir Roderick Sharmaine! —exclamó.