CAPÍTULO X
Salió de su casa, sumamente preocupado. Tracy guardaba un as oculto en la manga y no se le ocurría ni remotamente cuál era el truco que emplearía para rebatir sus argumentos antes el tribunal.
Ya era suficiente complicación la ausencia del testamento. El juez, no lo dudaba, aceptaría sus argumentos… a menos que Tracy presentase otros que rebatiesen los suyos de forma irrefutable.
Tenía que averiguar a toda costa cuál era el truco. Alguien más lo sabía y, sin duda, era Hankey Crumm, el hombre que se encargaba de contratar asesinos y matones.
Esperó en las inmediaciones de la casa de Crumm hasta cerca de las once de la noche. Al fin, lo vio llegar en su coche, apearse y cruzar la acera.
Crumm era un sujeto de mediana estatura, fornido y de rostro inteligente. Sin embargo, no se dio cuenta de nada hasta que, tras haber abierto la puerta, alguien le retorció el brazo derecho a la espalda.
—Adentro —ordenó Boles—. Y no grite, o le haré astillas los huesos de este brazo.
Crumm no intentó resistirse. Estaba sorprendido, pero supo en el acto que su posición era desventajosa.
—¿Boles? —dijo.
—Ha hecho diana, amigo —rió el joven.
—No podía ser otro. En los últimos tiempos, ha demostrado ser usted un enemigo digno de consideración.
—Gracias por el elogio. Usted no es tampoco manco.
—Lo seré, si no afloja…
—Ni lo sueñe. Crumm, usted es el hombre de paja de… ¿quién?
Crumm apretó los labios. Boles aumentó la presión.
—Si cree que no voy a romperle el brazo, guarde silencio —amenazó.
Gotas de sudor aparecieron en la frente de Crumm. Boles hizo más fuerza.
Crumm lanzó un aullido.
—¡Basta, por el amor de Dios!
—¡Amor de Dios! —repitió Boles coléricamente—. ¿Invocaba también su nombre cuando ordenaba a Baker matar a la gente? ¡Vamos, conteste de una vez; no pienso esperar un segundo más!
—Mathieson… —jadeó el sujeto.
Boles tomó impulso y lanzó a Crumm contra la pared. El sujeto rebotó y volvió a los brazos de Boles, quien de nuevo retorció el del sujeto.
—¿Qué relación hay entre Mathieson y Tracy Hibbs?
—Son… socios… —jadeó Crumm.
—¿Nada más?
—Bueno, figúrese el resto…
—¿Está casada ella?
—El marido desapareció… hace tiempo. Nadie sabe dónde está…
—¿Ha muerto?
Crumm guardó silencio. Boles apretó una vez más.
—¡Hable!
—Hibbs murió; es todo lo que sé.
—Pero nunca fue enterrado públicamente. ¿Dónde está su cadáver?
Crumm ya no podía soportar más el dolor.
—En… la trasera del jardín de la casa… de Mathieson…
—Es suficiente —dijo el joven—. Crumm, si sabe lo que le conviene, cerrará la boca, porque ellos no tendrían piedad de usted. Le harían algo más que retorcerle el brazo, créame.
Soltó al individuo y éste se volvió, mascullando interjecciones. Boles le hizo callar de un seco derechazo al mentón, que lo derribó instantáneamente sin conocimiento.
Cuando salió de la casa, se fue directamente al bar de Mac el Chino.Billy Clinger estaba allí, con su sempiterno taco en las manos.
—Hola, Billy —saludó—. Usted ya devolvió el favor que le debía a Ron, pero ahora necesito que me haga uno a mí, personalmente. Le pagaré bien y lo mismo digo del hombre que me va a recomendar.
Clinger no se inmutó.
—Puedo recomendarle cualquier clase de especialista, excepto en asesinatos. Soy enemigo del derramamiento de sangre —contestó.
Boles rió, satisfecho.
—Le aseguro que no se derramará una sola gota de sangre —dijo.
* * *
El hombre recomendado por Clinger empezó su tarea a las doce y media de la noche y terminó tres horas más tarde. Antes del amanecer. Boles ya tenía en su poder un par de carretes de fotografía, que llevó a revelar apenas se abrió una tienda de un conocido suyo.
A las once de la mañana estaba en posesión de una serie de secretos que le dejaron estupefacto. Por su profesión, estaba acostumbrado a ver muchas cosas, pero aquella podredumbre le hizo ver que aún no conocía el mundo lo suficientemente bien como para no sentir extrañeza por nada ni por nadie.
—Si el contenido de esa caja fuerte se hiciera público, explotaría media ciudad —murmuró.
De pronto, llamaron a la puerta.
Era Nan. La muchacha le miró sonriendo.
—He venido a la ciudad a hacer unas compras. ¿Qué noticias hay?
—¿Noticias? Tirarían de espaldas a un elefante, si tuviese la suficiente inteligencia para comprender lo que ocurre.
—En tal caso, yo soy la elefanta, porque no entiendo nada…
Boles la agarró por un brazo.
—Entra y lo sabrás todo —dijo—. Te aseguro que mañana nos vamos a divertir mucho en la audiencia.
—No creo que sea un asunto que haga reír a la gente…
—Nosotros sí reiremos al final, aunque piensen lo contrario —afirmó Boles—. ¿Tomamos un poco de café?
—Bueno, pero empieza ya a hablar, hombre. No me tengas sobre ascuas —protestó la muchacha.
—Mathieson es el que quiere hacer el negocio —dijo Boles, mientras arrimaba la cafetera al fuego—. Es un personaje de relieve en la ciudad, con gran atractivo personal, y numerosas relaciones en las capas altas, especialmente entre los políticos. A él se debe la idea de comprar Green Gulch y, créeme, si lo hubieran conseguido, el beneficio líquido, al final de la operación, no habría bajado de cinco millones, limpios de polvo y paja.
—Me dejas sin respiración. ¿Tanto vale el valle?
—Nan, la cifra mencionada es un cálculo a la baja; pudiera ser que la cifra definitiva fuese de siete u ocho millones. Pero tal como ellos tienen organizado el asunto, los cinco millones están garantizados. Aunque, desde luego, no los obtendrán en un abrir y cerrar de ojos, pero sí en un par de años.
—Increíble —dijo ella—. Sin embargo, sospecho que ese beneficio se conseguiría a costa de la destrucción del valle.
—Puedes tenerlo por seguro… Eh, se te ha soltado el pelo —exclamó él de repente.
Nan sonrió, a la vez que llevaba las dos manos a la cabeza, para asegurarse el peinado mediante un largo agujón, con cabeza hecha de una perla. De pronto, se quitó la aguja y sacudió la melena.
—Es una incomodidad y así está mucho mejor —dijo, mientras se prendía la aguja en el escote—. Continúa, Percy.
—Disculpen, amigos, pero mucho temo que van a tener que continuar la charla en otro sitio —sonó de repente una voz extraña.
Nan volvió la cabeza y lanzó una exclamación de sorpresa al ver a dos hombres en el umbral de la cocina y ambos armados con sendas pistolas. Boles, por su parte, sintió que los pelos se le ponían de punta.
Aunque sólo los había visto en una ocasión, los reconoció de inmediato. Eran los mismos que habían asesinado a Hyleck, y con aquella pareja de matones, se dijo, sus trucos resultarían inofensivos por completo.
* * *
Les habían pillado por sorpresa, reconoció amargamente. Los pistoleros habían entrado en silencio y no se habían dado cuenta de su presencia hasta que habló uno de ellos. Pero, rehaciéndose, sacó el pecho y avanzó hacia los intrusos.
—¿Puedo saber qué es lo que quieren? —preguntó.
—No hay inconveniente. Usted y la chica van a venir con nosotros.
—¿Adónde?
—Ya lo sabrán, no se preocupen —fue la respuesta del pistolero—. Escuchen con atención. Vamos a salir de aquí, con aspecto normal. No hagan nada extraño, no griten, no llamen la atención, o vaciaremos los cargadores sobre sus cuerpos. ¿Lo han entendido?
Boles asintió. Agarró el brazo de la muchacha y la empujó hacia la salida.
—Será mejor que hagamos lo que nos dicen, Nan.
—Me gusta su comportamiento, abogado —dijo el pistolero.
Había un coche grande, negro, parado junto a la acera. Uno de los asesinos se sentó tras el volante. El otro quedó a la derecha de Nan, situada en el centro. La pistola se apoyó sobre el muslo derecho de la joven.
—Compórtate bien —insistió.
El coche arrancó. Durante un buen rato, ninguno de los cuatro despegó los labios. Boles, sin embargo, cuando vio que salían de la ciudad, decidió hacer una pregunta al hombre que iba con ellos.
—Si van a matarnos, ¿por qué no lo han hecho en mi casa, como hicieron con Hylbeck?
—Ustedes son un caso distinto. A Hylbeck no le echará nadie de menos. La cosa se pondría fea para nosotros si hubiesen sonado tiros en su casa.
—Lo cual quiere decir que los tiros van a sonar donde nadie los oiga.
—Exactamente.
El coche rodaba ahora a buena velocidad. Boles empezó a devanarse los sesos, buscando la forma de salir de aquel atolladero. Los pistoleros eran hombres experimentados, robustos, y no se dejarían sorprender fácilmente. Incluso sin armas y a pesar de su habilidad como pugilista, no habría podido derrotarles, caso de emprender una lucha con las manos desnudas.
El pistolero se relajó un poco, al comprobar la docilidad de los prisioneros. Su mano derecha retrocedió ligeramente y se apoyó ahora en la propia pierna izquierda. Boles no dejó de observar el detalle.
Transcurrieron unos minutos. De pronto, el conductor se desvió hacia su derecha y el automóvil se adentró por un camino sin asfaltar, que se retorcía entre unos árboles mustios y casi desprovistos de hojas. Era un paisaje diferente del de Green Gulch, pero también abundaban los matorrales y, sobre todo, la ausencia de edificios era total. Boles adivinó que el final estaba solo a unos pocos minutos.
Volvió los ojos hacia la muchacha. En el rostro de Nan había una expresión de angustia que no podía ocultar. Boles levantó la mano derecha y se frotó la solapa. Con el índice izquierdo, sin alzar la mano, señaló algo que ella llevaba prendido en el pecho.
Nan bajó la vista un instante. Luego volvió a mirar al joven y le hizo un rápido pestañeo de asentimiento. A Boles le dolía mucho dejarle a ella la iniciativa, pero era la única solución que tenían para salir de aquel apuro.
Con aire natural, Nan se llevó la mano unos momentos a la cara y se frotó la mejilla. Luego la hizo resbalar y la dejó apoyada en el pecho. Lentamente, fue cerrando los dedos sobre la aguja de cabeza de perla.
Durante un instante, volvió la vista a su derecha. El pistolero continuaba en la misma posición, con la mano apoyada en la rodilla izquierda y el arma algo desviada hacia adelante. Pero era evidente que podía encañonar a los prisioneros al menor gesto sospechoso.
Muy despacio, Nan sacó la aguja y la sujetó con dedos firmes. Súbitamente, alzó un poco la mano y golpeó hacia abajo con todas sus fuerzas.
Se oyó un espantoso alarido. El pistolero se retorció convulsivamente. Boles se dio cuenta de que tenía la mano clavada a su propia pierna. Los dedos habían aflojado la presión sobre el arma y, estirando el brazo, se apoderó de ella, antes de que el conductor tuviese tiempo de saber lo que sucedía.
Nan empujó aún más la aguja, que llegó hasta su final, y mantuvo fieramente la presión. El pistolero se debatía frenéticamente, a la vez que gritaba de forma horrible. Boles no le hizo caso; adelantó un poco el torso, agarró al otro por el cuello y le puso la pistola junto a la oreja.
—¡Para, para ahora mismo o te salto la tapa de los sesos!
El coche frenó violentamente. Nan lanzó un grito de angustia.
—¡Percy, date prisa! ¡No puedo contenerle por más tiempo!