CAPITULO XII

Pasó largo tiempo antes de que los dos enamorados escucharan un leve ruido allí abajo, en el pasadizo secreto, seguido por la aparición, paulatinamente más intensa, de una luz en la boca del pozo. Verna se envaró y Lynn le susurró al oído:

—Ponte al otro lado.

—¿Qué harás?

—Sorprenderlo cuando aún esté a medio salir del pozo.

La muchacha obedeció sin hacer ruido. Lynn sacó y amartilló el revólver, poniéndose de pie y aguardando.

La luz llenó débilmente la boca del pozo. Luego se notó la serie de ruidos producidos por el indio que subía la tosca escalera. Y, finalmente, Juan emergió, portando en una mano el quinqué.

Rápido, Lynn se inclinó y le puso el revólver en la nuca.

—No te muevas.

El indio se quedó rígido unos instantes. Luego movió la cabeza ligeramente descubriendo a Verna, que lo apuntaba con otro revólver. Permaneció impasible su rostro como tallado en piedra rojiza.

—Soy yo, ama Verna — dijo pausadamente—. Estoy muy contento de verla sana y salva…

—No hagas discursos y sal — le ordenó Lynn secamente—. Verna, tómale el quinqué y ponlo encima de la mesita.

La joven obedeció y retrocedió mientras salía el impasible indio. Lynn lo mantuvo de espaldas y le quitó el revólver y el cuchillo de caza, tirándolos sobre la cama. Para ello, dominando su dolor, usó la casi inútil mano izquierda. Verna permanecía alerta al indio.

—Trae una buena soga, Verna.

La muchacha salió. Juan se volvió entonces, despacio, mirando fijamente a Lynn.

—Tú eres el hombre que vino aquí hace días — dijo. Y nada, en su voz o en su mirada, revelaban sus pensamientos.

Lynn asintió.

—Lo soy. Supongo que te gustaría saber lo que pasó anoche aquí…

—Ya lo sé. Mientras te buscábamos llegaron unos que atacaron la casa y se apoderaron de la muchacha. Cuando regresó Barlow ellos lo mataron. Y tú, que nos engañaste hábilmente allí arriba, mataste a dos después, haciéndoles huir a los otros con la muchacha. Supongo que pudiste rescatarla y habéis regresado a por lo que hay en la cueva.

—Eres muy listo…

—Sé leer huellas.

—¿Y qué supones que va a suceder ahora?

—Me matarás. Ya tienes lo que querías, a la chica. Ella odiaba a su padrastro, no querrá un testigo de lo que aquí ocurrió.

—Explícate.

—Yo conozco a todo el mundo aquí. Podría contar una historia diferente que os pusiera a ti y a ella en mala situación. Eso no os conviene, por eso te hizo regresar para cogerme y matarme.

—En eso estás equivocado. Ni soy un forajido ni Verna es una malvada vengativa. Te ataremos ahora para nuestra seguridad, pero más tarde te dejaremos libre.

El indio no contestó palabra. Regresó Verna con una larga soga y Lynn, que no podía hacerlo, le indicó cómo tenía que atar al pima, cosa que ella realizó lo mejor que pudo. Terminada la tarea, Lynn examinó los nudos y reforzó con su mano derecha los que encontró más débiles. Luego lo dejaron en la habitación principal, regresando ellos al dormitorio de Verna, que inquirió a media voz:

—¿Qué haremos con él?

—Es peligroso pero no lo podemos matar fríamente, sería un asesinato. Tampoco lo podemos soltar, al menos mientras yo no haya recuperado mis fuerzas lo suficiente. Ahora no puedo usar la mano izquierda para nada.

—Podemos mantenerlo encerrado en la misma cueva…

—Ya estoy pensando en eso. Pero ante todo es preciso bajar a la cueva y recuperar tu dinero. Sospecho que él debe haberlo encontrado y, tal vez, lo cambió de escondrijo en previsión de que pudieras regresar.

—¿Tú crees?

—Todo es posible. De modo que bajaremos ahora y, si resulta como he dicho, habrá que hacerle hablar. Lo bajaremos a la cueva y lo retendremos allí hasta que nos diga dónde ocultó el dinero. Vamos ahora.

—¿Por qué no más tarde?

—Ahora. Olvidas nuestro estado. Necesitamos dormir mucho y no podremos hacerlo tranquilamente hasta tanto no tengamos certeza de la situación.

Verna no puso más objeciones. Tomando el quinqué, descendió la primera y Lynn la siguió con toda suerte de precauciones.

La cueva parecía hallarse en el mismo estado que la recordaba de su anterior visita. Verna avanzó derechamente al fondo a la derecha y al llegar a la pared alumbró una grieta pequeña situada a unos cuatro metros de altura, una de tantas como se divisaban.

—Ahí arriba lo escondió mi padrastro — dijo—. Yo le sostuve la luz mientras lo hacía.

Lynn examinó el lugar e hizo una mueca.

—Tendrás que subir tú. Yo no podría. Dame el quinqué.

Alumbró a la muchacha mientras ella trepaba con cuidado por las anfractuosidades de la roca. Una vez arriba, Verna se puso a tantear en la grieta.

—Aquí está. Juan no lo ha encontrado.

—Échalo abajo.

Era una bolsa de recia piel y pesaba lo suyo. Produjo un golpe sonoro al chocar contra el suelo. Verna descendió cuidadosamente y los dos se arrodillaron junto a la bolsa. Lynn hizo una mueca.

—El indio la encontró.

—¿Por qué lo dices?

—Ese nudo. Un blanco no lo haría. Juan ha debido bajar la bolsa y abrirla para examinar su contenido, luego volvió a ataría y a subirla, dejándola donde estaba. No pudo imaginarse que regresaríamos, tan pronto. Tal vez planeó esperarnos emboscados y matarnos antes de que pudiéramos reaccionar, para luego quedarse tranquilamente dueño de todo.

—¿Qué haremos ahora?

—Dejar aquí el dinero. Siempre estaremos a tiempo de sacarlo antes de marcharnos y no podemos correr riesgos inútiles. Regresaremos arriba, aseguraremos a Juan de modo que no pueda darnos un disgusto, atrancaremos puertas y ventanas y nos echaremos a dormir. Necesitamos reponer fuerzas. Vamos.

No se molestaron en volver a colocar la bolsa llena de monedas en su escondrijo. Pero en el mismo momento en que Lynn se incorporaba y Verna lo hacía sosteniendo el quinqué, estalló un disparo de rifle con potentes ecos.

Lynn oyó el disparo cuando, con su mano sana, alzaba el pesado saco de oro haciéndole dar un giro en el aire para echárselo sobre el hombro derecho. Casi junto con el estallido percibió el choque seco y potente del proyectil…

—¡A tierra!

Verna había gritado involuntariamente. Ahora se tiró al suelo mientras lo hacía el propio Lynn, soltando el saco de monedas.

—¡Apaga el quinqué!

Un nuevo disparo coincidió con su orden y el gesto de Verna soplando al quinqué, que se apagó, dejándolos a oscuras. El segundo proyectil pegó en tierra entre ambos, pasó aullando junto a las narices de Lynn y se perdió, inofensivo.

Lynn estaba dando gracias por su infinita buena suerte y la precipitación mí atacante. El primer proyectil había ido a chocar contra el saco de monedas y contra su cuerpo. Ahora estaban en igualdad de coacciones…

—¡Escúrrete hacia, esos fardos a tu derecha! — le susurró a Verna mientras sacaba su revólver y se incorporaba con presteza, olvidando el dolor de su herida del brazo. Luego, sin esperar respuesta, avanzó encogido, alerta…

Tenía una idea vaga de la situación de los diversos bultos de mercaderías que llenaban aquella zona de la cueva. El segundo disparo había sido hecho desde le parte donde desembocaba el túnel que venía de la cabaña. Luego Juan se había podido desatar armándose con un rifle y viniendo a matarlo.

Ahora el indio tendría que jugárselo todo al albur de un disparo afortunado, no podía saber si él o la muchacha fueron alcanzados por los anteriores y tendría que avanzar, buscándolos. Pero probablemente no usaría más el rifle, sino el cuchillo. A oscuras, el arma de fuego resultaba más embarazosa que útil…

Lynn estaba acostumbrado a pelear y no le habría dado mayor importancia de no hallarse Verna por medio. Así, tendría que aquilatar sus movimientos, actuar con la máxima cautela

Dejó transcurrir cinco minutos en completa quietad, escuchando. Oyó leves ruidos indicadores de la presencia de Verna pero nada hacia dónde debía encostrarse Juan. Sin embargo, el indio ya estaría avanzando.

¿Por qué lado?

Decidió quedarse donde estaba. Era lo más inteligente. El pima iba a razonar que avanzaría a su encuentro para tratar de localizarlo o tal vez que se mantenían juntos Verna y él. Y no se quedaría quieto, sino que, convencido de su mayor habilidad, intentaría lograr un ataque por sorpresa…

Todo estribaba en la capacidad de Verna para dominar sus nervios. Si la muchacha no le respondía, si se descubría intempestivamente llamándolo, todo se iría al traste…

Pasaron diez minutos. Un silencio angustioso lo dominaba todo. ¿Dónde estaría el pima? ¿Cuándo y cómo atacaría?

Verna se mantenía acurrucada junto al montón de mercaderías, con los nervios de punta y desarmada. Conocía lo suficiente a Juan para saber lo peligroso de su situación y también que si hacía algo, un movimiento brusco, una llamada, le indicaría al pima su posición y su soledad. No deseaba morir ahora, que todo lo bueno del mundo lo tenía casi conseguido…

Pero el silencio, la soledad, la intensa premonición de peligro, la embargaban más y más, enervándola hasta un extremo que se le hizo insoportable. Y al cabo de un tiempo que no pudo precisar, pero que le pareció tremendamente largo, llamó en un susurro:

—¡Lynn! ¡Lynn!

Lynn no le contestó. Apretando la boca, se dispuso a disparar. Porque sin duda el pima había oído la llamada…

Ciertamente, Juan la había oído. Le costó poco libertarse de unas ligaduras demasiado inhábiles para su destreza y, tomando el rifle de Lynn, bajó a la cueva decidido a matar al intruso que trataba de quitarle su bien ganado botín. En cuanto a Verna, pensaba divertirse con ella un poco y luego matarla. Después se marcharía lejos con todo, regresaría a su tribu, para ser allí un hombre poderoso y respetado…

Descubrió el resplandor del quinqué al desembocar en la cueva y vio emerger por detrás de unos bultos a Lynn y a Verna, a quince metros de distancia, bien delimitados por la luz. Pero equivocó el movimiento de Lynn y disparó sin advertir lo que el cazador estaba realizando hasta que fue demasiado tarde. Al verle caer no pudo saber si lo había herido o no, pero el subsiguiente apagón le dijo que, en todo caso, no estaba tocado seriamente.

Entonces dejó el rifle y empuñó su cuchillo de caza, arma para él mucho más segura en la oscuridad. Sus mocasines no hacían el menor ruido y conocía al dedillo la cueva, así como la situación de cuanto en ella había almacenado. Avanzó, pues, dando un amplio rodeo, pegado a las paredes de roca, eludiendo chocar con los obstáculos, calculando al centímetro…

Estaba a media docena de metros de Verna y a tres escasos de donde Lynn era todo oídos, conteniendo el aliento, cuando la muchacha llamó. Deteniéndose, tragó aire con ansia mientras esbozaba una sonrisa triunfal. El hombre se había separado de la mujer, sin duda estaba allí delante buscándolo. Bien, la atraparía con facilidad y, cuando él regresara en su ayuda…

Avanzó encogido, el cuchillo alistado para golpear, rodeando el montón de mercaderías que tenía a Lynn al otro lado. Y éste le oyó llegar cuando, prácticamente, ya lo tenía encima.

Lynn actuó con movimientos rapidísimos, pero sin pensar, igual que combaten los animales en la selva. Girando sobre sus pies hizo fuego…

El disparo estalló casi en la cara de Juan, deslumbrándolo. Como iba encogido y con el cuchillo alzado casi a la altura del rostro, el proyectil, tras arañarle apenas la nariz, le pegó de lleno entre el dedo anular y el dedo medio, apretados sobre el puño del cuchillo, quebrándoselos y chocando contra la empuñadura de cuerno, que rompió, desviándose y atravesando limpiamente la palma de la mano.

El dolor fue atroz y obligó a Juan a soltar el cuchillo. Pero el indio era muy duro y sabía lo que se estaba jugando. Dio un salto de tigre, chocó contra Lynn antes de que pudiera volver a disparar y con su mano izquierda le aferró la muñeca derecha, echándole el cañón del arma hacia arriba.

Lynn apretó de nuevo el gatillo, pero el disparo salió desviado e inofensivo. Luego, los dos hombres cayeron al suelo, sobre el brazo herido de Lynn, que gruñó al doloroso golpe…

En condiciones normales, la superioridad física de Lynn hubiera decidido rápidamente la pelea; pero ahora él estaba muy debilitado y el pima luchaba con la energía de la desesperación, como un tigre acorralado y herido. Los dos hombres bregaron jadeando, con una mano inútil cada cual, rodaron por el suelo, uno tratando de disparar con más fortuna, el otro de impedirlo…

Verna vio los dos fogonazos y cómo chocaban ambos hombres, oyó los ruidos de la feroz lucha y comprendió que estaba dirimiéndose allí delante, en la oscuridad, su futuro, su posibilidad de vivir y ser feliz. Por unos instantes permaneció como agarrotada, pero luego se lanzó adelante, decidida a actuar.

Chocó contra los combatientes, perdió el equilibrio con un grito y cayó de rodillas, mientras Lynn le gritaba:

—¡Apártate…!

Aquel choque permitió a Juan colocarse sobre Lynn. El pima le dobló el brazo armado y le plantó encima la rodilla. No podía utilizar la mano destrozada pero, en un alarde de estoicismo, la alzó y apretó el antebrazo sobre la garganta de Lynn, que pugnaba por libertarse. Con la mano libre intentó arrancarle el revólver…

Verna se incorporó, enardecida y asustada, alargó una mano y tocó un cuerpo. Más el instinto que otra cosa le dijo que tocaba al indio. Y como estaba erguido, el que se hallaba debajo tenía que ser Lynn…

Sin pensarlo siquiera, la muchacha se echó adelante, abrazó por la espalda a Juan y le buscó la cara. Antes de que el indio pudiera sospechar su intención le había encontrado los ojos y clavaba en ellos los dedos con violencia.

Juan aulló de dolor, soltó a Lynn y se sacudió, echando el codo izquierdo atrás y golpeando a Verna en el costado. La muchacha sintió que se desmayaba, pero no soltó su presa.

Juan se incorporó llevándola a su espalda como pantera que atacó a un búfalo. Echando la mano atrás, el pima la agarró por los cabellos y tiró salvajemente, tanto que, ahora, Verna se vio forzada a quitarle los dedos de los ojos. El pima la golpeó rabiosamente con el antebrazo y el codo derechos, porque el dolor de sus ojos era aún superior al de su mano. Gritando, Verna se vio proyectada hacia atrás, chocó contra una caja grande, perdió momentáneamente el sentido…

Lynn se incorporó jadeando, con el revólver aún empuñado, y al oír el grito de Verna, con el inmediato ruido del choque de su cuerpo contra el cajón, supo lo que sucedía, movió la mano armada y, un par de segundos después, disparó.

Juan estaba prácticamente cegado, porque los dedos de Verna le habían reventado el ojo izquierdo y casi el derecho. Loco de dolor y de rabia, se movió hacia delante buscando a su enemigo, delató su situación y aceleró su fin. Esta vez, el proyectil disparado por Lynn le entró en el estómago y siguió una trayectoria oblicua hacia arriba, tocándole el lóbulo inferior del corazón. Estaba muerto antes incluso de tocar el suelo.

Se hizo un silencio atroz, insoportable. Lynn se incorporó sintiendo correrle la sangre por debajo del vendaje hacia la mano. Estaba mareado y necesitó afianzarse sobre ambas piernas para tragar aire y dominar el deseo de dejarse caer.

—¡Verna! ¡Verna!

La muchacha ya volvía en sí. Al oír su llamada sintió una viva alegría y reaccionó nerviosamente, alzándose con esfuerzo.

—¡Lynn! ¿Estás bien?

—Sí… ¿Y tú?

—También… ¡Lynn!

Avanzó a oscuras, con las manos extendidas, buscándolo. Tropezó con el cadáver de Juan, lo rodeó y chocó casi contra Lynn, que instintivamente dobló su brazo sano sobre ella, oprimiéndola contra su pecho. La muchacha se le agarró de modo convulsivo.

—¡Lynn! ¡Lynn!

No podía decir otra cosa. Ni hacía falta. Quedaron así, conscientes de haber superado el último obstáculo, envueltos en la densa oscuridad de la caverna, con el muerto a sus pies…