CAPÍTULO 19
El amargo sabor de la despedida
Para Sara, los días en El Remanso transcurrían con un letargo difícil de soportar. Allí permanecía desde que John, por expreso pedido, habí́a decidido que lo mejor sería regresar a su lugar para por fin despedirse de los suyos. Sara creyó que ese habí́a sido el último acto de amor de su marido hacia ella. Pero se habí́a equivocado, quedaba todavía uno, y ella lo habí́a descubierto en aquella última conversación. John habí́a percibido que Sara sabía que estaba enfermo, pero no habí́a querido dejarla en evidencia, no habí́a hecho más que fingir para que ella pudiera cuidarlo de una manera sutil y amorosa, cándida y entregada.
Ella todavía recordaba aquella última charla, y la emoción la embargaba sin poder detener las lágrimas que continuaban cayendo por su rostro desde el mismo momento en que él habí́a partido. Habían tenido un último diálogo que ahora evocaba y que guardaría en el corazón por siempre:
—Mi amor, necesito decirte que has sido lo mejor que me ha pasado en esta larga vida —dijo.
Sara habí́a intentado que no continuase hablando para evitar que se fatigase más aún.
—No te preocupes, nada va a pasarme. Cuando me enteré de que no estaba bien, lo primero que me importó fue tratar de curarme por vos. No podía imaginar mi vida sin tu compañía, sin sentir a cada momento los gestos de amor a los que me tenés acostumbrado. —Suspiró al hacer una pausa para, luego, continuar—: Pero me di cuenta de que lo mío no tenía remedio y de que debía atenerme a lo que acontecería. No podía saber cuánto tiempo tenía, cuántos días por vivir a tu lado. Por eso decidí vivirlos como si nada me ocurriese, y así poder brindarte lo mejor de mí. Inclusive le pedí al doctor Mendizábal que mantuviese en secreto mi dolencia. Pero cometí el error de no darme cuenta de la fortaleza que posee la mujer de la que me enamoré —confesó con los ojos húmedos—. No necesité de mucho para darme cuenta de que sabías lo que me sucedía. Escuchar algunos comentarios que hacías en presencia de otros para protegerme y evitar que me pusiera en evidencia me advirtieron que estabas al tanto. Entonces, quise que el esfuerzo que hiciste para mantenerte fuerte a mi lado no fuese en vano y fingí no darme cuenta de lo que hacías. Sé que me has resguardado para que tenga una mejor vida hasta el momento que debiera abandonarte. Pues bien, ha llegado ese momento, mi amada Sara. Pero, antes, deseo decirte que puedo hacerlo en paz y feliz de haber conocido el verdadero amor, por haber sido amado como nunca antes lo soñé. Luego de eso, ya no queda nada más, sino agradecer haber estado a tu lado y haber vivido con vos los mejores años de mi vida. Por favor, mi amor, no llores, ya no —le susurró al sentir los cálidos dedos de Sara sobre su mano y ver los ojos de ella anegados de lágrimas—. Sé que nos volveremos a ver y ansío que sea en un tiempo largo, porque tenés que ocuparte de la familia: ellos sí requieren de vos.
Allí, en la habitación, junto a su marido, y en la más absoluta intimidad, habí́a escuchado la confesión, ese último gran acto de amor de John hacia ella. Lo que sucedió luego fue un estruendoso silencio; más tarde, un llanto desgarrador junto al dolor de saber que acababa de irse el ser más maravilloso que habí́a conocido.
* * *
Sara salía de la habitación en donde se refugiaba con su tristeza cuando escuchó los ladridos de los perros. Suponía que el arribo de alguna visita la sacaría, por un momento, de sus recuerdos.
—Mamá —la llamó María al acercarse luego de desmontar el caballo y atarlo a un poste.
Algo ocurría. Sara la conocía demasiado como para ni creer que su llegada estaba acompañada por algo más.
—Te hemos estado esperando la otra noche.
—Hija, preferí quedarme aquí.
—Por eso he venido.
Por más que María tratara de entenderla, le preocupaba que la angustia le ganara al ánimo y vitalidad que siempre la habí́an acompañado.
—El padre Miguel nos ha dicho que vendrá más tarde y se quedará aquí. Es su última noche por esta zona.
—Su presencia me ha reconfortado el espíritu. Ha sido muy valioso que pudiese estar en este momento —dijo. Notó el silencio de María, el rostro de preocupación, y supo qué lo provocaba—. Y mi nieta, ¿cómo anda? —preguntó segura de que ese era el motivo que la consternaba.
—Triste porque sabe cómo estás.
—Querida, es normal. Y te aseguro que pasará mucho tiempo antes de que vuelva a sonreír.
—¿Ha habido alguna novedad?
Sara habí́a estado al tanto de la presencia de Agustín Ledesma en la estancia de sus hijos. El padre Miguel la habí́a puesto sobre aviso de la repentina llegada, y ese habí́a sido el motivo por el cual no habí́a concurrido a El Refugio.
—Hemos contado con la presencia de Ledesma, ya lo sabés —dijo María—. A pesar de la buena impresión que me ha causado al principio, todo se desmadró por la noche. Fue un caos.
—¿Qué sucedió?
—No soportó ver a Cristo cuando llegó casi al momento de la cena. Lo que ocurrió después fue una seguidilla de golpes de puño entre ambos que culminó con la intervención de Ignacio, que lo echó de la casa. Por lo que contó Ledesma en el almuerzo, se habí́a visto con ustedes en varias oportunidades en la ciudad. ¿Qué sabés de él? ¿Qué te ha parecido?
—¿No creés que la decisión de Ignacio debería ser suficiente como para no seguir indagando por él?
—Sabés cómo es él con sus afectos; más cuando se trata de nuestros hijos.
Lo conocía y sabía como nadie lo celoso que era, aunque esa vez creía que tenía razón al actuar del modo en que lo habí́a hecho.
—Me preocupa el comportamiento de Ana. Es la primera vez que la veo de esta manera. —Se tomó una pausa para soltar algo de lo que estaba absolutamente segura—. Quiero que me digas de qué clase de hombre se ha enamorado.
—De un hombre con un encanto supremo, que puede tener a su pies a la mujer que desee. Creo que él ha sucumbido a ella y también se ha enamorado, pero temo decirte que dudo de que su amor por ella esté por encima de su ambición.
María se quedó aturdida con lo que acaba de escuchar.
—¿Me querés decir que el dinero está por encima de nuestra hija?
—Más que al dinero, me refiero a la ambición de tenerlo todo. La respuesta solo la tiene él. De momento, te aconsejo que cuides de ella. El daño que puede ocasionarle puede ser muy profundo. Sabés lo que es una joven enamorada.
—Lo sé.
—Pues bien, deberás estar cerca de ella. Aunque se encierre y no quiera abrir su corazón contigo. Sé que ha entablado una muy buena amistad con Inés, una muchacha que merece mi absoluta confianza. Creo que ella también puede ayudarla, aunque lamentablemente está en Buenos Aires.
—Quizás podría invitarla a que viniera a pasar una temporada a la estancia.
—Sería fantástico, pero no creo que pueda. Ella también está atravesando un momento complicado y supongo que, por un tiempo, no va a poder moverse de la ciudad.
Sara prefirió evitar comentarios sobre la familia Mansilla, sobre Concepción y sobre la rencilla que mantenía con Ana por la atención de Ledesma. La cara de desazón de María se hizo visible: ella haría todo lo que estuviera a su alcance por lograr que Ana se sintiese mejor.
—Gracias, mamá, necesitaba de tus palabras.
* * *
Ana se encontraba en medio de los caballos con la mente en otro lado, sin prestar atención a lo que debía hacer. Ella podía darse ese lujo, dado que las tareas con los animales las hacía con tanta naturalidad que ninguna distracción podía ocasionarle accidentes. Por otro lado, estar con los caballos la rodeaba de cierta paz, que, sabía, no encontraría por mucho tiempo lejos de Agustín. Levantó la mirada y vio que Cristo se acercaba. Desde que habí́a sucedido el incidente, noches atrás, él habí́a estado a su lado, acompañándola. Extrañaba a su amiga Inés, pero creía que no era momento de regresar a la ciudad, y Manuel era la única persona con la que podía hablar de lo que le pasaba.
—Vengo a buscarte —dijo sin bajarse del caballo.
—¿Querés que tenga problemas con mi madre por irme y dejar todo así?
—Me encontré con Ignacio y con tu madre en la casona; me han autorizado para que te busque.
Ella bajó la cabeza, con las manos se arregló la ropa, y buscó su caballo para salir al galope junto a Cristo. Anduvieron por las tierras que conocían palmo a palmo y se detuvieron en un paraje cercano a la laguna, que acaparaba toda la escenografía de aquel bello paisaje. Desmontaron y enfilaron hacia donde habí́a unos árboles. A su sombra, se sentaron para resguardarse del intenso sol del mediodía.
—Estar por aquí y buscarte se me ha tornado una entrañable costumbre —comentó al correr con los dedos un mechón de cabello de ella, que se le mantenía, rebelde, sobre los ojos.
—Es increíble cómo cambia todo. Hasta no hace mucho estábamos en la ciudad; de pronto, ahora hemos vuelto al campo y a su rutina.
—Aiwe, hemos regresado a nuestro lugar.
—¿Eso creés?
Ana extrañaba con desesperación estar en la ciudad por todo lo que habí́a vivido junto a Agustín; ya de solo pensar en él, un enorme y profundo dolor la atenazaba. Pero todo habí́a cambiado, y no soportaría verlo luego de lo sucedido.
—Sí. Y quiero que sepas que siempre estaré a tu lado cuando me necesites. Siempre cerca. Ansío estar cerca tuyo. —Sus dedos se apoyaron sobre los labios de ella para intentar callar lo que supondría que diría—. No lo digas, por favor.
—Habíamos quedado en que seríamos amigos, y no quiero que eso cambie.
—Aiwe, cuando alguien tiene un sentimiento tan sincero y verdadero como el que tengo por vos, es imposible que cambie. Te diría que crece día a día; y supongo que te va a suceder lo mismo.
—Pero...
—Nosotros nos conocemos desde pequeños. Aquello que vivimos nadie lo puede cambiar. Ese sentimiento nos ha unido desde hace tiempo, y has comprobado que se ha mantenido inalterable con el paso de los años. Ahora nos hemos vuelto a encontrar; lo que existe entre nosotros no hace más que demostrar lo que digo. Y te aseguro que, cada día que pase, esto que ha surgido como una amistad se irá consolidando más y más. Cuando menos lo esperes, verás cómo habrá cambiado para ti.
—No sé adónde querés llegar.
—A decirte que lo que siento por vos es genuino, verdadero. Que nunca dejé de pensar en vos. Que siempre supe lo que quise y no era más que estar al lado tuyo. Estoy seguro de que cuando todo esto pase vas a darte cuenta de que solo hay una persona en la que podés confiar y amar. Yo.
En ese momento solo podía sentir el dolor inmenso que la atravesaba de medio a medio al estar distanciada de Agustín.
—Por la amistad que nos tenemos, debo decirte que no quiero lastimar tu corazón. Ya bastante con que el mío esté dañado como para herir el tuyo.
—Aiwe, no lo hacés. Solo pensás que sos fiel al amor que creés sentir por Ledesma. Pero te aseguro que un amor se sostiene únicamente si es verdadero. Si alguien te ama, deja todo de lado en nombre de ese amor. No hay nada más importante que eso. Te preguntarás de dónde saqué todo esto. De lo que siento desde hace mucho tiempo por vos. Te amo, Aiwe, aunque sé que creés que tu corazón le pertenece a otro. Sé que él no te merece y también que solo yo puedo hacerte feliz. Lo único que deseo es que te des el tiempo para demostrarte que lo que digo es así.
La calma inicial que flotaba en el ambiente se habí́a disipado, al menos para Ana. No quería lastimar a alguien que ella estimaba tanto, pero estaba segura de que jamás sentiría por Cristo algo tan profundo como por Agustín.
—No puedo prometerte que alguna vez mi sentimiento cambie.
—Ya lo sé, lo único que te pido es que no me alejes por lo que acabo de confesarte. Deseo que sigamos del mismo modo hasta el día que escuche de tus labios que me amás.
Luego de aquella franca confesión, Cristo trató de que todo siguiera como antes, aunque fuese imposible. Al menos intentaba frente a ella demostrar que podía esperarla. Que no le importaba lo que le habí́a sucedido a su lastimado corazón, aunque no soportaba que su dolor se debiese exclusivamente al hombre que tanto detestaba.
* * *
En la casa de la familia Mansilla, el duelo por la muerte de don Amadeo no habí́a dado tregua a las discusiones entre las hermanas. Concepción se sentía con una ira contenida porque se habí́a enterado de que Agustín se habí́a ido y habí́a dejado de lado sus obligaciones por Ana Gale. Sabía que ya habí́a regresado, pero aún no lo habí́a visto. Esa muchacha habí́a trastocado todo cuando habí́a llegado a la ciudad: habí́a envalentonado a Inés, que se rebelaba, habí́a seducido a Agustín, la habí́a puesto en ridículo. Concepción, de todos modos, pensaba que conocía el punto débil de cada uno: el de Inés, su pasado; el de Agustín, la ambición. Mientras Ana permaneciera lejos, todo podría encaminarse.
—Ya te he dicho que en un tiempo todo va cambiar. Y tu posición en esta casa será muy distinta si no modificás tu comportamiento. Te guste o no, me debés respeto. Cuando al fin sea la esposa de Agustín, todo esto y mucho más me va a pertenecer.
—Concepción, no estaría tan segura de que eso sucederá.
—¡No voy a tolerar que pongas en duda lo que digo! Te guste o no soy tu única familia —dijo y se paró frente a ella para que le entrase en esa cabezota lo que le decía—. No tenés idea de lo que soy capaz de hacer.
—Lo único que podés hacer es intentar lastimarme, pero ya no —replicó al levantarse del sillón de la sala y enfrentar al fin a su hermana.
—¿Eso creés? —dijo con una sonrisa sarcástica.
—Así es. Hace tiempo, vivía acobardada por lo que pudieras decirme o hacerme. Pero ya no; te lo puedo asegurar.
—Yo me permitiría dudarlo —dijo al continuar con el tono sarcástico—; creo que podría borrarte de un plumazo esa cara de satisfacción que ponés creyendo que ya nada puede herirte. Sin embargo, estás equivocada.
—No lo estoy. Sé que lo único que hacés es intentar lastimar a los que te rodean, pero no soy la misma. Dejé de ser aquella chiquilla que podías manipular a tu antojo.
—Te voy a demostrar cuán equivocada estás. —Una risa sarcástica anticipó lo que tenía para decirle—. Nunca estuve de acuerdo con tu comportamiento frente al mulato al que le entregaste tu honor sin que te importara que nuestra familia pudiese estar involucrada en semejante escándalo. Pero, por suerte, para eso estoy yo, que siempre traté que el nombre de la familia quede incólume frente al resto.
—¿Qué me vas a decir de nuevo? No me repitas todo lo que has hecho por mí en aquel tiempo. Saber que estuviste allí a mi lado no cambia cómo te has comportado conmigo luego. ¡Te aseguro que eso no te redime de todo lo demás! Por eso, no insistas con ese discurso, porque no me produce el temor reverencial que me provocaba cada vez que me lo decías.
—Entonces deberías saber que aquel engendro que nació de tus entrañas nunca murió. No me mires así, sabés que te hablo en serio. Aún recuerdo tu cara de dolor cuando te comuniqué que habí́a muerto. Nunca sucedió. Me habría encantado que eso pasara, pero no fue lo que sucedió. Fue fácil ocultarte la verdad, porque estabas débil y creías cada palabra que te decía. Te encontrabas tirada en la cama, con aquellos intensos dolores, sin poder moverte. Nunca te enteraste de que me fui de allí con él hasta que encontré un lugar propicio donde no se nos vinculara y lo abandoné a la buena de Dios. Sí; no me mires así. Es lo mejor que he hecho; gracias a eso tenés la vida que llevás. Por eso nunca más me desafíes, porque parece que no tenés idea de quién soy. De más está decirte que, si se te ocurre decir a alguien de esto, vas a tener que atenerte a las consecuencias.
Inés habí́a escuchado estoicamente cada palabra. De repente, el cuerpo se le impulsó hacia adelante y una mano salió disparada hacia el rostro de Concepción para estamparse de lleno en su mejilla sin permitirle que pudiera reaccionar. Luego se retiró de inmediato a su cuarto para dejarse llevar ante tan inmenso dolor.
En la cocina, sin dar crédito a lo que habí́a escuchado, estaba Dominga, más aterrada aún ante su patrona.
La tarde caía sobre la ciudad envuelta en una cálida brisa, sin templar aún los ánimos en la casa de los Mansilla. Dominga se habí́a refugiado en los quehaceres. Inés no habí́a salido de su habitación, y nadie habí́a ido a ver cómo se encontraba. Las horas transcurrieron en el más absoluto silencio hasta que unos golpes a la puerta al fin lo irrumpieron.
—Señor Agustín, qué alegría que esté de vuelta por aquí — dijo la criada que, al verlo, sintió que la sensatez llamaba a la puerta.
—Gracias, ¿hay alguien en casa?
—¿Busca a la señorita Concepción?
—Así es.
—Póngase cómodo nomás, que ya le aviso.
Agustín se sentó en uno de los sillones de la sala a la espera
de la mayor de las Mansilla. Habían pasado algunas semanas desde aquella fatídica vez que habí́a estado allí. Si bien vivía a diario la ausencia de don Amadeo durante las jornadas de trabajo, estar allí, en su casa, la hacía más notoria.
—Agustín, qué alegría inmensa verte.
De inmediato, se apresuró para saludarlo y demostrarle cuánto lo habí́a extrañado.
—¿Algo para beber?
—Acepto.
Ella no le preguntó qué bebería, pues sabía cuál era el vino que más disfrutaba. Mientras agarraba una copa, lo miró de soslayo y observó que cierta preocupación le empañaba el rostro. Si no lo hubiera conocido tanto, no lo habría notado. El modo en que estaba sentado y la postura de su cuerpo delataban que simulaba estar distendido. No obstante, ella sabía que habí́a regresado hacía unos cuantos días del campo de los Gale, y esperaba que algo importante hubiera ocurrido, puesto que también se habí́a enterado de que Ana no habí́a regresado a la ciudad. Ansiaba que se quedase por mucho tiempo allá, en la estancia, de donde nunca debería haber salido. Le acercó la copa y, con los dedos, rozó los del él y lo miró para ver si podía traspasar aquella mirada azulina que tantas veces habí́a adorado. Haría todo lo posible por intentar atrapar su atención y lograr que esos ojos azules la mirasen con la misma adoración que lo habí́an hecho con Ana Gale.
—Extrañaba que pasaras por aquí.
—No he parado de trabajar. Poner ciertos temas en orden lleva su tiempo.
Ella intentó aplicar prudencia al evitar preguntar si eso se refría a la decisión que los involucraba a ambos.
—Por supuesto. Supongo que nadie mejor que vos para que los negocios de mi padre funcionen tan bien como siempre. Él confiaba plenamente en vos. Sé que nadie podría hacerlo mejor. De más está decirte que yo no solo confío, sino que no estaría tranquila con ninguna otra persona que no fueras vos para disponer de todo, incluso de mí.
Agustín fijó sus ojos en ella. Trató de imaginar lo que sería una vida a su lado. En realidad, no podía pensar en una vida con otra mujer que no fuera Ana. ¿Pero habí́a servido de algo? En el primer instante que ella pudo, le destrozó el corazón para estar junto a ese Manuel Cristo. ¿Habría permitido que la consolara en estos días? Claro que sí. Conocía a la perfección las intenciones que tenía aquel hombre y no dudaba de que aprovecharía el momento para dar el zarpazo final. Por eso, la ira lo invadía. Tenía muy claro que no volvería a confiar del modo que lo habí́a hecho en Ana. Ya no. A partir de lo vivido en la estancia, nada volvería a ser igual. Solo una vez habí́a entregado su corazón; y se lo habí́an pisoteado. Ana no lo habí́a entendido; no habí́a comprendido por todo lo que habí́a debido pasar para lograr ser quien era. Ese era su gran orgullo, y estaba en un momento que necesitaba de algo de tiempo para resolver los entuertos que le habí́a dejado don Amadeo. La pérdida de ese hombre también le habí́a significado un gran dolor. ¿Qué habí́a hecho ella? Darle la espalda y refugiarse en otro hombre. Agustín le habí́a pedido que se alejara de él, y Ana no solo no lo habí́a hecho, sino, lo que era peor, se lo habí́a ocultado. Para Agustín, las cosas estaban absolutamente claras. Volvería a ser aquel hombre que habí́a sido antes de enamorarse de Ana sin que le importase demasiado quién estaba al lado de ella.
—Concepción, con respecto a las disposiciones de tu padre, primero debo arreglar unas cuantas cosas. Por otro lado, creo que debés cumplir con ciertas normas de recato hasta que podamos hacer efectivo el legado de don Amadeo.
Ella creyó que jamás sería capaz de escuchar tal declaración. Al fin, las cosas se encarrilaban.
—Estoy dispuesta a esperar el tiempo que sea necesario para que podamos estar juntos.
Agustín la miró y lanzó una tenue sonrisa. Cómo habría deseado escuchar esas palabras de boca de Ana, pero debería aprender a vivir sin ella y sin su amor.
—Gracias.
—Imagino que te quedarás a cenar.
—Está bien —dijo sin dudar demasiado—, acepto la cena. Esa noche, Concepción agradeció el comportamiento de su hermana. Como consecuencia de la discusión que habí́an mantenido, Inés no se habí́a presentado a cenar. Por lo que tenía entendido, no se habí́a movido de su habitación, lo que, en verdad, le habí́a venido a las mil maravillas: tenía a Agustín solo para ella. Lo llenó de atenciones. Esa cena significaba para ella la concreción de una largamente esperada vida junto a Ledesma.
* * *
Las últimas jornadas de trabajo en la oficina del ferrocarril se habí́an tornado largas y tediosas. Parecía que las tareas nunca se terminaban o que, cuando se creía que ciertos asuntos estaban listos, surgían otros. Ese día no habí́a sido la excepción. Ramiro ya habí́a logrado ponerse a tiro con el manejo del negocio y no le habí́a quedado otra posibilidad: la muerte de Mansilla habí́a precipitado todo. Allí, en medio de papeles y preocupaciones, se encontraban ambos hermanos Ledesma con sus mentes atiborradas de trabajo respirando en aquel ambiente cierta pesadumbre. Para Ramiro, estaba claro el motivo del estado de ánimo de su hermano desde que habí́a vuelto de Chascomús. Se debía una conversación con Agustín, porque creía que lo escucharía. Se dijo que ese momento era igual de bueno que cualquier otro.
—¿Vamos a almorzar?
—Pensaba quedarme; si querés, andá vos —contestó desde su escritorio con la cabeza inmersa en los documentos desplegados en la mesa.
—Creo que es conveniente que te tomes un tiempo, aunque más no sea para almorzar.
Levantó la cabeza y vio a Ramiro al otro lado de la oficina. Sabía que le habí́a estado exigiendo mucho todo ese tiempo y que él le habí́a demostrado que tenía la templanza necesaria para el negocio. No podía negarle la invitación.
—Está bien, me va a hacer bien acompañarte.
Ambos dejaron los papeles a un lado, se levantaron y se dirigieron a un lugar en las cercanías de la estación que preparaba platos del día. Se ubicaron en la mesa que por lo común utilizaban y encargaron el guiso de la casa.
—Agustín, por mucho que te esfuerces, no estás bien.
—No es fácil llevar adelante el sinnúmero de obligaciones que he asumido. Conocés los enredos que trato de solucionar día a día. Está claro que no estoy en un momento de mucha tranquilidad.
—Sin embargo, no hablás de Ana. Y estoy seguro de que es ella quien te tiene con ese talante.
Agustín sentía que la claridad que siempre habí́a tenido en los negocios se habí́a enturbiado como consecuencia de los pensamientos que lo asaltaban respecto de Ana. Odiaba, además, que los otros se diesen cuenta; esperaba que solo su hermano se hubiese percatado de lo que le sucedía.
—Me gustaría aclararte que, con Ana, todo se acabó. Si me ves así, es solo por las preocupaciones comerciales. De ella, ya no queda nada.
Ramiro calló al ver que un mozo acercaba sendos platos de comida sobre una bandeja acompañados por un vino. Intuía que no le sería fácil acceder a su hermano, pero apelaría al menos a que solo lo escuchara.
—Siempre me has enseñado que la verdad debe estar por sobre el resto de las cosas, ¿sí? —dijo antes de continuar y ver el asentimiento de cabeza de Agustín—. Entonces, no te mientas.
—No tengo ganas de hablar de Ana.
—No lo hagas; solo escuchame. Para mí es importante decirte esto, porque siempre estuviste al lado mío cuando te necesité. Fuiste casi el padre que no tuve. Confío en vos, te admiro por todo lo que has hecho y del modo en que lo hiciste, pero siento que te estás equivocando fulero. —Antes de proseguir, observó que al menos habí́a captado su atención—. Sé que lo sabés, pero voy a insistirte y decirte que jamás has estado con alguien del modo en que has estado con Ana.
—No es una novedad que me he enamorado de ella, pero eso no basta.
—Ahí es donde te equivocás. No se necesita ser muy avezado en temas del corazón para darse cuenta de que Ana daría todo por estar a tu lado. Ese sentimiento no cambia de un minuto a otro. Pero es a vos a quien conozco y por quien estoy preocupado. Creo que algunas personas pasan la vida buscando a quien amar, y en esa búsqueda se les va la propia vida. Tuviste la bendición de encontrarte con ella; no podés ni debés dejarla pasar.
Agustín habí́a dejado el tenedor a un lado del plato, porque se le habí́a diluido el apetito. Por mucho esfuerzo que hiciera por olvidarla, la imagen de ella volvía una y otra vez a su mente. Luego, él se estrellaba con la triste realidad de saber que estaba con Manuel Cristo, y el sabor de la traición se le mezclaba en la boca. Si no hubiese estado o aparecido en escena ese hombre, ¿habría Ana mostrado la misma actitud? Seguramente no.
—Quizá no soy tan importante para ella como lo creí en algún momento.
—Lo que estás haciendo es encontrar una excusa para justificar el grave error que vas a cometer al acercarte a Concepción.
—Lo sé, pero ¿importa? Ya no. Te lo puedo asegurar.
—No te creo. Sé que estás dolido, herido, pero nada más que eso. Sé, también, que si tuvieras la oportunidad de estar con Ana y recuperarla, lo harías.
—Estás equivocado.
—No lo estoy. Creo conocerte bastante como para saber cómo pensás. Estoy seguro de que también creés que Ana es lo
mejor que te pasado en la vida. No la dejes ir. Te merecés a alguien como ella.
—Agradezco tu preocupación, hermano, pero te aseguro que las cosas no suelen ser tan fáciles como parecen —concluyó.
No obstante, Agustín se habí́a asombrado de la actitud de Ramiro. Creía que ya habí́a dejado de ser un muchacho un tanto tímido para transformarse en un hombre que planteaba lo que le parecía, que tenía una opinión propia de las cosas. Eso era sinónimo de que habí́a crecido.
* * *
Cuando regresaron al trabajo, el ritmo fue frenético. El horario de la salida del tren de la tarde ya habí́a pasado, y el devenir de los pasajeros habí́a mermado. Solo lo distrajo el ruido de la puerta al abrirse.
—Mi amigo, siempre trabajando —vociferó el loco Basualdo.
De inmediato, Ramiro levantó la vista de los documentos que tenía frente a sí. Intuyó que aquella visita no solo sería social. Esa vez pensaba quedarse allí. Sabía que ocupaba un lugar destacado en el negocio al lado de su hermano. Entendía también que Agustín lo necesitaba.
—Adelante —dijo al señalar la silla para que se sentase—. Andaba con ganas de verme, parece.
—Ni que lo supiese —soltó y agregó—: Se siente la ausencia de nuestro amigo Mansilla, ¿verdad?
—Sí, han sido muchos años de trabajar juntos.
—Me imagino —dijo al inundar la oficina con humo del cigarro que acababa de encender.
—He estado barajando algunas opciones comerciales. Por lo que he observado, surgen algunas deudas de don Amadeo por la compra de tierras. ¿Está usted también en el negocio de esas tierras?
—Me desprendí de la que quería vender y por las que vine aquí a buscar alguna información para bien venderlas. Me ha dado una buena mano don Amadeo, y logré hacerme de un buen dinero con esa venta.
—Por lo que veo, compraron otras.
—Así es, pero en otro lugar. Cuando me las ofrecieron, no dudé en compartir tan buen negocio con don Mansilla, y, al fin, las adquirimos.
Agustín se habí́a asombrado de enterarse de aquella compra, no solo porque don Amadeo ni siquiera lo habí́a participado de la posibilidad, sino porque, a sus ojos, no habí́a sido una buena inversión, por el costo de las tierras adquiridas que aún no habí́an terminado de pagar. No obstante, habí́a deducido que ese negocio se habí́a gestado en medio de unas cuantas copas de ginebra, en compañía de algunas mujeres y en la necesidad de su jefe de no ser menos que su nuevo compañero de juerga.
—Supongo que los acreedores sabrán dejar pasar este momento para que se cumpla con el resto del pago de las tierras.
—Por supuesto, mi amigo. Sé de su solvencia y no dudo de que, cuanto antes, dispondrá del dinero para completar el pago. Yo ya he hablado con el vendedor, que es mi amigo, para que sepa esperar. Por supuesto, no más que un tiempo razonable.
—Por supuesto, Basualdo; en nombre de don Amadeo, se pagará lo antes posible.
Ante los dichos de Agustín, Ramiro levantó la vista y no supo si su hermano hablaba con la sinceridad más absoluta o habí́a vuelto a ser el hombre implacable que creía habí́a dejado atrás.
—Por eso me ha simpatizado desde un comienzo, amigo. Sabe de negocios y de los tiempos justos para evitar un conflicto.
—No le quepa la menor duda: eso lo he aprendido a la perfección.
—Bueno, no me gustaría distraerlo con mi cháchara —comentó risueño.
—Le agradezco. La verdad es que no voy a contradecirlo — comentó con una tibia sonrisa—: Debo seguir trabajando.
—Espero que tenga tiempo de divertirse y que podamos compartir algún trago alguna noche.
—No lo creo, pero seguramente nos volveremos a ver.
—Así es, mi amigo.