CAPÍTULO III

 

Baxter se quedó parado al escuchar aquellas sorprendentes palabras.

— ¿Qué? ¿Acaso no me cree capaz de tener una hija? —chilló Tikhoro.

—Bueno, es que lo que menos me esperaba era una cosa así —respondió Baxter—. Pensé que me encomendaría recobrar el cuarto de millón sustraído...

—Era parte del rescate de la niña. Me han pedido un millón y tengo que entregarlo en cuatro plazos. Son gente muy considerada; saben que podría verme en apuros si consiguiese todo el dinero de golpe, lo cual, como es de suponer, significaría que ellos tampoco iban a tener el dinero. Y yo quiero a mi hija, por encima de todas las cosas. Sólo tiene nueve años, ¿sabe? Esos miserables no han vacilado en recurrir a los más bajos procedimientos. ..

— ¿Está en situación de arrojar la primera piedra, Tommy? —preguntó Baxter, apaciblemente.

El gordo se removió en su asiento.

—Por lo menos, nunca he recurrido al secuestro y menos de niños —contestó, malhumoradamente. —Está bien. Dejémoslo a un lado y dígame, ahora, por qué ha tenido que echar mano de mí.

—No le conocen en la isla, nadie sabe quién es y yo puedo hacer que trabaje para mí, sin que los secuestradores lo sospechen.

—Han podido seguir el taxi que me trajo aquí.

—Lo hubieran seguido, si yo no hubiera hecho las cosas lo mejor posible para evitarlo. Sí, había dos hombres apostados frente al hotel, pero alguien les ha pinchado una de las ruedas de su coche. Cuando han querido cambiarla, ya era tarde.

—Pero eso significa que ellos sabían que usted me iba a traer a su casa.

—No. Hay otro detective de Nueva York en el hotel, bastante conocido por cierto, que está en viaje de navíos. Puede que hayan pensado en que yo le contrataría, puede que no... pero como sea, he querido cubrir absolutamente todas las posibilidades.

—De acuerdo. Y ahora, dígame, ¿quién es el autor del secuestro?

—Eso es lo malo, que no lo sé —gruñó Tikhoro—. La única noticia que tuve de él, fue una llamada telefónica, en la que me anunciaban que tenían a la niña en su poder. Fueron a buscarla al convento de Santa Teresa. No se sorprenda, también en Hawái hay monjas católicas.

—Y usted, claro, quiere para la niña la mejor educación —sonrió Baxter.

—Claro, hombre. Es mi hija, ¿no?

—Bien, sigamos hablando del asunto. ¿Qué le pidió el secuestrador?

—Un millón, en cuatro plazos. Hoy tenía que haber entregado el primero y alguien lo robó, después de asesinar al mensajero que había traído el dinero de San Francisco. Aquí conseguiré otro cuarto de millón, el tercero en Manila y el cuarto en Sídney, Australia.

—Tiene sus negocios muy repartidos, ¿eh?

—No. Mis negocios están en la isla. Lo que sí tengo repartido es mi capital.

—Para el caso de que las cosas vayan mal, algún día, y tenga necesidad de levantar el vuelo.

—Soy hombre precavido —rezongó Tikhoro—, Vamos, Budd, empiece a trabajar.

Tikhoro alargó una mano hacia la mesa contigua y levantó la tapa de una caja de cigarros, Pero en lugar de sacar uno, tomó un fajo de billetes y lo lanzó hacia su huésped.

—Diez mil, a cuenta —indicó.

—No. Diez mil, para gastos. Los cincuenta mil prometidos, aparte.

Hube un instante de silencio. Los dos hombres se contemplaban recíprocamente, con miradas centelleantes como hojas de espada del mejor acero. Al fin, Tikhoro soltó una risotada.

—De acuerdo, diez mil para gastos. Pero obtenga resultados, Budd.

— ¿Va a matarme si fracaso?

—Usted no fracasará, estoy seguro de ello.

—Confía más en mí, que yo mismo. Oiga, ¿por qué trajo a su casa a la señorita Cayburn?

—Ayer estuvo en su habitación durante un buen rato —contestó Tikhoro sin pestañear.

—Está bien informado, ¿eh?

—La policía les encontró, junios, en la habitación.

—Sí, pero en su servicio de información hay un fallo —dijo Baxter.

— ¿Cuál, por favor?

—Quizá esté mejor dicho que entre sus hombres hay un espía. Yo me imagino que Laskie llegó con la mayor discreción a Honolulú. Sin embargo, alguien supo que había llegado de San Francisco, portador de una importante suma, lo acuchilló y se llevó el dinero.

Baxter se encaminó hacia la puerta. Por encima del hombro, añadió, displicente, como despedida:

—Busque al espía; no me gustaría que comunicase al secuestrador que trabajo para usted.

 

* * *

 

Baxter llamó a la puerta y esperó unos segundos. Sidonie apareció ataviada con una espectacular bata coloreada, pero tenía el rostro limpio de todo maquillaje. Baxter vio todavía el miedo en sus hermosos ojos color miosotis.

— ¿Te encuentras mejor? —preguntó, tuteándola.

Ella comprendió en el acto.

— ¿Cómo lo sabes?

—Estuve allí.

—Sin duda, eres amigo del dueño.

—Hice el viaje en otro taxi de la misma compañía, —Comprendo. También te secuestraron.

—Sí. ¿No me ofreces de beber?

Sidonie fue a un pequeño frigorífico instalado en un lugar discreto y lo abrió.

—Cerveza —indicó él.

—He pasado un miedo horrible. Nunca me imaginé que pudieran suceder cosas semejantes... Pero a ti no te vi...

—Había un circuito cerrado de televisión. Tienes una espalda preciosa —sonrió Baxter.

—Déjate de tonterías —dijo ella, irritada—. Me marcho de Honolulú. Ya he encargado el pasaje... —Olvídalo. Te contrato como ayudante.

Sidonie se quedó perpleja.

—No entiendo —dijo.

— ¿No te explicaron nada?

—Lo único que sé es que me llevaron allí, me encerraron en una habitación... Bueno, si lo has visto, es inútil que te lo explique, aunque, de todas maneras, está relacionado, supongo, con el asesinato      de Laskie.

—Y el robo de los doscientos cincuenta mil dólares. Sidonie suspiró.

—Lástima no haber ido media hora antes —se lamentó.

—Ese dinero está destinado al rescate de una niña de nueve años.      

— ¡Budd! —resopló la joven.

—Como lo oyes. Es la hija de Tikhoro.

Sidonie se sentó de golpe.

—Increíble —dijo—. He oído hablar de ese hombre. Sé que es una potencia en la isla. Tiene un par de plantaciones de piña, enormes, una fábrica colosal... más otros negocios nada limpios, pero que le rinden aún más que la piña enlatada,

— ¿Quién te lo ha dicho?

—El chófer del taxi mencionó su nombre al regreso. Luego yo he hablado con una de las camareras. Hice que saltase la lengua, con un billete de diez dólares. La camarera me dijo que yo podía ganar mil veces esa cantidad, en pocos meses, si iba al Hoaloa Run. Bueno, no soy una remilgada, pero tampoco tengo vocación de prostituta.

—El Houloa Run es de Tikhoro.

—Sí. El es mestizo de japonés, nativo y europeo. La ruña es hija de una nativa que murió hace algunos años.

— ¡Ah! Sabes que tiene una hija.

Sidonie sonrió.

—Sí, la camarera se ha mostrado muy locuaz y me ha dicho que Tikhoro la quiere con locura. Naturalmente. no ha mencionado el secuestro... pero lo que no comprendo es por qué me soltaron sin pedirme nada a cambio. Pensé que iba a morir azotada y, de repente, me vistieron y me hicieron volver a Honolulú.

—Sidonie, yo soy el autor de tu libertad. Te vi a través de la pantalla. Tikhoro me contrató, contigo como prenda, para obligarme a actuar en este caso.

—Entonces, te debo...

—Me debes una espalda intacta.

—Muy bien, supongo que debo agradecértelo... ¿Por conde empiezo?

Baxter se sentó en un butacón y apuró la cerveza.

—En primer lugar, ¿cómo llegaste a saber que Laskie viajaba con un cuarto de millón?

Sidonie se sonrojó ligeramente.

—Tenía un cajero de Banco, enamorado... y también un poco descontento con su puesto. No es lo suficientemente atrevido para vaciar la caja, pero sabía que Laskie había pedido un cuarto de millón. Me avisó y me anticipé, incluso a Laskie, en un par de días. Mi amigo confirmó el viaje de Laskie por un cablegrama, con un texto convenido de antemano.

—Y tú tenías que recompensarle.

—Al cincuenta por ciento.

—Demasiado. Los riesgos eran sólo para ti.

—Sí, pero acepté el trato. Lo malo es que él no se creerá ahora, que yo no...

—Dejemos, ahora, al cajero. Voy a encomendarte una misión, Sidonie. Lo primero que debes hacer es ir a las oficinas centrales de la Pacific Cab y preguntar por el taxi que te sacó del hotel hoy... ¿a qué hora?

—Once y media de la mañana.

—Di que te has olvidado algo en el taxi y que quieres ver al conductor. Yo podría hacer lo mismo respecto al mío, pero no quiero levantar sospechas.

— ¿Qué me he olvidado en el taxi?

Baxter se fijó en el reloj de pulsera que llevaba la joven. Era muy bonito y de bastante valor.

—Quítate el reloj y diles que tenía el cierre un poco estropeado —contestó—. Seguramente, llamarán al conductor, por radio. Indícale que vaya a la puerta del Hoaloa Run a las cinco de la tarde.

— ¿Nada más?

—Por ahora, eso es todo.

Baxter se levantó, metió la mano en el interior de la chaqueta, sacó el fajo de billetes que le había dado Tikhoro y contó cuarenta, que puso, doblados, en la mano de la asombrada Sidonie.

—Dos mil dólares, para gastos... y algún trapito que te haga más atractiva todavía de lo que estás —se despidió, con la sonrisa en los labios.

—Oye, ¿eres algún nabab que viaja de incógnito? —exclamó Sidonie.

—El nabab es un personaje que ya pertenece a la leyenda —rió Baxter, a la vez que abría la puerta del cuarto.