CAPÍTULO XII

 

Los ojos de Tikhoro chispearon, al ver a su visitante cruzando la terraza. Agitó una mano y dijo:

—Harry, prepara refrescos. Luego déjanos solos.

—Sí, señor —contestó el esbirro.

Baxter entró en la sala. Durante unos segundos, permaneció en pie, mirando fijamente al obeso individuo.

—La niña está en el convento de nuevo, sana y salva —informó.

Tikhoro movió una mano.

—Ahí tiene —indicó los vasos, empañados por el hielo—. Ha hecho una magnífica labor, tal como había supuesto desde el principio.

—Bien, entonces, ya sólo queda una cosa por hacer: entregarme los cincuenta mil dólares que me prometió el día que nos conocimos.

—Baxter, tengo que confesarle una cosa. Lo lamento infinito, pero no puedo pagarle. Estoy arruinado.

—Ya lo sabía, Tommy.

—Que sabía... —repitió.

—Sí. Sabía que estaba arruinado... con el dogal al cuello, el agua al cuello, la soga al cuello... Las metáforas son innumerables y todas significan lo mismo. Su mala administración, la competencia... todo se ha unido para llevarlo al borde de la bancarrota y buscar una solución en un ficticio secuestro: el secuestro de su propia hija.

Tikhoro se enderezó un poco en el sillón.

— ¡Absurdo! —exclamó—. ¿Quién le ha metido esas disparatadas ideas en la cabeza, Baxter?

—He indagado mucho por ahí, he conversado con personas de todas clases, empezando por Kitty Creigham en primer lugar. Doblar la cuota de protección no significa, precisamente, una marcha boyante de los negocios, pero era una de las pocas salidas que le quedaban, si quería resurgir de sus cenizas, como una nueva ave Fénix, al menos, según sus cálculos. Kitty le conoce bien a usted y en su local se oyen muchas cosas. Ella recoge infinidad de noticias, chismes, rumores y comentarios, que guarda para sí... y los comunica a quien le cae simpático.

—Por ejemplo, usted —dijo Tikhoro, con voz tensa.

—Sí, yo. La conversación con Kitty y la presencia de sus rufianes en el local, para cobrar una cuota repentinamente duplicada, fueron para mí una especie de revelación. Luego, su competidor principal, Suzoki, me contó también, muchas cosas y no digamos Dawson, el director de su fábrica de piña enlatada, hipotecada hasta la última carretilla de carga. Y, finalmente, tuve, también, una interesante conversación con la auténtica señora Eardnell, de nombre Daisy y apellidada Tikhoro de soltera; su hermana, en una palabra. Naturalmente, la entrevista más interesante fue la segunda, porque en la primera ocasión yo salí huyendo, al ver que aquella mujer no era la que se había presentado en el convento bajo el nombre de Eardnell, tal como la había descrito la superiora. Luego supe que era su hermana... y volví a verla.

Baxter encendió un cigarrillo y lanzó una bocanada de humo.

—El secuestro ha sido una comedía, del principio al fin, salvo para unos pocos, que creían estar haciéndolo realmente y que se sentían deslumbrados ante las rosadas perspectivas de repartirse un millón de dólares —continuó—. Pero ese mismo plan corría el riesgo de ser descubierto y usted quiso evitarlo, contratando a alguien que no fuese conocido en Honolulú, alguien que podía hacerlo, modestia aparte, medianamente bien, y que, de paso, despistaría a otros interesados en el asunto,

"El secuestro en fin, iba a servir para evitar su ruina, no porque se viese obligado a pagar un millón de dólares, sino porque así se vería libre de cancelar las deudas que le agobian, ese dogal al cuello que dije antes. Yo rescataría a la niña, pero usted ya habría «pagado» el rescate. Entonces diría a sus acreedores: «Lo siento, no puedo pagar. El rescate de mi hija me ha dejado en la mina más completa.»

—Es usted listo, muy listo, Baxter, Empiezo a pensar que cometí un error al contratarle.

—Especuló con mi relativa ignorancia de la situación y, pensó que yo me ocuparía exclusivamente de encontrar a la niña, sin preocuparme de las implicaciones circundantes al asunto principal.

Baxter sacó un papel del bolsillo y lo dejó sobre, la mesa.

—Este es el teléfono reservado, con el que Tainio se comunicaba con usted. Alguien lo averiguó para mí, cuando usted había llegado a la conclusión de que yo empezaba a nacerme peligroso.

—Supo derrotar a Tainio —murmuró Tikhoro, admirado.

—Y, además, le hice hablar. Tainio fue el que mató a Laskie, portador de un maletín con un cuarto de millón en efectivo, dinero que le había prestado la señora Eardnell, su hermana, quien, sinceramente, creía en el secuestro. Están enemistados, pero la sangre es un lazo que no se rompe nunca del todo y, en un caso como éste, su hermana le ayudó, haciendo que Laskie trajera de San Francisco ese dinero. En realidad, era todo lo que había podido conseguir hasta el momento, aunque simulara que estaba reuniendo el resto de la suma pedida por los secuestradores. Incidentalmente, le diré que Tainio me engañó, cuantío dijo que se había llevado el dinero para castigarle a usted, por haber contratado a un detective. Supo ser lo suficientemente astuto, como para darme una pista falsa, pero cuando la señora Eardnell me dijo que los doscientos cincuenta mil dólares eran suyos, lo vi torio más claro.

”Los únicos que no lo vieron claro, fueron los que sí creían en la autenticidad del secuestro y que lo efectuaron, después de que Tainio hubiese buscado a las personas adecuadas y les propusiera el plan. Uno de ellos fue Holman, el experto en teléfonos, que luego quiso cobrar más dinero del pactado. Myrna Sage fue otra de las personas que también creían en el auténtico secuestro, como la señora Tauea y el tipo que estaba con ella en la quinta de recreo de" las montañas... y, naturalmente, sor María de la Consolación, quien, a petición suya, calló para no irritar a los secuestradores. Pero había otros que sí conocían la comedia del secuestro.

Baxter movió una mano.

—Aquí hay unos cuantos —añadió—, aunque le son fíeles. Pero otros, en cambio, lo creyeron en un principio, sobre todo, su socio principal, el hombre que no figura nunca en primera fila, el que desempeña siempre un papel secundario, tal vez porque le gusta y así vigila todo. Usted fue un día un personaje prestigioso en lar, islas, dentro de su mundo, claro, pero ahora había empezado ya a declinar, y, como digo, estaba al borde de la bancarrota. De todos modos, y aun considerando lo repugnante del caso, porque puso en peligro la vida de su propia hija, lo que le vaya a suceder no me importa en absoluto. Usted me prometió cincuenta mil dólares y voy a llevarme ese dinero.

— ¿De veras lo cree así, Baxter?

—Sí.

Bruscamente, Baxter agarró a Tikhoro por un brazo y tiró de él con todas sus fuerzas, arrancándolo del sillón antes de que pudiera ejecutar el menor gesto de resistencia. Luego lo arrojó, dando vueltas, a un extremo del salón. Tikhoro quedó en el suelo, jadeante y aturdido, sin comprender muy bien lo que había sucedido.

Acto seguido, Baxter levantó el asiento de la butaca. El maletín con los doscientos cincuenta mil dólares estaba debajo. Lo puso sobre una mesa, soltó las presillas, lo abrió y contó diez fajos de a cien billetes cada uno, que guardó en el seno. Tikhoro empezaba a levantarse en aquel momento, pesadamente, debido a su misma obesidad, que le obligaba a moverse con enorme torpeza.

Pero aún disponía de buenos pulmones, al menos para lanzar un potente grito:

— ¡Dog! ¡Ven inmediatamente!

Alguien apareció en la entrada dé la sala. Era el mismo sujeto que había estado dispuesto para azotar a Sidonie.

Tikhoro emitió una orden rechinante:

— ¡Mátalo, Dog!

La voz del gordo vibraba todavía en el aire, cuando una botella voló con tremenda velocidad, estrellándose contra el rostro del sicario. Los trozos de cristal volaron como si la botella hubiese contenido un explosivo. Sin una sola palabra. Dog se desplomó al suelo, totalmente inconsciente.

Tikhoro empezó a sentir miedo.

— ¡Harry, Harry! ¡Karl! —chilló.

Pero nadie contestó a sus desesperadas llamadas. De pronto, un hombre se hizo visible en el umbral.

— ¡Hola, Pete! —dijo Baxter, con voz neutra.

—He estado oyendo buena parte de la conversación —dijo el taxista—. Ha resultado muy interesante.

—Instructiva, diría yo mejor.

—También es cierto.

—Pete, no estarás resentido por el golpe que te di esta tarde.

—No, ¿por qué iba a estarlo? Pero usted, sin duda, sospechó algo que no era cierto.

—Tu rifle apuntaba al estómago de la señora Sage.

—Les había salvado la vida,

—Por si acaso, Pete.

Se oyó una risita.

—Es usted muy desconfiado... ¿Cómo ha llegado a saber que soy, digamos, uno de los socios de esa bola de grasa?

—Estabas contantemente conmigo. No me dejabas a sol ni a sombra, Pete.

—El podía habérmelo ordenado.

Baxter sacudió la cabeza.

—Tommy necesitaba alguien que estuviese constantemente en la calle y que no levantara sospechas. Pero además, hay dos datos que me hicieron conocer la verdad.

— ¿Cuáles son?

—Uno, Kitty.

—Ya. Es muy lista. Sabe muchas cosas.

—Pete, no la toques. Te arrancaría la cabeza con las manos.

—Rebajaré la cuota —rió el taxista—. Además, me conviene tener a Kitty de mi lado. No se preocupe por ella.

—Eso espero.

— ¿Cuál es el otro detalle, por favor?

—En la cascada; dijiste señora Sage. No la conocías, no tenías por qué saber su apellido... a menos que te hubieras interesado especialmente por ella... y si Tommy te había ordenado que te convirtieses en mi sombra, pero acatando siempre mis instrucciones, no tenía sentido que te presentases allí por propia iniciativa. Y, por otra parte, no es corriente que un taxista lleve un rifle en su coche. Una pistola, tal vez; pero un rifle...

Pete volvió a reír.

—Ese cerdo de dos patas debió haberlo tenido en cuenta —dijo—. Ni yo mismo había llegado a sospechar que me engañaba, con un falso secuestro. Incluso llegué a creer que el dinero había sido robado auténticamente.

Pete avanzó un par de pasos.

— ¿Está todo? —preguntó.

—El me prometió cincuenta mil dólares. Los tengo yo.

—A la señora Eardnell no le va a gustar.

Baxter se encogió de hombros.

—Es un asunto entre hermanos —dijo—. Y lo que suceda a partir de ahora, es asunto tuyo y de Tommy.

Los ojos de Tikhoro miraron, angustiados, hacia la terraza.

—No llames a nadie —dijo Pete—. Nadie acudirá.

—Me voy —declaró Baxter.

—Sí, es lo mejor.

Baxter echó a andar. Atravesó la terraza, llegó al jardín y se sentó tras el volante.

De súbito, oyó un terrible alarido en la casa. Movió la cabeza. Hizo girar la llave de contacto y el motor se puso en marcha.

Media hora más tarde, entraba en el hotel. El sonido de un piano llegó, en el acto, a sus oídos.

Entró en el comedor. Los ojos de Myrna Sage brillaron apasionadamente.

Baxter se acercó a ella,

—Has conseguido el puesto —dijo.

—Sí.

—Te felicito.

—Ven luego a verme.

Baxter sonrió, pero no dijo nada. Subió a su habitación y empezó a desvestirse. Cuando terminó, se metió en la bañera. Necesitaba un baño largo, relajante.

Media hora más tarde, envuelto en una toalla, salió y se quedó estupefacto.

Todo su equipaje, incluida la billetera y el reloj, hasta el último par de calcetines, se habían evaporado como por arte de magia.

Sobre la mesa, encontró una cuartilla escrita:

 

“Si quieres recuperar lo que es tuyo, ven a la habitación 826,

“Sidonie la Anguila “

 

Baxter sonrió. Ahora ya conocía el apodo de la ladrona.

 

* * *

 

Al día siguiente, Budd y Sidonie efectuaron un viaje en automóvil. Baxter detuvo el coche junto a la tapia del convento y arrojó un paquete por encima. Luego regresó al automóvil, arrancó de nuevo, viró y emprendió el regreso a Honolulú.

— ¿Qué has hecho, Budd? —preguntó Sidonie, muy intrigada.

Baxter sacó un puñado de billetes y los puso en el regazo, de su hermosa acompañante.

—Al menos, no podrás decir que has perdido el viaje a Honolulú —exclamó alegremente. Luego añadió—: La capilla del convento necesita una restauración a fondo.

— ¡Oh! —dijo Sidonie, al comprender la acción de su acompañante—, Tikhoro era un Upo muy tacaño, a pesar de tener, aquí, a su hija.

— Bueno, al menos, ha hecho un donativo póstumo.

Sidonie había leído los periódicos de la mañana,

—Budd, ¿crees que murió de un ataque cardíaco? —preguntó.

—Nena, cuando alguien muere, siempre se le para el corazón —respondió él evasivamente.

Poco más tarde, llegaban al hotel. Cuando entraban en la habitación, vieron a la pianista,

—De modo que, ahora, con esta prójima... —dijo Myrna.

— ¿Quién es esta fulana? —preguntó Sidonie.

Baxter sonrió.

—La señora Sage, la señorita Cayburn...

Pero no pudo seguir hablando. Myrna y Sidonie habían iniciado una estrepitosa pelea, con gran variedad de interjecciones y abundantes tirones de pelo. Myrna había olvidado por completo sus modales distinguidos y juraba como un sargento de marines, mientras que Sidonie procuraba encontrar dicterios aún más virulentos. Al cabo de un rato, jadeantes y sin resuello, con las ropas destrozadas y las cabelleras en desorden, cayeron sentadas al suelo.

— Se ha ido —exclamó Sidonie.

En aquellos momentos, Baxter entraba en un taxi.

— ¡Al aeropuerto, rápido! —exclamó,

—Bien, señor.

Baxter se puso rígido.

— ¡Pete! —exclamó

El taxista se echó a reír.

—Otra vez en el mismo sitio —dijo—. Me gusta.

—A mí no me gusta ir en un coche conducido por un asesino —rezongó Baxter.

—Está equivocado. Aunque le cueste creerlo, la verdad es que Tikhoro murió de miedo, así como suena.

—Entonces, aquel grito...

—Fue lo último que hizo. Gritó... y cayó redondo.

—Pero si no se le hubiese parado el corazón, tú...

—No hablemos de lo que no sucedió, jefe.

Baxter asintió. Sí, la respuesta de Pete era muy sensata. Pero, tal vez un día, Pete acabaría de mala manera.

Eso no era asunto suyo, se dijo, un tanto egoístamente. Y por mucho que luchase contra el mal y la injusticia, nunca podría arreglar el mundo, del todo. Pero haría lo que pudiese, se propuso.

Poco después, se despedía del nativo.

—Aloha, Pete.

—Aloha, señor Baxter.

El joven echó a andar hacía la pista. De pronto, se volvió.

—Aloha también a Kitty —sonrió.

—Se lo diré, descuide.

Pete permaneció en el aeropuerto, hasta que el avión s hubo desaparecido en el cielo, rumbo al Este. Luego volvió al taxi.

—De verdad, me hubiera gustado tenerlo como socio —murmuró.

Un hombre corrió hacia él.

— ¡Taxi, eh, taxi! —gritó.

Pete se volvió. El hombre era muy gordo y resoplaba fuertemente, falto de aliento. Le recordaba a Tikhoro. Una mueca de disgusto apareció en su rostro.

—Lo siento, señor; tengo ya comprometido este viaje —manifestó.

Al arrancar, miró de nuevo hacia el Este y sonrió.

Aloha. Budd Baxter. Y buena suerte —murmuró.

 

 

 

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