CAPÍTULO VIII

Cuando cruzaba la acera vio que se paraba un taxi, del que descendió una mujer, elegantemente vestida. Boles, de modo maquinal, se detuvo para cederle el paso. Ella le miró y se sorprendió al verle allí.

—Señor Boles…

El joven se sobresaltó ligeramente.

—¿Cómo está, señora Hibbs? Una agradable coincidencia, ¿no le parece?

Tracy pareció dudar un momento, pero se rehízo casi en el acto.

—Sí, muy agradable —convino.

Entraron en el local. El maitre conocía a la abogada, porque acudió corriendo a recibirla.

—Señora Hibbs, es un placer… ¿La acompaña este caballero?

—No; solo, nos hemos encontrado en la puerta, Justin —respondió ella.

—Pero si la señora Hibbs me lo permite, yo la invitaría a cenar con mucho gusto —exclamó Boles.

—Gracias, ya tengo un compromiso. ¿Justin?

—Por aquí, señora, tenga la bondad —dijo el maitre—. Un momento, señor, en seguida le atenderé.

Boles fue conducido poco después a una mesa y encargó el menú. Tracy estaba casi en el extremo opuesto, aunque podía verla perfectamente. Sin embargo, simuló concentrarse en la cena, cosa no difícil por otra parte, porque tenía verdadero apetito. Sin embargo, se estremeció al pensar en la cuenta. «Tendré que salir de aquí, como en los chistes, vestido solamente con un tonel vacío», se dijo.

Poco después entró un hombre, que se dirigió rectamente hacia la mesa ocupada por la abogada. Boles vio así que Sally no le había mentido.

Se preguntó quién podría ser aquel sujeto. Parecía hombre de próspera posición y, en apariencia correcto y educado, debía sin embargo de ser un tipo enérgico y acostumbrado a ser obedecido sin rechistar.

Esperó hasta la hora de abonar la cuenta. Cuando vino el camarero, enseñó un billete de diez dólares de más.

—El hombre que está con la abogada Hibbs —susurró—. Cuidado, no mire, no quiero que se den cuenta.

El camarero hizo un leve gesto de complicidad.

—Wilbur Mathieson, señor —contestó.

Boles se puso en pie.

—He cenado como nunca —dijo—. Dígaselo a Justin, para que se lo transmita al chef.

—Así lo haré, señor.

Boles salió del restaurante. El nombre de Mathieson le sonaba. Tendría que averiguar más datos de él y sabía quién podía facilitárselos. Iría a ver a su amigo al día siguiente, porque también quería pedirle otro favor.

Pero antes tenía que hacer una visita y no quería posponerla por más tiempo.

—Conviene batir el hierro en caliente —murmuró, mientras ponía el coche en movimiento.

* * *

Aunque ordinariamente respetuoso de la ley, Boles, en alguna ocasión, había cerrado los ojos a ciertas menudas infracciones, como por ejemplo entrar en casa ajena sin permiso del dueño. El corredor estaba desierto y, después de mirar a derecha e izquierda, tanteó el pomo de la puerta.

«Muy descuidado —comentó para sí, al ver que la puerta no estaba cerrada con llave—. O tal vez demasiado seguro de que no va a ser sorprendido».

Empujó un poco la puerta. La voz de un hombre, que le resultó conocida de inmediato, llegó a sus oídos.

—¿Está noche? Es un poco precipitado… Bien, quizá sea mejor así y pueda pillarle desprevenido… Pero eso aumenta el precio en un cincuenta por ciento… ¡No me discuta! O paga o me quedo en casa… Ah, eso ya está mejor. Conforme, pues; esta misma noche. Le aseguro que ese tipo tan molesto no leerá el periódico mañana en el desayuno.

Boles asomó la cabeza. El dueño del apartamento estaba en pie, vuelto de espaldas a él. Sobre el diván vio un rifle de caza, con un cilindro en el extremo del cañón.

Baker colgó el teléfono y se metió en el interior del apartamento. Boles terminó de entrar, corrió hacia el diván y se apoderó del rifle, que dejó en el suelo, al otro lado. Acto seguido, se apostó junto a la puerta.

Del cuarto de baño le llegó el ruido de la cisterna que se vaciaba. Luego oyó la voz de Baker que tarareaba entre dientes una vieja melodía.

«El muy… —se indignó—. Piensa matarme esta noche y se siente tan contento…».

De pronto, obedeciendo a una inspiración, se inclinó y recobró el rifle. En silencio, movió el cerrojo y puso una bala en la recámara. Continuó esperando.

Baker salió momentos después, silbando alegremente. De súbito, se detuvo, como herido por el rayo.

Boles captó el estremecimiento de sus hombros al darse cuenta de la falta del rifle. Baker, sin embargo, era hombre experimentado, porque no cambió de postura ni siquiera volvió la cabeza.

El joven aguardó todavía unos momentos. Baker fue el primero en hablar.

—Está a mis espaldas —dijo.

—Sí —contestó Boles.

—¿Puedo conocer su nombre?

—Iba a usar el rifle esta noche. Ahora lo tengo en mi poder.

—Es un arma magnifica. Estoy muy contento de él: no me falla nunca.

Boles sintió unos terribles deseos de apretar el gatillo, pero logró contenerse. Sin embargo, levantó muy despacio el cañón del arma y lo situó a medio palmo de la cabeza del asesino.

—Baker…

—¿Quién le ha dicho mi nombre?

—Tengo buenos informadores.

—Y, además, es muy rápido.

—Baker, no se anda por ahí asesinando a la gente, sin que, tarde o temprano, se divulgue la noticia. Puede que los que le conocen callen, porque no tienen simpatías hacia la policía, pero eso se sabe y alguno acaba por hablar.

—Sí, ya lo veo. Oiga, ¿le importa que me vuelva? Me disgusta hablar con un visitante, sin mirarle cara a cara…

Boles actuó velozmente y puso el cañón en el cuello del sujeto.

—¡No se mueva! —rugió—. Si pestañea tan sólo, apretaré el gatillo.

—Tiene miedo, ¿eh? —rió Baker desdeñosamente.

El joven tardó unos segundos en contestar. Aquel hombre, de apariencia inofensiva, que habría podido pasar por un veterano oficinista, resignado a una vida mediocre y sin alicientes, era en realidad un sujeto terriblemente peligroso y desprovisto por completo de todo sentimiento de piedad.

—Baker, levante las manos y júntelas por encima de su cabeza —dijo al cabo.

El asesino obedeció.

—¿Está bien así?

Boles empujó un poco con el rifle.

—Y ahora, maldita sea, va a decirme quién le pagó para matarme —exclamó—. Doc, usted conoce su rifle mil veces más que yo y sabe que no hará ruido. Créame, apretaré el gatillo si antes de cinco segundos no me ha dado la respuesta que espero.

Baker se dio cuenta de que el joven no bromeaba. Boles vio en su mejilla un delgado reguero de sudor. Quizá, por primera vez en su vida, aquel sanguinario asesino conocía la auténtica sensación del miedo.

—Hankey Cramm, es todo lo que sé —contestó instantáneamente.

—¿No sabe dónde vive?

—No. Sólo nos vimos una vez, hace tiempo. Desde entonces él me llama siempre por teléfono.

—Y, claro, le envía el dinero por correo…

—Usted, ¿qué cree?

—Baker, ¿cuánto valgo yo?

—Cinco mil.

—Más el cincuenta por ciento, como prima por trabajo urgente y nocturno, ¿eh?

—Le corre prisa, es todo lo que sé.

—Muy bien, ya tengo bastante. Siga así, no se mueva.

Boles alargó la mano izquierda, hurgó en el interior de la manga del traje de Baker y encontró el tubo-pistola, del que tiró con suavidad, hasta sacarlo por completo.

—Está bien informado, en efecto —comentó el asesino inexpresivamente.

—Tiene todavía otra pistola en la pierna derecha, pero le costaría más tiempo sacarla. Ahora ya puede volverse, Baker.

El hombre obedeció. Boles le miró y vio en sus ojos una expresión que le hizo sentir miedo. Baker se había visto humillado y derrotado indecorosamente, y era algo que no perdonaría jamás. Un hombre de su experiencia podía perder la reputación si se sabía que había sido sorprendido y desarmado con toda facilidad. «En estos momentos pagaría por el placer de matarme», pensó.

Repentinamente, Baker lanzó un aullido, que cogió desprevenido al joven. Al mismo tiempo, Baker alargó las manos, agarró el cañón del rifle y dio un violento tirón hacia sí, confiando sin duda en recuperar el arma, debido a la sorpresa de su visitante.

Casi logró lo que se proponía. Las manos de Boles resbalaron a lo largo del arma, pero el índice presionó el gatillo.

Baker abrió los brazos violentamente y dio un enorme salto hacia atrás. Los pies se habían despegado un palmo del suelo. Al caer, se quedó inmóvil, con los brazos y las piernas en alto.

La bala se hundió en la pared opuesta, después de atravesar el cuerpo del asesino. La boca de Baker se abrió un par de veces, dijo algo ininteligible y luego dobló la cabeza un poco a su derecha. Los ojos quedaron muy abiertos, fijos en el techo.

Boles inspiró profundamente. Era una suerte, se dijo, que Baker hubiera sido aficionado a los silenciadores. El disparo no había hecho ruido apenas. Ningún vecino se habría dado cuenta de lo sucedido.

Al cabo de unos segundos, sacó un pañuelo y empezó a limpiar sus huellas. Seguramente no le pasaría nada si la policía le detuviese, pero el caso de Leonora Tiller podría sufrir un gravísimo perjuicio.

Por otra parte, la policía encontraría aquella bala y la compararía con la que había matado a Conrad. Así sabrían que Baker era el autor de aquella muerte.

Se marchó tan discretamente como había venido. Hankey Cramm, quienquiera que fuese, se había ahorrado siete mil quinientos dólares.

* * *

El lujoso despacho indicaba a las claras que su ocupante rezumaba prosperidad por los cuatro costados. Ernest van Vliet se puso muy contento cuando vio entrar a un viejo compañero de estudios.

Durante unos momentos, Boles y Van Vliet rememoraron una época maravillosa de su juventud. Luego, Boles dijo:

—Ernie, dejemos esto. Los recuerdos sólo traen melancolía y lo que pasó ya no se puede repetir.

—Sí, tienes razón —convino Van Vliet con un suspiro—. Sólo se tienen veinte años una vez en la vida. Pero, dime, ¿qué te trae por aquí? Sabes que me habría gustado tenerte en la empresa como abogado, pero tú eres demasiado independiente… Y sin embargo, nos hiciste salir vencedores en el pleito contra la McKesson & Whiterock… Por cierto, al consejo de administración le pareció que nos habías pasado una minuta muy módica…

—Cobré lo que me pareció adecuado al asunto —sonrió Boles—. Bueno, Ernie, te lo voy a soltar. No me preguntes para qué, porque no te lo diré por el momento. Tengo unos cinco mil dólares en bonos, acciones y una cuenta en el Banco y una casa que vale veinte mil y pico. Préstame veinticinco mil, con ésa garantía.

Van Vliet no vaciló.

—¿Sólo eso me vas a pedir? —dijo.

—Hombre, no te voy a pedir también la Luna.

Van Vliet sacó su talonario de cheques, extendió uno por la cifra mencionada y se lo entregó al joven.

—Tu palabra es la mejor garantía, Percy —aseguró.

—Gracias, buen amigo. Puedes tener la seguridad de que antes de una semana te habré devuelto el préstamo.

Boles se puso en pie. De pronto, pareció recordar algo.

—Ernie, tu empresa tiene algo que ver, a veces, con compra de tierras —dijo.

—Sí, en ocasiones, aunque no es muy frecuente. ¿Por qué lo dices, Percy?

—¿Has oído hablar alguna vez de las tierras de Green Gulch?

—¡Green Gulch! —Se sobresaltó Van Vliet.

Boles captó en el acto lo que había de sorpresa en su amigo.

—¿Qué pasa con esos terrenos, Ernie?

Van Vliet se lo explicó. Boles movió la cabeza varias veces.

—Conque era eso —murmuró.

—Sí, en efecto, Percy —confirmó el otro.

Boles sonrió alegremente.

—Ernie, buen amigo, lo que acabas de decirme vale casi tanto como el dinero que me has prestado. Créeme, me has hecho un inmenso favor.

—El favor me lo harías tú si te avinieras a trabajar para nosotros —se lamentó Val Vliet.

—Cuando termine con el asunto de Green Gulch, vendré aquí y discutiremos ese tema —se despidió Boles.