CAPÍTULO 11
Un encuentro inesperado

Aún resonaban en los oídos de Inés las palabras de su hermana a la criada. Aquella madrugada, se habí́a levantado en busca de leche caliente para ver si lograba conciliar el sueño. No era la primera vez que sufría de insomnio; desde que habí́a sucedido lo del bebé, no habí́a vuelto a ser la misma de antes. Sin hacer ruido, se habí́a levantado y, antes de llegar a la cocina, habí́a escuchado la voz de Concepción, que hablaba con Dominga. A la pobre criada la tenía a mal traer con tantos pedidos y gritos. Daba cuenta de eso que la tuviese a esas horas de la madrugada allí en la cocina para darle indicaciones. Al saber que estaban allí, habí́a atinado a regresar a su habitación para evitar encontrárselas, pero antes de hacerlo habí́a oído que Concepción le agradecía a la criada la buena calidad del veneno que le habí́a conseguido para matar al perro de Ana Gale. Si hasta ese momento no habí́a podido dormir, menos aún con lo que acababa de escuchar. ¿Por qué se habí́a ensañado con Ana? Si el motivo era Agustín, estaba claro que, si antes de la aparición de Ana no habí́a logrado algo, tampoco lo haría ahora. No habí́a que ser clarividente para darse cuenta de que el interés de Agustín era solo por Ana. Cuando estaban juntos, no tenía ojos más que para ella. Pero Concepción era incapaz de verlo.

El hostigamiento que habí́a sufrido desde siempre Inés por parte de su hermana continuaba, pero ahora se habí́a morigerarlo un poco, porque se encontraba más enfocada en dañar a Ana que en continuar molestándola a ella. Inés habí́a hallado en la joven Gale a una persona en quien confiar. Además, admiraba el modo en que le hacía frente a su hermana. Al fin alguien la ponía en su sitio, aunque el costo habí́a sido alto. Sabía también que Concepción no pararía hasta lograr lo que deseaba: obtener la atención, el interés y todo lo que le pudiese brindarle Agustín Ledesma. Para lograrlo debía conseguir que él dejase a un costado a Ana, y en eso andaba.

Por todo eso y porque, además, creía haber encontrado a alguien que podía ser una buena amiga, es que Inés decidió ir a visitar a la muchacha, ya que habí́a amanecido entre tantas cavilaciones. Creía que salir de su casa, evitar el encierro que implicaba no solo estar dentro de las paredes de la finca, sino bajo la mirada déspota de Concepción, le aliviaría el espíritu.

Sin demasiadas explicaciones salió en busca de Ana. Le pidió al cochero que la llevara a la Casa de Niños Expósitos. Cuando arribó, le dijo al cochero que se retirase, pues no sabía cuánto tiempo iba a tardar. Una religiosa la recibió y le pidió que aguardara mientras llamaba a Ana. La espera no fue larga: a los pocos minutos la muchacha apareció con una expresión de alegría en el rostro.

—¿Estás aquí para colaborar con la institución?

A Inés eso no se le habí́a cruzado por la cabeza.

—No se me ha ocurrido. Solo quería saber cómo estabas y

preferí darme una vuelta por aquí.

—Te invito a recorrer un poco el lugar; quizás, te convenza

de que nos acompañes —lanzó con alegría—, luego pensaba irme, si te parece, nos vamos juntas.

—Me encantaría.

Fue así como casi sin darse cuenta se vio envuelta en gritos de niños que jugaban, voces de otros comentando cuentos que se les relataban. Sin embargo, lo que en verdad la convulsionó fue escuchar los llantos de los bebés en busca de alimento o caricias. Quiso huir de allí; no iba a resistir ni un minuto más en un lugar que parecía ser un permanente recordatorio de aquello que habí́a tenido y que nunca habí́a deseado perder.

—¿Te sentís bien?

La palidez del rostro de la muchacha fue inmediata y notoria.

—¿Inés? —reiteró.

Apenas escuchaba la voz de Ana. Creyó que iba a desvane-

cerse, pero de inmediato se recuperó. ¡Qué vergüenza! ¿Cómo habría justificado el desmayo si hubiera ocurrido? Aún escuchaba en sueños el llanto de un bebé. En medio de la madrugada le costaba salir del estado de ensoñación, pero, luego, veía su habitación, comprobaba las cosas que la rodeaban y entendía que todo habí́a sido una pesadilla. Se sentaba en la cama con la frente bañada en sudor, y la angustia la mantenía en vela hasta que el cansancio la vencía y volvía a quedarse dormida.

—Te acompaño hasta el escritorio; quizá, si bebés un té, te sientas mejor.

—No creo que sea necesario.

Prefería irse de allí.

—Hermana Francisca —llamó Ana al ver a la monja que salía

de una de las salas—. Mi amiga se ha mareado, ¿nos puede acercar un poco de agua?

—Por supuesto.

—Gracias, pero me siento mejor. Quizá regrese en otro momento en que no andes tan ocupada.

—Ana, no es necesario que te quedes, ya has cumplido aquí —replicó la hermana Francisca.

—Gracias. Voy a buscar el abrigo, y nos vamos.

Ana apuró los pasos para evitar que Inés aguardase demasiado. Creía que el contacto con el aire fresco le sentaría bien. Fue así como salieron de la institución para emprender el regreso.

En el cielo, encapotado de nubes grises que, de poco, se disiparon, se podía ver un bello día. La caminata fue cobrando brillo a medida que la conversación de ambas muchachas se hacía más interesante.

—Estamos a mitad de camino, venís a tomar el té a casa, ¿verdad?

Inés se detuvo y vio que a poca distancia se distinguía una amplia plaza con dos grandes fuentes que la decoraban y que servían de centinelas de la amplia pirámide que se erigía en su centro. Prefirió disfrutar de un lugar así a encerrarse en otra casa, aunque no fuera la suya.

—¿Y si nos quedamos en la plaza? —sugirió.

Observó que habí́a algunos pocos bancos para sentarse.

—Por supuesto, mejor así.

Para Ana, estar allí le recordaba a la vez que habí́a concurrido

a la gala del teatro Colón, ya que el edificio estaba detrás de la recova, resplandeciente como los espectáculos que allí se realizaban. Cómo olvidarse de aquella ópera... En cualquier otro momento, la habría subyugado; sin embargo, en aquella oportunidad, a lo único que habí́a sucumbido habí́a sido a los encantos de Agustín Ledesma.

Enfilaron hacia uno de los bancos que estaban a pocos metros de la zona central. Desde allí se tenía un perfecto panorama del ir y venir de las personas en aquel sitio de tanto ajetreo. Una leve brisa acompañaba el día.

—¿Estás mejor?

—Sí gracias. Pero no te preocupes; no ha sido nada.

—Si te sucede a menudo, deberías ir al médico.

—No tengo nada que un doctor pueda curar.

Ana giró la cabeza para observarla bien. Se sorprendió que le

dijera eso, pero era evidente que algo le pasaba.

—Ante todo quiero que sepas que fui a verte porque me en-

teré de lo que hizo mi hermana. Es algo tristísimo y, lo que es peor, se ufana del hecho.

—No debés preocuparte. Ella está mal dispuesta conmigo, y creo que ambas sabemos el motivo. Esto es algo que debemos resolver nosotras, y vos debés mantenerte al margen.

—Antes, sus acciones estaban siempre dirigidas a mí, pero ahora ha apuntado toda su artillería en tu contra, y eso me duele.

—Vuelvo a repetirte, no te preocupes por mí. Eso sí, creo que deberías cambiar esa conducta condescendiente que tenés con ella.

—Trato de hacerlo, a veces me quiero rebelar, pero otras recuerdo el comportamiento que ha tenido conmigo en un momento doloroso del pasado, y ahí es donde me detengo.

El rostro de Inés cambió de expresión: los ojos se le tiñeron de un brillo casi al borde de derramar algunas lágrimas y Ana lo notó.

—¿Qué ha sucedido?

—Algo que no debería haberme ocurrido, pero ocurrió. Me enamoré de la persona equivocada. Él provenía de una familia de trabajo; no tenía el estamento social necesario para cortejarme. Sin embargo, sucedió. Nos vimos algunas veces a escondidas, y yo me entregue a él. Fue la primera y única vez que sentí algo así por alguien. Luego me di cuenta de que él no correspondía el mismo sentimiento, pero ya era demasiado tarde.

Inés se ahogó en un suspiro de angustia.

—Me di cuenta de que no me amaba cuando le conté que estaba esperando un bebé. Recuerdo cómo me dijo a los gritos que eso no podía ser cierto y que lo nuestro nunca habría funcionado. Me quedé sin habla. Al poco tiempo huyó de la ciudad. Te imaginás que, si mi padre hubiera podido, lo habría buscado. Concepción supo darse cuenta de los cambios en mi cuerpo y no le costó demasiado deducir qué habí́a sucedido y, lo que fue peor, quién habí́a sido el hombre del que me habí́a enamorado. Los días siguientes a aquella revelación, mi padre y mi hermana decidieron cuál iba a ser mi destino: el encierro dentro de un convento fue una posibilidad; luego, Concepción resolvió que me enviarían al campo para que me quedara allí hasta que el bebé naciera. Ella estaba desquiciada ante la posibilidad de que nuestra familia pudiera ser sometida al escarnio público si la gente se enteraba de mi estado de gravidez. Creía que sería más natural y convincente que estuviese una temporada en el campo familiar que, de buenas a primeras, culminara dentro de los claustros de un convento. Así fue cómo sucedió. La decisión familiar se tomó en mi casa y solo la supieron mi padre y Concepción. Más allá de todo, yo ansiaba tener a mi bebé, ya que sabía que llevaba en mi vientre una parte de alguien a quien yo habí́a amado tanto. Concepción estuvo a mi lado los largos meses en la estancia hasta que di a luz asistida por una comadrona. Apenas si logré verlo cuando nació. Sí pude observar que los rasgos de su padre estaban impresos no solo en el color de su piel, sino también en otros detalles que solo yo conocía de él.

En esa parte del relato Inés se sintió más aliviada, quizás hablar calmaba la desesperanza que la acompañaba.

—Pero el castigo cayó sobre mi bebé sin piedad, ya que no resistió vivir más de unas largas horas.

—Lo lamento muchísimo —dijo compungida.

—Lo sé y te lo agradezco. Luego, ya nada fue igual para mí. Dejé que las cosas ocurrieran a mi alrededor sin importarme mucho cómo sucedían. Quizás ahora entiendas el trato que tengo con Concepción: su hostigamiento me cansa, pero el modo en que reacciono es la manera de retribuirle lo que hizo por mí en aquel momento.

Ana la escuchó en silencio y evitó decirle lo que pensaba. La entendía en su dolor, pero creía que ese castigo que se habí́a impuesto no era lo más sensato que podía hacer. Pero luego de lo que le habí́a confesado, no podía decirle lo que en verdad creía de Concepción Mansilla.

—Quizás ahora entiendas por qué me descompuse al escuchar los llantos.

—Entiendo —contestó Ana—, pero también comprendo que, por más duro que sea, en algún momento deberás enfrentarlo.

—Eso lo decís porque no has pasado por una situación tan dolorosa.

—Ahora no es momento de explicarte los motivos por los que te doy este consejo, pero te puedo asegurar que lo mejor que podés hacer es enfrentar lo que te sucede. Creo que estar con los niños te puede aliviar el dolor.

Ella sabía: compartir con otros niños el desamparo que en algún momento habí́a sufrido, la habí́a ayudado a curar las heridas del pasado.

—Inés, cuando vivís un dolor muy intenso, no tenés muchos caminos para tomar. O te quedás allí regodeándote en el dolor como si estuvieses en el mismo fango y buscases enlodarte aun más, o intentás salir de allí despojándote de a poco los restos de dolor hasta alcanzar el olvido. Ahora me gustaría que fuésemos a casa para tomar un rico té y comer alguna delicia de las que prepara Trinidad.

* * *

Luisa Ledesma habí́a acudido puntualmente durante años a aquel lugar. En aquel refugio podía disfrutar de la persona a la que amaba más que a nadie. La propiedad no estaba en la mejor zona de la ciudad, pero les permitía estar juntos sin levantar comentarios en la vecindad. Allí, el día indicado, al mismo horario, sin que se alterase la rutina de sus encuentros, estaba él, sentado en un sillón con la mirada perdida pensando vaya a saber qué. Al verlo, supo de inmediato que no era ella quien distraía sus pensamientos.

—Hola —dijo al acercarse para saludarlo—, ¿hace cuánto has llegado?

—El suficiente para cansarme de la espera.

Luisa se quedó quieta.

—¿Sucede algo? —inquirió sin levantar la voz.

—Nada —dijo y se levantó del sillón y caminó unos pasos

hasta alcanzar la ventana que daba a la calle.

A través de la cortina blanca que se movía vaporosa ante la

brisa fresca de aquella tarde soleada, algunas imágenes se proyectaron en su mente de un modo nostálgico.

—Si preferías estar solo, no tenías más que avisarme por medio de Asunta, y no venía. ¿Querés que me vaya?

—No, solo quiero estar tranquilo.

Ella no dejaba de observarlo. Lo habí́a amado desde el primer momento en que se lo habí́a cruzado. Supo que era imposible que un hombre como él se fijara en alguien como ella. Sin embargo, por más que se habí́a esforzado por mejorar, nunca habí́a logrado dejar de ser la pobre mujer que habí́a salido de aquel pozo de miseria. Luisa habí́a vivido los últimos años a través de los ojos de él. Su vida habí́a transcurrido sostenida por los instantes felices que él habí́a transitado. Las alegrías que ella habí́a disfrutado eran las que él habí́a gozado. Los momentos ingratos por los que él habí́a atravesado, ella los habí́a sentido como propios. Pero cada una de aquellas ocasiones las habí́a atravesado en absoluta soledad. Él también era un hombre comprometido cuando lo conoció, y así lo aceptó. Siempre habí́an cuidado las formas para evitar que alguien sospechara algo. Por ese motivo, habí́a mantenido una vida a la sombra de ese hombre, que ahora la miraba de un modo extraño.

—No me has contestado —insistió.

—No te dije que te fueras, solo que quería un poco de paz. Ella lo dejó allí en la sala y se fue a preparar un té. Quizás

uno con hierbas lograba calmarle el ánimo. Cuando regresó, lo vio allí parado de espaldas a la ventana.

—A veces pienso si no te has cansado de lo nuestro.

—Jamás. —Ella no dudó ni un segundo—. Sí me he preguntado por qué no han sido distintas las cosas entre nosotros. Poder pasearme de la mano como tu señora es un sueño que me llevaré a la tumba.

Luisa sabía que él también la habí́a amado, y se lo habí́a demostrado con creces al tiempo que habí́a comenzado su relación. Luego del hecho que él habí́a protagonizado en aquella época, se habí́an unido aún más. Ella nunca lo olvidaría y le brindaría su amor más allá de la distancia que él pusiera entre ambos.

—Luisa, no creo que la semana próxima podamos vernos. A la ciudad ha venido un amigo, y tengo compromisos con él.

—Está bien; si cambiás de idea, me lo hacés saber.

Luisa creyó entender que esos compromisos a los que se refería podían tener que ver con alguna mujer, tal vez alguien más joven que le diese lo que ella no podía.

Esa tarde la pasaron juntos como tantas otras, aunque la mente de él estaba en otro lado. Ni siquiera hablaron de sus familias y de lo que les habí́a acontecido como solían hacer. Aquella no habí́a sido una tarde más, sino distinta a todas las otras.

* * *

El sol habí́a caído sobre la ciudad, y Agustín debía darse prisa si en verdad pretendía pasar a ver al padre Miguel. El día anterior, el sacerdote habí́a pasado por su oficina. Le habí́a dejado saludos, porque Agustín no se encontraba allí, sino que habí́a salido porque tenía una reunión sobre algo que lo tenía a mal traer. Negocios, sus preocupaciones siempre recaían sobre el mismo tema, pero en ese caso se trataba de la venta de la participación accionaria de uno de los socios de la Sociedad Camino Ferrocarril al Oeste. Le importaba poder hacerse de esa parte societaria para incrementar no solo su patrimonio, sino para contar con mayor peso al momento de la toma de decisiones.

Aunque no fuera el horario habitual en el que solía concurrir a visitar al padre Miguel, partió rumbo a la parroquia Nuestra Señora de la Merced. Luego de atravesar el atrio, entró en la iglesia y enfiló hacia la sacristía. La puerta de entrada estaba entreabierta, y se escuchaba la voz de su amigo. Antes de abrirla, dio dos golpecitos con los nudillos.

—Adelante —dijo desde adentro el padre Miguel.

Agustín abrió y se encontró allí sentado a un sujeto que tenía el pelo recogido en una cola atada con un tiento de cuero. Nunca habría imaginado encontrárselo allí.

—Agustín, pasá. Nosotros ya casi hemos terminado. Te presento a Manuel Cristo.

El sacerdote mantenía la mano en el aire, señalando a quien pretendía presentar; sin embargo, ninguno de los hombres se mosqueaba por saludar al otro.

—Agustín Ledesma —insistió en la presentación.

El saludo de Agustín fue un tenue movimiento de cabeza con una expresión de pocos amigos.

—Sentate.

El padre Miguel notó que el clima se habí́a viciado de incomodidad.

—Yo me retiro —dijo Cristo.

—Aún no —pidió el sacerdote—, quizás Agustín pueda colaborar también.

—¿Colaborar con qué? —preguntó al tiempo que se sentaba.

—Padre, no es necesario —replicó Manuel.

—Claro que sí. Nos conocemos desde que éramos niños. Sé

de su voluntad caritativa. Yo me he involucrado en la misión: en la búsqueda de los familiares que aún no se encuentran. Agustín, hay que sacar provecho de que la noticia se ha instalado en la ciudad, quizás alguien sepa algo. Pude ser que algunos de los suyos estén trabajando en alguna estancia de algún porteño, o vaya a saber qué información podamos obtener.

—Supongo que darle publicidad puede ayudar.

A Agustín era el único comentario que se le ocurría hacer. Al verlo, en lo que menos pensaba era en el motivo por el cual estaba allí entrevistándose con el cura.

—No creo que cualquiera pueda comprender nuestro reclamo. Además nosotros no nos entendemos mucho con los huincas.

—Eso está claro —retrucó Agustín.

—Nunca olvidamos el lugar del que venimos ni al que pertenecemos.

—Eso hace al origen de cada uno, sin embargo, es simplemente eso: el pasado. Eso no es suficiente para justificar la irrupción en la vida de nadie.

El sacerdote cada vez entendía menos de qué hablaban, aunque estaba claro que era de un tema distinto del que él habí́a intentado plantear.

Un breve silencio se instaló allí en la sacristía y desdibujó las intenciones del cura por obtener alguna ayuda para Manuel. Parecía que el indio se habí́a olvidado del motivo que lo habí́a llevado hasta allí.

—¿Cuánto tiempo va a durar su misión aquí en la ciudad? —preguntó Agustín.

—El que me lleve obtener lo que vine a buscar —contestó de mala manera.

—Espero entonces que muy pronto obtenga la información necesaria para regresar con los suyos.

El sacerdote los observaba sin entender a qué se debía la escalada de agresión entre ambos.

—Bueno, Agustín, estás avisado por cualquier información que pueda llegarte —agregó al padre, que se dio cuenta de que, si no ponía punto final a aquella provocativa conversación, podía desmadrarse en cualquier momento.

Manuel Cristo se levantó de la silla, saludó al padre Miguel y apenas le dirigió la mirada a Agustín, que lo observó desafiante hasta que atravesó la puerta de la sacristía.

Una vez que el sacerdote tuvo certeza de que estaba a solas con Agustín, se lanzó con las preguntas.

—Está claro que algo hay entre ambos. Hasta que llegaste, la conversación se habí́a mantenido en un tono afable. Bastó que atravesaras la puerta para que el aire se cortara con un cuchillo.

—Él no solo busca a los suyos, sino que vino también por Ana. Es una historia larga, que no cabe que te la cuente ahora. Lo que te puedo decir es que tengo muchos elementos para afirmar que conoce a Ana desde que eran niños.

—¿Es una suposición?

—Te diría que es una certeza, aunque necesito que sea ella quien me lo confirme.

Si habí́a algo que no se habría jamás imaginado, era que la causa de aquella enemistad se debía a Ana Gale.

—¿Se habí́an visto antes?

—En la casa de los Taylor.

—En mi caso, no lo conocía, pero he estado involucrado con

lo que sucedió desde casi el comienzo.

—¿Por qué?

—Vos sabés que para el monseñor es muy importante que podamos misionar y que estemos junto al que nos necesita. Un modo de hacerlo es ir a los distintos pueblos y acompañar a su gente. Si vieras lo importante que es para la gente saber que cuenta con el apoyo de toda la curia. Es más, no solo resulta vital para la población, sino también para el sacerdote de la zona, que muchas veces debe lidiar solo con todo lo que acontece en el pueblo.

—¿Estuviste allí?

—Sí. Concurrimos a 25 de Mayo luego de que la familia de Cristo fuera raptada. El clima era de gran miedo, porque temían a los malones que, de hecho, terminaron asolando la zona. Y sus incursiones allí aún hoy no han cesado. El cacique Calfucurá, que es quien envió a Cristo y al resto de la comitiva, asoló el año pasado la zona nuevamente. A veces, desde aquí, las cosas se ven diferente. Pero, cuando estás allá y escuchás a su gente, te das cuenta de que la crueldad desatada por un bando se asemeja a la del otro. Indios, militares y una permanente diputa de poder que espero, rezo y brego por que se acabe en algún momento. Los acuerdos por mercaderías y el intercambio de cautivas no se detienen, si no fijate en la situación con la que nos encontramos en este caso. La búsqueda de la familia de los Cristo es una clara demostración de lo que digo.

—Supongo que vas a hacer todo lo que esté a tu alcance por ayudarlo —comentó solo por decir algo.

—Claro que sí —replicó convencido de que Agustín estaba pensando en otra cosa.