CAPÍTULO 5
Cuando el pasado acecha
John Taylor decidió aprovechar la mañana y se encerró en el despacho a trabajar. Durante el último tiempo había extendido sus actividades hacia el negocio de las tierras y había adquirido una estancia en las cercanías de Chascomús. Durante toda su vida se había dedicado a la cría de caballos y la posterior comercialización. En aquel rubro tenía ganado un prestigio y había hecho fortuna. El único motivo que tuvo para decidir ampliar las inversiones había sido Sara. A partir del momento en que se unió en matrimonio con ella, y debido a las largas temporadas que pasaban juntos con el resto de la familia de ambos en Chascomús, sintió la necesidad de tener su propio sosiego, su lugar; así fue como adquirió El Remanso. Frente a él tenía unos documentos que certificaban la compra junto con una carpeta con las ganancias que había arrojado el último período. Sabía que debía poner varios asuntos en orden y no pretendía posponerlos más.
—Espero no interrumpirte, pero sé que lo esperas —anunció Sara con una bandeja con el té y La Tribuna a un costado.
Él corrió los documentos que estaban desperdigados sobre la mesa para hacer espacio.
—Has venido en el momento oportuno —comentó con una esmerada sonrisa.
Sara levantó la vista y le devolvió la sonrisa mientras le servía el té. Él extendió el periódico.
Su vista se centró en un artículo que le llamó la atención y decidió adentrarse más aún hasta completar la lectura.
Asolar en la línea de fortines
Aún se mantienen las luchas en aquella delgada línea que separa los fuertes construidos por los militares para la defensa de los ataques indígenas de tierra adentro. Las precarias instalaciones y la falta de abastecimiento han sido una constante que han debido sortear quienes de manera heroica han estado al mando de aquellos fortines. En varias oportunidades, los tratados celebrados entre los militares y los indios han permitido sostener una abstención en las hostilidades y han permitido también mantener una débil lealtad entre ambos bandos. Una vez más, sin embargo, ha ocurrido un nuevo ataque perpetrado por los indios, en este caso, en el fortín 25 de Mayo, ubicado en las cercanías de la laguna Cruz de Guerra a orillas de sus médanos. Allí se incendió lo poco que quedaba en pie. En todos estos largos años, hemos sido testigos de cómo esta línea imaginaria se ha desplazado, en relación a las luchas ganadas de uno o de otro bando y a la porción de tierra conquistada. Es imperioso que los gobernantes pongan fin a todo esto, aunque parece ser más un profundo anhelo que una referencia a la realidad.
Mariano Dávila, periodista.
—John, ¿sucede algo?
Él levantó la vista del periódico con perplejidad.
—Hay noticias sobre el fuerte 25 de Mayo. Según relata una crónica, ha sido quemado por los indios.
—Ese fuerte era el que estaba en las cercanías de la tribu en la que Ana permaneció hasta que Ignacio la trajo a la estancia.
—Así es. Imagino que no debería afectarle; ha pasado mucho tiempo.
—Pero creo que debería saberlo, no tanto por el pasado, sino por lo que pudo ocurrirle a la gente que ella conoció en aquella época —replicó Sara.
La puerta se abrió de golpe.
—Disculpen si interrumpo. —Ana entró como una tromba enfundada en un radiante vestido—. Vengo a despedirme, me voy hacia la Casa de Niños Expósitos.
—Antes de que te vayas, sentate un momento con nosotros —dijo Sara y le señaló una silla a su lado.
Ana los observó y no dudó ni por un instante que algo ocurría para que de manera conjunta decidieran que debía quedarse.
—Ana —comenzó Sara—, hay algo que quizás no es de gran importancia, pero pensamos que debés saberlo.
—Adelante.
—Acabo de leer en el periódico que el fuerte 25 de Mayo ha sido incendiado por unos indios.
Un silencio ocupó la habitación por unos instantes.
Ana no iba a permitir que algo del pasado arrasara la nueva vida que habí́a sabido construir. Así lo habí́a establecido luego de que su vida se habí́a encauzado junto a los Gale.
—¿Y ustedes creen que eso podría afectarme? —refirió con fingida calma—. Les agradezco la preocupación, pero eso es parte del pasado y ahí deberá quedar.
La joven se irguió en el respaldo de la silla; la tensión que sentía en el cuerpo era evidente, aunque intentase por todos los medios ocultarla.
—Pensamos que quizá te preocupaba el destino de algunos indios con quienes te relacionaste allí.
Sara sabía que, una vez establecida en la estancia, habí́a continuado en contacto con los nativos de la tribu gracias a las gestiones de Ignacio, que trató de saber, sin encontrar respuesta, qué le habí́a sucedido a ella antes de que fuera rescatada por los indios de Rondeau y llevada a la tribu. Esa tribu habí́a sido también en la que se habí́a refugiado Ignacio en busca de sus hermanos boroganos.
—Hace bastante tiempo que no tengo noticias de ellos, en especial de Cristo —dijo y recordó a Manuel Cristo, un muchachito con el que se habí́a relacionado cuando habí́a permanecido en el asentamiento. Tiempo después se habí́an vuelto a ver, ya que él también se habí́a comprometido a visitar al cacique Rondeau. Pero, luego, las circunstancias habí́an hecho que los encuentros se espaciaran en el tiempo a pedido de ella misma. Fue así como en la estancia se habí́a respetado su petición, y los contactos fueron perdiéndose en el tiempo hasta esfumarse por completo.
—Es lo que deseaste —agregó Sara.
—Sí, pero no porque quisiera borrar mis orígenes, sino porque no quise que las heridas del pasado lastimaran mi presente.
Sara se sorprendió ante la claridad de Ana para elaborar la situación.
—Te liberamos para que sigas con lo tuyo —agregó John.
—Gracias. —Se levantó de la silla y se enroscó un chal alrededor de los hombros—. Espero que las cosas allí estén hoy más tranquilas.
Ana se dio cuenta de que, en su ánimo por concluir aquella charla, habí́a metido la pata y habí́a hablado de más.
—¿Sucedió algo?
—No, me refería a que hay días más complicados que otros. —Eso sucede a diario y no solo allá, te lo puedo asegurar acotó John pensativo.
—Entonces los veo más tarde.
—Te esperamos —agregó Sara.
Ana alcanzó la puerta de salida y al atravesarla, un viento fresco le golpeó de lleno el rostro y le sacudió la larga cabellera. Sin más, se lanzó a paso apresurado por las callejuelas de la ciudad.
* * *
En el amplio taller de los hermanos Varela, varios empleados daban vida y letra al periódico La Tribuna. Desde que se habí́a fundado, en el año 1852, los ejemplares salían desde allí para ser distribuidos en el horario de la mañana. Aquella fue la única edición que se publicó hasta que la necesidad de hacerle frente al rival y eterno competidor, El Nacional, los decidió a agregar una edición vespertina. Allí, dentro en el taller, cada uno cumplía su trabajo con absoluta dedicación.
En el fondo del recinto se ubicaba Antonio Valdez, cuya función era ser cajista. Se encontraba, entonces, sobre una caja mientras escogía las letras que colocaría sobre el componedor. Aquella tarea era muy laboriosa, ya que llevaba horas componer y ajustar el texto para la impresión.
Al otro lado del salón se ubicaba el regente del taller, que tenía bajo su ala a los tipógrafos, a los periodistas y a los redactores. Tenía que congeniar las tareas de sus subordinados para controlar lo que saldría en el periódico y de la manera en que se haría.
—¡Dávila! —lo llamó Gutiérrez, uno de los periodistas—. Me gustó tu artículo.
—Gracias, hombre —contestó con cara de satisfacción.
Los artículos y las editoriales sobre los indios ocupaban, desde hacía largo tiempo, un espacio importante en los periódicos. Había sido, justamente, a través de la actividad periodística que Bartolomé Mitre habí́a proyectado su actuación pública. Sus artículos “La frontera” y “Cuestión del día”, escritos para El Nacional, daban fe del compromiso que habí́a asumido en dar a conocer la candente realidad que se vivía en el sur de la provincia de Buenos Aires y los imprevistos ataques indios con sus descarnadas consecuencias.
—¡Así es como los salvajes se mueven! —dijo al inclinarse hacia adelante y colocar las manos sobre una mesa—. Solo les quedan dos posibilidades para dar solución a lo que quieren y exigen. En principio, recurren al simple intercambio de mercadería y cautivos o, en su defecto, a la apropiación de todo lo que esté a su alcance.
—Es ahí cuando se viene el desbande y el malón.
—Eso ha sucedido, ¿cuántas veces? —reflexionó Gutiérrez—. Recuerdo el artículo que publiqué a fines del año pasado sobre las embestidas de los indios contra el pueblo de Azul.
El periodista habí́a comenzado a trabajar desde los inicios de La Tribuna, por lo que era uno de los pocos que estaba al tanto de todos los vaivenes que habí́a sufrido el periódico. Allí, entre la tinta derramada sobre las hojas de papel, se habí́a contado parte de la historia de los porteños, sus desavenencias y la lucha por la tierra y el poder.
—¿Lo recordás?
—Claro que sí. Creo que lamentablemente es una historia de nunca acabar... En definitiva, ¿ha quedado resuelto?
—En aquel momento, el presunto ataque habí́a sido comandado por Calfucurá, que arengaba al malón contra Azul.
—Lo acompañaba el otro cacique, Cristo, ¿verdad?
—Así es y, si no hubiese sido por la intervención del párroco del pueblo, Francisco Bibiloni, que pudo detener el ataque, se habría cometido una descarnada matanza.
—Son deudas pendientes entre los salvajes y los que no lo somos.
Era un tema sensible, que marcaba una profunda herida que se acentuaba cada vez más. Según él, existían los antídotos de la comprensión y la mesura, pero, en virtud de los hechos, tardarían en llegar y cicatrizar. Allí, en el medio de comentarios, novedades y relatos se gestaba lo que sería una nueva edición La Tribuna.
* * *
En lo de los Mansilla se respiraba un clima destemplado, mucho más gélido que el del exterior.
—Me pregunto para qué seguís tejiendo esas pequeñas mantas —lanzó Concepción a su hermana, que se encontraba sentada en uno de los sillones de la sala—. Debo suponer que te gusta perder el tiempo.
Como si no la hubiera escuchado, Inés continuó con la labor mientras los dedos se le movían de manera sincronizada con la aguja de crochet, al entreverarlos con la hebra de lana.
—Sería más útil si te dedicaras a algo más importante, como poner en práctica alguno de los idiomas que nos han enseñado las institutrices. ¡Vaya uno a saber qué destino tienen estos amasijos de lana enroscada!
La tensión que flotaba en el ambiente crecía a medida que las frases de Concepción se estampaban en el muro de silencio de su hermana. De a poco, los dedos de Inés se fueron deteniendo y se tensaron alrededor del tejido que aferraba sobre la falda.
—No te molesté en toda la mañana, ¿por qué no hacés lo mismo conmigo?
Inés estaba cansada de soportar el hostigamiento de su hermana de manera casi permanente. A veces creía que mantenerse en silencio era la única respuesta a semejante provocación.
—¿Desde cuándo me das órdenes? —Avanzó unos pasos hasta alcanzarla y le arrebató con violencia la manta de la falda. Luego la extendió frente a ella para que pudiera observar lo que iba a hacer. De a poco fue tirando de la hebra de lana para ir deshaciendo punto por punto el tejido que con tanto esmero habí́a hecho Inés. La hebra de lana caía en espiral sobre el piso de la sala.
—Esa mantita me habí́a llevado bastante tiempo hacerla hasta que viniste para destruir todo lo que tenés a tu alcance, ¡como siempre! —gimió.
Concepción se acercó aun más a Inés para que cada palabra que brotara de su boca fuera escuchada con la máxima atención.
—Tenés una lengua muy larga; me gustaría recordarte que, si no hubiera sido por mí, vos hoy estarías confinada dentro de los fríos muros de un convento. Creo que necesitás que, de vez en cuando, te lo traiga a memoria. —Sonrió—. ¿Cómo se llamaba ese mulato con el que te arrastrabas?
—¡No sigas! —prorrumpió con los ojos húmedos por las lágrimas que luchaban por salir.
—¿Cómo se llamaba?
—¡Basta, Concepción! —dijo con la voz quebrada.
—Pero, como eso no te bastó, engendraste un bastardo.
Inés rompió en llanto.
—¿Quién fue la que te llevo al campo? ¿Quién intercedió ante nuestro padre para pedirle que te diera una nueva oportunidad y te alejase de la ciudad para evitar que la chusma comentara que los Mansilla habí́amos caído en desgracia? ¿Necesitás que te lo recuerde?
Los sonoros sollozos de Inés iban en aumento a medida que las palabras de su hermana agravaban su dolor.
—Mes tras mes, acompañándote en la estancia. Mientras aquí en la ciudad todo era jolgorio, yo me sacrificaba porque debía cuidarte. Pero, por suerte, como dicen, nada de lo que uno hace es en vano, ¿no lo creés? Al final, todo terminó como debía culminar: de la mejor manera.
—Dejame irme, por favor, no me siento bien; me voy a preparar una tisana.
—Deberías estarme agradecida de por vida. Esto ha sido un secreto que la familia ha mantenido bajo siete llaves. ¡No lo olvides!
Inés elevó la vista.
—Andá a preparate la tisana. Eso sí, querida, no creas que tejer y tejer mantitas te va a devolver lo que has perdido.
En silencio, Inés se levantó del sillón y, sin mirarla, pasó al lado de su hermana con los hombros caídos hacia adelante por el peso de la vergüenza, el dolor y el desasosiego que no podía erradicar.
Al escuchar que la hermana se retiraba a su habitación, Concepción enfiló hacia la cocina, donde se encontraba la criada con los preparativos de la comida.
—¡Dominga!
La criada se sobresaltó, y uno de los platos que tenía entre las manos se le deslizó para hacerse trizas contra la mesa de madera.
—¡Ay, señorita, disculpe! Ya lo limpio.
Concepción observaba cómo las manos de la mujer se movían presurosas y diligentes para ordenar el jaleo entre las piezas de porcelana que habí́an quedado desparramadas sobre la mesa.
—¿Preparaste la tisana para Inés?
—Sí, señorita.
—Mejor así, espero que le calme los nervios.
Los ojos negros de la criada se habí́an abierto tanto que creyó que podían saltársele de las órbitas. Había escuchado la discusión. Pero, si habí́a algo que tenía muy claro, era que jamás contradiría a Concepción; no solo por ser una simple criada, sino también por las consecuencias que le podría acarrear hacerlo.
—Dominga —habló con calma—, quiero saber si averiguaste lo que te pedí.
La criada enroscó los dedos en el dobladillo del mandil al tiempo que le contestaba.
—Señorita, hablé con otras criadas, pero no tienen mucha información sobre Ana Gale.
—¡Ay! ¿Cómo no tenés algo para decirme?
No podía creer que dentro de la gentuza a la que pertenecía la mujer no hubiera algún comentario que estuviese dando vueltas. Sabía que la gente de su condición se alimentaba de eso, de las habladurías sobre sus patrones, que le permitían, solo de ese único modo, rozarlos, estar cerca del círculo al que ellos nunca tendrían acceso.
—Hay algo que pude averiguar.
Dominga estrujó aun más el dobladillo del delantal e intentó que la poca información que tenía satisficiera a su patrona.
—Me encontré con la cocinera que trabaja en la Casa de Niños Abandonados.
—¡Querrás decir la Casa de Niños Expósitos!
—Eso mismo, ahí va la señorita Ana Gale.
—¡Eso ya lo sé!
—Hace dos días estuvo el señor Agustín Ledesma de visita en el lugar.
Concepción recibió como un cachetazo seco y sonoro la información que acababa de arrojarle la criada, aunque no pensaba demostrar lo que sentía frente a la servidumbre. Ella no habí́a querido dar crédito a los comentarios que habí́an llegado a sus oídos, suponía entonces que esa Gale, como tantas otras mujeres, pretendían lo que ella habí́a añorado desde siempre. Había estado enamorada de Agustín Ledesma desde el preciso momento en que se habí́a presentado para comenzar a trabajar con su padre. Si bien los separaba una diferencia de edad, ya en aquel entonces habí́a quedado prendada del atractivo físico de Ledesma. Había esperado pacientemente que algún día él se diese cuenta de su belleza y que supiese que era la mejor opción que podía tener para unirse en matrimonio. No iba a tolerar ni a permitir que una cualquiera destruyera los planes que con esmerada paciencia y dedicación habí́a trazado durante tanto tiempo.
—Muy bien, Dominga —dijo con una calma que no reflejaba lo que en verdad sentía—. Seguí con tus quehaceres.
Sabía que debería mantenerse inalterable y pensar muy bien cuál sería el siguiente paso a dar.
* * *
Allí, ante la impone cúpula y el amplio atrio, se erigía la parroquia Nuestra Señora de la Merced, enclavada sobre la calle Reconquista al 200, cerca de la Plaza de la Victoria. Hacia ahí se habí́a dirigido Agustín Ledesma para informarle al padre Miguel las últimas novedades acerca del celador Anselmo. Desconocía si ya habí́a tomado conocimiento del tema, pero él se habí́a comprometido a hacerlo y, luego de una mañana cargada de trabajo, se habí́a apersonado en el templo.
Cruzó la calle, atravesó el atrio y entró a la casa de Dios. El profundo silencio que imperaba en el lugar solo era quebrado por el eco de sus pasos, que recorrían el camino que lo llevaba a la sacristía. En mitad del trayecto, y desde el altar mayor, apareció la figura de un hombre de cierta altura y abdomen prominente, que enfiló en su dirección con unos trapos y un cubo con agua. Agustín fijó la vista en aquella imagen e hizo un repaso rápido de su aspecto. A medida que se acercaba, la certeza sobre la identidad del sujeto borró la incertidumbre inicial. Apuró entonces el paso para interceptarlo, pues no iba a esperar más tiempo.
—¡Anselmo! —clamó, y su voz retumbó dentro del recinto.
El hombre dejó los utensilios para fregar a un costado, y se detuvo. No tuvo mucho tiempo para reaccionar, ya que de inmediato unas manos lo agarraron del cuello de la camisa, y lo empujaron hasta golpear contra una fría columna.
—¿Qué hace? —gritó al tiempo que intentaba deshacerse de las garras de Agustín.
—Sos una basura —le susurró al oído—; aprovecharte de unos críos... —Los dedos se tensaron aún más alrededor de su cuello.
Su semblante palideció. Supo el motivo por el cual era sacudido por aquel hombre, aunque no iba a permitir que se lo volviera a reprender cuando el tema ya estaba zanjado.
—¡Suélteme!
—¡Atacaste a una dama! —El tono de voz se elevaba a medida que las palabras le salían de la garganta—. No te importó, y hasta parece que tuvo más agallas que vos, ¿o me lo vas a negar? —inquirió mientras le daba otra sacudida contra la columna.
Un grito que provino de la zona posterior del altar junto a unos pasos apresurados interrumpió la reyerta.
—¡Agustín! ¿Qué hacés? —gritó el padre Miguel—. ¡Dejalo! —¡Este hombre es una mierda!
—¡Basta! —pidió el sacerdote a solo unos pasos de ambos—.
¡Respetá la casa de Dios!
Agustín soltó de mala gana el cuello de Anselmo y lo empujó
otra vez para que diera de lleno contra la pilastra.
—¿A mí me pedís que respete el lugar? —gritó y cerró con fu-
ria los puños sin poder hacer aquello para lo que tantas ganas tenía.
—Sí —aseveró el sacerdote con contundencia—. Yo he intercedido ante Anselmo, y vos no tenés por que venir hasta aquí a interferir.
—Es una lástima no haberlo encontrado fuera de este lugar —gruñó.
—Anselmo, adelante, siga con sus actividades.
Antes de tomar el cubo de agua, se acomodó de mala gana la camisa y, sin levantar la vista, se retiró por la nave central. En absoluto silencio, Agustín y el padre Miguel enfilaron hacia la sacristía. Cada uno se ubicó en una silla; cada uno esperó que el otro rompiera el silencio.
—Es absolutamente reprochable tu actitud —lanzó el padre.
—Si supieras el esfuerzo que hago por entenderte... Aunque está claro por qué vos estás de aquel lado, y yo de este.
—Agustín, no se puede condenar a alguien porque obró de manera equivocada.
—¿Entonces lo premiás dándole un trabajo?
—¡No es así! Es simplemente darle una oportunidad para que entienda por qué estuvo equivocado.
—Y para que de esa manera lave sus culpas, del mismo modo que friega el piso con ese cubo de agua.
—No podés ser tan intransigente.
—¡Quién habla de intransigencia! ¡Justo vos que en nombre de la iglesia mantenés los preceptos tan maleables! —ironizó.
—Si has venido a pelear, no es lugar, ni soy la persona indicada.
Agustín observó a su amigo ataviado con la sotana y el crucifijo que pendía sobre el pecho y que representaba la investidura religiosa. No era su intención discutir con él, sabía que él trataba por todos los medios de cumplir con lo que señalaba la Iglesia.
—Cuando lo vi no me pude controlar; supongo que eso lo podrás entender, ¿no?
El cura asintió con la cabeza en el más absoluto silencio.
—Antes de que yo intercediera, vino a verme y a contarme lo que sucedió. Por supuesto que omitió algunos detalles, de los que luego me enteré cuando concurrí a la institución y me entrevisté con la hermana Francisca.
—Es un cobarde.
Sus palabras fueron cubiertas por las del sacerdote.
—Es un hombre que se equivocó, nada más que eso.
—Fue Ana la que defendió a ese crío.
—También me enteré de eso; es una muchacha muy atractiva.
Espero que entiendas a qué me refiero.
—Lo que creo entender es que, desde que llegué, no hacés
otra cosa que intentar reprenderme —soltó con malicia, porque sabía que el cura hacía alusión al donjuanismo de Agustín.
Las miradas que se cruzaron supieron entender el silencio que las envolvió.
—Me enteré de que has estado en la institución.
—Sí, fue una verdadera lástima no cruzarme con Anselmo allá.
En el rostro del cura se dibujó una sonrisa.
—No hay caso —lanzó al mover la cabeza de lado a lado—, cuando algo se te mete en esa cabezota que tenés, no se te puede mover de tema.
—No.
Esas simples palabras de su amigo lo definieron. Desde que tenía memoria, cuando algo o alguien se le cruzaba por la cabeza, no se detenía hasta obtener lo que se proponía. Esa habí́a sido su manera de actuar en la vida. Y tan mal no le habí́a ido. Tan solo aquellas palabras sintetizaban cómo actuaría, y lo haría del mismo modo que lo habí́a hecho antes; la única diferencia consistía en que era la primera vez que se sentía tan especialmente atraído por una mujer.