CAPÍTULO 4
Al filo de la navaja
El ritmo en la Casa de Niños Expósitos era constante. Ana Gale lo había confirmado luego de que la hermana Francisca se lo hubiera advertido antes de que ella comenzara a colaborar allí. Los niños que había albergados tenían con diferentes edades. Los más pequeños requerían atenciones especiales: el abandono por parte de las madres conllevaba no solo el desamparo y la orfandad, sino también la deficiencia de la alimentación. Por ese motivo, la institución contaba con amas de leche, en su mayoría mujeres de color, que se encargaban de cumplir con la función sustituta de amamantar a los más pequeños a cambio de una remuneración.
Ana se encontraba en el centro de la sala rodeada de algunos niños a los que les estaba leyendo un cuento. Varios pares de ojos estaban atentos y alertas a las alternativas de lo que relataba.
En la jamba de la puerta de entrada a la sala estaba recostada la hermana Francisca a la espera de que Ana terminase. Una vez que llegó al final del relato, se le acercó.
—Ana, al fin te veo —comentó—. Parece que el día estuvo complicado; a veces ocurre que hay jornadas que transcurren con una calma pasmosa hasta que, de repente, todo comienza a complicarse. Ya se ha hecho tarde; no me gustaría que te retrasaras para llegar a tu casa.
—Gracias, hermana, me despido de los chicos, busco mi abrigo y me retiro —dijo con una sonrisa.
Ana caminó unos pasos y se detuvo de golpe.
—Mañana no voy a venir, porque debo cumplir con algunos compromisos familiares.
—Te esperamos el viernes, entonces.
Mientras la hermana Francisca dejaba la sala y se alejaba por un largo pasillo, la joven se despidió de algunos de los niños que todavía se encontraban allí.
—Señorita Ana, ¿viene mañana? —preguntó un pequeño de cuatro años con unas ganas inmensas de que se quedara allí.
—Mañana no puedo, pero te prometo que el viernes seguimos jugando.
—La espero.
Ana hizo una vista general de los niños.
—¿Y Simón?
—Fue a buscar al celador, porque el brasero está por apagarse.
Aquellos artefactos tenían un soporte de metal y, cuando la combustión languidecía y el calor disminuía, se debía recurrir al badil para remover las brasas y avivar el calor. Si bien era una operación simple, requería cuidado, por eso los niños tenían la orden de llamar a alguien para que se encargara de hacerlo.
—Está bien —dijo al despedirse de los niños.
La muchacha tomó el bolso y fue en busca del abrigo que había dejado en el despacho de la hermana Francisca. Al entrar, escuchó a Simón lanzar un grito sordo porque el celador lo tomaba del cuello de modo que le quitaba el aire.
—¡Suéltelo!
—¡No se meta y váyase! Este va entender lo que es bueno y va a dejarse de molestar.
El celador nunca había tenido paciencia con los niños y se movía con ellos como lo había hecho desde que había entrado a trabajar en el lugar.
Entonces Ana sacó del bolso una navaja pequeña con empuñadura de nácar. Al celador se le helaron las palabras, cuando la joven que se le abalanzó y le colocó la punta de la navaja en la tripa.
—¡Suelte esa navaja! ¡La voy a matar! —vociferó y la agarró con fuerza del hombro mientras con la otra mano la tomó del pelo.
—¡Atrévase! Pero antes va a sentir el frío metal aquí —siseó al tiempo que le rasgó con el arma la camisa.
Una serie de manotazos y empujones le estrujaron las ropas cuando un golpe de la puerta impactó dentro de la habitación.
—¡Anselmo, déjela!
La voz de la hermana Francisca calló los gemidos del forcejeo. Había sido alertada por Simón que, conmocionado, había huido de allí para avisarle.
—¡Se va ahora mismo! —insistió.
Los dedos del celador soltaron de inmediato la ropa y el cabello de Ana.
—Hermana, yo…
—¡Afuera!
Se quedó paralizado. Tenía el rostro colorado, y la rabia le inflamaba el cuerpo por no haber podido controlarse ante las constantes molestias que le provocaban aquellos niños. Caminó unos pasos y salió sin pronunciar palabra.
Por el tumulto, se había acercado también la hermana Clementina junto a otros trabajadores del lugar, que no dejaban de mirar al celador y de murmurar desde la puerta.
Él no había querido echar por la borda aquel trabajo que había conseguido gracias a la intervención del padre Miguel. Había acudido a ver al sacerdote cuando la desesperación y la necesidad habían hecho mella en él. No tenía qué comer y no podía continuar viviendo de la antojadiza caridad ajena. Siempre había detestado ese lugar, y no soportaba a esos niños que gritaban, pedían y reclamaban a cada momento.
—¿Ana, estás bien?
La hermana se acercó para abrazarla, pero la muchacha se resistió, y cerró la navaja que aún conservaba en la mano.
—Sentate un momento, por favor.
Ana se ubicó en una silla que estaba al otro lado del escritorio y se colocó el bolso sobre la falda. El resto de las personas que estaban allí se esfumaron de inmediato, y la puerta se cerró con un tenue chasquido.
—Vine a buscar mi abrigo y encontré a Anselmo con Simón. El chiquito lo había venido a buscar para que lo ayudara con los braseros de la sala. Al entrar, sorprendí al hombre haciéndole daño y solo atiné a defender, como pude, al niño. —La muchacha entendía que la religiosa buscaba alguna explicación a lo que le había contado a medias.
—Una cosa más, ¿siempre llevás una navaja encima?
—Sí. Me la regaló mi padre cuando me fui a vivir con ellos a la estancia. Tiene grabado mi nombre en la hoja —explicó y la volvió a abrir para mostrarle las letras dibujadas en el frío metal—. Fue uno de los primeros regalos que me hicieron de pequeña.
La hermana Francisca se quedó pensativa.
—No es un obsequio muy común para una niña.
—Tiene razón, no lo es, pero para mí tuvo mucha importancia cuando lo recibí, por eso la llevo siempre conmigo.
—Ana, andá a tu casa. Me ocuparé yo de este tema a partir de ahora. Y, de corazón, muchas gracias.
—Nos veremos el viernes.
La hermana Francisca se quedó sentada allí contemplándola mientras se iba envuelta en el abrigo y arropada en el más absoluto silencio.
* * *
En la casa de los Mansilla, los preparativos para la cena estaban en marcha. La criada trataba de complacer los deseos de la niña Concepción, que no dejaba de dar órdenes. No le había quedado otra: desde que era pequeña, por la ausencia de su madre, habitualmente de viaje por Europa o de reunión social en reunión en social cuando residía en Buenos Aires, había tenido que ser ella, Concepción, la que tomara las riendas de la casa. Junto a su hermana habían vivido al amparo del padre, que había dedicado gran parte de su vida al trabajo.
—Señorita, ¿el señor Amadeo viene a cenar?
—¡Dominga, cuántas veces te debo decir que eso no se pregunta! El plato debe estar colocado y listo para el señor; luego, si no llega, no es un tema que la servidumbre deba saber, y menos aun discutir.
La criada evitó contestar, bajó la cabeza y se retiró a la cocina para terminar con la preparación de la cena.
Unos golpes en la aldaba de la puerta de entrada distrajeron los pensamientos de Concepción.
—¡Dominga!
La otra hermana Mansilla entró corriendo.
—Dejala, Concepción, si la seguís interrumpiendo, no va a terminar la cena. Debe de ser papá —dijo Inés mientras caminaba unos pasos hasta alcanzar la puerta de entrada y la abría.
—¡Qué sorpresa! —clamó.
—Espero no importunar, pero estaba buscando a tu padre. Hoy no lo he visto en todo el día y necesitaba contarle algunas cosas.
—Adelante, por favor.
La voz que provenía desde la puerta inundó los oídos de Concepción, le iluminó el rostro y le alegró lo que restaba del día.
—¡Agustín, qué maravilloso verte! —se apresuró a saludar—. Inés, andá a avisarle a Dominga que ponga un plato más en la mesa.
El joven se adelantó para saludar a Concepción, a quien había conocido cuando había comenzado a trabajar con Amadeo Mansilla hacía tantos años. Mucho tiempo también había pasado desde que aquella niña tan inquieta como caprichosa, de cabellos ensortijados rubios y de ojos claros, se había transformado en toda una mujer.
—Gracias, te acepto la invitación; estoy con un poco de hambre.
—Sabés que para nosotros en un inmenso placer que estés aquí. Adelante.
La muchacha lo guio hasta comedor, aunque él conocía el camino de memoria.
—¿Una copa de vino?
—Sería ideal —contestó y desplegó una sonrisa encantadora.
Concepción asió la botella de un vino que don Amadeo reservaba para ocasiones especiales y se la dio para que la abriera mientras tomaba una copa de cristal.
—Nada mejor que un buen vino después de una jornada extensa de trabajo, ¿verdad?
—Gracias —dijo al levantar la copa y apurar un trago.
—Sentate, por favor —lo invitó y señaló con una mano la cabecera de la mesa.
Inés apareció y se sentó frente a Concepción; enseguida la criada asomó con dos fuentes de comida que depositó a lo largo de la mesa para que la anfitriona dispusiera. En una de ellas se había servido puchero y, en la otra, un pastel de carne.
—Gracias, Dominga, yo me ocupo —lanzó con una tenue sonrisa.
—Tiene un aspecto excelente —juzgó la comida solo con la mirada.
—Que la disfrutes —replicó la muchacha y le sirvió el primer plato al invitado de honor.
—¿Cómo anda todo por aquí?
—Como siempre —contestó lánguida Inés—; con pocas novedades.
Agustín interpretó de inmediato: ella siempre había sido la más reservada de las dos hermanas, y parecía que siempre estaba en un segundo lugar. Aunque su hipótesis era que sin el protagonismo y el histrionismo de Concepción, no habría sabido qué hacer. Después de tantos años de compartir cenas, creía conocerla bien, y había notado que había momentos en los que se encerraba en sus pensamientos mientras las conversaciones discurrían a su alrededor.
—Supongo que invitaciones para salir y participar de acontecimientos sociales no te deben de faltar —lanzó mientras engullía el primer bocado de puchero.
—Invitaciones sobran, lo que sucede es que no siempre uno concurre con quien en verdad lo desea —lanzó Concepción a los ojos de Agustín.
—A veces lo interesante es la gente a quien uno puede conocer en la velada.
—Puede ser… Y ya que hablamos de gente interesante… ¿Has conocido a alguien en especial en este tiempo? —Concepción no era muy diestra en el arte de la sutileza.
Aquel no era un tema que Agustín estuviera dispuesto a debatir con una mujer, y menos aún con esa mujer en particular.
—El trabajo me está sacando tiempo para eso —manifestó con tal certeza que habría sido imposible contradecirlo.
Sin embargo, los comentarios habían llegado a oídos de Concepción, y ella no los pensaba desechar así porque sí. Intentaría saber qué certeza tenían.
—En este último tiempo sé que hubo una serie de acontecimientos sociales a los que, lamentablemente, no he podido concurrir.
—Te diría que han sido más de tinte político que social.
—Entonces debo entender que no me he perdido de nada —soltó con una mueca cándida.
—Así es, querida.
Para Inés esa cena era un bálsamo, podía comer sin necesidad de conversar ni de escuchar los parloteos a los que la sometía su hermana. Comer las dos solas, una frente a la otra, no era sinónimo de buena digestión para la menor de las Mansilla.
—¿Un poco más?
—Te acepto un poco.
Las manos de la anfitriona se movían con destreza para servirle lo que le había pedido.
—¿Agustín, cómo está tu familia? Hace tiempo que no nos vemos.
—Todos muy bien: mi madre, como siempre, dedicada a las labores y los bordados; Asunta, dueña de la cocina.
—¿Y Ramiro?
—Encaminándose —soltó.
Unos ruidos en la puerta hicieron que la conversación se esfumara. Concepción se incorporó de inmediato para confirmar que, quien acababa de entrar, era su padre. Se excusó por levantarse de la mesa, atravesó la sala y se aproximó a la entrada.
—¿Se puede saber dónde ha estado en todo el día? —le susurró.
—¿A quién le hablás de ese modo?
—Padre, la gente murmura; lo hemos estado esperando como tantas otras noches. Llegó Agustín y dijo que tampoco lo ha visto en todo el día.
—¿Dónde está?
—En el comedor, cenando con nosotras.
Amadeo asintió con la cabeza, y tomó con las manos los hombros de su hija.
—Querida, para que puedas tener todo lo que tenés, darte los lujos que te das, debo trabajar. Cuando no estoy en el despacho, es porque continúo trabajando, a veces, en otro lado. Si no lo hiciera, tú y tu hermana vivirían sin la opulencia con la que lo hacen, y no estoy seguro de que estén dispuestas a abandonarla. Ni que hablar de tu madre, con los costosos y permanentes viajes que realiza.
—Está bien. Sabe que cuido que nuestra familia no esté envuelta o involucrada en murmuraciones —agregó en voz baja.
—No debés preocuparte, menos aun cuando no hay motivos.
Ambos se miraron a los ojos y supieron interpretar con el asfixiante silencio el significado de cada una de aquellas palabras.
—Agustín lo aguarda en el comedor —dijo como una forma de derribar la atmósfera silenciosa.
Don Amadeo enfiló al encuentro del invitado.
—¡Agustín, qué alegría verte por aquí!
—Le he ganado de mano, y ya casi terminamos de cenar.
—No se preocupen, yo comí algo por ahí; tuve una reunión y se me hizo tarde. El día de hoy se me complicó bastante.
Dominga ingresó para retirar las fuentes. Antes de hacerlo, miró de soslayo a Concepción y, de inmediato, volvió a dejar la fuente en el lugar en el que estaba.
—Después te aviso para que retires todo.
La imagen de la criada se esfumó de inmediato por la puerta de la cocina.
La sobremesa viró hacia el tema de los negocios. Los últimos eventos comerciales tomaron el protagonismo de la mesa familiar, que continuó más tarde en el escritorio de Mansilla junto con algunas copas de licor. Afuera, sentada en uno de los sillones de la sala, esperaba Concepción que la puerta del despacho se abriera y Agustín saliera por fin de allí. Las voces de pronto retumbaron cercanas, y el metálico sonido del picaporte anticipó la aparición de los hombres.
La joven se paró para ir a su encuentro.
—¿Seguís levantada?
—Quería despedirme.
—Concepción, ha sido una cena magnífica, muchas gracias —le dijo Ledesma para luego darle un beso en la mejilla.
—Te esperamos cuando quieras.
—Dejale mis saludos a Inés.
—Serán dados.
—Don Amadeo —saludó al estrecharle la mano—, lo veo mañana.
Era noche cerrada cuando enfiló hacia su casa con el convencimiento de que el día siguiente comenzaría de manera diferente.
* * *
La tonalidad grisácea otorgaba un espíritu nostálgico al día. Sin embargo, para Agustín Ledesma, aquel sería un día diferente.
Desayunó en la sala: un té y unas rodajas de pan con dulce de higos que había preparado Asunta a sabiendas de que era uno de sus preferidos. Una vez que terminó, se dirigió hacia el escritorio para tomar algunos documentos y salió de la casa. No bien cerró la puerta, repasó mentalmente hacia dónde iría antes de dirigirse a la oficina de la estación de Ferrocarril del Oeste.
La Casa de Niños Expósitos se divisó a lo lejos. Llamó a la puerta y se hizo anunciar para ver a la hermana Francisca. Mientras esperaba que la religiosa lo recibiera, paseó por los distintos recintos en los que se albergaba a los niños. Suponía que, en cualquiera de ellos, se encontraría al fin con Ana Gale.
Oyó voces que provenían de una sala cercana, y hacia allí fue. Observó con detenimiento a través de la puerta abierta. Varios niños jugaban, controlados por una mujer de servicio que se levantó de inmediato al verlo asomarse.
—No se moleste, solo estoy de visita y quería recorrer el lugar.
—Está bien, si me permite, me voy a buscar unos elementos para los chicos. Mientras, los puede observar que no hagan ninguna travesura.
—Vaya tranquila —contestó con una inclinación de cabeza.
Cuando los niños vieron que la celadora se retiraba y que Agustín se ubicaba en el medio de la sala, las voces se callaron hasta que se hizo un profundo silencio.
—Pueden continuar con lo que estaban haciendo —lanzó sin saber demasiado qué hacer allí en medio de los pequeños que no dejaban de observarlo como si los fuera a reprender.
—¿Usted es el nuevo? —dijo una tímida voz apenas audible.
—¿Cómo?
Vio que uno de los niños le lanzó un codazo a otro.
—Hablá más fuerte —susurró en el oído uno al otro.
—Si usted es el nuevo celador —reiteró.
A Agustín escuchar aquello le causó gracia. Lo único que le faltaba era dedicarse al cuidado de los niños.
—No, solo he venido de visita como lo he hecho en otras oportunidades.
—Te dije que no parecía un preceptor —insistió el que había impulsado a su compañero a que hablara más fuerte.
—¿Qué pasa? ¿Dónde está el muchacho que solía cuidarlos?
—¡No pasa nada! —contestaron a dúo los que habían sido las voces audibles en la sala.
Agustín se acercó a ellos y se agachó hasta ubicarse a la misma altura que sus ojos.
—¿Qué le sucedió al celador?
No bien se escuchó la pregunta, los pocos niños que estaban más alejados se acercaron para escuchar con detenimiento lo que se hablaba.
—Parece que se fue —contestó el único que se animaba a hablar.
—¿Cómo te llamás?
—Juan.
—Entonces, Juan, ¿qué es lo que sucedió?
Varios pares de ojos se mantenían absortos a su alrededor expectantes.
—Él sabe muy bien lo que ocurrió —dijo el pequeño y señaló a un compañero—; contáselo.
—¿Cuál es tu nombre?
—Simón —contestó en una media voz—. Ayer hacía frío aquí. Los braseros estaban casi por apagarse, entonces fui a llamar al celador para que lo arreglara.
—Nosotros no podemos hacerlo, lo tenemos prohibido —acotó Juan.
—Entonces lo encontré en el despacho de la hermana Francisca. Estaba acomodando unos trastos, y le repetí varias veces que lo necesitábamos, pero hacía como si no me escuchara. Hasta que me acerqué y le volví a decir que viniera hasta la sala. Entonces me agarró del cuello, me zamarreó y me gritó que estaba cansado de que siempre lo molestara.
Agustín observaba cómo los ojos negros de Simón aumentaban de brillo a medida que avanzaba en el relato.
—En ese momento apareció la señorita Ana; me defendió, me apartó de él y lo amenazó con una navaja —explicó con una mezcla de asombro y admiración ante la mirada perpleja de Agustín.
—Y no sabemos qué pasó con el celador —concluyó Juan.
El resto de los niños seguía el relato con una profunda atención.
—Señor Ledesma, espero no haberlo hecho esperar demasiado —anunció la hermana Francisca al asomar en la sala.
—Los niños me han mantenido entretenido —contestó con una sonrisa.
—Me alegro, si desea pasar al despacho, podremos conversar.
—Muchachos —dijo al levantarse—, la próxima vez espero que sean buenas noticias las que tengan para contarme.
Saludó con la mano a cada uno de ellos, como si fueran verdaderos hombres.
En el despacho de la religiosa oyó un relato un poco más pormenorizado de lo que había sucedido. Por supuesto que iba a solicitarle al padre Miguel que tomara cartas en el asunto. Una vez que se despidió de la hermana y que le ofreció ayuda para lo que necesitara, enfiló hacia la casa de la familia Taylor.
Unos golpes en la puerta sumados a los ladridos de un perro confirmaron a los dueños de casa que alguien aguardaba fuera. La criada fue a abrir y se quedó ahí parada a la espera de que el hombre que la miraba con ese color azul tan singular se identificara.
—Buenos días —saludó con una leve inclinación de cabeza—, busco a la señorita Ana Gale; soy Agustín Ledesma.
Trinidad se mantuvo ahí parada hasta que reaccionó.
—Por favor aguarde aquí que lo voy a anunciar.
Mientras se mantenía a la espera de que lo invitara a pasar, el perro se había echado a un costado de la entrada como un perfecto centinela. Tras unos minutos, apareció Sara y le dio la bienvenida.
—Señor Ledesma, adelante.
—Buenos días, disculpe por no haberme anunciado con antelación.
Ambos caminaron hasta llegar a la sala.
—Por favor, póngase cómodo. —De inmediato llamó a Trinidad—. ¿Qué desea tomar?
—Lo que tomen ustedes.
—¿Un té?
Él asintió.
—Trinidad, prepará té para tres.
Dedujo que la presencia de ella sería inminente, por lo que se mantuvo de pie.
—Ana, tenemos visitas —anunció Sara al verla entrar a su nieta en la sala.
—Buenos días, señor Ledesma.
—Un gusto verla —saludó con una media sonrisa.
—Señor Ledesma, quizás deba conformarse con nuestra compañía, ya que mi marido acaba de salir.
—Mi intención, aparte de saludar a la familia, era visitar a Ana —dijo.
Trinidad ingresó con una bandeja de plata con tres tazas de porcelana inglesa y una tetera, había acompañado con algunas confituras que nunca faltaban en la casa. Un gesto de anuencia a la criada hizo que dejara las cosas sobre una mesa de arrimo y desapareciera por la puerta.
Sara dispuso las tazas y sirvió el té.
—¿Decía, señor Ledesma? —retomó Sara.
—Muy rico —dijo al dar un primer sorbo—. Decía que quería ver a Ana, pues me he enterado de que está en la organización de un acto solidario y me gustaría ser parte en la medida en que mi colaboración fuera necesaria.
—Para nosotros, todo tipo de colaboración es muy bienvenida. Seré curiosa… ¿Cómo se ha enterado? —lanzó Ana.
Él se recostó en el respaldo del sillón.
—El padre Miguel es un antiguo amigo mío, y el otro día, cuando fui a visitarlo, me comentó que estaba con los preparativos de otro acontecimiento solidario. También me enteré de que usted era parte importante de eso.
Ana sabía que, detrás del discurso tan bien dicho, había algo más. La forma en que la miraba y le hablaba. Aunque él no lo había mencionado, estaba segura de que se refería a aquella tarde en que se habían encontrado en el atrio de la iglesia y que le había prometido que se verían muy pronto.
—A decir verdad, desde que hemos llegado, Ana ha comenzado a participar de manera activa en la Sociedad de Beneficencia, en especial, en la Casa de Niños Expósitos.
—Me hace muy bien hacerlo —contestó luego de tomar el primer trago del té que acababa de entibiarse.
—Justamente de allí vengo.
Un ruido en la entrada distrajo a Sara de la conversación; de inmediato asomó Trinidad.
—Señora, el señor acaba de llegar.
—Si me disculpan —dijo y se levantó de inmediato para ir al encuentro de John.
Agustín y Ana se quedaron solos, entonces él arremetió.
—Me importaba saber cómo estaba después de lo que sucedió ayer.
Un escalofrío la atravesó. Lo supuso desde el mismo momento en que había escuchado que había estado en la institución.
—No me gustaría que se supiera, y menos aquí en mi casa.
—Tiene mi absoluta discreción, será nuestro secreto —entonó cada palabra.
—Gracias.
—Aún no me contestó cómo está.
—Bien. —Hizo una pausa y agregó—: Espero que el celador también lo esté.
—Poco importa cómo esté. Hay algo que me interesa saber, ¿cuál es el motivo por el que lleva una navaja consigo?
Ana se imaginaba que esa iba a ser la siguiente pregunta.
—Es un regalo de mi padre, por eso la llevo conmigo.
Él asintió en un gesto; supo que ella no diría más que aquella escueta confesión.
—Debería saber que cuando algo me interesa, no paro hasta conseguirlo.
—Debería saber, entonces, que no siempre es posible conseguir lo que se desea.
Agustín esbozó una sonrisa; él era un especialista en torcer el destino.
—No pienso debatir este tema. He venido para saber cómo estaba y para informarle que voy a estar junto a usted con la excusa de acompañarla en su nueva actividad. —Adelantó el cuerpo hacia adelante y agregó—: Y esto es solo el comienzo.
Ella no le contestó, pero lo observó con detenimiento y confirmó lo que había sentido el primer momento que se lo había cruzado: debía andar con cuidado.
—Disculpen la tardanza —anunció Sara.
—Ledesma, ¡qué sorpresa! —saludó John al entrar.
Se levantó y se acercó para estrecharle la mano.
—Fue una visita imprevista.
—Lamento no haber estado antes.
—Fue un gusto compartir el té con su familia.
—Tome asiento, podemos tomar algo y seguir conversando.
—Gracias, pero tengo compromisos que cumplir.
Él dio unos pocos pasos hasta Ana, que se había levantado no bien había visto entrar a su abuelo.
—Cuenta con toda mi colaboración para lo que necesite —le dijo al tomarle la mano, y saludarla—. Nos veremos pronto.
Ana se quedó allí parada asimilando las palabras de esa despedida. John, a su vez, se retiró al despacho. Sara lo siguió un tanto preocupada.
—¿No creés qué estás trabajando demasiado? —preguntó Sara al tiempo que le acercaba una taza de té.
—Era lo que me hacía falta.
—¿El té?
—No —contestó y le tomó una mano—. Vos me hacías falta.
El fijó la mirada en la de ella y buscó algo en uno de los cajones que tenía frente a él.
—¿Recordás esto?
Lo ojos de Sara se enfocaron en la esquela ajada y amarillenta.
—¿La has mantenido guardada?
—Recuerdo que te mandé esta invitación no bien arribamos a la ciudad para que tu hija amenizara con mi Mary.
En aquel momento, Sara buscaba que su hija tuviera una vida social más ágil y qué mejor que hacerlo con la hija de una familia tan querida y conocida como los Taylor.
—Ese fue el motivo por el cual te acercarse. —Capturó con un beso la palma de la mano de ella—. Por supuesto que mi visita a tu casa tenía otros fines.
—¿Ah, sí? —contestó con una sonrisa.
—Para mí fue la oportunidad que por tanto tiempo había buscado, y que al fin el destino me daba —dijo con la mirada cargada de nostalgia—. Saber que no podía confesarte mi amor por ser la esposa de mi mejor amigo me había torturado por mucho tiempo. —La mano abandonó la boca de ella para enredársele en el cabello—. Aunque nunca me di por vencido. Esperaba, aunque más no fuera, poder confesártelo en algún momento sin traicionar mi amistad.
—Y el momento llegó.
—Después de que lograste curarte el dolor que te había provocado la muerte de tu marido…
Sara le tapó la boca con la mano. Para ella, los recuerdos debían quedar allí guardados. Solo los desempolvaba si se necesitaba recordar como una forma de sentirse acompañado de aquello que había perdido.
—Ahora somos nosotros. Hace tiempo que lo somos. Ah, John Taylor, a esta altura de mi vida, me has robado el corazón.
—Sara querida, yo te he entregado mi alma.