CAPÍTULO XI
Myrna se sentó rápidamente en el suelo.
—¿Qué estás diciendo? —exclamó—. No te entiendo...
—La alianza es más estrecha que el anillo y se nota, aún, la marca que éste ha dejado en tu dedo, señora Eardnell —dijo Baxter impasible.
—Budd...
—La hija de cierto personaje importante fue secuestrada, mediante una carta suya falsificada, en la que se ordenaba entregar a la niña a la portadora de dicha carta, señora Eardnell. La secuestrada se hallaba interna en el convento de Santa Teresa y la superiora, para cerciorarse de la autenticidad de la orden, telefoneó a ese personaje, quien corroboró la carta. Mientras, la señora Eardnell, para entretener la espera, fue a la capilla, que por cierto necesita una reparación a fondo, y se entretuvo tocando en el armonio algunas piezas clásicas. Sor María de la Consolación recuerda muy especialmente un Impromptu de Schubert, ejecutado con notable brillantez—, Baxter tomó, de nuevo, la mano de Myrna—. ¿Cómo se te ocurrió meterte en estos jaleos? —preguntó.
Myrna estaba palidísima y sus bellos senos se agitaban violentamente, debido a la respiración alterada.
—Es... estaba arruinada... Me lo propusieron...
—Y tuviste que aceptar.
—Sí.
—Te dieron instrucciones, naturalmente.
—Sí.
—¿Cuál fue tu recompensa?
—Cinco mil.
—No está mal, por unas horas de trabajo
—Compréndeme, no tema otra solución...
—Bien, dejemos esto, ahora, por el momento. Myrna, ¿dónde está la ruña?
—No lo sé.
—¿Cómo? La superiora te la entregó...
—Había un coche aguardando a quinientos metros. Allí otros se hicieron cargo de la niña.
Baxter se puso en pie.
— ¡Levántate! —ordenó
Myrna, aprensiva, se puso en pie. De súbito, Baxter la agarró por una mano y tiró de ella. Un par de segundos después, la arrojaba al agua y saltaba tras ella. Myrna asomó, casi ahogándose pero Baxter la agarró por los cabellos y metió su cabeza baje el agua. La pianista se debatía furiosamente, aunque su forcejeo era inútil. Al cabo de treinta segundos. Baxter aflojó y ella asomó fuera, tosiendo espasmódicamente, a la vez que emitía agudos sollozos. Baxter embargo, no había soltado aun su frondosa cabellera.
—Si quieres, podemos seguir...
—No, no, te diré lo que sé —contestó Myrna, aterrada—. Pero déjame salir fuera, por favor,
Myrna temblaba convulsivamente. Baxter se compadeció y, dándose cuenta de que estaba derrotada, dejó que saliera fuera del agua. Buscó la toalla y se la entregó.
—Toma, sécate.
Ella se enjugó primero la cara, aunque las lágrimas continuaban fluyendo de sus ojos.
—Tienes que ayudarme, Budd. Dijeron que me matarían, si despegaba los labios —manifestó.
—Descuida, nadie lo sabrá. Vamos, habla de una vez.
—Bien, después cíe que me entregaron a la niña...
Súbitamente, por encima del fragor de la catarata, estalló un disparo.
* * *
Los tallos de hierba volaron por los aires, entre las piernas de la pareja. Myrna chilló, asustada, aunque sin comprender muy bien lo que sucedía,
Baxter cargo" contra ella, utilizando el hombro derecho. Myrna cayó de espaldas sobre la hierba, pataleando frenéticamente, en el momento en que se oía el segundo estampido. Baxter percibió el viento de la bala sobre sus hombros y rodó por el suelo varias veces, alejándose del campo de tiro del asesino.
Pero entonces se dio cuenta de que Myrna continuaba en el mismo sitio, paralizada por el terror. Su cuerpo era un blanco ideal, destacando nítidamente contra el verde del césped. Alzó la cabeza un instante y divisó a un hombre arriba, junto a la catarata, apuntando a la joven con un rifle.
La cabeza y el torso del tirador se divisaban a la perfección, recortándose con toda claridad contra el cielo. Un segundo más, pensó, devorado por una furia impotente, y aquel hermoso cuerpo se convertiría en una masa inerte.
Pero en el mismo instante, estalló otro disparo en un lugar distinto.
El emboscado se puso en pie, sacudido por una terrible convulsión. Desesperadamente, quiso alzar su rifle, pero otro disparo le arrebató las fuerzas definitivamente.
El arma escapó de sus manos. Lentamente, se inclinó hacia adelante, cayó, describió una gran parábola y se hundió en el estanque en medio de una tremenda explosión de espumas.
Baxter, asombrado, volvió la cabeza. Pete asomó, sonriendo anchamente, con un rifle en las manos.
—Parece que he llegado a tiempo —dijo el taxista, alegremente.
—Pete, si yo fuera ella, correría a echarte los brazos al cuello y te comería a besos —contestó Baxter.
Myrna recobró entonces la consciencia de su situación. Levantándose de un salto, corrió, pero no para expresar su gratitud al hombre tan oportunamente lie gado, sino para esconderse detrás de unos arbustos.
Baxter y el taxista rieron estruendosamente. Luego, Baxter se inclinó, recogió la blusa y los pantaloncitos, y se los llevó a su dueña.
—Vístete —dijo, mirándola fijamente a los ojos—. Luego hablaremos.
Myrna asintió en silencio. Baxter regresó junto a Pete.
—Una aparición muy oportuna —comentó, mientras empezaba a vestirse—. Parece, sin embargo, que no quisiste seguir mi consejo.
—Soy muy curioso —respondió el taxista. Y, por primera vez, Baxter se fijó en los ojos de Pete y vio que había desaparecido la expresión servicial que era su constante desde el primer día.
—Sí, ya veo —sonrió—. Dicen que la curiosidad es la madre de todos los vicios, pero también, a veces, salva vidas humanas.
Myrna llegó entonces, pálida todavía y con el cabello revuelto. Alargó la mano y estrechó la de Pete.
—No sé cómo darle las gracias...
—Me basta saber que está viva, señora Sage, ¿Ha conseguido algo, jefe?
Baxter sacudid la cabeza.
—Hemos venido de excursión, Pete —respondió—. ¿Sabes quién era el tipo que intentó matarla?
—No, ni creo que tampoco importe mucho. En la base de la catarata, el estanque es bastante hondo. Su cuerpo tardará todavía algunos días en salir.
— ¿No tendrás complicaciones con la policía?
Pete soltó una risita.
—Deje eso de mi cuenta —respondió—Se marchan ya, supongo.
—Sí, en efecto.
Myrna había sacado un peine del bolso y se estaba arreglando el pelo. Un poco aprensiva, vio que el rifle apuntaba a su estómago, sostenido con aire negligente por las manos de su dueño. Dio un paso lateral y el rifle giró también, mientras Pete charlaba y reía con Baxter.
De pronto, Baxter alargó la mano izquierda y levantó un poco la boca del cañón.
—Es un bonito rifle —dijo.
—Siempre resulta, útil un arma...
Crack, oyó Myrna, pasmada de asombro, mientras veía al taxista desplomarse como una masa inerte, a consecuencia del derechazo que Baxter había aplicado a su mandíbula.
— ¡Budd! —gritó.
—No te preocupes, hermosa —sonrió él.
Se inclinó, agarró el rifle y lo lanzó al centro del estanque. Luego la agarró por un brazo.
—Anda, vámonos —dijo.
—Pero...
—No hables —cortó él, imperativamente.
Cien metros más abajo, encontraron el taxi de Pete. Baxter paró su coche, se apeó y deshinchó dos de las ruedas del taxi. Luego volvió a su puesto tras el volante y dirigió una sonrisa a Myrna.
—Supongo —dijo—, que ahora me llevarás al lugar donde está la niña.
Myrna asintió, en silencio. Baxter le dio una palmada de ánimo en la rodilla.
—No temas, no te pasará nada —aseguró.
* * *
El coche se detuvo ante la puerta de una casa, perdida entre las colinas. En el jardín, una niña jugaba con un perro. Un hombre salió de la casa y se acercó, con rostro malhumorado, a los recién llegados.
— ¿Qué desean? —preguntó.
—Vengo a llevarme a la niña —contestó Myrna,
El hombre pareció sentirse desconcertado. Myrna se apeó y dio unos pasos hacia él.
—Me está apuntando con una pistola —dijo, en voz baja.
El sujeto respingó. En el mismo tono, contestó:
—Dígale que se baje, señora; yo me encargaré de él.
—Está bien. —Myrna volvió la cabeza—. ¡Ya puedes venir, Budd! —llamó.
Baxter abrió la portezuela, del coche. El sicario fue a sacar su pistola, escondida bajo la chaqueta, pero, en el mismo momento, Myrna le propinó un terrible empellón, haciéndolo trastabillar. Baxter aprovechó la ocasión, para correr hacia él y golpearle duramente el antebrazo derecho.
Se oyó un aullido de dolor. Baxter alzó la rodilla y la clavó en la ingle del sujeto que se curvó, con una mueca de agonía en su rostro. Un seco golpe a la nuca, con el canto de la mano, acabó la breve pelea.
Baxter se inclinó sobre el caído, le quitó la pistola y la arrojó a lo lejos, entre unos arbustos. Luego se volvió hacia la pianista.
— ¿Quién más está en la casa? —preguntó.
—Una mujer, la señora Tauea.
—Sin duda, conocida de la niña.
—Sí, fue su nurse en tiempos.
Baxter asintió.
—Tenía que ser así, a la fuerza —murmuró—. Myrna, ocúpate de la niña.
—Está bien.
Baxter avanzó hacia la casa. Cuando llegaba, una mujer salió a su encuentro.
Pasmado, contempló a la mujer, alta, enorme, pero no obesa, de torso robusto y piernas como columnas de acero. Ella, a su vez, le contempló inquisitivamente.
—La señora Tauea, supongo —dijo Baxter.
—Sí —contestó ella—. ¿Qué desea?
—Hemos venido a llevamos a la niña.
La señora Tauea se echó a reír.
—Ese pobre tonto de Deehito está tendido en el suelo, porque no quiso seguir nunca mis consejos —exclamó despectivamente—. Debiera haber aprendido a pelear...
De súbito, lanzó un agudo kiai y, pese a su enorme corpachón, se elevó en el aire con suprema agilidad. La punta de su pesado zapato cuadrado estaba ya a punto de llegar al mentón de Baxter, cuando éste, inclinando el torso hacia atrás, golpeó, con ambas manos juntas y hacia arriba, la pantorrilla de la mujer, haciéndola dar una voltereta completa en el aire.
La señora Tauea poseía una increíble agilidad. Todavía en el aire, se contorsionó corno un gato y cayó de cara, parando el golpe de la calda con pies y manos. En esta postura, disparó el pie derecho de nuevo, como si coceara. Otros menos precavido que Baxter se hubiera arrojado sobre ella y recibido un golpe demoledor, pero no sucedió como la “señora Tauea esperaba.
Las dos manos de Baxter asieron el tobillo, con férrea presa. Inmediatamente, Baxter echó a correr, arrastrando a la mujer por el suelo del jardín. Ella chillaba frenéticamente, a la vez que golpeaba impotentemente el suelo con los puños. Así recorrieron unos veinte metros hasta que, de súbito, Baxter se detuvo e inició un fulgurante giro sobre sus talones.
Al completar la vuelta, soltó a la mujer, que fue a estrellarse contra una palmera cercana. Ella, no obstante, se levantó, aunque ya tenía la mirada vidriosa y se tambaleaba, insegura. Baxter se acercó de nuevo y golpeó sus costados con los cantos de ambas manos.
La boca de la mujer se abrió en una mueca indescriptible. Implacable, Baxter golpeó, ahora, su cuello, de la misma forma, y ella, derrotada ya irremisiblemente, cayó de bruces al suelo.
Myrna le contemplaba, pasmada.
— ¿Era necesario...? —preguntó.
—Sí hubiese perdido la pelea, ahora estaría muerto —contestó Baxter—. Créeme, ella no habría tenido compasión de mi.
Inspiró profundamente y añadió:
—Anda, termina de preparar a la niña. Voy a ver si hay un teléfono en la casa. Cortaré los hilos; no conviene que sepan de nuestra presencia en este lugar, antes de tiempo.