CAPÍTULO 15
El deseo de lo ajeno

Ana aún esperaba que Inés se decidiera a concurrir, por fin, a la Casa de Niños Expósitos. Estaba convencida de que colaborar allí no solo le permitiría alejarse del permanente hostigamiento de su hermana, sino que también le daría el sosiego que tanto anhelaba y que aún no habí́a encontrado. Salió de su casa y emprendió el camino. Solo logró caminar unos pocos pasos, porque un llamado detuvo su marcha.

—Aiwe.

Se detuvo al escuchar aquel nombre que solo una persona podía utilizar. Lo vio salir del zaguán de una vivienda vecina.

—¡Manuel! ¿Qué andás haciendo por aquí?

—Te estaba buscando.

Ana le miró el rostro con detenimiento y notó la sutil contundencia de cómo hablaba.

—¿Sucede algo?

—Necesitaba verte; quería hablar contigo.

—Regresemos a casa entonces. Allí podremos conversar tranquilos.

La mano de Manuel le rodeó el brazo.

—No querría molestar —dijo al elevar la vista y dirigirla hacia la finca de los Taylor—; creo que en tu casa aún no se han acostumbrado a verme. Vamos a otro sitio, como solíamos hacer cuando éramos pequeños.

Mientras habí́a estado en la tribu del cacique Rondeau, Manuel se habí́a acercado para intentar integrarla al resto, y verdaderamente lo habí́a logrado. Junto a él y de su mano habí́a comenzado a relacionarse con el resto de la indiada pequeña. Le debía lo que acababa de pedirle. Un tiempo para conversar era lo único que podía ofrecerle, y lo haría.

—¿Adónde?

Él le chistó al caballo, que en segundos se acercó para apearse a su dueño.

—Aunque estés con ese hermoso vestido y ese bolso entre las manos, supongo que no te habrás olvidado de montar.

—Claro que no.

—Estoy convencido de que hay cosas en la vida que nunca deben olvidarse.

Ana sonrió y montó detrás de él, que rumbeó hacia las afueras de la ciudad, en donde el paisaje urbano sucumbía al paisaje agreste a medida que el caballo ganaba terreno. Atrás quedaron las calles con los transeúntes y los carruajes.

La destreza de Manuel Cristo con el animal permitió que el trayecto se hiciese más ágil y que arribasen con mayor rapidez. Prontamente llegaron a un lugar que formaba un recodo en el camino; él detuvo la marcha y se apeó deslizando una pierna por encima de la cruz del animal, lo que le dio espacio a Ana para hacer lo propio por el otro flanco. Él enfiló hacia unos troncos que habí́a debajo de unos árboles, y allí la invitó a sentarse.

—¿Por qué hemos venido hasta aquí?

—Porque este es el lugar más parecido que encuentro al que dejé allí, en la tribu. No soporto la ciudad, y menos aún a los cristianos.

—Supongo que tu estadía aquí no será muy extensa, ¿verdad?

—No lo sé —dijo y volteó el rostro para enfocar sus ojos negros en los de ella—; me quedaré el tiempo que me lleve obtener lo que vine a buscar.

—Entonces vas a tener que acostumbrarte a la ciudad; te aseguro que no es muy terrible vivir aquí. Luego de unos cuantos días, comenzás a familiarizarte con todo.

—No lo creo, aunque con vos acá se me va a hacer más llevadero.

Un silencio sobrevoló por encima de ambos. No era la primera vez que ocurría cuando estaban juntos, pero en aquella oportunidad a Ana le resultó diferente.

—¿Qué era lo que tenías que decirme?

Él la miró con detenimiento mientras le contemplaba el rostro. La belleza que habí́a adquirido con el paso de los años lo tenía embelesado. La cabellera negra que habí́a llevado por tanto tiempo trenzada, se encontraba ahora recogida y perfectamente peinada.

—Aiwe...

—Hace mucho tiempo que abandoné ese nombre.

—Pero para mí no has dejado de ser aquella muchachita que

llegó a la tribu en busca de refugio. Aún conservo tu imagen sentada a un costado de la tienda con tu perro echado a un lado y esa mirada desconfiada que supiste cambiar luego de conocernos.

—Entiendo que sea así como me recordás, pero te aseguro que no es de ese modo como me veo, y menos aún como me siento. El tiempo ha pasado, y con él, la desesperanza y el dolor con los que me conociste se fueron yendo.

—Lo sé. Tenés una familia, pero creo que nunca dejaste de ser aquella hermosa india que conocí. Ahora te has convertido en una bella dama; supongo, sin embargo, que nada de lo que hayas adquirido puede modificar tu origen.

—Estás equivocado.

—No me parece. Lo digo porque te conocí antes que cualquier otra persona. —Deslizó los dedos sobre un mechón de su cabellera sin quitarle los ojos de encima—. Cuando vi que te traían en aquel estado luego del ataque, quise buscar a quien te habí́a lastimado. El deseo de vengar lo que te habí́an hecho me persiguió por mucho tiempo. En verdad me habría gustado hacerlo, pero nunca supimos quién o quiénes habí́an sido los autores del asalto. Hubo un silencio entre ambos, un tiempo en el que ninguno de los dos quería decir nada, en el que todas las palabras resultaban pueriles. Después, como si un hechizo se hubiera acabado, él volvió a hablar:

—Me decías que te has familiarizado con este lugar; supongo que parte del encanto que le encontrás a la ciudad tiene que ver con el hombre que te frecuenta.

—¿Agustín? —Esbozó una sonrisa al evocarlo—. Es el hombre del que me enamoré. —Lanzó un suspiro y agregó—: Perdidamente.

Manuel confirmó lo que suponía. Pero debía esperar, su naturaleza le permitía ser cauto, desconfiado y aguardar el momento justo para actuar.

—Aiwe, busco tu amistad y creo que lo que te pido no modifica lo que sientes por Ledesma.

Esas palabras lograron quitarle la zozobra.

—Mi amistad la tenés.

—Eso me gusta; además pienso que hay lazos que se amarran de un modo tan intenso que son difíciles de romper y que son para siempre, como el nuestro. Eso nunca debe cambiar.

—Trato hecho entonces.

—Ahora que ando por la ciudad, podemos vernos más seguido.

—Estoy encantada de que estés aquí; podés pasar a visitarme las veces que quieras.

—Gracias, Aiwe —murmuró al tomarle la mano—. ¿Amigos entonces?

—Amigos —sentenció dando por culminado aquel encuentro—. Debo irme ya, no querría llegar muy tarde hasta la Casa de Niños Expósitos.

—Te acompaño, yo también debo cumplir con algunos asuntos que me llevarán todo el día.

Caminaron unos pasos hasta el caballo, lo montaron y emprendieron el trayecto de regreso a la ciudad en el más absoluto silencio. Ana estaba contenta por haber hablado con la sinceridad que lo habí́a hecho. Él rebosaba de felicidad por saber que habí́a comenzado con el plan de acercarse a ella.

***

Para Concepción Mansilla, aquella mañana habí́a sido maravillosa. Estaba más convencida que nunca de que debía seguir sus impulsos. La noche anterior apenas habí́a logrado conciliar el sueño; luego de dar vueltas en la cama mientras trataba de desmenuzar las palabras que le habí́a dicho su padre, habí́a arribado a la conclusión de que una luz de esperanza se habí́a abierto. A esa altura de los acontecimientos, sabía que no podía contar con la traicionera de Inés. ¿Qué más le podría informar la criada Dominga que ella no supiera? Necesitaba estar al tanto de lo que ocurría con esa Gale y, para eso, debía controlar personalmente sus movimientos. Allí, en la esquina de la casa de los Taylor, sentada dentro del carruaje que tenía a su disposición, vigilaba lo que sucedía.

El cochero no preguntaba dónde debía ubicarse, ya sabía cuál era el mejor lugar para esperar que Ana saliera y emprendiese el camino hacia la Casa de Niños Expósitos. También habí́a sabido aguardar en las cercanías de aquella institución. Sin embargo, para el cochero, aquella vez habí́a sido distinta: la señorita Gale se habí́a subido a un caballo en compañía de un desconocido y, en vez de seguirla, Concepción Mansilla le dio una orden:

—¡A la terminal del ferrocarril!

El cochero tiró entonces de las riendas para que los caballos comenzaran la marcha. Por el tenor de aquel grito, dedujo la urgencia que tendría la señorita Mansilla por llegar rápido a la estación. Cuando comenzó el traqueteo del carruaje, creyó escuchar una carcajada casi animal. Aquel sonido le provocó un temor que le hizo erizar el vello de la nuca.

***

Agustín Ledesma habí́a amanecido con una serie de actividades por cumplir, que lo mantendrían ocupado buena parte de la jornada. Se encontraba reunido con Amadeo Mansilla para resolver algunos asuntos comerciales.

—Agustín, hoy se hace un almuerzo en la casa de Cosme Medina. Espera tu presencia también.

—No creo que pueda concurrir, tengo varios asuntos que en el día de hoy van a distraer mi atención.

—Las reuniones de este tipo traen más negocios. Hoy van a estar presentes algunas personalidades de la política, y uno debe recordar que, cuando los hemos necesitado, han estado allí.

—Está bien, don Amadeo, allí estaré.

—Seguramente va a estar presente tu amigo, el cura. Agustín recordó que el día anterior le habí́an dicho que el

padre Miguel lo habí́a estado buscando. Con seguridad, el motivo sería avisarle que asistiría a ese almuerzo.

—Por lo que me dice, nadie va a faltar —comentó.

—Así es, hasta parece que un indio va a ser de la partida. Escuchar aquello no hizo más que reafirmarle que su presencia en aquella reunión era fundamental. Estaba seguro de que se trataría de ese indio al que detestaba antes de conocerlo.

—¿Qué indio?

—Un tal Cristo, uno de los que vino con la comitiva en busca de sus familiares. ¡Mirá si los políticos van a colaborar con semejante pedido! —comentó con aires de suficiencia—. Esto no deja de tener un claro tinte político. Intentar mantener la paz con los indígenas va a ser imposible. Ellos deben permanecer en sus toldos; y nosotros, cuidando las fronteras de nuevos malones.

Agustín se concentró en la idea de que al fin lo tendría frente a frente, y dejó de escuchar la opinión de don Amadeo. Al culminar la reunión, lo acompañó a la salida y aprovechó para realizar una diligencia que tenía pendiente. Al regresar a la estación de ferrocarril, subió la escalera hasta alcanzar su oficina y, al abrir la puerta, se sorprendió con la visita que lo esperaba sentada allí.

—Imagino que debés de estar buscando a tu padre.

—Para hablar con él no necesito venir hasta aquí —concluyó con una pícara sonrisa.

Agustín se sentó frente al escritorio y, cuando levantó la vista, la imagen de Ramiro se dibujó a través del cristal de la puerta. No bien entró el menor de los Ledesma, percibió la incomodidad de Concepción Mansilla. Prefirió, entonces, buscar una excusa elegante para salir de allí, pues estaba claro que su presencia debía de interferir con las intenciones de la muchacha.

Agustín habría preferido que se quedara, pero conocía a su hermano: siempre trataba de evitar a Concepción.

—Quería agradecerte el gesto que has tenido el otro día al traer a Inés hasta casa. Parece que ha entablado una grata relación con la muchacha Gale y, como sabés, mi hermana no es muy afecta a las reuniones sociales. Por eso, me da mucho placer que pueda relacionarse con alguien.

—Me alegro —replicó con una sonrisa.

—Además, me gustaría que se lo transmitieras a Ana Gale.

—Podrías hacerlo personalmente.

—Es lo que he tratado de hacer esta mañana, pero algo más importante la hizo irse raudamente de su casa.

Concepción notó el gesto de desconcierto e imaginó que su semblante cambiaría una vez que completara la información que habí́a ido a darle.

—Cuando concurrí temprano a la casa de ella, creí que iba a poder verla antes de que se fuera a la institución en la que cumple una función tan loable. Sin embargo, al llegar, vi que estaba con un hombre que tenía el cabello muy largo sujeto con una cinta. ¡Qué desagradable aspecto! ¿Cómo puede ser que alguien que pertenece a nuestro círculo social ande del brazo de un indígena?

—¿Qué decís?

—Eso mismo. Deberías decirle que cuide un poco más su comportamiento, porque las habladurías comienzan a rodar en un santiamén, y no quedaría bien que se viera envuelta en alguna malintencionada interpretación de los hechos.

—¿Qué más has visto?

—El hombre la abrazó al tiempo que ella sonreía, para luego subirse con él en su caballo e irse a las disparadas. Supongo que deberían de tener algo muy urgente que hacer que justificara semejante galope.

No habí́a terminado el relato, que Agustín barrió con el brazo lo que habí́a en su escritorio. Al suelo cayó el cartapacio de cuero junto con el sobre que voló hasta tocar con suavidad el piso. Luego corrió hacia atrás el sillón en el que estaba sentado, se levantó de un salto, caminó unos pasos, y se acercó a la ventana de espaldas a ella.

Concepción observó la tensión que mantenía en los hombros, lo que los aumentaba aún más de tamaño. Se acercó por detrás para intentar darle el consuelo que creía que necesitaba. Con los dedos le rozó el brazo y le recorrió la piel hasta el codo, en donde tenía arremangada la camisa blanca.

—Agustín, no te preocupes. He sido únicamente yo quien presenció la escena. Te aseguro que quedará en mí y que nada saldrá de mi boca —concluyó y apoyó su cuerpo contra la espalda de él. Podía escuchar, a través de la tela de la camisa, los agitados latidos de su corazón—. Te lo aseguro.

De inmediato, Agustín giró y enfrentó a Concepción, que mantenía las manos sobre su cintura.

—Agradezco tu silencio; y, ahora, si me disculpas, querría estar solo —dijo y le acarició una mejilla.

La joven Mansilla supo qué era lo que debía hacer y, luego de hacerle una rápida caída de ojos, le lanzó una sonrisa, giró sobre los talones, y se fue dejándolo en compañía de los celos y la rabia que lo corroían por dentro.

***

Los rayos del sol caían sin piedad sobre la ciudad, y la humedad condensaba el calor para tornar aquel día más caluroso de lo esperable para esa época de año. Noviembre estaba comenzando, y faltaban aún unos cuántos días para el verano. A medida que Agustín recorría las cuadras que lo llevaban a la casa de Cosme Medina, su furia iba en aumento. Creyó que la caminata le iba a aliviar la bronca, aunque eso no habí́a sucedido, como si la inercia que empujaba sus pasos alimentara, también, el enojo. A pocos metros de llegar a la finca, se escucharon voces a través de las ventanas abiertas que lindaban con la calle. No fue necesario golpear la puerta, ya que, en la vereda, se habí́a encontrado con otros dos invitados al almuerzo que ya lo habí́an hecho. El dueño de casa se acercó para recibir a sus comensales y, de a poco, se fueron integrando a las conversaciones.

Cuando entró, hizo una vista general del lugar para saber si estaba la persona que habí́a ido a buscar. De a poco, se fueron sumando invitados en torno al dueño de casa. Como cada vez que se reunían, la política salía a la palestra.

—¿Qué me dicen de la invitación de mismísimo Urquiza al gobernador Mitre y al presidente de la Nación? —lanzó Medina.

—Es una digna retribución a la invitación que le hicieron hace unos meses para que concurriese aquí, en la ciudad, a los festejos patrios del 9 de Julio. Es una actitud absolutamente conciliadora —agregó el periodista Dávila.

—No nos olvidemos de que, entonces, debimos anteponer los ánimos conciliatorios por sobre lo que pensábamos respecto de la persona de Urquiza —opinó Agustín.

—La invitación al palacio San José por el primer aniversario del Pacto de Unión Nacional ha sido un gran gesto político —opinó Amadeo Mansilla.

—Sin lugar a dudas, ha sido una ratificación de la promesa de confraternizar que se habí́an hecho tiempo atrás.

—Creo que ha sido oportuna esa invitación, una vez finalizados los trabajos de la convención —agregó Dávila en referencia a las modificaciones que habí́a propuesto Buenos Aires para ser