CAPÍTULO PRIMERO
Le pareció que en la habitación de arriba se producía algo de ruido: acaso voces destempladas, un vaso roto contra el suelo, una silla volcada... y la caída de un cuerpo humano. Pero en otro sitio había alguien con la televisión en funcionamiento y no hubiera podido asegurar que los ruidos no procedían de la película que se pasaba por la pequeña pantalla.
Baxter bostezó, en la terraza de la habitación del hotel en que se alojaba en Honolulú, frente a la playa de Waikiki. Desde allí, veía el incomparable espectáculo que ofrecía el mar plateado, con la luna llena a poca altura sobre el horizonte, el distante rumor de las olas y el tenue perfume de las flores tropicales que subía desde el frondoso jardín del hotel.
Había decidido tomarse unos días de vacaciones, eligiendo las Hawái para ello. Era un lugar donde nadie le conocía y en el que esperaba pasar un par de semanas en la más absoluta inacción, al menos, en cuanto a aventuras se refería. Comer, dormir, nadar, practicar el surf cuando hubiese oleaje suficiente —y en Waikiki nunca faltaban las olas adecuadas para aquel atractivo deporte—, y completar su estancia con alguna excursión a los lugares eminentemente turísticos de la isla de Oahu. Llevaba dos días en Honolulú y ya empezaba a relajarse.
Los ruidos sospechosos habían dejado de producirse. Baxter terminó el último cigarrillo, lo aplastó contra el cenicero y estiró los brazos voluptuosamente. Luego se levantó de la hamaca y entró en la habitación. Se desvistió, poniéndose solamente los pantalones del pijama, cortos, además, y se encaminó al cuarto de baño.
Al salir, dispuesto ya para echarse a dormir y conciliar el sueño apenas apoyara la cabeza en la almohada, vio unos pies que colgaban de la terraza del piso superior.
Los pies se prolongaron en unas pantorrillas, a las que siguieron los muslos y las caderas. En aquel instante, Baxter adquirió la convicción de que se hallaba ante un “rata de hotel”.
Inmediatamente, tomó una decisión. Echó a correr hacia adelante y agarró al ladrón por la cintura, justo cuantío pasaba ante su terraza. En aquel mismo momento, Baxter pensó que había olvidado sus propósitos y que la captura del ladrón podía crearle una serie de conflictos que deseaba evitar a toda costa, a fin de no alterar la placidez de sus vacaciones, pero ya era tarde.
Como solía, actuó fulgurantemente, atrayendo al ladrón hacia el interior de la terraza, ya que harto suponía que se descolgaba por alguna cuerda. Entonces, puesto que tenía que oprimir ti cuerpo del ladrón contra el suyo, notó con enorme sorpresa la presión de unos senos jóvenes y firmes sobre su pecho desnudo.
—Vaya, es una ladrona —resopló.
Pero no por ello soltó su presa. Tiró de la mujer hacia adentro y ella, sorprendida en el primer instante, se dejó llevar. Luego quiso resistirse.
En una fracción de segundo, Baxter apreció que la ladrona era joven y exquisitamente formada. Vestía una malla negra, que cubría enteramente su cuerpo, de los pies a la cabeza, con una capucha muy ajustada, que sólo dejaba los ojos al descubierto. Pendiente del hombro izquierdo, llevaba una bolsa de tela, en la que supuso transportaba su botín.
La ladrona intentó golpearle en la cara con el canto de la mano derecha. Baxter alzó la izquierda, apresó su muñeca y la hizo dar una vuelta completa por los aires. Al terminar la voltereta, ella se encontró sobre la cama, en la que quedó de espaldas, aunque ligeramente incorporada, apoyada en el codo izquierdo.
—Le juro que no lo he hecho intencionadamente —sonrió Baxter.
Ella le miró con fijeza un instante. Luego movió una mano:
—Quite la cuerda, pronto —pidió en voz baja, pero apremiante—. Sacuda un poco hacia arriba y el gancho se soltará por sí solo.
—Sé cómo se hace, pero...
La ladrona no quiso seguir hablando. Levantándose de un salto, corrió hacia la terraza, sacudió la cuerda y el gancho saltó al vacío. Luego tiró de la soga y la recogió con inusitada rapidez, dejándola en el rincón más oscuro de la terraza.
Acto seguido, entró de nuevo, corrió las cortinas y empezó a desnudarse, ante la estupefacción del ocupante de la habitación.
—Oiga, preciosa —dijo Baxter—. Nunca rechazo una aventura amorosa con una mujer bonita, pero, al menos, déjeme tener un poco de iniciativa...
—No sea estúpido —contestó ella, ásperamente—. ¿Acaso cree que he venido aquí para meterme en la cama con usted?
—Bueno, si está aquí, es porque yo la he hecho entrar. Al menos, sea veraz en sus palabras.
Ella no contestó. Seguía con su tarea y, en pocos segundos, quedó completamente desnuda. Baxter, estupefacto, la dejaba hacer.
De pronto, chasqueó los dedos.
—Ya sé. Ahora notarán que ha robado, empezarán a registrar las habitaciones y la encontrarán a usted en mi cama, aunque nos comportemos con la más exquisita castidad.
—Algo hay de eso —respondió la desconocida.
Tenía su bolsa en el suelo y se había acuclillado, sin importarle poco ni mucho su desnudez. De pronto, Baxter, que iba de sorpresa en sorpresa, la vio sacar un sujetador que parecía hecho de tela de araña, unas braguitas, un vestido estampado con flores de vivos colores, y un par de zapatos, así como un pequeño bolso blanco.
En menos de un minuto, la desconocida estuvo vestida por completo. Al terminar, metió la malla negra y las zapatillas que había usado hasta entonces en la misma bolsa, y la lanzó resbalando hacia el trozo de suelo que había bajo la cama.
Luego se irguió y, con ambas manos, se retocó un poco el pelo revuelto. Finalmente, se volvió y miró sonriendo al atónito ocupante de la habitación.
— ¿No tiene una copa para invitarme? —solicitó—. Al menos, cuando venga la policía, que me encuentren charlando animadamente con usted.
— ¡Ah!, va a venir la policía —dijo él.
—Sí. En la habitación de arriba se ha cometido un asesinato.
* * *
Apenas había empezado a destapar la botella, se oyeron ruidos de carreras por los pasillos. Ella dijo:
—Ya lo han descubierto.
—El asesinato.
—Sí. Una puñalada.
—Usted no ha sido.
—Gracias por confiar en mí, señor...
—Baxter, pero puede llamarme Budd. ¿Cuál es el nombre con el que debo conocerla, señorita? ¿Jean Smith?
Ella se echó a reír. Tenía, además de una silueta en la que la naturaleza había concentrado todas las gracias físicas posibles, un rostro sumamente atractivo, quizá no bello según los cánones clásicos, pero sí muy expresivo y que derramaba simpatía al sonreír, en especial por los hoyuelos que se le marcaban.
—No, Sidonie Cayburn —contestó—. Es mi verdadero nombre, aunque tengo un apodo, pero, claro, no se lo voy a decir.
—Ni se lo pediré tampoco. Pero ¿la ofenderé si le digo que es una ladrona?
— ¡Oh, no, en absoluto! Ni me ofende ni me molesta.
Baxter alzó su copa.
—Por usted, Sidonie. Aparte del muerto, ¿ha encontrado algo?
—No. Apenas lo vi, salí disparada.
—No quería líos, ¿eh?
—A usted le habría pasado lo mismo, Budd. ¿Cuál es el apellido?
—Baxter. Y no me habría pasado lo mismo, porque no soy un ladrón. Pero, dígame, ¿qué esperaba encontrar en la habitación del difunto?
—Cinco mil billetes de a cincuenta dólares —contestó Sidonie, sin pestañear.
—¡Ca...ramba! Eso es un cuarto de millón —respingó Baxter.
—En cincuenta fajos de a cien billetes cada uno.
—No está nada mal, Sidonie. Pero ¿tanta prisa tenia que no pudo detenerse un minuto siquiera, para llevarse la “pasta”?
—El dinero estaba en un maletín de attaché. Me bastaron treinta segundos para saber que se lo habían llevado.
—El asesino.
—Sin duda.
— ¿Tiene alguna idea de su identidad?
—En absoluto.
Baxter miró a la joven por encima de su copa.
—Sidonie, cuando una persona lleva un cuarto de millón en un maletín es que debe hacer alguna compra en la que un cheque no sirve —dijo.
—Exactamente.
—Y la cosa que se desea comprar no es, digamos, de uso autorizado por la ley.
—Eso pienso, Budd.
— ¿Drogas?
Sidonie se encogió de hombros.
—No lo sé, ni me importa —contestó—. Lo único que siento es haber fallado el “golpe”.
— ¡Ah! La vida del dueño del dinero no le importa.
—Ya está muerto, ¿no? Además, quien actúa ilegalmente, no merece mucha compasión.
—Como usted, por ejemplo.
—Mí caso es... distinto —se ruborizó ella.
—Sí. Los “ratas de hotel” son buenas personas. Pero para dar el golpe que había planeado, se necesitaba, sin duda, una buena información.
—No me falló, ¿verdad?
—No lo sé.
— ¡Ah!, ¿piensa que subí a esa habitación para asesinar a su ocupante? —se picó Sidonie.
—Hasta ahora, sólo tango, como referencia, lo que usted me ha relatado. Me inclino a creerla, pero soy lo suficientemente escéptico como para dejar un resquicio abierto a la duda.
—Comprendo su actitud, pero puede creerme: le he dicho la verdad.
—Bien, démoslo por sentado. Ahora, explíqueme una cosa. ¿Cómo ha traído preparada la ropa que se ha puesto en lugar del uniforme de “rata de hotel”? —preguntó Baxter.
—Reconocerá usted que ese uniforme es el más adecuado. Permite actuar con un mínimo de visibilidad y un máximo de libertad de movimientos. Pero, ciñéndonos a su pregunta, le diré que pensaba cambiarme en un rincón del jardín, que ya tenía elegido.
—Y yo se lo he impedido...
—Estoy aquí, ¿no? Ande, sírvame otra copa. Y ñongase una bata; no estaría bien que le viese la policía sólo con unos pantalones de pijama y además, cortos.
Mientras Baxter inclinaba la botella, dijo;
—Por lo visto, alguien avisó a la policía del crimen, justo cuando usted estaba actuando en la habitación del difunto.
—Más o menos —contestó ella.
Baxter recordó los ruidos que había oído antes
— ¿Hubo pelea?
—Un poco, no demasiado. Hay un vaso, roto, una silla volcada...
Sí, coincidía con lo que había escuchado, pensó Baxter.
— ¿Cómo se llamaba el muerto? No me diga que ignora su identidad, puesto que sabía era portador de un cuarto de millón.
—El nombre, digamos oficial, porque era el que utilizó para inscribirse en el hotel, es Japhard Laskie,
—Y provenía de Estados Unidos.
—De San Francisco de California.
—Apostaría algo a que usted le siguió desde allí.
Sidonie sonrió, maliciosa, y los hoyuelos se marcaron de nuevo en sus mejillas.
—Adivínelo, Budd.
—No, no me quitará el sueño. ¿Se quedará en Honolulú para explorar el terreno y dar un golpe que permita resarcirse de este fracaso?
—Es posible. Estamos en un bello país, con muchos alicientes.
—Sobre todo, las habitaciones de un hotel de lujo, con clientes adinerados. Sidonie, voy a hacer un trato con usted.
—Dígalo, Budd.
—Pórtese bien o, de lo contrario, cuando llame la policía, diré que se ha refugiado aquí, después de haber estado en la habitación del crimen.
Los ojos de la joven se oscurecieron.
—Sería capaz...
—Si me entero de que ha cometido algún robo, informaré a la policía —contestó él, severamente.
Sidonie vaciló. De pronto, llamaron a la puerta.
—Ahora tiene ocasión de denunciarme —dijo la joven.
Baxter agarró su bata y se la puso.
—Le daré una oportunidad —manifestó.