CAPÍTULO IV
Armin Hatton abrió la puerta del apartamento, encendió la luz, dio dos pasos en el interior y se quedó parado bruscamente, como si le hubiesen clavado los pies al suelo. Sentado en un sillón, Boles sonreía placenteramente.
—¿Podemos hablar un poco, Armin?
Hatton emitió un bufido. Aún había señales en su rostro de los golpes que le había propinado su inesperado visitante.
—No tenemos nada de qué hablar. ¡Lárguese!
—Armin, comportémonos civilizadamente. Sabes que soy abogado y que seré discreto, porque así lo exige mi profesión. Pero puedo darte otra paliza y esta vez no tendría tantas consideraciones contigo.
—Demonios… No irá a decirme que lo que me dio fue una colección de palmaditas en la espalda…
—Pues… se le parecían mucho, pero era porque no tenía guantes en las manos. —Boles las sacó de la espalda y mostró unos guantes ligeros de boxeo—. Ahora pegaría con todas mis fuerzas.
Hatton sacó una pistola.
—Yo tengo esto contra sus guantes —dijo hoscamente.
—No, tú no serías capaz de disparar contra mí. No es tu especialidad y podrías verte en un aprieto de los gordos. Vamos, deja el arma y me quitaré los guantes.
El sujeto vaciló y acabó por guardar la pistola.
—Está bien. ¿Qué quiere de mí?
—Trabajas para Pryor, creo.
—Sí.
—Él fue, sin duda, el que os envió a amedrentarme.
—Sí. Pero no pregunte más, porque no acostumbra a dar explicaciones.
—¿Seguro, Armin?
Hatton asintió.
—No tengo más que decirle —contestó.
—Sospecho que Pryor no actúa por su cuenta. ¿Tienes idea de la persona que está tras él?
—No.
—¿Nunca le has visto con otro?
—Hombre, tanto como eso… Pero el señor Pryor conoce a mucha gente y…
—Armin, ¿quién mató a Browne, el abogado?
Los ojos del hércules se achicaron.
—Pete el Silbador.
—¿Lo conoces?
—Cuando él viene por la acera, yo me voy a la de enfrente.
—Un mal bicho, vamos.
—No se lo puede imaginar.
—Seguramente, mató también a tu amigo Ushing.
—Si pudiera encontrar un día a Pete desprevenido… Pero parece que tenga ojos en la nuca…
—¿Sabes dónde podría encontrarlo?
—Voy a darle un consejo, abogado: deje en paz a Pete. Ni se le acerque siquiera. Cuando alguien estornuda a su lado y hace «at», él ya tiene la pistola en la mano antes de que el otro haga «chis». ¿Me comprende?
Boles sonrió.
—Deja eso de mi cuenta —contestó—. ¿Dónde puedo encontrarlo?
—Suele ir mucho por casa de Lulú la Melones. Casi podría decir que se pasa allí la mitad de su vida. Pero no sé dónde vive…
—De modo que Lulúla Melones —Boles, muy divertido, hizo un gesto con las dos manos—. Seguro que los tiene así de gordos.
—Oh, no lo crea. La llaman así por pura contradicción. Es lisa como una tabla de planchar y ella se pone hecha una fiera cada vez que le dicen el apodo. El apellido es Durkin, «señora» Durkin, le gusta muchísimo más. Calle treinta y dos, setecientos uno.
Boles se puso en pie y guardó los guantes de boxeo en una bolsa que había llevado consigo.
—Gracias, Armin —dijo—. De modo que Lulú la Melones y Pete el Silbador… ¿por qué?
—Siempre está silbando. Yo creo que silba incluso durante el sueño.
Boles hizo un ligero ademán y salió del apartamento. Era ya tarde y tendría que posponer la visita a la casa de Lulú para el día siguiente.
* * *
La mañana del otro día se le pasó realizando diversas gestiones, que estimaba necesarias para llevar a buen fin el caso que tenía entre manos. Pasado el mediodía, telefoneó a la granja. Nan se puso aparato y él le dijo que al otro día iría con el testamento.
—Llegaré sobre las diez, de modo que ya puede avisar a los Sanders. ¿Qué tal el nuevo empleado, Nan?
—Estupendo. Es un hombre que vale…
—Su peso en oro.
—¡No! —rió la muchacha—. Su peso en comida. ¡Cielos, qué manera de devorar los alimentos!
—Eso es culpa de la abuela Leonora —contestó Boles—. Hasta mañana, Nan.
—Adiós, señor Boles.
—Percy, se lo ruego.
—Está bien, Percy.
Boles colgó el teléfono y sacó una pequeña agenda de bolsillo. Luego de consultar una dirección, salió de la cabina desde la que había hablado con Nan y echó a andar a lo largo de la acera. El despacho de Rickston Pryor estaba solamente a dos manzanas de distancia y no valía la pena gastar gasolina para recorrer un trayecto tan corto.
Pryor resultó ser un sujeto delgado, de rostro chupado, nariz ganchuda y mirada aviesa. Boles se dio cuenta de que Pryor se había puesto en guardia apenas le vio entrar.
—¿En qué puedo servirle, abogado? —preguntó cortésmente.
Boles reflexionó un instante. Ya se había sentado, pero, bruscamente, se puso en pie.
—En nada, no se preocupe. Adivino que no nos vamos a entender, de modo que, ¿por qué perder el tiempo?
Pryor respingó.
—Pero si aún no ha hablado nada…
—Claro. ¿Me va a decir usted el nombre de la persona que desea adquirir las tierras de Green Gulch?
Pryor parecía completamente desconcertado. Boles continuó:
—Tampoco va a decirme qué hay en aquellas tierras, al parecer, de gran valor, ni tampoco me dirá quién robó el testamento de Homer Tiller para obligar a su hija Leonora a vender. Por supuesto, callará también que fue usted el que envió a dos gorilas para convencerme de que no me ocupara de este caso y… Bien, puesto que no va a decirme nada de lo que espero, lo mejor será que no le haga perder más tiempo. Buenas tardes.
Boles dio media vuelta y se encaminó hacia la salida. De pronto, oyó la voz de Pryor:
—¡Espere, hombre!
El joven le miró por encima del hombro.
—¿Tiene algo interesante que comunicarme?
—Bueno… ¿Sabe qué oferta le han hecho a la señora Tiller para que venda?
—Mucho dinero, creo.
—Doscientos cincuenta mil dólares. Al contado, créame.
Boles arqueó las cejas.
—Es una oferta ridícula. Green Gulch vale lo menos el triple.
—Bien, pero el comprador tiene que ganar algo. De lo contrario, no obtendría beneficio en la operación.
—Sospecho, señor Pryor, que ese comprador ganaría diez veces más, si consiguiese la propiedad de esas tierras. Pero la dueña no quiere vender, ni aunque se ejecute la hipoteca que pesa sobre su granja.
—Entonces, lo perderá todo —amenazó Pryor.
—Todavía no ha perdido un palmo de tierra ni una brizna de hierba. Otra cosa, señor Pryor. Usted no es abogado; solamente una especie de investigador, que trabaja en este asunto y con procedimientos nada éticos. Dígame, ¿quién es el abogado que representa los intereses del comprador?
—No lo sé, señor Boles.
—Miente, pero es igual. Y ya hemos hablado bastante. Ambos conocemos las posturas de nuestros respectivos clientes. Dígale al suyo que abandone el proyecto, eso es todo.
Boles abrió la puerta. Cuando salía, oyó gritar a Pryor:
—¡A pesar de todo, echaremos a la vieja de sus tierras!
El joven no quiso molestarse en contestar. Hizo un encogimiento de hombros y buscó el camino de la calle.
* * *
Era delgada y, seguro, se afeitaba secretamente el labio superior. Boles se preguntó si no era un hombre disfrazado de mujer, a pesar del peinado recargado, los duros labios pintados rabiosamente de rojo, los grandes pendientes y el vestido estrepitosamente floreado que cubría su magra silueta. Pero Lulú sonreía amistosamente y se mostró acogedora desde el primer momento.
—Tengo todo lo necesario para que un caballero distinguido pueda disfrutar de un rato de descanso —manifestó—. Si me indica sus preferencias…
Un hombre entró en aquel instante, silbando alegremente. Era de mediana estatura, delgado, ágil y de rostro aniñado. Pero había crueldad en sus ojos muy azules.
—Hola, Lulú —saludó desenvueltamente—. ¿Dónde está Fanny?
—Ya conoces el camino, Pete —contestó la mujer.
—Está bien. Te veré después.
Pete el Silbador, ascendió por la escalera que conducía al piso superior. Boles había estado aguardando en la calle, hasta que lo vio llegar. El pistolero, sin embargo, se había metido en una tienda próxima, donde vendían de todo. Boles supuso que había entrado a comprar tabaco. Se le había anticipado en un par de minutos escasamente y ahora tenía la confirmación de que encontraría al pistolero en lo que, sin ninguna duda, era un prostíbulo.
Volvió a enfrentarse con Lulú.
—Joven y cariñosa, es todo lo que necesito. —Rió fuertemente.
—Le proporcionaré algo inolvidable —contestó Lulú, a la vez que le entregaba una llave—. Suba al número once, por favor.
—Ese número no me gusta. Le tengo cierta manía… ¿Puede darme el seis o el ocho?
—Claro, no hay inconveniente.
Boles sonrió.
—Un día once, hace un par de años, encontré a mi mujer en la cama con un fulano —mintió desvergonzadamente—. Y era el aniversario de boda, ¿sabe?
—Las hay que no tienen sentido de la dignidad —refunfuñó Lulú—. Lo siento, caballero…, aún no he oído su nombre.
Boles le guiñó un ojo.
—Smith, Joe Smith.
Lulú se echó a reír.
—Perfectamente, «señor Smith».
El joven subió al primer piso y buscó la habitación número seis. Entró y se acercó a la ventana. Había una cornisa en la pared exterior y vio que era un camino perfecto para pasar a la habitación contigua. Pero era preciso aguardar un poco.
Se acercó al tabique medianero y pegó el oído. Oyó rumores de voces y risitas femeninas, pero no pudo captar palabras inteligibles. De pronto, oyó que se abría la puerta y se separó rápidamente de la pared.
Una rubia despampanante entró y le miró con picardía.
—Señor Smith… Me llamo Arabella y estoy por completo a su disposición —dijo insinuantemente.
Boles avanzó hacia la rubia con un billete en la mano.
—La tarifa es…
—Cien dólares a la hora.
El billete fue a parar al centro del opulento escote femenino. Boles sacó otro de la misma denominación.
—Éste es para ti —dijo—. No lo menciones a Lulú.
Arabella le miró inquisitivamente.
—¿Qué es lo que quiere de mí? —preguntó.
—En la habitación de al lado está un tipo llamado Pete el Silbador.¿Cómo podrías apartar unos minutos a la chica que lo acompaña?
Arabella reflexionó unos instantes.
—Usted quiere hablar con Pete privadamente —dijo al cabo.
—Así es —confirmó Boles.
—Muy bien. Vamos a esperar un cuarto de hora, para que Lulú no sospeche nada. Luego yo me ocuparé del resto.
—Pero, mientras tanto…
Boles hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No, lo siento… y muy de veras, porque estás como para devorarte viva, pero no quiero perder facultades. Si todo sale bien, vendré a verte después de haber hablado con Pete. ¿Estamos?
—O. K. ¿Tomamos una copa mientras tanto? Está incluido en el precio de… la diversión.
—Eso ya me gusta un poco más —sonrió Boles.
Un cuarto de hora más tarde, Arabella se dispuso a salir.
—El cuarto quedará libre cuando toque en esta puerta con los nudillos dos veces —dijo.
—Entendido.
Boles se quedó solo. Pasaron unos minutos. De pronto, sintió en la puerta unos ligeros golpecitos.
Entonces, cruzó la habitación, levantó el bastidor de la ventana y puso sucesivamente los dos pies en la cornisa.