CAPITULO VIII

 

El timbre sonó relativamente temprano a la mañana siguiente. Envuelto en la bata, con una toalla al cuello, Miller fue a abrir, rezongando entre dientes acerca de la impaciencia de Bonnie. Pero muy pronto pudo advertir su error.

No era Bonnie.

—Me llamo Dena Hobbs, señor Miller —dijo la visitante—. ¿Puedo pasar?

El joven se echó a un lado.

—Pase, señora —accedió.

Era una mujer de unos cuarenta y cinco años, de regular estatura y de facciones agradables, vestida discretamente, aunque no daba la sensación de ser pobre. Dena se sentó en un sillón, pero permaneció erguida, las manos y las rodillas muy juntas.

—Soy hermana de Dick Hobbs —dijo.

—No tengo el gusto de conocer a su hermano, señora.

—Le creo, señor Miller. Precisamente por eso estoy aquí.

—No entiendo —dijo el joven, desconcertado.

—Será mejor que lo diga todo de una vez. He leído los periódicos y así he podido enterarme de su relación con el hallazgo del esqueleto de sir Roderick. Señor Miller, mi hermano era empleado de sir Roderick. Hablando con claridad, su hombre de confianza.

—Según tengo entendido, sir Roderick no tenía muchos amigos. Un hombre de confianza, de quien sea, siempre es un buen amigo.

—Sobre eso, no puedo opinar. Sí le diré que mi hermano desapareció también, en las mismas fechas que sir Roderick. Hace ya diez años de ello y no he vuelto a verle. Por supuesto, jamás he tenido noticias suyas, desde entonces.

Miller arqueó las cejas. Era una noticia absolutamente sorprendente.

—Bien, pero...

—Aguarde un momento, por favor —dijo la visitante—. Mi hermano y yo estábamos bastante unidos, aunque, a decir verdad, nunca le pregunté por el papel que desempeñaba junto a sir Roderick. Harto me imaginaba algunas cosas, pero yo me decía que eran asuntos de hombres y que no me importaba en absoluto, siempre que lo que hiciese no fuese algo deshonesto. Un día, muy poco antes de su desaparición, me dijo que iba a ir a Skanner Hall. ¿Sabe dónde está?

—Sí, he estado allí.

—Dick habló algo de una importante suma de dinero, que debía esconder, para... bueno, evadir impuestos no es honrado que digamos, pero peor sería robarlo, ¿no le parece?

—Depende de los puntos de vista, señora —sonrió el joven—. En el fondo, todos nos sentimos contentos cuando le escatimamos una libra al fisco.

—Bien, el caso es que Dick se despidió de mí. Citó algo sobre una piedra muy grande.

—¿Devil's Stone, tal vez?

—Sí, eso creo. Se marchó y ya no volví a verle.

—¿Habló con sir Roderick?

—Cuando llamé a su casa, me dijeron que había salido de viaje y que no sabían cuándo regresaría. Esperé un tiempo, volví a llamar, recibí la misma respuesta... y así durante algunos meses, hasta que me decidí a llamar a la Policía. Al poco rato, me anunciaron que los dos hombres habían desaparecido y que no tenían la menor noticia de su paradero.

—Es decir, desaparecieron al mismo tiempo.

—Así puede decirse, señor Miller.

Dena quedó en actitud expectante, mientras el joven parecía entregado a sus reflexiones. De pronto, alzó la mano.

—Señora, ¿cuánto tiempo llevaba su hermano al servicio de sir Roderick?

—Oh, unos seis o siete años. Eran de la misma edad y sir Roderick lo empleó porque mi hermano era un contable excepcional.

—Es decir, estaba enterado de los secretos financieros de sir Roderick.

—Supongo que sí.

Miller encendió un cigarrillo, después de que Dena rechazase el ofrecimiento.

—Su visita introduce una nueva perspectiva en el caso, señora —dijo—. Investigaré lo que pueda, aunque no prometo un plazo fijo.

—Realmente, he desesperado de encontrar vivo a mi hermano, Pero, por lo menos, quiero saber lo que sucedió realmente.

Dena se puso en pie y abrió su bolso.

—¿Qué le debo, señor Miller?

El joven alargó una mano.

—Por favor, señora... Basta con que me deje su dirección. Le telefonearé apenas conozca la menor novedad sobre el caso.

—Mil gracias, señor Miller. Por cierto, además de lo que he leído en los periódicos, he venido aquí recomendada por un amigo suyo.

—¿Quién, señora? —preguntó el joven, sorprendido.

—Es un nombre algo largo, muy complicado. Apeli... Apul...

—¡Apolodoro! ,

—Exacto. Aunque yo dudaba, fue él quien me incitó a visitarle.

—El buen Polo —sonrió Miller.

—Un hombre muy simpático, ¿no le parece?

—¿Dónde lo ha conocido usted?

—Oh, ayer... Salía de una tienda, se me cayó un paquete al suelo, él lo recogió, muy galante... Entablamos conversación y salió a relucir el caso de sir Roderick.

De pronto, Dena abrió mucho los ojos, como bajo el impacto de una gran sorpresa.

—Por cierto, ¿cómo sabía Polo que yo tenía un hermano y que trabajaba para sir Roderick?

Miller no quiso decirle la verdad; ella no le hubiera creído.

—Es un hombre muy bien informado —manifestó.

—Pero a usted no le había dicho nada...

—Es que hace tiempo que no nos vemos —mintió el joven.

—Ya... Muchas gracias, señor Miller.

Dena se marchó y Miller se encaminó hacia el baño. Antes de entrar en la bañera, exclamó en voz alta:

—Polo, Polo, ¿en dónde... infiernos te metes?

Un extraño sonido pareció surgir del pavimento de losas blancas y negras. Era una fuerte carcajada, de alegres matices, no burlones.

—¡Tace! ¿Con quién estás hablando? —sonó de pronto la voz de Bonnie.

Miller se volvió.

—¿Quién, yo?

—Sí —dijo ella, avanzando hacia el joven—. He oído el nombre de un tal Polo...

—Oh, es una exclamación que suelto de cuando en cuando... Perdona, Bonnie; tengo que ducharme.

—He visto a una mujer que salía —dijo la muchacha, apoyándose en la jamba de la puerta del baño, aunque vuelta de espaldas hacia el interior.

—Sí, era la hermana del hombre de confianza de sir Roderick. —Miller abrió los grifos—. Pero ya te lo contaré luego con más detalle.

Media hora más tarde, estaban sentados frente a frente, en la cocina. Bonnie supo bien pronto los motivos de la visita de Dena Hobbs.

—De modo que, además de sir Roderick, desapareció también su hombre de confianza.

—Así es, y ya han pasado diez años desde entonces. Por eso, después de esa visita, se me ha ocurrido una idea.

—¿Cuál, Tace?

—¿Te gustaría volver de nuevo a Skanner Hall?

—Bueno, no tengo nada que hacer...

—Hablaré con la dueña, para que nos dé el oportuno permiso. Sin embargo, antes de ir allí, tengo que hacer una visita. Quiero hablar con Ursula Carslake.

—¿Es imprescindible, Tace?

—Creo que sí.

—Muy bien, tú me avisarás... porque, supongo, no querrás que te acompañe en esa entrevista.

—No te enfades, pero prefiero ir solo. —Miller sonrió—. Bonnie, ¿sabes?, ya tengo ganas de que se acabe todo esto.

—¿Para qué?

—Te lo diré cuando se acabe.

Ella se puso colorada.

—Creo que adivino tus pensamientos —dijo.

—Lo celebro, encanto. ¿Te ha dicho alguien que eres una preciosidad?

—Uf, muchos... Y la mayoría, con las intenciones que puedes adivinar.

—Sí, las adivinó fácilmente —convino él con jovial acento.

 

* * *

 

Ursula Carslake era también una preciosidad, aunque ya había pasado de los treinta años. Pero su figura se conservaba como a los dieciocho años y su rostro no parecía haber rebasado esa edad. Los ojos, sin embargo, no podían ocultar la experiencia propia de quien había rebasado ya la treintena.

Ella le recibió en un lujoso salón, amueblado con excelente gusto. Le ofreció de beber, pero Miller declinó cortésmente la invitación.

—Mi esposo me permitió que hablara con usted —dijo Ursula sorprendente—. No tiene nada que ocultar, se lo aseguro.

—¿Su esposo?

—Sí. Se lo dije cuando usted me llamó. Ahora no está en casa; ha salido, debido a sus negocios... También mencionó que usted sospecha de él, como posible autor del asesinato de sir Roderick. Eso es incierto.

—Señora, yo...

Miller se sentía desconcertado. Ursula continuó:

—Mi esposo hizo un viaje de negocios a Panamá, precisamente en las fechas en que desapareció sir Roderick. Eso es algo que está perfectamente comprobado, señor Miller.

Carslake creía que él sospechaba de él, se dijo el joven. «Excusado non petita, accusatio manifiesta», recitó para sí el viejo aforismo latino. Aunque, indudablemente, la actitud de Carslake se debía, sin duda, a su antigua enemistad con sir Roderick.

—Siga, señor Miller —invitó la mujer.

El joven reaccionó.

—Perdone la pregunta... Quizá sea un tanto indiscreta...

—Sé lo que va a decirme —sonrió ella—. Sir Roderick pretendió conquistarme.

—Y, según tengo entendido, no lo consiguió.

—En absoluto. Tenía unos modales detestables.

—Era un hombre de genio, creo.

—Espantoso. Ni siquiera se insinuó. Para decirlo con sus propias palabras, me propuso irnos a la cama directamente, con expresiones aún mucho más crudas. Creo que en su vida le han dado una bofetada mayor que la que yo le di aquel día.

—Se enfadaría, supongo.

—Horriblemente. Jamás he oído tal sarta de obscenidades. Soy una mujer apacible, pero aquel energúmeno consiguió hacer que mis nervios saltasen. Además de la bofetada, le di un buen puntapié. En la pierna de carne y hueso, desde luego.

Miller sonrió.

—En resumen, un hombre desagradable.

—Y vengativo.

—¿Se tomó el desquite de su fracaso?

—A mi marido le costó casi cien mil libras.

—¡Caramba! —respingó el joven.

—Laird quería matarlo, pero yo logré persuadirle de que la pérdida de aquella suma no era comparable con una condena de cadena perpetua. Por supuesto, a partir de aquel momento, cesaron todas las relaciones entre nosotros.

—Es lógico. Señora, ¿puede imaginarse, por casualidad, quién asesinó a sir Roderick?

—No. Debo decir que ni siquiera un hombre tan repugnante como él, se merecía una muerte semejante. Pero también añadiré que no es cosa que nadie lamente.

—Ustedes, entonces, supusieron que había desaparecido de Inglaterra, como todo el mundo.

—Sí —admitió Ursula—. Simplemente, creímos que había huido con el botín.

—¿El botín? —repitió Miller.

—Casi un millón de libras. Era el producto de sus rapiñas, legales en apariencia, por supuesto, pero conseguidas al precio de arruinar a mucha gente.

—Pero no se marchó al extranjero.

—Ahora ya es algo indudable, señor Miller.

—Señora Carslake, ¿cómo sabe usted que sir Roderick llegó a reunir esa considerable suma de dinero?

Ursula pareció turbarse ligeramente. Estaba bien instruida en las respuestas que debía dar, pensó el joven.

—Me lo dijo... mi esposo... —contestó ella al cabo.

Miller comprendió que no debía continuar la entrevista. Los Carslake eran, en su opinión, inocentes de la muerte de sir Roderick. Pero, él, naturalmente, debía de estar metido en negocios nada limpios, realizados bajo una fachada de aparente honestidad. Un mundo turbio, repugnante, calificó finalmente en su interior.

—Muchas gracias por su amabilidad, señora —dijo, a la vez que se ponía en pie.

—Señor Miller, ¿siente usted deseos de encontrar al asesino de sir Roderick?

—Hasta cierto punto, señora.

Ursula meneó la cabeza.

—No puedo impedirle que actúe en el sentido que ha manifestado, pero quiero que sepa que ese hombre, a pesar de todo, hizo justicia —dijo rotundamente.