CAPÍTULO II

Abrió la puerta y vio a dos hombres correctamente vestidos, pero mal encarados y de expresión adusta y nada amistosa. Uno de ellos medía casi metro noventa y era ancho de hombros y muy fornido. El otro era de su misma estatura, un tanto grueso y de piel enfermiza.

—Caballeros…

—¿Es usted el abogado Boles? —preguntó el más bajo.

—En efecto, lo soy, pero en estos momentos atiendo a un cliente…

—Oh, sólo vamos a estar un minuto. Permítame, abogado.

El joven cedió, por no mostrarse descortés, y se apartó a un lado. Los visitantes cruzaron el umbral. El más bajo continuó llevando la voz cantante.

—Señor Boles, tenemos entendido que van a confiarle un caso acerca de la venta de ciertos terrenos situados en las inmediaciones de Green Gulch, ¿no es así?

—Perdonen, pero no tengo por costumbre discutir los asuntos de un cliente con personas ajenas al mismo. Hagan el favor de marcharse inmediatamente.

El individuo meneó la cabeza tristemente.

—Es una lástima —dijo—. Hemos venido en son de paz y usted no quiere avenirse a razones. Armin, ¿quieres convencer al señor Boles de que le resultaría muy conveniente olvidarse de Green Gulch?

—Oh, sí, con mucho gusto, Emil —contestó el gigante.

Boles adivinó lo que iba a suceder y levantó una mano.

—Aguarde un instante, Armin —pidió.

El sujeto le miró asombrado. Con toda tranquilidad, Boles se quitó la chaqueta y, después de doblarla cuidadosamente, la dejó en una silla. Luego adoptó la postura de un pugilista de principios de siglo.

—Cuando guste, Armin.

El gigante se echó a reír burlonamente. De pronto, disparó un golpe.

El puño parecía una maza, pero sólo encontró el vacío. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que le sucedía, Armin sintió un vivísimo dolor en el pómulo izquierdo.

Atraída por la curiosidad, Nan había abandonado la cocina y contemplaba la escena desde la puerta. Le pareció que estaba viendo algo increíble.

Armin rugía de furia, mientras descargaba golpes que nunca encontraban su destino. Ágil como una ardilla, Boles saltaba continuamente, a derecha e izquierda, y cada uno de sus golpes llegaba al cuerpo o a la cara del gigante.

El otro no se sentía menos estupefacto. De pronto, comprendió que era preciso hacer algo y sacó una corta porra.

Nan gritó. El pie izquierdo de Boles se elevó rapidísimamente y golpeó el mentón del sujeto, que se desplomó en el acto.

Armin lanzó un rugido de rabia, pero los golpes continuaban llegando implacablemente a su destino. Ya tenía cerrado el ojo izquierdo, los dos pómulos hinchados y los labios partidos.

De pronto, Boles desencadenó una furiosa serie al hígado. Armin boqueó angustiosamente y abrió los brazos. Boles tomó impulso y descargó un seco derechazo al mentón de su adversario. Armin puso los ojos en blanco y cayó de espaldas.

El suelo retembló con el impacto. Boles se volvió sonriendo hacia la muchacha.

—Las torres más altas caen más fácilmente —dijo con jovial acento.

—¡Bondad divina! —exclamó la muchacha—. ¿Dónde aprendió a boxear de semejante forma?

—Fui campeón de peso medio en la universidad. Me propusieron pasar al campo profesional, pero no me seducía la idea de rodar por los cuadriláteros y acabar un día convertido en una ruina humana. A propósito, ¿quién es el presunto comprador de las tierras de la abuela Leonora?

—Un tal Rickston Pryor, aunque sospecho que se trata de un hombre de paja de alguien que no quiere dar la cara —contestó Nan.

—Sí, es muy posible. Nan, ¿quiere traer una jarra con agua fresca?

—Claro.

Cuando volvió de la cocina vio que Boles tenía en las manos dos pistolas y una navaja automática, además de la porra que el más bajo había intentado utilizar infructuosamente.

—Estaban bien armados —comentó.

—Son tipos que se ganan la vida con la violencia —dijo el joven.

Unos chorros de agua fresca despertaron a los durmientes. Boles esperó a que estuvieran en condiciones y entonces les señaló la puerta.

—Vayan a ver al señor Pryor y díganle que no sólo no quiero dejar el asunto de Green Gulch, sino que es él quien debe olvidarlo por completo. La dueña no quiere vender y es preciso respetar su voluntad.

El más bajo se frotó el mentón, mientras dirigía al joven una venenosa mirada.

—Abogado, admiro su valor, pero las guerras no se ganan únicamente con valor —dijo—. Oirá hablar de nosotros, no se preocupe.

—En tal caso, ustedes lamentarán haber tratado de intimidarme —repuso el joven fríamente—. ¡Vamos, despejen! Quiero desinfectar la atmósfera de esta casa.

Los dos hampones se marcharon. Boles se volvió hacia la muchacha.

—Tengo las manos hinchadas —sonrió—. Voy a ver si me las arreglo un poco, porque luego tengo que trabajar en unos documentos que su abuela ha de firmar mañana.

—¿Para qué? —se extrañó Nan.

—Sencillamente, concediéndome poderes a fin de representarla ante los tribunales. ¿No le dije antes que ya tenía la solución?

—Sí. ¿Cuál es?

—Permítame que me la reserve por el momento. A propósito, si el bisabuelo Homer otorgó un testamento, ¿qué abogado le representaba?

—Gerald Browne. Le daré su dirección…

—Me suena —dijo Boles—. Mañana iré a verle, antes de dirigirme a la granja. —Sonrió brillantemente—. Por cierto, aún no sé el camino. ¿Quiere indicármelo, Nan?

—Con mucho gusto —accedió la muchacha.

* * *

Mientras desayunaba, leyó el periódico y encontró una noticia que juzgó interesante.

El hombre asesinado en plena vía pública se llamaba Mario Ushing y estaba empleado en las oficinas de un tal Rickston Pryor, quien había declarado ignorar por completo los móviles que habían inducido a unos desalmados asesinos a cortar la vida de uno de sus más fieles empleados. A Boles se le antojó muy sospechoso todo aquello, pero, por el momento, tenía cosas más importantes que hacer y dejó de lado aquel asunto.

Dos amigos del muerto, Armin Hatton y Emil White habían sido interrogados también, pero ambos habían manifestado no saber nada del caso. «Mentirosos», pensó Boles. Apartó de su mente aquel asunto. Terminó de desayunar y se dispuso a salir. Media hora más tarde, estaba conversando con una atractiva secretaria.

—Quiero hablar con el abogado Browne —manifestó.

—El señor Browne no está en estos momentos —dijo la secretaria—. Pero si quiere hablar con su socio, la señora Hibbs…

Boles arqueó las cejas.

—No sabía que el señor Browne tuviera un socio —manifestó.

—Oh, sí, entró a formar parte del bufete hace un par de meses. ¿Desea que le anuncie?

Una puerta se abrió en aquel instante y una hermosa mujer, de unos treinta y cinco años, se hizo visible.

—Sally, ¿no ha vuelto aún el señor Browne? —preguntó.

—No, señora Hibbs, aunque no creo que tarde mucho…

La mujer fijó la vista en Boles.

—¿Desea algo, caballero? —preguntó.

—Vine a hablar con el señor Browne, pero puesto que no está, volveré en otro momento, señora —contestó el joven.

—Soy su socio y puedo atenderle perfectamente. Me llamo Tracy Hibbs —dijo ella.

—Percy Boles, señora. Bien, de todas formas, expondré mi caso, aunque dudo mucho…

Tracy Hibbs sonrió.

—Entre, por favor, señor Boles.

Era muy guapa y vestía con sobria elegancia. El traje, muy ajustado, mostraba unas curvas estallantes, llenas de atractivos. El pelo era muy rubio y estaba peinado con la severidad apropiada a su posición. Pero en los ojos, marrones, había astucia y experiencia.

—Siéntese, señor Boles —indicó Tracy con cortés ademán.

—Muchas gracias, señora Hibbs. En primer lugar, debe saber que soy colega suyo.

—Ah, abogado… ¿Tiene algún problema con nuestra oficina?

—Espero que no —sonrió el joven—. Represento a la señora Leonora Tiller, heredera legítima del difunto Homer Arthur Tiller, quien depositó su testamento en este bufete. El testamento ha desaparecido, según he sido informado, y puesto que fue el señor Browne quien, precisamente, se encargó del asunto…

—Conozco el caso —atajó Tracy—. Lamentablemente, ocurrió algo muy desagradable. Cierta noche, entraron ladrones en la oficina y se llevaron el testamento del señor Tiller, amén de otros documentos de importancia. Pero de todos esos documentos existían las correspondientes copias, de modo que los clientes no perdieron nada.

—Debo suponer que no existía copia del testamento del señor Tiller —dijo Boles.

—Así es, pero fue porque no dio tiempo a redactar las copias correspondientes ni a su inscripción en el registro. Sin embargo, el testamento, como usted no ignora, continúa teniendo toda validez.

—Sí, pero ¿dónde está ahora?

Tracy hizo un ademán de resignación.

—¿Quién sabe? —contestó—. Lamento no poderle darle datos al respecto, aunque pienso que debió de ser destruido. ¿No lo cree usted así?

—Tal vez, señora.

Boles se puso en pie.

—Celebro haberla conocido, colega —dijo.

Tracy le tendió la mano.

—Ha sido un placer, señor Boles —sonrió.

El joven salió al antedespacho. La secretaria le guiñó un ojo.

—No se fíe de esa lagarta —dijo en voz baja.

—¡Hum! —murmuró el joven.

—Usted ha venido a ver al señor Browne, ¿no es cierto?

—Sí, en efecto.

—Entonces, vaya a verle al bar de enfrente, el Tito’s. Se pasa allí la mayor parte del tiempo.

—No me diga…

—No sé qué le ocurre de un tiempo a esta parte. El señor Browne fue siempre un hombre abstemio y ahora no puede pasar sin beber más de diez minutos… Algo le ocurre, pero no sé qué puede ser…

—Trataré de preguntárselo yo mismo. Por cierto, ¿cómo se llama usted?

—Sally Simpson, señor.

—Un día de éstos la invitaré a cenar, Sally. Gracias por todo.

Boles abandonó la oficina y se dirigió al ascensor. Momentos después, salía a la calle.

Desde la puerta del edificio contempló la muestra del bar situado en la otra acera. Luego miró su reloj.

—Las diez y media y ya está dándole a la botella —dijo disgustadamente.

Había cerca un paso para peatones y esperó a tener la luz verde para cruzar. Cuando lo hacía, vio que se paraba un coche negro frente al Tito’s.

Un hombre se apeó y atravesó la acera, metiéndose en el bar acto seguido. Boles continuó avanzando.

De pronto, oyó tres estampidos en rápida sucesión.

La gente salió atropelladamente del bar. Boles se paró.

El hombre que había visto segundos antes salió a la carrera, se metió en el coche y éste arrancó instantáneamente. Boles apretó los puños.

Sin haberlo presenciado, sabía ya lo que había sucedido.

Ya no podría hablar con Browne. Momentos después, confirmaba sus sospechas al ver el cuerpo hecho un ovillo al pie del mostrador.

—¿Lo conocía usted? —le preguntó uno de los policías que habían acudido al producirse el suceso.

Boles negó con la cabeza. Luego dijo:

—No, jamás lo había visto hasta ahora.

Y no mentía.

* * *

Avanzó lentamente por un camino flanqueado de copudos castaños de Indias, alternados con robles y olmos y, casi de repente, se encontró frente a la granja.

El edificio estaba en perfectas condiciones, apreció. Boles se sintió al momento atraído por la belleza del paisaje.

—Y pensar que está solamente a diez millas escasas…

Le parecía haber llegado a una especie de paraíso terrenal. Vio macizos de flores y trozos, aunque pequeños, cubiertos de césped brillante de verdor. También divisó un gran aljibe circular, de unos doce metros de diámetro, que sobresalía dos del suelo. Un poco más allá, se veía el brillo intermitente del arroyo que cruzaba el valle entre álamos y chopos de Virginia.

Las vallas ofrecían un aspecto impecable. Boles se preguntó cómo era posible que una mujer que pasaba de los tres cuartos de siglo pudiese cuidar tan bien de la granja.

Un enorme perrazo dormitaba a la sombra de un alero. El animal despertó de pronto y caminó perezosamente hacia el automóvil que acababa de detenerse. Boles se había apeado ya. El perro se le acercó, husmeó un poco y volvió grupas, para tenderse de nuevo en el mismo sitio.

—Simpático animal —dijo.

El valle era relativamente angosto y las laderas de las colinas que lo formaban, cuyas cumbres se hallaban a una distancia media de dos kilómetros, aparecían cubiertas de vegetación. Aquel paraje ofrecía un encanto irresistible y, de pronto, Boles deseó ser dueño de aquellos terrenos y tener mucho dinero para quedarse allí eternamente y disfrutar de una vida idílica y sin complicaciones.

Avanzó unos pasos. Repentinamente, oyó un estampido.

La tierra se levantó en un surtidor delante de sus pies. Luego oyó una áspera voz de mujer que le conminaba a detenerse.

—¡Párese ahí, señor, o no respondo de mi dedo índice!

Boles levantó las manos inmediatamente.

—¡Vengo en son de paz, señora! —gritó.

Una mujer, con el pelo completamente blanco, apareció, dando la vuelta a una esquina. Llevaba unas antiparras montadas al aire y se cubría con un sombrero de fibra, de anchas alas. Las manos, enguantadas, sostenían el rifle con granítica firmeza. Pese a la vida al aire libre, el cutis de la anciana era sorprendentemente suave y delicado.

—¿Quién es usted, forastero? —preguntó ella belicosamente—. ¿Acaso otro de los granujas que quieren robarme mis tierras?

—Señora, yo…

Boles no pudo continuar. Nan asomó a una de las ventanas del piso superior.

—¡Abuela, es el abogado que te mencioné anoche! —exclamó.

Leonora Tiller bajó el rifle.

—Con que es usted el picapleitos que viene a resolver mis problemas —dijo—. Vaya, pensé que sería viejo, gordo y que llevaría una botella asomando por el bolsillo de su chaqueta, pero me equivoqué de medio a medio. Es joven y, además, parece un figurín. ¿Ha tomado ya el biberón del desayuno, pollo?

Boles contuvo una carcajada.

—No, abuelita —contestó—. Pero lo tomaré con mucho gusto si me lo ofrece usted.

Nan apareció en aquel momento y corrió hacia el recién llegado.

—Entre en la casa —invitó—. Dispense a mi abuela, pero en los últimos tiempos hemos tenido algún contratiempo y ya no se fía de nadie que no conozca.

—Éste es mi único amigo —dijo Leonora, palmeando enérgicamente la culata de su viejo rifle—. Un amigo seguro, que nunca falla, puedo asegurárselo.

Boles hizo una profunda inclinación.

—Tendré un gran placer en situarme a la altura de su rifle, señora Tiller —aseguró solemnemente.