CAPÍTULO IV
Alrededor de las seis de la tarde, Baxter entró en el Houloa Run y se sentó en un taburete, junto a la barra. El local estaba casi vacío. Baxter sabía que hasta las echo o las nueve de la noche no empezaba la animación. Entonces, aparecían las chicas en busca de clientes y se llenaban las mesas. Las atracciones desfilaban por el vasto escenario y el consumo de bebidas se hacía exorbitante.
Una atractiva camarera nativa le sirvió un whisky doble. Baxter lo probó y dijo que era jugo de escarabajos pasados por una batidora. La camarera palideció.
—Le juro que este whisky es legítimo, señor.
—Es más falso que un billete de dólar impreso en una hoja de palmera —contestó el joven, agriamente—. ¿Acaso piensa que no sé distinguir un buen whisky de un poco de agua coloreada, a la que se le ha añadido pimienta y ácido sulfúrico?
La camarera retrocedió. Desapareció al otro lado de puerta, cubierta por una cortina, y, a los pocos segundos, se hizo visible de nuevo, acompañada de un sujeto de rostro poco amable y cuerpo muy fornido.
—Oiga, amigo —dijo el hombre—, ¿qué tiene usted en contra de los licores que servimos aquí?
—Vigilo mi salud, amigo. Cuando quiera suicidarme, pediré otra copa de este infecto brebaje. Ahora, por favor, sírvame un trago de lo bueno.
Las manos del hombre se abrieron y cerraron convulsivamente. Miró a un lado y a otro y luego hizo un gesto con la cabeza.
—Venga a mi despacho —invitó—. Allí tengo un whisky que sólo pueden apreciar los verdaderos entendidos.
—Eso ya es hablar con sentido común —sonrió Baxter. Sacó un billete de cinco dólares, alargó el cuerpo y lo introdujo, enrollado, en el amplio escote de la camarera—. Nena, no quise asustarte —añadió.
— Gracias, señor —dijo la chica, aliviada.
Momentos después, Baxter entraba en un despacho elegantemente amueblado. El hombre dijo:
—Mi nombre es Shaween y soy el gerente. ¿Cómo está, señor...?
—Baxter.
—Encantado, señor Baxter —Shaween alargó la mano derecha y aferró la del joven con unos dedos de enorme fuerza. Inmediatamente, disparó la izquierda, cerrada, contra la mandíbula de su levantisco cliente.
Pero el golpe sólo encontró el vacío. Baxter, al sentir la presión de los dedos en su mano, había presentido la acción de Shaween y se agachó con fulgurante rapidez.
Un segundo después, se echaba hacia atrás, tirando de su sorprendido adversario, quien volteó aparatosamente en el aire, para acabar tendido de espaldas en el suelo. Shaween se sentó, sacudió la cabeza y miró sorprendido al joven.
— ¡Diablos, sabe pelear, amigo! —exclamó.
Baxter sonrió.
—En realidad, no quiero pelear —dijo—. Sólo que buscaba la forma mejor de entablar contacto con usted, sin llamar la atención.
—No le entiendo —dijo Shaween, desconcertado.
—Su jefe me ha contratado. El asunto de la niña.
— ¡Oh...! No lo sabía. Yo pensé que buscaría a alguien conocido...
— ¿Lo habría hecho usted?
—Me refería a alguien con reputación y, por supuesto, establecido fuera de las islas.
—Sólo se me puede aplicar la segunda cualidad. Lionel —era el nombre del gerente—, ¿qué sabe usted del asunto?
—Se la llevó una mujer, guapa, elegante, vestida discretamente y que se presentó bajo la identidad de señora Eardnell.
—Señora Eardnell —repitió Baxter—. La niña estaba interna... ¿Cómo permitieron las monjas que se la llevase esa mujer?
—Bien, presentó una carta firmada por el jefe... y, además, éste había hablado previamente con la superiora, sor María de lo Consolación. Sor María conoce bien la voz del jefe; ha hablado con él en numerosas ocasiones. Le sorprendió, pero no tenía motivos para dudar ni de la carta ni de lo que le decía el señor Tikhoro, máxime cuando llamó desde su despacho a la casa de Wanaua Valley y recibió la confirmación personal del jefe.
Baxter frunció el ceño.
—De modo que sor María llamó al jefe y éste le contestó, confirmando la autorización escrita que le presentaba la señora Eardnell.
—Así sucedió. La niña fue entregada... y todo lo que supimos después, es decir, los más allegados, es que pedían por ella un millón de dólares. Oiga, ¿no le ha contado eso el jefe?
—Quería oír otra versión —respondió Baxter, llanamente—, Sin embargo, ¿cómo es posible que Tikhoro, con la cantidad de espías que debe de tener, no haya localizado todavía el escondite de la niña?
Shaween se encogió de hombros.
—Parece increíble, pero es así —dijo—. No sabemos dónde está.
—Tikhoro tiene espías entre su personal. El asesinato de Laskie y el robo de los doscientos cincuenta mil dólares lo prueban. ¿Se le ocurre el nombre de algún sospechoso?
—Ninguno. El posible espía, si es que existe, debe de actuar con sumo cuidado. Sabe que no viviría ni veinticuatro horas, después de ser descubierto.
—Hay un espía, Lionel —insistió Baxter—. Empiece a pensar... y cuando sepa algo, llámeme al Luna Azul. Allí me hospedo.
—Está bien.
En el mismo despacho, Baxter se aflojó el nudo de la corbata y se desordenó un poco las ropas y el pelo. Luego sacó un pañuelo y se lo puso ante la boca.
—La gente debe pensar que usted me ha zurrado por insolente —se despidió.
Shaween sonrió, comprensivamente. Baxter abandonó el despacho y salió de aquella forma a la calle. Entonces vio a Sidonie parada en la acera.
Un taxi se detuvo casi en el mismo instante. Baxter tenía aún el pañuelo sobre la cara. La matrícula era la misma que había visto a mediodía. Cuando Sidonie se disponía a abrir la portezuela, él se adelantó y entró rápidamente en el asiento.
— ¡Eh!, yo lo llamé primero... —protestó la joven.
—Entre, guapa, haré que el chófer la lleve donde sea preciso.
—Escuche —intervino el conductor—. Yo sólo he venido para decirle a una señora que en mi coche no hay ningún reloj olvidado.
— ¿Es usted la del reloj, preciosa? —preguntó Baxter, a la vez que guiñaba un ojo a Sidonie y le hacía un brevísimo gesto negativo.
—No, no he perdido ningún reloj —contestó ella.
—Entonces, no nos preocupemos más. Joe, llévame a Strand Bar Road.
—Bien, señor, pero no me llamo Joe. Mi nombre es Pete.
—Muy interesante —sonrió Baxter.
* * *
Un poco más adelante, Baxter dijo:
— Pete, no se te ocurra levantar la mampara de vidrio ni bloquear las puertas, porque te pegaré dos tiros. ¿Está claro?
El taxista se sobresaltó enormemente.
—No entiendo, señor...
—Vamos, no te las des de listo conmigo. Tú llevaste, hoy, a la señorita Cayburn a la residencia particular del señor Tikhoro y la trajiste, también, de regreso al Luna Azul. Eres uno de los hombres de Tikhoro, así que será mejor que nos dejemos de rodeos... y que olvides tus pensamientos de jugarme una mala pasada. ¿Lo has entendido?
—Es usted, listo, señor, pero le voy a dar un consejo. No se meta con el señor Tikhoro. Puede aplastarle con tanta facilidad como si fuera una mosca.
—A más altos y poderosos que Tikhoro he hecho caer —dijo Baxter, simulando fanfarronería—. Pete, ¿qué me cuentas de Lionel Shaween?
—Es el gerente del Hoaloa Run, señor.
—Y uno de los hombres de confianza de Tikhoro.
—Si no lo fuese, no estaría en ese puesto, señor,
— ¿Es fiel al jefe?
—El que no lo es, no vive para contarlo, señor.
—Deja ya de decir "señor" a cada, paso; me estás poniendo nervioso. ¿Qué sabes del secuestro?
— ¿Qué secuestro, señor?
—Pete, si sigues en este plan, voy a ordenarte salir al campo, y luego haré que te apees y te daré la mayor paliza que has recibido en los días de tu vida. No me digas que no sabes nada del secuestro, porque no te creeré. Es más, apostaría que el único sitio donde no saben una palabra, es en el Departamento de Policía.
Pete soltó una risita.
—El señor Tikhoro prohibió que se dijera nada a los polis —contestó—. Pero eso no le ha servido de nada. La niña no aparece.
— ¿Has oído hablar de la señora Eardnell?
—Todos tenemos su descripción, pero ninguno hemos conseguido verla.
—Es guapa y distinguida...
—Rubia, alta y de expresión amable y atenta. Viste muy modestamente y es educadísima.
—Una mujer con esas cualidades puede teñirse el pelo, ponerse vestidos con mucho escote y pintarse los labios hasta causar daño a la vista. Disfrazarse es fácil, pero hay cosas que, por mucho que se intente, no se pueden ocultar.
—El tipo...
—El tipo se altera mediante postizos en el pecho y en las caderas o aplastando los senos y vistiendo trajes holgados. Pero hay algo que no se puede ocultar.
— ¿Qué es, señor?
—Las manos.
Pete calló un momento.
—Las manos —repitió, al cabo—. No se me había ocurrido, señor.
— ¿Sabes cómo las tenía?
—No, pero puedo preguntarlo...
Baxter se reclinó indolentemente en el asiento.
—Cuando sepas algo, llámame al Luna Azul. Mi nombre es Baxter.
—Bien, señor.
—Ahora, por favor, llévame al convento donde estaba la niña, pero no te detengas. Circula lentamente por las inmediaciones y yo te iré dando instrucciones.
—Sí, señor.
* * *
El convento estaba situado hacia el interior, entre colinas. Las altas tapias impedían ver lo que pasaba al otro lado, en un enorme jardín que rodeaba los diferentes edificios, de los que sobresalía el pequeño campanario de la capilla. Era un lugar realmente idílico, que recordaba mucho a las misiones de California, aunque con el añadido de una gran abundancia de hibiscos y buganvillas, que prestaban al paisaje un encanto singular.
El hechizo quedaba roto por algo tan prosaico como unos postes del tendido eléctrico y telefónico. Baxter fijó la vista, especialmente en los segundos, que eran los que le interesaban.
Más arriba del convento ya no había edificaciones. Baxter hizo que Pete diera la vuelta a unos mil metros, y regresara a marcha lenta. Unos minutos después, cuando ya el convento quedaba atrás, le ordenó detener el coche.
La hilera de postes del teléfono se dirigía hacia las zonas más bajas. Baxter echó a andar hacia el Interior, fuera de la carretera, siguiendo los postes, mientras Pete quedaba junto al taxi. De pronto, se encontró con una vaguada, demasiado ancha para que la línea pudiera ser sostenida solamente por dos postes situados en los bordes. Fuera de la vista, casi en el fondo, había un tercer poste de ayuda y hacia él fueron las miradas del joven.
Descendió lentamente, sin quitar la mirada del suelo, cubierto de vegetación. De pronto, divisó los restos de un cigarrillo, machacado con el tacón. Eran restos recientes, de no más de una semana, dedujo inmediatamente.
También encontró pisadas de hombre. En un trozo algo pendiente, el individuo había hincado los tacones en la tierra para no resbalar. Agachándose, estudió con cuidado las huellas. Los tacones eran de goma gruesa, con dibujo. Faltaba un trozo en una de las pastillas, hacia el exterior del pie derecho. Memorizó la huella y se puso en pie.
Cuando llegó al pie del poste, empezó a mirar con gran atención. Había más colillas de cigarrillos, pero era una marca común, por lo que no podía obtener gran cosa de ello. También podían pertenecer a algún operario de la compañía de Teléfonos, pero al alzar la cabeza, apreció que los hilos se hallaban en buen estado. No, no había existido la necesidad de una reparación en mucho tiempo.
Sin embargo, las huellas de los picos de escalar aparecían relativamente frescas. El hombre había usado los ganchos que se sujetan a las botas para subir a lo alto de un poste de madera. Los picos habían hecho señales y su color era algo más claro que la madera del poste.
Cuando se disponía a marcharse, vio algo rojo entre la hierba. Se agachó para recoger el objeto y vio que era una tira de fósforos de propaganda de un local, denominado Kitty's. En la tira figuraba, también, la dirección del local. La guardó pensativamente en el bolsillo y regresó a la carretera.
Casi era ya de noche cuando se acomodó en el asiento posterior del taxi. Pete parecía adormilado, con la cabeza parcialmente apoyada en el borde de la ventanilla y tuvo que sacudirle en el hombro para despertarlo.
—Vamos, Pete, es horade regresar.
El chófer se enderezó.
—Bien, señor. Disculpe, me había quedado traspuesto…
—No te preocupes.
El taxi arrancó de inmediato. Baxter se arrellanó en el asiento y encendió un cigarrillo. Apenas medio minuto más tarde, vio que subía la mampara de cristal.
— ¡Pete, por todos los diablos...! —gritó.
Casi en el mismo instante, el conductor abrió la portezuela y se lanzó fuera del vehículo.