CAPITULO III
Lynn se había sentado en el resobado sillón de cuero y contemplaba a la muchacha en su afán de alistar lo necesario para la cura. Por su parte, Verna actuaba sin mirarlo sino de reojo mientras rumiaba el plan que se le había ocurrido, un plan descabellado, sin duda, pero tal vez factible.
Lo curó con delicadeza y habilidad, vendándolo apretadamente. En todo el tiempo ninguno pronunció palabra. Fue al traerle ella un vaso de licor cuando Lynn rompió el difícil silencio.
—Usted es un ángel, señorita Spencer. Doy gracias a Dios por haberla encontrado en mi camino.
Ella lo miró con fijeza.
—¿Es usted religioso, señor Fraser?
—No suelo asistir a los oficios, pero si desea saber si creo en Dios le diré que sí, a mi modo. Todos los que vivimos solitarios en la pradera creemos en Él con mayor o menor fuerza, pero sinceramente, pues a diario tenemos mil pruebas de Su presencia.
—¿A qué se dedica? ¿Es buscador de oro?
—No. Soy cazador, he guiado caravanas y también fui guía del Ejército. Hace un tiempo un amigo mío llamado Bill Thomas me habló de los yacimientos auríferos del Colorado y me ofreció asociarnos. No me ilusionaba demasiado la cosa, pero tanto insistió que accedí. Él venía directamente y yo aún debía dejar una caravana en Santa Fe. Cuando lo hice adquirí equipo y subí al Norte. Mi amigo debe encontrarse, según quedamos, en algún punto alrededor de Dolores, que supongo no debe hallarse lejos.
—A unas cuarenta millas. A mitad o menos de esa distancia está otra población minera, Cascadas.
—¿Es allí adonde fue su padre?
—Sí. Pero no es mi padre, sino mi padrastro.
—Ya… Perdone, pero…, ¿su madre?
—Murió hace un mes.
—Cuánto lo siento… Debe de encontrarse muy sola ahora, muy triste. Yo me sentí igual al perder a la mía, cuando tenía doce años.
Verna no le quitaba ojo. Y sentíase dominada por una extraña comezón no del todo debida a sus planes y la excitación nerviosa, lógica por la situación. De modo que también él había perdido a su madre… No le parecía ahora tan viejo, tal vez no sobrepasara los treinta años. Eran la barba y la demacración…
—¿Qué hará ahora? ¿Piensa buscar a su amigo?
—Sí. Y en cuanto tenga armas y un caballo me pondré a buscar a quienes me asaltaron. Tengo una deuda que cobrarles.
—Dijo que no era un forajido…
—Y no lo soy. Pero he estado tan cerca de morir como un hombre pueda estarlo y durante semanas viví como un animal salvaje, por su causa. Considero que ellos me deben algo.
—¿Los matará?
—Si me obligan sí. Pero si puedo se los entregaré a un sheriff para que los juzgue. No me gusta matar, puede creerme.
—Pero ha matado…
—Si. La frontera es salvaje, usted debe saberlo. Están los indios, también los merodeadores blancos y mejicanos. Hay que combatir y, a menudo, matar para no ser muerto. Pero eso no significa que me guste.
Ella lo estaba tanteando. Aquel desconocido debía ser un enemigo peligroso y una fuerte protección en su estado normal. Sólo que ahora estaba debilitado y descarnado por la tremenda ordalía sufrida. En un par de semanas, por lo menos, no se hallaría en condiciones de poder afrontar peleas…
—Usted debe encontrarse muy débil — dijo, cautelosa—. Con todo lo que ha tenido que pasar…
Lynn esbozó una sonrisa seria.
—No podría sostenerme a caballo más de dos o tres horas sin tener que descansar y, desde luego, cualquiera podría tumbarme de un puñetazo ahora — admitió — Por eso si completara su obra de caridad prestándome alguna comida, cerillas y los medios para construir trampas, le quedaría muy agradecido. Me mantendré lejos de las aglomeraciones humanas hasta tanto haya recuperado mis fuerzas; luego buscaré a mi amigo y en cuanto tenga dinero le prometo venir a pagarle.
—No diga eso. Le daré comida y todo lo demás.
—Gracias. Voy a seguir abusando. ¿No podría prestarme la navaja de afeitar de su padre?
Cuando Verna lo vio, recién afeitado, el corazón le dio un vuelco y sintió vivo calor en el rostro, una sofocación inesperada, una desazón íntima y grata. Él era aún más joven de treinta años, sin duda. Y, a pesar de su palidez y demacración, muy bien parecido…
Lynn advirtió algo, pero no estaba tan acostumbrado a tratar con mujeres como para sospechar la verdad. Por su parte sentíase un tanto desasosegado por la situación, la belleza y el encanto de Verna Spencer, pero no pasaba de ahí ni se hacía aún preguntas.
—Esto es otra cosa — afirmó mientras le devolvía los trebejos de afeitar—. Limpio y afeitado un hombre se siente mejor, más civilizado…
Ella no le sostuvo la mirada ni le contestó.
Estaba cayendo la tarde y el silencio era profundo en el valle. Frente a ellos, el par de altas montañas de ci-i mas nevadas semejaban dos gigantes impenetrables recibiendo el homenaje solar. El viento era fresco y tonificante. Habían salido al porche y Lynn señaló un punto entre los grandes montes.
—Bajé por ahí. He tardado cuatro días en alcanzar la cima del collado y jornada y pico en el descenso.
—Ese es el Grizzly y ese otro el Grayrock. Al otro del lado del valle está el monte Santa Rosa. El río nace allí arriba, al pie de ese paso que conduce a Telluride, una nueva población minera al otro lado de las montañas. Toda esta región está salvaje.
—Sí, ese parece… ¿A qué se dedica su padrastro?
—Pues… Es comerciante. Vende a los viajeros de paso y compra pieles.
—No debería dejarla sola. ¿Cree que regrese antes de la noche?
Iba a contestarle Verna cuando vio a los dos jinetes por el recodo del sendero, a trescientos metros de distancia valle abajo. Su cambio de expresión alertó a Lynn, que se volvió a mirar.
—¿Son ellos?
—No. Mi padrastro no regresará hoy.
—Oh…
—Venga dentro.
Sin rechistar, y con otra mirada a los jinetes, Lynn la siguió al interior, donde Verna echó mano al rifle.
—No tengo armas para usted —dijo con voz tensa—.Pero esos dos deben habernos visto y no podemos ocultarnos.
—¿Habría que hacerlo?
—Nadie que cabalgue por aquí es trigo limpio, seño Fraser.
—Entiendo — Lynn estaba reflexionando aprisa. Verna cargó el rifle con seco gesto y fue a la puerta, pero él la detuvo. — Aguarde.
—¿Qué?
—Vendrán alerta. Pero ignoran quién soy y si estoy armado. A veces conviene ser cauto y usar de la astucia.
Ella lo miró con fijeza.
—¿Qué pretende?
—Engañarlos. No hay luz aquí dentro suficiente para averiguar detalles. Cualquier cosa puede pasar por un revólver. Me iré ahí, al fondo, y me quedaré quieto. Ellos habrán de pensarlo antes de actuar.
Verna le sostuvo unos instantes la mirada. Luego, siguiendo un impulso, le tendió el rifle.
—Tome.
Lynn no lo cogió. La miró a los ojos.
—No me conoce. Puedo ser tan malo como cualquier otro.
—Usted dijo antes que ni las fieras atacan a quien los alimenta y cura sus heridas.
Lynn esbozó una seria sonrisa y cogió el rifle.
—Procuraré ser digno de esa confianza, señorita Spencer.
Ella estaba sintiéndose absurdamente segura, como no lo estuvo desde el fallecimiento de su madre. Calló y empuñó el pequeño revólver. Lynn se movió pausado hacia la puerta y ella fue a la ventana, entreabriéndola.
Los dos jinetes venían tranquilos, al parecer. Uno de ellos daba la impresión de no encontrarse bien y, al estar cerca, Lynn se dijo que venía herido. Los caballos parecían vulgares, pero resistentes, la clase de animales que podían necesitar los vagabundos fuera de la Ley.
Estos dos podían clasificarse así. El herido tendría unos veinticinco años y llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, el otro era diez años mayor tal vez, fornido, más bien bajo, de rojiza barba y corva nariz. En realidad venían alerta, porque no les gustó la acción de la pareja al meterse en la casa.
—Barlow no quiere que veamos a su mujer — gruñó al herido—. Debe de ser muy guapa.
—Olvídate de eso ahora; lo importante es que te curen, perdiste mucha sangre.
—Sí…
Siguieron al paso y se detuvieron a media docena de metros del porche, escudriñando hacia la puerta abierta y la figura humana allí semi invisible. El más viejo gritó broncamente:
—¡Hey! Barlow! ¿Es que no nos conoces? No temas, no venimos a cortejar a tu mujer. Jay viene herido, hay que atenderlo.
Lynn miró hacia Verna, que había apretado la boca. Luego habló frío y pausado:
—Levanten las manos y no hagan gestos raros, les estoy apuntando.
Los dos jinetes se sobresaltaron y se miraron, envarándose. El más viejo barbotó:
—¡Tú no eres Barlow!
—Seguro. Obedezcan o empiezo a disparar.
Lo hicieron muy despacio, el herido alzando sólo la mano sana.
—¿Dónde está Barlow? — inquirió, cauteloso, el pelirrojo.
—Salió de viaje. ¿Son amigos suyos?
—¡Claro que lo somos! ¿Y tú, quién eres?
—Otro amigo. Desmonten, pero dejen los caballos y los rifles ahí.
Lo hicieron tras mirarse de nuevo. Y avanzaron despacio, algo encogidos, tratando de encontrar las facciones de Lynn, que lo impidió retrocediendo al interior. Verna se había corrido a un gesto suyo hacia la puerta y quedó pegada a la pared, aguardando.
Los dos visitantes entraron, delante el herido, sin quitar ojo a Lynn. Por eso no vieron de momento a Verna.
—Quietos ahí. Verna, desármalos.
Ambos se volvieron a mirarla, pero había bastante oscuridad para que no pudieran advertir gran cosa. Ella se movió veloz y les quitó los revólveres, separándose con agilidad y yendo a colocarlos al fondo, sobre una mesita redonda.
—Ahora pueden seguir y sentarse. Verna, encienda el quinqué y luego cierre la puerta.
Fue significativo que no hablara ninguno de los dos recién llegados. Tampoco se sentaron, mejor dicho lo hizo el herido, quedando el otro en pie. Verna dejó los revólveres y fue a cerrar la puerta, finalmente prendió fuego al quinqué colocado sobre la mesa y miró de reojo a los visitantes. Tanto ella como Lynn advirtieron la profunda impresión que descubrir su juvenil belleza les causaba.
El más viejo se mojó los labios significativamente. Era un lobo de largos colmillos, tan peligroso como cualquiera. Lynn advirtió que tomaba buena nota de su estado físico y de su falta de cinto con revólver. El herido tampoco era de fiar.
—De modo que son amigos de Barlow… ¿Sus nombres?
—Me llamo Guthrie y éste es Jay Clanton. Y sí, somos sus amigos. Pero a ti y a la chica no os conocemos…
—Me llamo Fraser y ella es la hija de Barlow. Deberían saberlo.
Los visitantes se miraron. Verna no podía decirle a Lynn que acababa de cometer un error.
—Vaya… De modo que su hija… Bueno, Barlow tenía una esposa, según nos dijo, y la pensaba traer…
—Ha muerto. ¿Qué les ocurrió?
—Tuvimos un mal encuentro con unos merodeadores, valle abajo. Nosotros somos mineros, gente honrada, clientes de Barlow. Le compramos de todo, eso es. ¿Qué haces tú aquí?
—Barlow me contrató. Nos conocimos en Nuevo Méjico.
—Ya… Bueno, pues no hay nada perdido ni necesitas seguir apuntándonos con ese rifle. Sólo queremos ayuda para curar a Jay, comida y pasar aquí la noche, y mañana regresaremos a nuestro campamento.
Lynn bajó despacio el arma. Sabía que los otros estaban mintiendo, pero ignoraba hasta qué punto. Al parecer, el padrastro de Verna tenía unas amistades poco recomendables. Y no conocía lo bastante la situación para tomar decisiones definitivas.
—Curaremos a su amigo y les daremos comida, pero deberán seguir camino — les advirtió secamente—. No estando aquí Barlow no quiero más problemas de los necesarios.
Verna fue a decir algo y no lo hizo. El herido miró a Lynn de mala manera.
—Eres muy desconfiado tú…
—Déjalo, Jay — el más viejo no quitaba ojo a Verna aun cuando pareciera atento a Lynn—. Ellos tienen razón. Bien, nos conformaremos. Échame una mano mientras la chica alista agua caliente.
—Supongo que podrás hacerlo tú solo.
Tampoco ahora se encrespó el pelirrojo. Se limitó a asentir con torcida sonrisa…
Verna se fue hacia la despensa y Lynn la siguió, sin perder de vista a los dos visitantes. La muchacha habló en tono bajo, de espaldas casi a ellos.
—Fue un error dejarles entrar. Son dos forajidos…
—Ya lo sé — él apenas movió los labios. El pelirrojo quitaba la chaqueta al herido inclinado sobre él. Una burda añagaza para cambiar frases rápidas en tono bajo—. Pero desconozco la situación.
—Mi padrastro nunca dejó que tipos como esos me vieran. Son capaces de todo.
—Estaré alerta.
—Está muy débil…
—Ellos lo ignoran.
Regresó Verna con el material de curas y él se quedó junto a la mesa vigilando, el rifle en las manos, aunque apuntando al piso.
Jay tenía un balazo alto en el brazo izquierdo, una aparatosa herida que debía de haber tocado el hueso y estaba inflamada. Sin embargo, miró de modo hambriento e insolente a Verna al acercársele y del mismo modo lo hizo Guthrie; ambos semejaban olvidarse de Lynn.
—Vaya una chica hermosa… Se comprende que tu padre te tuviera oculta.
—Pero ahora que ya sabemos tu presencia haremos visitas más frecuentes, ¿eh, Red?
—Seguro que sí…
—Déjenla en paz — ordenó Lynn. Y lo miraron malamente.
—¿Te importa tanto que le hablemos?
—No la molesten, eso es todo.
—Vaya, sin duda Barlow te dejó de perro guardián… ¿Qué te parece, Red? Un flaco y descalabrado perro guardián…
—Más parece un lobo maltratado cuando roba en un corral. Pero descuida, que nosotros sabemos comportarnos con las damas…
Aquellos dos estaban menospreciándolo, sin duda. Y también trataban de engañarlo, haciéndole descuidarse. Podía leerles los pensamientos en los ojos como en un libro. La belleza de Verna Spencer les había provocado mía tremenda impresión y no iban a irse sin intentar algo, especialmente aquel Guthrie, aunque Jay no era de desdeñar.
Les había dejado adrede un par de caminos para demostrar sus intenciones y sólo era cuestión de tener paciencia, no tardarían en actuar. Fue un error permitirles conocer la situación, pero entonces no pudo obrar de otro modo. Ahora tenía suficientes elementos de juicio…
No ocurrió nada durante la cura, que Verna realizó rápidamente y sin ningún miramiento, provocando más de una mueca a Jay. Guthrie se la comía con los ojos, fumando el cigarrillo que había hecho.
Fue cuando la joven iba, ambas manos ocupadas, hacia la cocina, que todo se desarrolló con la rapidez de un relámpago.
Lynn estaba totalmente alerta y vio moverse a Guthrie hacia la mesa donde estaban los revólveres, aunque en realidad sin dejar de mirar a Verna, que se hallaba muy recelosa.
—Dame, yo lo llevaré…
—No hace fal…
Él había alargado ambas manos como para coger el cesto, pero lo que hizo fue darle un violento empellón y lanzarla contra Lynn, que estaba a dos metros de distancia,
Verna gritó. Lynn dio un rápido salto y vio cómo Jay se levantaba, sacando su cuchillo de caza velozmente. Estaba tapado por la joven para dispararle a Guthrie, pero pudo eludir el choque de ella y giró, haciendo fuego.
El proyectil le arrancó el cuchillo a Jay de la mano, llevándosele de paso un trozo de dedo meñique. El herido gritó de dolor…
—¡Cuidado!
Verna ya había recuperado la estabilidad, dejando caer lo que traía en las manos y sacando el pequeño revólver. Pero Guthrie, en dos saltos felinos, había alcanzado los revólveres y los cogía. Los alzó cuando Lynn se volvía tan aprisa como le era posible y disparó.
Lo hizo sin puntería, por las prisas, y Lynn sintió el quemante roce del proyectil en el costado izquierdo, a medio camino entre axila y cadera. Verna ya tenía medio sacado su revólver. Guthrie trató de apuntar mejor con el que empuñaba su mano izquierda…
Lynn se le anticipó, disparando. A aquella distancia, errar era lo difícil y no erró. Guthrie recibió la bala en el estómago y se encogió violentamente. Sus crispadas manos apretaron los gatillos de los revólveres, metiendo plomo al piso y a la pared frontera; luego rodó por tierra con un gemido ronco, soltándolos…
Al instante, Verna y Lynn se movieron encañonando a Jay, que se quedó encogido, con una mueca de rabia, miedo y despecho.
—¡No disparen!
Lynn respiró hondo. Luego avanzó dos pasos y le pegó el cañón del rifle en el cuello, levantándole la barbilla y sujetándole la mirada.
—Da gracias a que no soy de tu calaña. Pero además eres muy poco inteligente. Guthrie esperaba que yo te matase, dándole tiempo a coger los revólveres y acabar conmigo.
Jay tragó saliva penosamente.
—¿Qué… vas a hacer…?
—Lárgate. Toma tu caballo y no regreses. La próxima vez no seré tan benigno. Vamos, camina.
Jay se dio vuelta sin rechistar. Verna fue rápida a desatrancar la puerta y aguardó a que salieran. Lynn le ordenó:
—Traiga el rifle de este sujeto, Verna.
Cuando Jay alcanzó su montura, los dos hombres se miraron un instante. Ya era noche cerrada, brillaban mucho las estrellas y silbaba el viento de las cumbres.
—Vete.
—Sí
Jay no dijo palabra. Tomando las riendas con la diestra y, apretándose el meñique destrozado con la mano izquierda en cabestrillo, hizo girar a su caballo y lo puso a galope, alejándose por donde vinieran él y su compinche.