CAPÍTULO 1
Bajo el influjo de la ópera
Ciudad de Buenos Aires, 1860.
Aquel viaje a Buenos Aires tenía un encanto especial para Ana Gale, porque lo hacía acompañada de sus abuelos Sara y John Taylor. Era la primera vez que se iba a instalar por un tiempo en la ciudad, lejos del resto de la familia, que permanecía en la estancia en las afueras de Chascomús. Había emprendido el viaje para completar la esmerada educación que, hasta ese momento, sus quince años, le habían brindado sus padres, y también para integrarse a lo más granado de la sociedad porteña.
Había arribado hacía tan solo dos días a la casa de su abuelo y aún no había logrado arreglar los dos baúles que había llevado. La insistencia de su madre por que llevase gran parte de su vestuario había dado sus frutos, y allí estaba disponiendo de los vestidos en la espaciosa habitación que tenía asignada en la casa familiar. Sentada en una silla, observaba las prendas que había logrado acomodar. Algunas ostentaban sedas de colores brillantes; otras, muselinas y encajes. El espacio de uno de los roperos de la recámara ya lo había ocupado casi en su totalidad; aún le quedaban por acomodar, sin embargo, unas capas de terciopelo y unos chales de cachemira que, esperaba, la protegieran del intenso frío.
Dejó de acomodar parte del vestuario y se dirigió hacia el otro extremo de la habitación. Se sentó en un butacón de madera oscura y abrió un pequeño cajón del secreter de caoba lustrada. Tomó un sobre que reposaba sobre la mesa, y guardó la carta que le había escrito su madre junto al resto de la familia, asegurándole que iban a extrañarla. Completaban la misiva unos dibujos hechos por los benjamines Gale, que la retrataban montada en un caballo; si se analizaba la composición del dibujo, el animal parecía estar sobre uno de los perros de la estancia. En la otra ilustración la habían dibujado ataviada con un fastuoso vestido. Le causaba gracia saber cómo la veían y cómo suponían que era, aunque, si debía sincerarse, no creía que estuviesen tan equivocados. Volvió a doblar la carta y la guardó en el sobre. Al levantar la vista, vio su rostro reflejado en el espejo, y una sonrisa se le dibujó: los amaba muchísimo y desconocía si alguna vez sabrían cuánto significaban para ella.
La mañana la había encontrado remoloneando aún en la cama. No era habitual que le sucediera en la estancia, porque comenzaba las actividades desde temprano; sin embargo, el viaje a la ciudad la había extenuado. Escuchó un súbito golpe en la puerta de la habitación y se incorporó hasta sentarse en la cama con los cabellos arremolinados.
—Parece que los aires de la ciudad te han cansado —comentó su abuela al entrar al cuarto y sentarse a un costado de la cama.
—Puede ser —contestó somnolienta—, ocurre que ayer, luego de la cena, me quedé arreglando la ropa, aunque no se note demasiado.
Sara curioseó la habitación.
—Tenés razón; podemos dejar que se ocupe Trinidad de esa tarea e ir a dar una vuelta por la ciudad. Y nada de negarse, porque ha sido idea de John.
—Entonces, ya me cambio —contestó mientras veía salir a la mujer de la habitación.
Ana se había encariñado enseguida con John cuando lo conoció en la estancia. Él era el segundo esposo de su abuela, y ver el amor que se profesaban la conmovía por completo. Por eso, cuando surgió la idea de pasar un tiempo con ellos, estalló de felicidad y no dudó en acompañarlos.
No necesitó pensar demasiado qué ponerse: los últimos dos días había estado demasiado en contacto con el vestuario como para dudar. Optó por un vestido que aún permanecía sin guardar sobre uno de los baúles. Lo que más tiempo le llevó, sin embargo, fue recoger la larga cabellera para lograr un peinado como el que se estilaba. Le agregó, finalmente, uno de los chales a modo de abrigo. En la sala la esperaban los abuelos, quienes, luego de beber un té con bollos de miel, se dispusieron a recorrer la ciudad.
El sol de la mañana no solo templaba el ambiente y lo sacaba del intenso frío, sino que embellecía cada recóndito lugar que recorrían. A bordo del carruaje, atravesaron parte de la ciudad y, de a poco, fueron dejando atrás las construcciones, que se empequeñecían a medida que avanzaban hacia grandes extensiones de tierra de pastos largos y árboles desnudos de hojas. Era allí donde se encontraban gran parte de las quintas: los propietarios de esas residencias se trasladaban desde la ciudad para pasar allí temporadas o para disfrutar de un descanso cuando el calor agobiante de la ciudad se hacía insoportable.
La imagen de aquella tierra agreste devolvió a Ana por un instante a la estancia. Mantenía la vista fija a través de cristal del carruaje cuando algo que vio a la vera del camino le llamó la atención.
—¡John, detenete por favor!
—¿Qué sucede? —interrogó Sara con estupor mientras el hombre tiraba con destreza de las riendas para frenar el carruaje.
—¡Ahí! —Señaló con el dedo a un costado del camino y, de inmediato, saltó del coche para ver si el perro que yacía tirado allí aún vivía.
El estado del animal no era muy halagüeño: tenía una herida en el abdomen que le había teñido con sangre el pelaje marrón. La lesión parecía infectada y, de no tomar los recaudos a tiempo, el pobre perro no se salvaría.
La joven se tendió a su lado y lo acarició. El animal, con cada caricia, estiraba las orejas hacia atrás, aunque mantenía los ojos cerrados.
—¡Por favor, John, abuela, no podemos dejarlo aquí!
Los abuelos, que habían bajado después de ella, se miraron y se contestaron de inmediato en silencio. Ambos sabían el significado que tenían para Ana los animales, por lo que no dudaron de que terminaría en viaje con ellos rumbo a la casa.
—Ana —le dijo Sara al oído—, vamos a intentar levantarlo con cuidado para llevarlo hasta el coche.
—¡Cómo tiene el lomo! —sentenció John cuando se acercó y vio las heridas. Se notaba un tajo de cuchilla y la mordida de otro animal—. Parece que de lo único que se ha salvado es de que le dispararan con un trabuco. A ver, déjenme a mí, que aún puedo cargar un perro por más tamaño que tenga —declaró al tiempo que se agachó para alzarlo hasta la berlina.
Ana se acomodó en el asiento y se apoyó la cabeza del perro sobre la falda, mientras no dejaba de acariciarlo. El carruaje retomó, entonces, el traqueteo y su mente se trasladó irremediablemente al momento exacto en el que su propio perro la había salvado y cuidado cuando tenía seis años: ella estaba desamparada, lastimada, con la sola compañía de aquel animal, que la había llevado hasta guarecerla entre unos pajonales a la espera de que alguien la encontrara y la ayudase. Por todo aquello guardaba un agradecimiento eterno a un animal como el que tenía en su regazo, y que la había devuelto a la vida.
La urgencia por llegar pronto a destino había transformado aquel sosegado paseo en una carrera contra el tiempo. No bien pisaron la casa, dispuso agua caliente para limpiar la herida sucia y evitar que la infección aumentara. Trinidad se incorporó a la atención y el cuidado del animal a la espera de una mejoría.
* * *
Para los porteños, el momento que se vivía en la ciudad de Buenos Aires tenía una significación muy particular: el año anterior se había librado la batalla de Cepeda y, con posterioridad, se había firmado el Pacto de Unión Nacional, por el que Buenos Aires se había declarado parte de la Confederación y había renunciado al manejo de las relaciones exteriores para intentar dar solución a uno de los temas más álgidos que por tantos años había sido motivo de conflicto: la nacionalización de la aduana. En ese contexto, el general Urquiza había entregado los atributos del mando presidencial a Santiago Derqui, su sucesor, quien, desde comienzo de ese mismo año, había asumido como nuevo presidente de la nación. El reciente nombramiento de Mitre como flamante gobernador de la provincia de Buenos Aires había otorgado nuevos bríos de reconciliación con el resto del país. En tal sentido, Mitre daría un nuevo paso hacia la unificación de los argentinos; por ese motivo, decidió invitar al doctor Derqui y al capitán general de los ejércitos de la nación, Justo José de Urquiza, a festejar juntos la fiesta patria del 9 de Julio. Sin embargo, mientras eso sucedía, se multiplicaba la resistencia y la divergencia en gran parte de la ciudadanía porteña, que no recibía de buen grado la visita de Urquiza a la ciudad.
La noche había caído sobre Buenos Aires y la había cubierto de un halo de misterio y oscuridad. El silencio en las calles solo lo alteraban los pasos presurosos de unos pocos transeúntes que intentaban de manera desapercibida alcanzar la propiedad que sería por única vez la sede de una de las reuniones de la logia Juan-Juan.
El recinto aún no se había completado con los convocados, que tenían como objetivo elucubrar un plan que diese fin a los manejos de Urquiza. La reunión tenía carácter secreto, y las decisiones que allí se tomaran también lo serían. Luego de una apacible espera, dio comienzo la sesión.
—Creo que al fin estamos todos —anunció Adolfo Alsina al mirar a su alrededor y observar uno a uno a los hombres que, como él, buscaban dar una solución al hostigamiento que, por tanto tiempo, había desplegado el general Urquiza desde el cargo de presidente de la Confederación sobre la ciudad y sus habitantes—. Creo que debemos apresurarnos si en verdad deseamos librarnos de Urquiza y darle muerte —sentenció.
—Tenemos dos semanas por delante para hacerlo —anunció Agustín Ledesma desde el otro lado de la sala; aunque el rostro se le desdibujó por la tenue luz que alumbraba el ambiente, sus ojos azules destellaron en la penumbra.
—Son varios los homenajes que se están preparando para su llegada —opinó otro desde el fondo de la sala—. Creen que así se podrán calmar los ánimos —ironizó.
—Es una buena excusa ampararse en el festejo de una fecha patria para buscar un acercamiento con el general.
—Nuestro gobernador cree que es un buen gesto invitarlo; quizás podría resurgir el espíritu de reconciliación en el pueblo.
—Mitre hace lo que puede, aunque sabe que somos varios los que no estamos de acuerdo con el proceder del general.
—Pero convengamos que cuenta con el apoyo de otros masones que no son tan progresistas como nosotros, y que ven con buenos ojos lo que hace Mitre.
—Los preparativos para recibir la comitiva ya empezaron —agregó otro integrante—; Dalmacio Vélez Sarsfield ya cursó la invitación, a instancias de Mitre, a Derqui, que vendrá acompañado por el general Urquiza.
—¿Alguna idea? —insistió Alsina.
—Creo que no deberíamos esperar demasiado; cuanto antes se haga, mejor.
—Tiene razón —agregó otro.
—Según averigüé, el día de su llegada va a ser homenajeado con un banquete en el Club del Progreso —confirmó Ledesma.
Un leve silencio sobrevoló la sala.
—¿El horario?
—Está previsto para las ocho de la noche.
—Imagino que para la recepción prepararán el salón rojo.
—Así es, pero no creo que sea conveniente hacerlo dentro.
—Por supuesto; no debemos correr riesgos.
—Quizás la torre mirador del palacio Muñoa nos sirva; alguien de nosotros puede esperar el momento indicado desde allá arriba.
—No creo que sea necesario permanecer agazapado allí cuando, en definitiva, varios de los presentes, de alguna u otra manera, estaremos invitados a la recepción, ¿verdad? —ironizó—, y podremos deambular por el lugar sin mayores inconvenientes.
Algunas sonrisas aparecieron en los expectantes rostros.
—¿Entonces…?
—Creo que lo mejor va a ser esperar la salida del general, y en ese momento darle muerte —acotó Alsina.
No se necesitó esperar más tiempo para saber que esa última alternativa era la definitiva. Por unanimidad, acababa de decidirse dar muerte al general Urquiza el día de su arribo a la ciudad en el banquete del Club del Progreso.
* * *
Habían transcurrido unos cuantos días de la reunión con motivo del plan Urquiza cuando Agustín Ledesma recibió una carta que lo cambiaba todo. Acababa de salir de su habitación vestido de frac y se dirigía hacia el despacho. Del cajón del escritorio extrajo un sobre, lo dobló, lo guardó y salió raudamente. Al cruzar la calle y atravesar la plaza, se detuvo cerca de una de las dos fuentes que la decoraban. Allí sacó del bolsillo del traje de etiqueta el trozo de papel que acababa de guardar y que le remitía Adolfo Alsina: “Debemos desistir de lo planeado y esperar un momento más oportuno. Mi padre ha tomado conocimiento de nuestros planes y se ha opuesto por completo. No contaríamos con la discreción que en otras oportunidades lo ha acompañado, por lo que, sin su complicidad y con el rumor dando vueltas, no lo lograríamos. Creo, incluso, que por el momento ni siquiera sería conveniente que volviéramos a reunirnos. Le agradecería ponga en conocimiento de estas novedades a los compañeros que concurrirán esta noche a la gala en el teatro. Sé que sabrán entenderlo. Mis respetuosos saludos.”
Pensó, perplejo, cómo las cosas podían cambiar de un momento a otro y sin previo aviso. Había transcurrido tan solo una semana de la reunión, y ahora debían dar marcha atrás con todo lo que habían consensuado. Hasta su asistencia al teatro esa noche había cambiado de objetivo principal: disfrutar de la ópera había pasado a un segundo plano; ahora tendría que encargarse de transmitir a los suyos el cambio de planes. Hacia allí se dirigió.
El teatro Colón se erigía en todo su esplendor detrás de la recova. Esa noche las puertas de entrada estaban colmadas. Las calles que lo circundaban bullían atiborradas por carruajes que llevaban a los invitados ataviados con sus mejores galas.
A pocas cuadras de allí estaba la casa de los Taylor. Ellos también estaban convidados a la función y estaban casi listos para salir; alguien aún no se terminaba de alistar.
Ana había por fin logrado darle forma al peinado. Con la ayuda de la criada, se había realizado un recogido del que salían un sinnúmero de bucles que le caían más allá de los hombros. Aquella larga melena azabache tenía un brillo tan particular que, por momentos, parecía que destellaba reflejos de plata.
Trinidad, ¿me podés alcanzar el vestido?
—¡Señorita Ana, qué belleza! —exclamó la mujer mientras se lo acercaba.
Con su ayuda, la muchacha se deslizó dentro de aquel atuendo blanco confeccionado en seda brocada y con un escote que le dejaba los hombros al descubierto. A los costados nacían unas amplias mangas que concluían abultadas a la altura de los codos. La falda caía al frente en tablones surcados por un exquisito bordado en hilos de oro y, por detrás, una cascada de volantes acababa en una pequeña cola. Completaban el vestuario unos largos pendientes de oro colorado que hacían juego con una fina gargantilla que le vestía el desnudo cuello.
—Señorita Ana, está usted preciosa —dijo azorada por la belleza de la muchacha y por la magnificencia del vestido que llevaba.
—Gracias, Trinidad. Y ahora vamos, que me deben de estar esperando. ¡Ah me olvidaba!
Se dirigió al secreter en el que guardaba el perfumero con la colonia de azahares que tanto le gustaba. Se colocó unas cuantas gotitas en el cuello y salió rauda de la habitación.
—Estás hermosa —ponderó Sara desde la sala, al verla entrar.
—Como siempre —agregó John.
—¿Qué puedo esperar de mis abuelos, sino elogios? —replicó Ana y desplegó una sonrisa en aquel rostro moreno tan bello como exótico.
—Ana, ¿dónde compraste un vestido tan herm…?
—¡Vamos, familia! —interrumpió con simpatía John—. No debemos llegar tarde —anunció—; si quieren seguir hablando de vestidos, háganlo en el camino.
La criada se acercó a Ana y la ayudó a colocarse una capa.
—Trinidad, está de más que te pida que lo cuides —dijo y señaló con la mirada al perro que contemplaba la escena desde cerca de un brasero, a un costado de la sala.
—Quédese tranquila, que ya está bien: lo peor para Trabuco ha pasado.
Finalmente, lo habían bautizado con ese nombre, apelando a las primeras palabras de John apenas lo vio.
—Eso espero.
John también envolvió a Sara con un abrigo y, sin más tardanza, se encaminaron hacia la puerta de la casa, en donde los aguardaba una berlina que los llevaría a destino.
—Me estabas por contar del vestido este vestido —retomó Sara la conversación.
—Fue en último viaje en París. Lo confeccionó un modisto que se instaló hace no más de dos años en la ciudad.
—¿Quién es?
—Worth es su apellido, inglés, pero en verdad sus creaciones no solo son una belleza, sino que son realmente cómodas. —En voz más baja continuó—: La crinolina la redujo aquí —tomó la falda por delante—, y te aseguro que lo hace más que confortable sin tanta tela, por eso es que, de frente, el vestido parece casi plano.
—¡Bello y agradable de llevar; querida, qué más se puede pedir; ese sí que es un lujo! —comentó risueña.
John miraba por la ventana, ajeno a la charla de las mujeres, que no se cansaban de discurrir sobre moda. Luego de atravesar varias calles a un buen ritmo, el traqueteo cesó, y el avance se tornó más complicado: una larga cola de carruajes hacía fila para ingresar al teatro. El hombre consultó el reloj de bolsillo y se dio cuenta de que, si esperaban que la acera se despejara, llegarían tarde a la función.
—Será mejor que nos deje aquí —le indicó al cochero—; caminaremos el trayecto que falta.
A varios metros de la entrada comenzaron los saludos. Las conversaciones entre las damas que se conocían y que hacía tiempo que no se veían amenizaban el lento paso hasta la entrada. John las dejó y se encaminó hacia la puerta de ingreso a la platea mientras las mujeres intentaban en atropelladas charlas ponerse al día de los todos acontecimientos sociales de la ciudad.
—Anita —susurró Sara—, John se ha quedado con el par de binoculares que le pedí que guardara en el bolsillo, ¿podrías buscarlos antes que entremos?
—Traje los míos —contestó y señaló del bolso para indicar que allí los llevaba—; te los presto.
—Gracias, mi amor, pero prefiero los míos; manías de vieja.
La joven, entonces, encaró el tumulto y se perdió entre la muchedumbre en busca de John Taylor.
El recinto se encontraba repleto de hombres a la espera de ingresar a la sala para ubicarse en la platea. Ese era un lugar de privilegio reservado exclusivamente para el público masculino. La muchacha no alcanzó a divisarlo, pero sí logró reconocer a un amigo de la familia y le pidió que diera el recado a John.
Mientras, la jovencita se quedó en un recodo del recinto a la espera de que su abuelo fuese avisado de que lo aguardaba afuera de la sala. A medida que los presentes entraban y se ubicaban en sus asientos, el bullicio que colmaba la sala comenzó a mermar. En pocos minutos, el alboroto se había disipado, y el lugar había recuperado parte del silencio habitual. De repente, un murmullo hizo eco en el lugar, y las voces de poco fueron tomando color. El tono grave de una de ellas se destacó, y le llamó la atención. Se acercó un poco más hacia el sitio del que provenía la conversación. A un costado del recinto había una puerta entreabierta y, desde allí, distinguió algunas frases; se mantuvo inmóvil hasta entender y darle sentido a lo que decían: “Debemos olvidarnos de lo pactado, al menos por ahora. No vamos a matarlo hasta nuevo aviso; parece que Urquiza tiene siete vidas, y la suerte, una vez más, lo acompaña”. La sorpresa que le provocó oír aquellas palabras la mantuvo allí inmóvil. De inmediato, y sin mediar tiempo para que ella pudiera irse, salió un hombre que, al girar, dio de lleno con Ana. Ella tuvo que elevar los ojos para alcanzarlo, procuró no demostrar la conmoción que le había provocado aquel rostro pétreo, que no dejaba de observarla con detenimiento. El azul profundo de aquellos ojos era tan llamativo como la forma rasgada que tenían, casi como los de un felino, enmarcados por tupidas pestañas negras, al igual que su cabello, peinado hacia atrás.
—Usted no debería estar acá. —Su tono de voz se fue tornando más duro y áspero a medida que aguardaba alguna reacción por parte de la muchacha. La única respuesta que obtuvo fue un profundo silencio mientras aquellos ojos negros permanecían posados sobre los del hombre—. No corresponde que una señorita ande por acá; debo suponer que no ha escuchado ni una palabra de lo que se ha dicho, ¿verdad? —increpó con su ceja levantada.
—No tengo por costumbre meterme en las conversaciones ajenas —replicó con educación.
El hueco sonido de unos pasos retumbó sobre el piso de madera: alguien se acercaba.
—¡Ana!
La muchacha giró de inmediato sobre los talones y fue al encuentro de John, que acababa de salir de la sala para entregarle lo que le había pedido.
—Me preocupé al no verte; creí que te habías retirado.
—No, solo recorría el lugar mientras te esperaba.
—Espero que no te hayas aburrido demasiado mientras me aguardabas.
—Un poco, pero supongo que ahora vendrá lo mejor —contestó al tiempo que tomaba entre las manos los binoculares.
Al otro lado de la sala, apoyado sobre una pared lateral, Agustín Ledesma la escuchaba absorto. Ella irradiaba una belleza fuera de lo común. Esa tez morena y esos ojos tan oscuros como el cabello conjugaban el más sofisticado refinamiento con una dosis de misterio.
Sin más, la muchacha se apuró para salir del recinto hasta alcanzar a su abuela en la puerta de ingreso y regresar a la sala para disfrutar de La Traviata, de Giuseppe Verdi.
Agustín continuó un rato allí de pie. Un compañero se le acercó.
—Ledesma, ¿pasó algo?
—No. —Giró para quedar frente a su camarada—. Nada de qué preocuparse.
—Si pretendes quedarte y escuchar la ópera, debes darte prisa, pues ya debe de estar por comenzar. Luego de la noticia que me has dado, no estoy con ánimo de quedarme esta noche; me vuelvo a mi casa.
—En cambio, ahora yo sí he decidido quedarme —dijo al estrecharle la mano en un saludo—. Ve tranquilo; nos vemos pronto. —Y lanzó una mirada hacia la puerta por la que había salido aquella muchacha.
* * *
Ana había logrado ubicarse en la butaca antes de que la majestuosa araña central repleta de centenares de luces de gas se elevara para dejar en penumbras la sala y dar por comenzado el maravilloso espectáculo. El silencio ocupó por unos instantes la sala, mientras la expectativa del público se acrecentaba. Una vez que el escenario se pobló con los actores y los cantantes, la sala recobró su magia.
El despliegue y la intensidad de las voces durante el primer acto envolvieron en una atmósfera de festejo a los espectadores al confluir con el afamado pasaje del brindis. Mientras Ana se deleitaba con lo que ocurría en el escenario, la sensación de que alguien la observaba la fue envolviendo. Viró con disimulo los binoculares para hacer un paneo por el palco, y contempló el ensimismamiento de los espectadores. Era imposible que alguien pudiera distraer su atención de lo que ocurría en escena. Sin embargo, esa sensación persistía. Luego enfocó hacia abajo, hacia el lugar en el que se encontraba la platea masculina sentada en las butacas tapizadas de color café. Desde allí, y en aquel ambiente apenas iluminado, distinguió unos ojos azules que no dejaban de observarla. Desde el escenario llegaba la voz del tenor que vibraba en todo su esplendor en el papel de Alfredo, mientras le declaraba su amor a Violetta, la cortesana de quien se había enamorado; cantaba: “Poichè quell’occhio al core onnipotente va”. Ledesma inclinó entonces la cabeza hacia ella sin dejar de mirarla, como si aquellas palabras del enamorado Alfredo hubieran brotado de él mismo. Cuando Ana salió del estupor que le provocó la impertinente actitud de aquel hombre, volvió la vista hacia el escenario e intentó concentrase en lo que allí sucedía.
La primera vez que había asistido para presenciar esa misma ópera había atravesado por una serie de sentimientos que ahora volvían a surgir. A lo largo de los tres actos, el espectador podía recorrer distintas emociones: la alegría en el comienzo, el dolor por el padecimiento de Violetta, el pesar de su dramático destino. Era imposible no conmoverse e incluso ilusionarse ante la efímera esperanza de salvación de la protagonista. En el tramo final, la angustia que le provocó el destino de Violetta en brazos del amado se apoderó nuevamente de su cuerpo. La insinuación de la pérdida de un ser querido la golpeaba de manera silenciosa, sin que ella fuera consciente de la intensidad. Tenía los ojos colmados de lágrimas y las manos se habían aferrado al balaústre de madera pintada que formaba la barandilla de la cazuela en donde estaba ubicada. Al notar las manos húmedas, las deslizó y se unió al resto de los espectadores en un ovacionado aplauso. La sala se iluminó al descender la fastuosa araña, y se dio por concluida la función.
Con el correr de los minutos, las butacas comenzaron de a poco a quedar vacías; otra vez el recinto de recepción empezó a poblarse de la concurrencia que se reunía para comentar el espectáculo.
—¡Sara Gale, qué placer encontrarte por aquí!
Aún la costumbre de algunos de llamarla por el antiguo apellido de casada persistía. Ella era la señora de Taylor ahora y desde el momento en que se había casado con John. Aquel apellido no solo estaba estampado en los papeles que certificaban la unión, sino también en lo más profundo de su corazón.
—Mercedes Iraola, el placer es mío. —E hizo un gesto con la mano para señalar a Ana que estaba a su lado—. Te presento a mi nieta, Ana Gale.
—¡Qué bonita es! —exclamó.
—Muchas gracias —contestó la muchacha, que supo mantener una sonrisa dibujada en el rostro mientras era presentada ante las damas de la sociedad porteña.
Valentín Alsina, quien había renunciado el año anterior como gobernador de la provincia de Buenos Aires con motivo de la derrota de la batalla de Cepeda, estaba en el centro del lugar. En torno a él conversaban otros hombres importantes de la política y de los negocios.
—Ledesma, no imaginé encontrarlo por acá.
—Suelo concurrir cuando mis ocupaciones me lo permiten.
—Nada mejor que distraer la mente de ideas que no nos llevan a nada —comentó en velada referencia al plan que había ideado Agustín junto a Adolfo Alsina, el hijo de Valentín, y sus compañeros; plan que él había logrado truncar. Suponía que solo su interlocutor había comprendido el significado de aquellas palabras.
Alsina tenía el convencimiento de que ese no era el momento oportuno para provocar fricciones en un ambiente político que pugnaba por evitarlo.
—A los hombres de negocios, ideas es lo que nos sobra; el problema es poder plasmarlas —acotó Cosme Medina.
—En los negocios el sentido de la oportunidad es fundamental —agregó John Taylor, que acababa de sumarse a la conversación—, cuando se logra, luego solo resta esperar.
—Si lo sabrá Ledesma, que al fin logró cumplir con el proyecto del ferrocarril.
—Convengamos que formar parte de la Empresa de Carruajes y Mensajería me permitió estar un paso más allá al momento de evaluar que el futuro en las comunicaciones estaba en el ferrocarril. Pero debo destacar que he contado con el apoyo incondicional del dueño, Amadeo Mansilla, que apostó por la idea que le propuse y, por supuesto, también del resto de los socios que luego se incorporó.
Recordó cuando, años antes, la idea del ferrocarril le rondaba la mente, sin embargo, la oportunidad aún no había llegado. Contar con los contactos necesarios y tener la anuencia de su mentor, Amadeo Mansilla, lo había catapultado como un joven brillante y avezado en los negocios. Existía algo más que él no había mencionado, pero que sentía que lo instigaba a seguir hacia adelante y triunfar: él ambicionaba tenerlo todo, contar con más dinero y poder del que ya poseía. Había trabajado duro para eso y continuaba haciéndolo en la Empresa de Carruajes y Mensajería. En tal sentido, entendía que iba por el camino correcto.
—Recuerdo haber estado en la inauguración —manifestó Alsina.
—Parece que pasó tanto tiempo… Sin embargo, fue hace tan solo tres años que celebramos y festejamos aquello. Estaban casi todas las personalidades destacadas de la sociedad y la política; recuerdo que el arzobispo Escalada bautizó a las locomotoras La Porteña y La Argentina.
—En aquel momento estábamos unidos frente al progreso, pero convengamos que el accionar del arzobispo nos ha dejado perplejos en más de una ocasión —comentó Alsina.
—Tiene razón, se ha ganado la enemistad en un sector de la prensa —acotó Medina.
—Sin embargo, sus feligreses y la Iglesia misma lo apoyan desde las columnas de sus propias publicaciones. La Iglesia, astutamente, apela a las mismas armas que su adversario, al utilizar su prensa para defenderse. De ese modo, intenta avalar lo que a veces es indefendible.
El obispo Mariano José de Escalada estaba desde hacía tres años en conflicto con gran parte de los porteños. Muchos de ellos no estaban de acuerdo con algunas modificaciones eclesiásticas que había implementado y fundamentalmente con la carta pastoral que había dado a conocer en la que sancionaba la existencia de las logias; y así fue que encendió un pandemonio. Los roces con opinión liberal habían sido unánimes. Los periódicos más importantes como La Tribuna, ardiente defensor del autonomismo porteño, y El Nacional, que representaba el pensamiento opuesto, habían coincidido en la crítica al prelado mediante artículos que no cesaban de publicar. Por otro lado, no se podía desconocer que gran parte de los políticos eran masones, ese era un secreto a voces. No solo los políticos conformaban las logias, sino también gran parte de los porteños, que eran hombres prominentes libres de cuestionamiento o tacha de irreligión. Lo curioso era que en las logias convivían tanto católicos fervientes como quienes estaban en las antípodas de la religión; sin embargo, las críticas en su contra se multiplicaban.
La conversación continuó y se extendió mientras algunos de los presentes se iban retirando.
—Si me disculpan, caballeros, voy a buscar a mi esposa, aunque —John levantó la cabeza y agregó—, por lo que veo, no debe de haber reparado en mi ausencia, ya que no ha parado de conversar —finalizó risueño.
Agustín había divisado a Ana al otro lado de la sala, por lo que minutos después de que el hombre fuera en busca de las mujeres, lo siguió.
—Sara, creo que es hora de retirarnos —le dijo John.
—Nosotras nos hemos puesto al día, ¿verdad Ana?
—Si tu objetivo era que estuviese al día con algunas de tus amistades, lo lograste —replicó con una sonrisa que se cristalizó cuando escuchó, por segunda vez en la noche, aquella voz grave.
—Señor Taylor —comenzó desde atrás—, antes de que se retire, querría saludar al resto de su familia.
—Claro que sí: le presento a mi esposa, Sara —la señaló con un ademán—, y a nuestra nieta, Ana Gale.
—Buenas noches, soy Agustín Ledesma. —Y tomó con delicadeza la mano de la señora.
Al llegar a la mano de Ana, hizo foco con los ojos en los de ella y desplegó una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes tan blancos como la camisa que vestía con el frac.
—Un placer, señorita Gale.
La muchacha lo saludó con un gesto amable, sin entender la desfachatez de aquel hombre.
—Supongo que deben de haber disfrutado del espectáculo.
—Por supuesto —repuso Sara—, Ana no quería perdérselo por nada del mundo.
Agustín la contempló; sin embargo, la joven no parecía estar muy dispuesta a continuar la conversación.
—Me habría encantado ver a Enrico Tamberlick como Alfredo en esta ópera cuando se inauguró el teatro. Es una lástima no haber estado.
—Pero ha tenido la oportunidad de verla en Italia —agregó Sara.
Una vez más, la mirada de él caló profundo.
—He estado con mi familia de viaje, y allí pude deleitarme con esa maravilla.
—Para mí fue una sorpresa saber que no había tenido el éxito que imaginaban cuando se estrenó en La Fenice en Venecia, ¿verdad? —comentó Agustín.
Ella lo observaba tratando de disimular la perplejidad que le generaba escuchar la naturalidad con la que pasaba de opinar de música a confabular la muerte de un sujeto. Ana entendía que, para disfrutar de la ópera, no era tan importante conocer sobre el tema, sino contar con la sensibilidad necesaria para apreciarla, y a la luz de los hechos creía que Agustín Ledesma carecía por completo de ella.
—Señorita Gale, ¿desde cuándo están aquí?
—Hace tan solo unos días que arribamos a la ciudad.
—Me alegro y espero que su estadía sea extensa.
—Señor Ledesma…
—Agustín —replicó con una amplia sonrisa.
Ana volvió los ojos al rostro de él.
—Señor Ledesma, no tenemos una fecha definida de retorno a la estancia —contestó con desdén.
—Por lo que veo, detrás de su belleza y refinados modales, hay una dama con carácter.
—Le agradezco el cumplido, aunque no pueda decir lo mismo de sus modales.
Agustín estalló entonces en una carcajada profunda, luego se acercó un poco más a ella y agregó:
—Tiene razón; espero contar con sus disculpas. —Hizo una pausa—: Y con su silencio. —agregó con un guiño de ojo.
La joven se convenció de que el desparpajo y la osadía de aquel sujeto eran difíciles de cuantificar.
Los Taylor ya se despedían de sus conocidos.
—Señor Ledesma, nos veremos en cualquier otro momento —le estrechó la mano John.
—Un gusto haber conocido a su familia —dijo al saludar a las damas.
Agustín se retiró del teatro una vez que los Taylor se fueron. Prefirió hacer el trayecto hasta a su casa a pie. Atravesaba las cuadras en aquella solitaria caminata mientras el intenso frío le azotaba el rostro. Al llegar, enfiló hacia el escritorio y se preparó un vaso de whisky. De a poco, y a medida que el líquido ámbar le atravesaba la garganta, el calor se le fue expandiendo por el cuerpo. No supo si había sido por alcohol o por el recuerdo de Ana Gale.