CAPÍTULO VII
El índice de Boles recorrió cierta superficie redondeada y se detuvo en un picudo vértice de color rosa fuerte. Sally se estremeció.
—No seas malo, tú —dijo.
—Es que la trampa no está completa todavía…
—No está completa —suspiró ella—. Pues ¿qué pasará cuando hayas concluido?
—La noche es larga, preciosa. Me parece que la encerrona no te ha desagradado, ¿verdad?
—Debería repetirse a diario —dijo Sally.
—Sería demasiado. Todo lo bueno, muy seguido, acaba por cansar.
—En eso sí tienes razón. Bueno, ¿qué diablos quieres saber?
Boles se sentó en la cama, sorprendido.
—Sally…
Ella giró un poco y se apoyó en un codo.
—Percy, no nos engañemos —dijo, muy seria—. Sé que estoy apetitosa, pero no soy tan tonta como para pensar que te has chiflado súbitamente por mí. Tú buscas algo más que un rato de placer, ¿verdad?
—Eres directa, Sally —comentó él.
—Es lo mejor. Tú andas preocupado con el testamento de la vieja, ¿no es así?
—¿Qué sabes del asunto?
—Browne empezó a chillar un día, diciendo que le habían robado ese testamento, pero, para mí, no era más que una comedia. La señora Hibbs le aconsejó que avisara a la policía, pero él dijo que sería una pérdida de tiempo y que no valía la pena molestar a los agentes por algo en lo que nada podrían hacer.
—¿Cómo dedujiste que era una comedia?
—Hombre, tiene un buen sistema de alarma y él lo conectaba a diario, la mayor parte de las veces, delante de mí. Ese sistema estaba conectado con la comisaría más cercana. ¿Lo entiendes ahora?
—Tú supones que fue él quien hizo desaparecer el testamento.
—O la señora Hibbs. Gritaron mucho; yo diría que demasiado, pero es para que yo lo oyese y creyese de verdad en el robo.
—Entiendo. ¿Qué más, Sally?
—Fue a partir de ese momento cuando Browne empezó a beber. Siempre había sido un abogado honesto, hasta el día en que la señora Hibbs apareció por el despacho y dijo que se convertía en su asociada. Yo pensé que Browne se negaría, pero me quedé estupefacta al ver que se convertía en un borreguito, que obedecía mansamente todo lo que ella le decía. Creo que el pobre hombre no lo pudo soportar y por eso se dio a la bebida…
Boles, muy pensativo, encendió dos cigarrillos y pasó uno a su invitada. Sally exhaló el humo largamente.
—Quizá un chantaje —dijo él, pasados unos momentos.
—Para mí no hay otra explicación.
—Sí, tuvo que ser un chantaje —murmuró Boles.
—Pero un día, cuando volvía del Tito’s como una cuba, le oí mascullar que ya estaba harto de todo y que en cualquier momento podría explotar…
—¿Cuándo fue eso, Sally?
Ella entornó los ojos.
—Dos días antes de su muerte —respondió—. La señora Hibbs trató de apaciguarlo y parece que lo consiguió. A mí —añadió la rubia— me gustaría saber qué poder tenía esa mujer sobre un hombre que siempre fue bueno y considerado conmigo. Sentí mucho su muerte, créeme.
—No lo dudo en absoluto. ¿Tienes ahora quejas de Tracy Hibbs?
—Ninguna. Se muestra cortés y amable, pero parece una gata dispuesta a enseñar las uñas en cualquier instante. Si encontrase otro empleo, me iría de inmediato, te lo aseguro.
—No lo hagas, podría sospechar de ti. Lo mejor es que continúes como hasta ahora, sin dar a entender en absoluto que sabes cosas que pueden resultar peligrosas. Disimula, es lo mejor.
—Está bien, así lo haré. ¿Qué más, Percy?
—Pues… ya no sé qué preguntarte, porque, en todo caso, para saber si Tracy hacía chantaje a Browne, habría que hablar con ella en persona y no creo que soltase prenda.
—No, no diría nada —convino Sally—. Pero, me parece, también tiene sus asuntillos… A fin de cuentas, es una mujer muy guapa y aunque se hace llamar señora, no sé todavía si es soltera, casada o viuda. Sin embargo, la he visto con un hombre en dos ocasiones.
—¿De veras, Sally?
—Es un tipo alto, distinguido, con las sienes blancas y aspecto de financiero de altos vuelos. No sé cómo se llama, pero los vi dos veces, repito, en un restaurante de los caros, el Tiberius Imperator. ¿Lo conoces?
Boles se estremeció.
—Ahí cobran hasta el aire que respiras —dijo.
Sally lanzó una risita.
—A mí como me invitaron…
—Algún día te llevaré yo a ese restaurante —prometió Boles.
Sally le abrazó ardientemente.
—Prefiero esta clase de invitaciones —aseguró, mientras buscaba sus labios con voracidad nada disimulada.
* * *
«Orión» estaba tumbado a la sombra y no se movió cuando Boles desembarcó del coche. Leonora miró al joven con sus ojos que no habían perdido brillo ni perspicacia a pesar de la edad.
—¿Nos trae algo de nuevo, muchacho? —preguntó.
—Esto vale muchísimo —dijo.
—Es un regalo para la vista y es algo que no tiene precio.
—Otros piensan que el paisaje les importa un rábano y que el valor de las tierras está en algo que todavía no alcanzo a comprender.
—No venderé, ni aunque me apliquen hierros ardientes en las plantas de los pies —dijo Leonora rotundamente—. Y no me importa lo que unos desalmados puedan o quieran hacer con el valle, porque no lo harán, mientras que yo tenga un aliento de vida.
—Durarás más que las pirámides de Egipto, abuela —dijo Nan, saliendo de la casa en aquel momento—. Hola, Percy.
—¿Qué tal? —sonrió el joven—. «Orión» no parece encontrarse demasiado bien —comentó.
—Aún no se ha repuesto del todo, pero acabará por curarse. ¿Son buenas las noticias?
—Digamos que son noticias, simplemente. Todos los tipos que tomaron parte en los asesinatos de Ushing y del abogado Browne, han muerto violentamente. El que contrató a los asesinos murió delante de mí. Iba a decirme el nombre de la persona que le había encargado esos «contratos», pero la bala que le dispararon resultó demasiado oportuna.
—Es un contratiempo muy serio, ¿no cree?
—De todos modos, voy haciendo progresos. No son rápidos, pero sí gano terreno paso a paso. Señora Tiller, ¿a cuánto asciende la hipoteca sobre la granja?
—Veinte mil dólares, más intereses —contestó Leonora—. Vence justamente el próximo jueves, a las doce del mediodía.
—Entre ella y yo reunimos escasamente doce mil dólares —dijo Nan desalentadamente.
—No se preocupen —sonrió Boles—. Arreglaré ese asunto satisfactoriamente.
Leonora se volvió hacia su nieta.
—Nan, todavía no has invitado a este muchacho a tomar un poco de café y tarta —dijo.
—¿Me acompaña, Percy? —invitó Nan.
—Espere un momento. Antes quiero hablar con Ron. En seguida vuelvo.
Edgar estaba a unos doscientos pasos de distancia, manejando un tractor. Boles echó a andar hacia su amigo.
—Es todo un hombre —dijo Leonora.
—Tú no le has visto cómo maneja los puños. Sería campeón mundial si se lo propusiera.
—El mundo del boxeo está lleno de porquería —contestó la anciana sentenciosamente—. Lo prefiero como es, joven, animoso y honesto.
—En eso estamos de acuerdo, abuela —rió Nan.
Edgar vio al joven que se acercaba y detuvo el tractor. Cortó el encendido y se apoyó en el volante.
—¿Percy?
—¿Qué tal, Ron? Esto es mejor que atender a borrachos en el bar, me parece.
—Ahora no me cambiaría por el hombre más rico del mundo —sonrió Edgar, feliz.
—Lo celebro. Ron, hay un tipo que tiene un rifle con mira telescópica y silenciador. Quiere quitarme de en medio. ¿Lo conoces?
Edgar meditó unos instantes. Luego meneó la cabeza.
—Desde luego, tipos así no abundan, pero yo no puedo darte detalles —respondió al cabo—. Oye, ¿por qué no se lo preguntas a Billy Clinger?
—No le conozco…
—Me debe un favor. Dile que vas de mi parte. Podrás encontrarlo en los billares de Mac el Chino a partir de las siete de la tarde.
—Gracias. Hablaré con Clinger. Pero ¿crees…?
Edgar soltó la risita.
—Lo que no sepa Billy, no está siquiera en los archivos de la policía —contestó.
—Muy bien, es una buena información.
—Aguarda, aún no he terminado. Oí decir a los policías que vinieron aquí, después del jaleo de la otra noche, que el compañero del muerto tenía que ser un tal Sonny Paddox. Billy te dará también detalles sobre ese fulano.
—Okay, Ron. Anda, sigue disfrutando de tu paraíso.
Edgar se echó a reír y accionó la llave de contacto. El tractor petardeó ruidosamente. Boles dio media vuelta y echó a andar hacia la casa.
* * *
Clinger se inclinó, dejó que la mirada resbalase por encima del taco y luego golpeó la bola. Cuando vio que otra bola había entrado por el agujero, se incorporó y empezó a dar tiza al taco.
—Doc Baker —dijo.
Boles estaba a su lado, vestido descuidadamente y con un cigarrillo humeante colgado de los labios.
—¿Doc Baker? —repitió, intrigado.
—Se dice de él que estudió medicina en su juventud. Otros, en cambio, aseguran que cura infaliblemente todas las enfermedades.
—¡Caramba, un hombre así tendría que ganar el dinero a carretadas!
—Si le pegan a usted un tiro en mitad de la frente, dejará de sentirse enfermo, ¿verdad?
—¡Oh! —murmuró Boles, comprendiendo el sentido de la respuesta de Clinger—. Sí, en medio de todo, es una forma de curar a un enfermo. Sin pasar por la farmacia, además.
—No se fíe de Baker. Bajo la manga izquierda lleva una pistola de una sola bala, un tubo pistola, para ser más exactos. En la pernera derecha lleva una de dos cañones. Puede darle un disgusto, a poco que se descuide.
—Ese hombre es un arsenal ambulante —respingó el joven.
—Una serpiente venenosa, a la que nadie ha conseguido aplastar hasta ahora —respondió Clinger—. Téngalo presente, abogado.
—No lo olvidaré, descuide. ¿Sabe dónde vive ese pájaro de cuenta?
Clinger se lo dijo. Antes de separarse del sujeto, Boles le hizo otra pregunta.
—Sí, conozco a Paddox. Es un matón de tres al cuarto, pese a que en todo momento trata de impresionar a la gente con sus fanfarronadas. Pero está hueco.
—¿Hueco?
—Usted le sacude un papirotazo en la nariz y Paddox cantará más que una prima donna en la ópera. Oficialmente, es el «protector» de la casa de Nita Heen, en la calle Once, pero a veces hace también otras cosas.
—Muy bien —dijo el joven—. Billy, gracias por todo.
Metió la mano en el bolsillo y sacó unos billetes, pero Clinger paró su gesto con el taco.
—Olvídelo —dijo—. Yo le debía un favor a Ron y me ha gustado muchísimo devolverlo.
Boles sonrió.
—Está bien, Billy.
Se quitó el cigarrillo de la boca, lo tiró al suelo y, tras aplastarlo con el tacón, se encaminó hacia la salida del salón de billar.
En la calle, respiró a pleno pulmón, satisfecho de abandonar aquel mefítico ambiente, en el que Clinger parecía moverse tan bien como un pez en el agua. Luego se preguntó si debería visitar aquella misma noche a Doc Barker, el hombre que curaba a tiros todas las enfermedades.
—De momento, lo mejor será matar el hambre —decidió al cabo—. Luego, ya veremos…
Y sin más, encaminó sus pasos hacia un restaurante en el que, según las malas lenguas, se cobraba hasta el aire que se respiraba. Antes de entrar, sin embargo, se puso una corbata y cambió la cazadora por una chaqueta de correcta apariencia. Era preciso estar a tono con el ambiente de un restaurante de tanto lujo.