CAPÍTULO XII
—Aquí estarás segura —dijo Boles aquella misma tarde.
Nan paseó la vista por el interior de la estancia en que se hallaba.
—¿Tú crees?
—Estoy convencido —respondió él—. Ahora eres la dueña de Green Gulch, pero la abuela, todavía, no puede acreditar su personalidad legalmente.
—Sí, tienes razón —admitió Nan—, Percy, ¿cómo has sabido tantas cosas?
—He tenido que investigar mucho, pero el esfuerzo ha merecido la pena. Eso supongo…
—Sí, ha valido la pena. Oye, todavía no me has dicho a quién pertenece este palacio.
Boles se echó a reír. Realmente, la casa era muy lujosa, además de confortable, y se hallaba situada en un lugar privilegiado, con vistas a un panorama maravilloso.
—Pertenece a un buen amigo y antiguo compañero de estudios, Ernest van Vliet. No creo que Tracy ni Mathieson conozcan mis relaciones con Ernest, ¿comprendes?
—Y te ha dejado las llaves…
—En cuanto le expliqué el problema. También fue él quien me prestó el dinero para rescatar la hipoteca.
—Así da gusto tener amigos —suspiró Nan.
—Ernest quiere que entre a trabajar en su empresa. Temo que habré de aceptar su oferta. Las perspectivas son excelentes en todos los sentidos.
Ella puso una mano en el brazo del joven.
—Entonces, acepta, Percy —dijo.
—Ya hablaremos de eso cuando todo haya terminado —contestó él.
—¿Tardará mucho?
—Menos de una semana, aunque es muy posible que tú no estés aquí tanto tiempo. De todos modos, en cuanto lo vea factible, enviaré a Ron para que te lleve de nuevo a la granja.
—Está bien. Percy, cuídate mucho.
—No te preocupes.
Nan sonrió. De pronto, se acercó Boles y le besó en una mejilla.
—Dios te bendiga, querido —murmuró.
Boles se rozó la mejilla con dos dedos y sonrió también.
—Eres la chica más maravillosa que he conocido en los días de mi vida —aseguró.
* * *
—Tracy, sería conveniente que nos fuésemos una temporada de la ciudad —dijo Mathieson, mientras llenaba una copa balón.
—¿Tú crees?
—Las cosas se han puesto mal. No te voy a echar las culpas, porque has hecho todo lo que has podido. Los dos hemos hecho cuanto estaba en nuestras manos para conseguir un botín que, en el último momento, se nos ha evaporado sin poderlo evitar. Pero no te voy a decir las cosas que han pasado porque lo sabes tan bien como yo. Por eso conviene que nos alejemos una temporada, hasta que las aguas hayan vuelto a su cauce.
Tracy entornó los ojos.
—Tropezamos con un tipo obstinado…
—De nada sirven las lamentaciones —dijo Mathieson fríamente—. El asunto era bueno y podíamos haber ganado millones. Pero si nos quedamos y nos encierran, aún perderemos más.
Tracy pateó el suelo furiosamente.
—Robar el testamento no sirvió de nada…
—No, no sirvió de nada —sonó inesperadamente la voz de Boles.
Mathieson y la abogada se volvieron en el acto.
—¿Qué está diciendo? —preguntó el primero—. ¿Cómo ha entrado en esta casa sin mi permiso, señor Boles?
—Llamé a la puerta y no contestó nadie; por eso me permití entrar sin su permiso —sonrió el joven—. Hola, colega. ¿Se le ha pasado ya el berrinche?
Los ojos de Tracy destellaban de furia.
—Ha venido a refocilarse con mi derrota, ¿verdad?
—No exactamente, aunque debo decir que tampoco lo lamento —contestó el joven serenamente—. He venido a hablar de otras cosas, aunque usted, a lo que parece, no estaba segura de ganar, ya que ayer, sin ir más lejos, ordenó a dos miserables que nos asesinaran a Nan y a mí. ¿Lo recuerda?
—No admitiré nada —dijo Tracy con los labios muy prietos.
—Descuide, esto no es un tribunal y yo tampoco puedo probarlo. Pero ambos sabemos que es cierto. Y usted también, ¿verdad, señor Mathieson?
El hombre no dijo nada. Vació su copa de un trago y volvió a llenarla en silencio.
—Acabemos de una vez —dijo Tracy—. ¿Qué es lo que quiere, colega?
—He venido a darles malas noticias. Por supuesto, no podía decirlo en el tribunal, pero ya tenía el testamento de Homer en mi poder. Sin embargo, como surgió la cuestión de la personalidad de Leonora, preferí no mencionar el dato. Y, en su lugar, hice que se atribuyese a Nan la condición de heredera. Más adelante se regularizará la inscripción de Leonora y Nan le venderá el valle por el simbólico precio de un dólar. Otra cosa, si se les ha ocurrido encargar su asesinato, olvídenlo, porque yo me he anticipado y está escondida en donde no se pueden imaginar.
—No pensábamos…
—Por si acaso —dijo el joven—. Porque es que de ustedes se puede esperar cualquier cosa, sobre todo si se piensa en el inmenso beneficio que esperaban conseguir con la propiedad de Green Gulch.
—También usted se habría llevado una buena tajada, estúpido —dijo Tracy rabiosamente.
—Lo sé, pero es que también a mí me gusta el valle tal como está y no cruzado por una autopista y flanqueado de fábricas y casas por todas partes, con la vegetación arrasada y las aguas contaminadas. Los ecologistas, en muchas ocasiones, se pasan de la raya, sobre todo cuando se ponen en plan fanático, pero ahora, al menos, estoy de su parte.
—De modo que lo sabía —dijo Mathieson.
—¿Acaso creyeron que me quedaría cruzado de brazos, sin intentar averiguar qué hay de valor en el valle? Homer Tiller, hace muchísimos años ya, buscó oro y petróleo, y no encontró nada. Entonces, algo tenía que haber para que ustedes quisieran comprarlo primero y luego, al ver que no podían conseguirlo legalmente, iniciaron una serie de acciones criminales que, finalmente, no les han dado el menor fruto.
—No podrá probarnos nada —aseguró Tracy—. Hemos tenido buen cuidado de…
—Eso depende de lo que diga Cramm. En esos momentos, está siendo interrogado por la policía, en relación con los asesinatos de Conrad, por no mencionar otros que ahora no hacen al caso.
—Insisto, no hay pruebas —dijo la abogada. Pero estaba muy pálida.
—Temo haber venido a darles un mal rato a los dos. Yo no lo admitiré jamás, pero encargué a un amigo que abriese la caja fuerte de Mathieson. Salvo el testamento de Homer, no tocó ningún documento, aunque sí tomó fotografías de todos los papeles que se guardan allí. Esas copias están ya en poder de la policía. Son pruebas de la corrupción de muchos políticos de la ciudad, que esperaban también ganar enormes sumas de dinero cuando se construyese la autopista a través del valle.
»Esa autopista debía ser construida, y lo será, al otro lado de las colinas del Sur, donde las tierras son baldías y, además, el trazado se acorta en un par de decenas de kilómetros, cosa que beneficiará a la comunidad, porque el costo de la construcción será mucho menor. Ustedes estaban de acuerdo con los políticos para construir la autopista con un trazado mucho más largo, pero precisamente en una zona donde la venta de terrenos habría alcanzado cifras exorbitantes. Ese proyecto, por fortuna, ya no es más que humo.
Tracy se irguió, reaccionando después de haber escuchado aquella serie de noticias catastróficas.
—De todos modos, si hay escándalo, no podrán procesarnos por algo que íbamos a hacer y no hemos hecho —dijo.
—Eso sí es verdad. No se puede encerrar a una persona por intentar hacer algo, a menos que se refiera a la vida de un semejante. Pero ya que hablamos de las vidas ajenas, tendrán que afrontar un proceso muy serio por la muerte de su esposo, señora Hibbs.
Tracy se puso lívida. Mathieson lanzó un aullido.
—¿Cómo lo sabe?
—¡Cállate, estúpido! —dijo ella—. No podrá probar nada…
—Excavarán el jardín —vaticinó Boles plácidamente.
Hubo un momento de silencio. Mathieson parecía a punto de perder el conocimiento. De pronto, Tracy corrió a una mesa, abrió un cajón y sacó un revólver.
—Voy a matarle, colega —anunció.
* * *
Boles no se inmutó.
—¿Mejorará eso su situación, señora Hibbs? ¿Cree que con mi muerte podrá salir del apuro en que se encuentra?
Mathieson dio un paso hacia adelante.
—Deja ese chisme, Tracy —gritó—. Lo mejor será que nos larguemos ahora mismo, antes de que llegue la policía…
—¡Cierra el pico, imbécil! —vociferó ella descompuestamente—. Estamos perdidos, pero este bastardo no nos verá ir a la cárcel…
Mathieson se arrojó sobre el arma y forcejeó con Tracy, que parecía haber perdido el juicio. De pronto, se oyó un estampido.
El hombre se tambaleó. Tracy, asombrada, bajó la vista y contempló el arma que tenía en la mano.
Boles no se sentía menos asombrado. Si no era Tracy la que había disparado, ¿quién…?
Pryor apareció en aquel momento con una pistola en la mano. Disparó de nuevo y Mathieson acabó por derrumbarse, hecho una masa inerte.
En la mirada de Pryor aparecía una furia indescriptible.
—Perra… Primero me engañaron, para que les ayudara… y luego, cuando pedí un poco más de dinero, un poco más, no la totalidad, quisieron apartarme, haciendo matar a mis muchachos…
Tracy reaccionó y disparó, pero erró el tiro. Pryor le metió dos balas en el estómago y ella cayó sentada.
Entonces, Boles alzó el pie y golpeó la mano armada de Pryor. La pistola voló por los aires.
Pryor lanzó un rugido de rabia. Boles disparó el puño derecho y le alcanzó en el mentón.
Fuera se oyó ruido de coches. Casi en seguida sonaron pasos precipitados.
—Llegan demasiado tarde —dijo Boles a los policías que irrumpían en la estancia.
Se arrodilló junto a la abogada. Tracy seguía sentada, con las manos en el vientre. La sangre se escurría a través de los dedos.
Ella alzó los ojos y la miró turbiamente.
—Colega…
La sangre surgió bruscamente a borbotones por su boca. Se estremeció fuertemente y luego se inclinó a un lado y se quedó quieta.
Boles se puso en pie y señaló a Pryor.
—Ahí tienen al asesino —dijo—. Luego tendrán que cavar en el jardín.
—Así lo haremos, abogado —contestó el policía que mandaba la fuerza.
* * *
Edgar llamó a la puerta de la casa, se asomó y gritó:
—¡Señorita Nan!
La muchacha contestó desde el piso superior:
—¿Qué ocurre, Ron?
—El señor Boles la aguarda junto al arroyo. Dice que vaya cuanto antes, por favor.
—Está bien, ahora mismo iré.
La voz de Leonora sonó en el patio.
—Ron, deje de hacer el vago. Hay trabajo…
—Sí, señora —contestó el gigante.
Nan se quitó la bata que empleaba para trabajar en sus diseños y se puso una camisa y unos pantalones. Luego descendió a la carrera.
—¿Adónde vas, Nan? —preguntó Leonora.
—Percy está en el arroyo. Quiere que vaya allí, pero no sé para qué, abuela.
—De acuerdo; pero no os retraséis mucho o se quemará el asado.
—Descuida, abuela.
Nan echó a correr. Cuando llegó al arroyo, presenció una escena singular.
Boles estaba metido en la corriente, descalzo de pie y pierna, en mangas de camisa y con un sombrero de anchas alas para protegerse la cabeza de los fuertes rayos de sol. En las manos sostenía algo, que agitaba con suaves movimientos de rotación.
—¡Percy! —gritó ella—. ¿Qué estás haciendo?
Boles sonrió.
—He encontrado lo que el bisabuelo Homer no pudo encontrar —contestó.
—¡Bondad divina! —exclamó la muchacha—. ¿Te has metido ahora a buscador de oro?
—Sí, pero sólo en la cantidad precisa, justo lo que necesito para hacerme una cosa muy interesante. No te creas que hay mucho más, pero te gustará tenerlo.
—Si me dices lo que es…
Boles terminó de mover la sartén y salió a terreno firme. Atónita, Nan vio en el fondo metálico un pequeño montoncito de polvo amarillo, que despedía innumerables chispitas.
—Es oro, sí —dijo.
—Si nos afanásemos mucho, puede que consiguiéramos tres o cuatro onzas. Pero yo me conformo con mucho menos…, con la cantidad necesaria para dos anillos de boda —sonrió el joven.
Nan también sonrió.
—Estás pidiéndome que me case contigo —dijo.
—¿Alguna objeción, señorita Tiller?
—Ninguna, aunque, me parece, convendría cumplir cierto trámite. No es imprescindible, claro está, pero resultaría correcto.
—¿Cuál es ese trámite? —preguntó él.
—Si me acompañas a casa lo sabrás.
—Muy bien. Espera un momento.
Boles volvió a calzarse y luego puso el polvo de oro en una bolsita. Al terminar, agarró la mano de la muchacha y empezó a caminar.
—He estado hablando con mi amigo Van Vliet —manifestó.
—¿Y…?
—Empezaré a trabajar para él después de la boda.
—Comprendo. Por cierto, hemos de devolverle el préstamo. Ya he estado en el Banco y puedo disponer del dinero del bisabuelo Homer.
—Muy bien. Respecto a los trámites del registro de la abuela, quedarán listos antes de una semana, Nan.
—Estupendo. Yo le traspasaré la cuenta y… Percy, ¿he de seguir trabajando después de que nos casemos?
—¿Por qué no? La granja está solo a diez millas de mi oficina. Puedo ir y venir a diario, es decir, si la abuela consiente en ello.
—Tengo mi habitación y es muy amplia. No habrá obstáculos, Percy.
—Es una buena perspectiva —suspiró él—. Hemos pasado juntos malos tragos, pero eso ya queda muy lejos, ¿no te parece?
Nan asintió.
—Percy, podrían haber ganado bastante dinero de todos modos si se hubiesen conformado con construir la autopista al otro lado de las colinas —dijo.
—Es cierto, pero la ambición les cegó…
—Y les salió el tiro por la culata.
—Exactamente. Nan, será mejor que lo olvidemos —propuso Boles.
—Sí, tienes razón.
Llegaron a la granja, cuando Leonora se disponía a golpear con un hierro el triángulo que colgaba del porche y que servía para anunciar la comida.
—Bueno, menos mal que llegáis a tiempo —sonrió.
—Abuela, tenemos noticias para ti —dijo Nan—. Percy y yo vamos a casarnos, pero queríamos decírtelo, por si tienes algo que objetar…
—¿Yo? No puedo objetar nada; yo no existo —contestó la anciana.
Boles avanzó hacia ella y tomó sus manos.
—Señora Tiller, usted volverá a nacer la semana próxima —aseguró.
Leonora exhaló un profundo suspiro.
—Nacer otra vez… a los setenta y ocho años… Será divertido, ¿verdad?
Miró a los dos jóvenes con ojos chispeantes y volvió a sonreír.
—Bueno, vamos adentro o tendré que tirar el asado —exclamó.
Boles asió de nuevo la mano de la muchacha. Entraron en la casa, dispuestos a vivir felices allí para siempre.
FIN