CAPÍTULO II
El Hawái Times había lanzado una edición especial. Mientras leía el periódico, desayunando sin prisas en la terraza de su habitación, Baxter se dijo que los dueños del hotel deberían estar dándose a todos los diablos, con la publicidad negativa que les reportaba el asesinato a Laskie.
El móvil del crimen, según la policía, era el robo. La billetera de la víctima estaba vacía y le faltaban también un reloj de oro y un valioso anillo, así como una costosa pitillera de plata, adornada con sus iníciales en rubíes. La muerte se debía a una puñalada que había interesado el corazón. El arma homicida no había sido hallada. Finalmente, el informador decía que Laskie había llegado a Honolulú en viaje de negocios, aunque no aclaraba cuáles podían ser éstos.
De Sidonie Cayburn, naturalmente, no se decía nada. La policía les había interrogado brevemente, sin presionarles apenas. Luego, Sidonie se había marchado. Baxter tenía guardados en su ropero la bolsa con el uniforme de ladrón y la cuerda con el gancho.
Volvería a verla, sonrió, mientras apuraba la última taza de café. Era una joven muy hermosa y valía la pena intentar una aventura, aunque sin mostrarse excesivamente ansioso. Luego se pregunto qué negocios podían ser los que habían traído a Laskie a Honolulú.
No había la menor duda: Laskie iba a comprar algo que no podía ser pagado con un cheque. ¿Drogas?
—Budd, estás de vacaciones —se dijo a sí mismo, en voz alta—. Déjate de problemas y disfruta de tu estancia en la isla.
Tras el desayuno, fue a la playa, en donde nadó un rato y luego practicó el surf. A mediodía, regresó al hotel, se duchó, se cambió de ropa y bajó al vestíbulo. Le habían hablado de un restaurante donde se comía estupendamente y tenía ganas de probar los menús del local.
Salió del hotel. El portero hizo una seña. Un taxi se paró junto a la acera. Baxter no había estimado conveniente llevar uno de sus coches, ni tampoco quería alquilar otro, por el momento. Se arrellenó en el asiento posterior y dio la indicación al taxista nativo:
—Maunoa Road, por favor.
—Bien, señor.
El taxi arrancó. Baxter sacó un cigarrillo y lo encendió placenteramente. Sí, en Hawái se vivía bien, sin las grandes prisas de Nueva York..., aunque también era lógico pensar que los que trabajaban no tendrían menos prisas que los habitantes de la gran urbe.
Transcurrió un cuarto de hora. De pronto, Baxter frunció el ceño.
Aunque no conocía muy bien Honolulú, podía darse cuenta claramente de que el taxista no seguía la ruta señalada. Enderezó el cuerpo y fue a tocarle en el hombro, pero en el mismo instante, una sólida mampara de vidrio se alzó silenciosamente, aislándole del puesto del conductor.
Baxter se puso rígido. Tanteó las puertas. Estaban cerradas desde el exterior y le era imposible abrirlas.
Un poco más adelante, el taxi se desvió hacia la derecha, metiéndose por un camino serpenteante, que ascendía por las colinas. Baxter se dio cuenta de que lo que le sucedía no era, en realidad, un secuestro. De otro modo, ya estaría narcotizado o el chófer tendría un cómplice que se habría encargado de taparle los ojos y atarle las manos y los pies.
Se relajó en el asiento y volvió a encender un cigarrillo, Un sistema de aireación entró inmediatamente en funcionamiento. Tranquilamente, Baxter se dedicó a la contemplación del paisaje.
Diez minutos más tarde, el taxi se salió de la .carretera, entrando en un camino que corría por una vaguada situada entre lomas muy juntas, casi un cañón montañoso. Una cascada caía de las alturas y el riachuelo se salvaba por un puentecillo de madera. Luego, el camino torcía de nuevo a la derecha y, de pronto, Baxter se encontró ante una construcción que casi le pareció un palacio de cuento de hadas.
Había jardines en terrazas escalonadas, con abundancia de fuentes, flores tropicales, palmeras y surtidores adornados con estatuas de diosas paganas. El taxi, sin embargo, no se dirigió a la entrada principal, sino que siguió su camino hasta la parte posterior de la casa. Dos hombres recios, muy fornidos, acudieron de inmediato.
Baxter salió del coche. Uno de los individuos abrió una puerta.
—Entre —ordenó. .
El otro le apuntaba con una pistola, a cuatro pasos de distancia. Baxter se dio cuenta de que no tendría tiempo de atacar a su compañero, sin que el arma se disparase. En silencio, atravesó la puerta y se encontró en una cámara de forma cúbica, con paredes de cemento y absolutamente desnuda de muebles.
La puerta se cerró a sus espaldas, con cierto sonido que le hizo saber la existencia de una plancha de acero bajo la madera. De todos modos, la puerta blindada era menos importante que el hombre que aguardaba en la habitación, con intenciones, al parecer, nada amistosas.
* * *
Era un sujeto de poco más de metro y medio de altura, monstruosamente ancho de hombros y con una cabeza ridículamente pequeña en comparación con el corpachón sobre el que se hallaba. El cráneo estaba completamente afeitado y el cuerpo, desnudo, salvo un triángulo de tela, sujeto a la cintura por unas tiras del mismo tejido, aparecía brillante y aceitoso.
—Me llamo Khayto —dijo el hombre.
— ¡Hola, Khayto! ¿Te han pagado para que me mates?
—Eres buen luchador. Demuéstralo.
Los ojos de Baxter recorrieron las desnudas paredes del cubículo. En alguna parte, pensé, habría un objetivo de televisión. Alguien contemplaba la escena, confortablemente instalado en un butacón, con un refresco en una mano y un grueso cigarro en la otra. No comprendía por qué le habían traído hasta allí, pero una cosa parecía segura: el monstruo que tenía frente a si estaba dispuesto a pelear. Quizá hasta la muerte.
De súbito, cruzó los brazos.
—No tengo que demostrar nada —contestó fríamente.
—Te destrozaré —amenazó Khayto.
—Bueno.
— ¿No me temes?
—No.
Khayto, avanzó hacia Baxter y alzó una mano. De súbito, descargó un golpe, con el filo perpendicular, a la frente. Baxter no pestañeó siquiera. La mano, que podía haberle abierto el cráneo, se detuvo a un centímetro de su objetivo.
—No me gustan las victorias fáciles —gruñó Khayto,
—Ni tengo ganas de pelear, ni mucho menos de hablar de temas que no me interesan —Baxter alzó la voz ligeramente, sabedor de que alguien le escuchaba—. He sido traído a este lugar contra mi voluntad y pienso permanecer así, hasta que me suelten.
Hubo un instante de silencio. El sorprendido Khayto retrocedió unos pasos.
—Me dijeron que me encontrarla con un hábil luchador y no con un cobarde —dijo, despectivamente.
— ¿De veras piensas que soy un cobarde? ¿Has encontrado a otro hombre que permanezca inmóvil, cuando amenazas partirle la frente con el canto de tu mano?
—Entonces, ¿por qué no peleas? —gritó el sujeto, coléricamente.
—Hay una diferencia: a ti te pagan, a mí no. Tú estás aquí voluntariamente, aunque sea por el incentivo de una recompensa. A mí me han traído a la fuerza y, ya que no he podido evitarlo, al menos no quiero dar un espectáculo gratuitamente. ¿Está claro? —dijo, con voz tonante.
En alguna parte, un hombre emitió un juramento.
—Está bien. Señor Baxter, siga por el pasillo que encontrará al otro lado de la puerta —dijo el desconocido.
Entonces, la puerta que había frente a la de entrada se abrió y Baxter echó a andar. Sonrió al pasar junto a Khayto.
—Si no te pagan lo convenido, reclama; la culpa de que no haya pelea no es tuya —dijo alegremente.
* * *
El hombre que estaba sentado en un enorme butacón era muy gordo, rebosante de grasa por todas partes, hasta el extremo de que casi no se le veían los ojos, cubiertos por unos párpados llenos de adiposidades. Vestía un holgado traje claro, sin corbata y, tal como había supuesto Baxter, tenía en una mano un refresco y en la otra un aromático habano.
Detrás del individuo había dos sujetos, con todo el aspecto de guardaespaldas, de rostro impasible y, seguramente, capaces de cometer las mayores atrocidades, sin inmutarse, cuando se lo ordenase el jefe. La estancia era enorme, lujosamente decorada, con una pared toda acristalada, desde la cual se divisaba una espléndida panorámica, con una extensa terraza en primer término, seguida de una piscina en forma de riñón, el agua de la cual era constantemente renovada por el surtidor que nacía de un delfín, sobre el que cabalgaba una ninfa desnuda.
En la redonda cara del gordo, Baxter captó unos rasgos orientales. El pelo era muy negro, aceitoso, aunque, sin embargo, en los escasos momentos que se cubrían sus párpados entornados, se podía apreciar el intenso color azul de sus pupilas.
—Soy Tommy Tikhoro —se presentó el individuo—. Karl, ofrécele una copa a nuestro huésped. Luego, déjanos solos. Tú también, Harry.
Baxter permaneció en silencio, hasta que Karl le puso la copa en las manos.
—Siéntese —indicó Tikhoro.
—Gracias.
—Puede llamarme Tommy. ¿Sabe quién soy?
—A no dudarlo, el hombre que ha ordenado mi secuestro.
—En efecto. Usted es George Washington Baxter, aunque los amigos le llaman Budd. Es el dueño de la agencia denominada Digest Press y reside en Nueva York, Quinta Avenida. Tiene treinta y dos años, soltero y, a veces, si el caso le merece su intención, actúa como detective privado, pero no por espíritu profesional, sino más bien por afán de aventura.
—Está usted muy bien informado de mi personalidad,
Tommy —dijo el huésped a la fuerza.
—Estoy bien informado de toda persona con cierto interés para mí, lo mismo residentes en Oahu, que visitantes y turistas.
—Y yo tengo interés para usted...
—Porque es el hombre que necesito, aunque debo admitir qué me ha defraudado. Sé, también, que es un maestro en las Artes Marciales. Yo quería haber presenciado una exhibición suya, pero se ha negado a pelear. Dígame los motivos, se lo ruego.
Baxter señaló el enorme televisor que había en un rincón de la estancia.
—Usted me ha visto y oído desde que entré en aquel cubículo. Por lo tanto, no es necesario que repita lo que dije a Khayto.
—Lástima, me hubiera gustado verle pelear... Así tendré que resignarme a dar por buenos los informes tengo sobre usted
—Como guste, Tommy.
—No parece sentirse muy contento en mi casa, Budd.
—Estoy en ella a la fuerza.
—Sí, le comprendo —suspiró el gordo—. Quiero hacer un trato con usted.
—Tommy, aunque no le conozco, empiezo a sospechar que es usted hombre que bordea la ley, constantemente, cuando no la vulnera. Me imagino, también, que es un personaje de importancia en la isla, pero a mí, todo eso me deja frío. He venido a las Hawái para tomarme unas vacaciones y no pienso haber nada que altere mi plan de descanso absoluto.
—En eso se equivoca, amigo mío —dijo Tikhoro, plácidamente—. Voy a encargarle un trabajo, finalizado el cual, recibirá como recompensa la nada desdeñable suma de cincuenta mil dólares Y lo hará, puedo asegurárselo.
—Está equivocado
—No, no lo estoy. ¡Hairy! —gritó Tikhoro, de repente.
El guardaespaldas entró de inmediato en la sala.
— ¿Señor?
—Enciende el televisor. Conéctalo al canal siete, privado.
—Bien, señor.
—Dudd, haga el favor de atender a las imágenes —indicó Tikhoro.
La pantalla se encendió, segundos después. Baxter se quedó sin aliento.
Sidonie Cayburn se hallaba en una habitación semejante a la que él había renunciado a la pelea con Khayto. Estaba completamente desnuda, atada por las muñecas a una anilla encastrada en la pared, situada a la altura suficiente para que los dedos de sus pies rozasen apenas el suelo, lo que hacía aún más incómoda la postura y, tras ella, un sujeto con cara de pocos amigos, que empuñaba un curioso látigo.
—Los ingleses le llaman el gato de nueve colas —dijo Tikhoro, aludiendo a los nueve ramales del látigo, que disponía de un sólido mango de madera—. Además, en cada punta de cada cola, hay una bolita de plomo, cuyo objeto es fácil de adivinar.
—Sí, ya comprendo. Usted pretende que yo le diga que no quiero que ese látigo rasgue la hermosa piel de su prisionera. Ahora yo, caballeroso y galante, diré que haré lo que sea, con tal de evitar el menor daño a esa Brida joven.
— ¿Y... no lo dirá?
—Usted, ¿qué cree?
Los ojillos de Tikhoro se, achicaron más todavía.
—Budd, antes le he admirado. Ahora le compadezco por tonto. Si piensa que, negándose a trabajar para mí, no voy a ordenar que azoten a esa mujer, está muy equivocado. Aparte de que con ello quiero forzarle a aceptar mis órdenes, tengo con ella una cuenta pendiente.
— ¿Qué cuenta? —preguntó Baxter.
—Doscientos cincuenta mil dólares.
— ¡Pero ella no los robó!
—Aún no es muy seguro —contestó Tikhoro—. Y, de todas formas, aunque no lo consiguiera, trató de robarme un dinero que me pertenecía. Yo nunca perdono ciertas cosas, aunque sólo haya sido en intención.
La regordeta mano de Tikhoro alcanzó, de pronto, un micrófono unido a un cable que se perdía en una mesa cercana.
—Budd, le doy cinco segundos, exactamente —dijo con voz chirriante—. Decídase o esa chica morirá.
—Y nadie lo sabrá, porque nadie sabe que está aquí. Otro de sus taxis, ¿verdad?
Tikhoro sonrió ladinamente. Baxter alzó Una mano.
—Tommy, quiero que sepa una cosa. No sé qué va a encargarme que le haga, pero si es algo que repugne a mi conciencia, lo haré y luego vendré a matarle, aunque esté protegido por un batallón de guardaespaldas. Ni todo el Ejército, ni la Armada ni la Fuerza Aérea de los Estados Unidos que hay en la isla, serían suficientes para protegerle de mi venganza.
—Lo que tengo que proponerle no es nada deshonroso para usted —contestó Tikhoro.
—Entonces, suelte a la chica. Quiero ver cómo se marcha de esta casa.
Tikhoro acercó el micrófono a sus labios:
—Dog, suelta a la señorita. Que se vista y que se vaya en el taxi de Osoki.
Baxter guardó silencio durante un buen rato. Se acercó más tarde al ventanal y vio alejarse al taxi, cuya matrícula memorizó en silencio. Al fin, cuando vio que Sidonie estaba en seguridad, se volvió hacia Tikhoro.
—Bien, Tommy; empiece a hablar —dijo—. Soy todo oídos.
Tikhoro tomó un sorbo de su vaso. Luego, lentamente, contestó: i
—Tengo una hija de pocos años y la han secuestrado. Quiero que la rescate, eso es todo.