Córdoba del Tucumán. Valle de Paravachasca

Después de Pentecostés hasta Cuaresma

Primavera de 1705 - Verano de 1706

Descendió hacia los bajos del vado ya centenario, levantado en la época de Johan Nieto. Se lo veía vencido por las crecientes intempestivas de un arroyo que no existía la mayor parte del año para luego, durante las lluvias, aflorar por quebradas y cañadones, surgiendo de bajo las piedras y en medio de las arenas donde espejeaba la mica en el verano.

No únicamente las paredes de la bóveda que encauzaba el torrente habían cedido, sino también el lomo, que soportó por siglos el peso de las carretas que de vez en cuando aún lo atravesaban. Sin embargo, seguía en pie y ella, con sus nueve años cumplidos, se asomó a la bóveda cegada, se tomó de los contrafuertes y espió la oscuridad, temerosa de adentrarse.

Una luz brillante la esperaba en la desembocadura del túnel y sintió el deseo de ir hacia ella, como si otro día más soleado, más luminoso, la esperase a una corta distancia, atravesable a paso rápido.

Le alegró dejar atrás el páramo y la neblina. A medida que caminaba, vacilando al principio, hacia la luz, una música interior cobró fuerzas en su pecho como uno de esos cantos sacros que transportaban a regiones del espíritu. Un absoluto bienestar la envolvió y se sintió llena de felicidad: iba hacia la redención, a una tierra donde no existía el sufrimiento, donde la culpa ya no martirizaba. Su alma estaba en paz. Su corazón se había aquietado dulcemente.

Apuró el paso y entonces vio venir un niño hacia ella, extendiéndole la mano. Pensó: «Mi hijo», pero al acercarse un poco más, vio las sandalitas de plata de la Virgen Niña calzando los piececitos que ella había reparado con tanto amor. Quiso extender su mano, pero el brazo le pesaba como plomo y una orden imperiosa parecía emanar de esa figura pequeña, delicada, que se acercaba a ella. Cuando estuvo a su lado, perdió la visión a causa de la claridad que despedía, pero sintió la calidez de los dedos que tomaban los suyos y la obligaban a retroceder hacia la oscuridad. Las lágrimas le impedían hablar pero en su corazón imploraba: «No; por favor, no», y sintió una voz secreta que le ordenaba: «Es necesario».

No pudo oponer resistencia y se dejó llevar hacia las sombras, al páramo, a la niebla.

Un tumulto de voces la sobresaltó. Alguien lloraba desesperadamente llamándola por su nombre, hiriendo sus sentimientos con el deseo de consolar. Una segunda voz decía: «El electuario…».

Y una tercera se resistía: «Pero si ya ha perdido…».

—¡El electuario!

—Si hay una esperanza, esto no será…

—¡Ya no hay esperanza, déselo, déselo! —rogaba la primera voz.

Ella no se decidía a avanzar; dudaba a mitad del túnel, sintiendo el calor de la luz en su espalda, el frío del páramo en su pecho. Intentó desprenderse con violencia de la mano que la sostenía y regresar atrás, pero entonces lloró un niño y la voluntad de ella se hizo trizas.

Sintiendo una gran congoja, se preparó para enfrentar de nuevo el peso del cuerpo, la miseria del aliento, el dolor de estar viva…

—¡Salga ahora, don Esteban, déjenos solos!

El que la llamaba se negaba a obedecer, pero oyó ruido de pasos torpes, forcejeos, una puerta. Y atrás de todo, el llanto de un niño que la urgía a vivir.

Alguien golpeó dolorosamente su pecho, sobre el corazón, despertándolo con un gruñido, y su espíritu se levantó como de un largo éxtasis.

La vida renació en ella haciéndola vomitar gran cantidad de humores ya corruptos y gravemente infectos. Sábanas que alcanzaba a distinguir como manchas flotantes los recibieron. Alguien ordenó: «Al fuego, al fuego».

Un sano, vivificante calor la envolvió; eran afectos y mantas, manos que limpiaban su boca, brazos que le sostenían la espalda, dedos que friccionaban detrás de sus oídos.

—Ahora, Joseph, aplique el óleo en los pulsos. En tres o cuatro horas estará mejor.

—El niño —murmuró ella—. Que no llore.

—Le diré que usted sanará. Que en pocos días podrá verla —dijo el padre Thomas.

—Y don Esteban…

—No se irá. Pero antes, la bañarán y la cambiaremos de habitación.

—¿Estoy salva? —preguntó, aún sin saber si se sentía feliz o decepcionada.

—En cuerpo y alma —le respondió el médico.

En dos días se vio que se recuperaría: le cortaron el pelo a rape, curaron las costras de su boca, untaron sus manos y sus pies con óleos perfumados mientras ella conversaba con los niños a través de la puerta y se permitía a sus perros acercarse a su cama, para que los acariciase.

Su padre se sentaba, por orden del médico, en la habitación vecina y rezaban juntos el rosario. A veces él, como solía hacerlo ella antes, le leía libros santos o, una vez que el sacerdote y su ayudante se iban, alguno de los viejos romances de la España del norte.

O le hacía saber lo que había descubierto de sus ancestros: finalmente, uno de los papeles pedidos a su tierra le había confirmado lo que intuía:

—Descendemos de Godofredo de Stúñiga, de la Casa Real de Navarra, que casó con Elvira Gormaz. De él viene Pedro, y de Pedro, Antón, unido por legítimo vínculo a doña Leonor de Horosco y Valenzuela. Al principio del siglo XV, comenzamos a firmar Zúñiga, y fíjate, estamos emparentados desde hace siglos con los Sanabria, los Uriarte y Aguilar, los Cabrera, los Ladrón de Guevara, los de la Cerda, los Ponce de León… ¡Tantos de ellos están acá, en Córdoba, entre nosotros…! Mejor decir, nosotros entre ellos, para ser justos…

Y el anciano se perdía en sus digresiones. La enfermedad de su hija parecía haberlo curado, como descubrió el padre Thomas, de su afición por los cilicios y los ayunos extremos. Hasta había engordado.

«Quizá descubrió que alguna vez en su vida debía asumir el papel de padre», reflexionó el médico mientras observaba que el pelo adquiría un rojo sedoso, y hasta la piel se había desprendido de las máculas de la vejez. No era tan viejo como parecía, se sorprendió.

Doña Sebastiana se iba recuperando, pareciendo, por primera vez desde que la conoció, una mujer de los años que en realidad tenía, y eran como veinte.

No hubo forma de convencerla de que viera a don Esteban, negándose a dar explicaciones.

Becerra, que sabía que pidió por él cuando expiraba, se sintió dolido pero acató su deseo y se volvió a San Esteban del Alto.

No estaba seguro de que volvieran a verse. Así como Sebastiana había renacido de su muerte, pensó que había cortado lazos para dejar atrás todo lo que le recordaba el dolor: él ya no tenía cabida en su nueva existencia.

El padre Thomas le aconsejó obedecerla cuando él, fuera de sí, quiso entrar en la pieza sin su permiso para poder, al menos, despedirse.

En cuanto comenzó la primavera, un territorio extenuado por la mortandad de la peste y la pobreza, que había dejado primero una larga sequía y luego lluvias torrenciales, pareció abandonar la desdicha para reunir nuevamente a una sociedad que trataba de superar la pérdida de vidas y de afectos.

Sebastiana eligió pasar su convalecencia en Santa Olalla, convencida de que el lugar, el aire puro y la cercanía de las sierras obrarían milagro en ella y en los niños.

Eran siete, todos huérfanos de la peste, todos sin familia; el resto había sido reclamado por parientes que, cuando las noticias dieron por atenuada la epidemia, vinieron por ellos desde distintos lugares de la provincia.

A veces se sentaba a leer o a coser para ellos en su jardín cerrado, y dejaba que las criaturas jugaran, seguidas por perros y algún cordero «guachito», alrededor de la sepultura de su hijo, pensando que así le daba gusto y compañía.

Porque a veces creía escuchar un eco, un eco que llegaba después de anochecido. A veces desaparecía misteriosamente y luego reaparecía, siempre a la hora en que el hombre terminaba su jornada y comenzaba la vida de las ánimas, de los duendes, de presencias fantásticas.

Era un sonido inquietante, y aunque ladraran los perros, mugieran las reses, soplara viento del sur o lloviera a cántaros, el eco se oía débil pero definido, anunciando que algo no humano deambulaba por los patios, cerca del oratorio, perdiéndose en el pasto de su jardín, como si regresara a su cuna de tierra.

Ella creía que era Sebastián Mártir, que ya debía contar con los años en que las criaturas caminan llevando el cuerpo velozmente para no rodar, entre risas y esquivando los brazos de la madre, que tiene miedo a que caiga y se lastime. «Pero no —se decía, sin recordar a qué edad solían caminar los niños—. Para ahora sería mayorcito».

Si estaba acostada, se levantaba llena de angustia. Miraba por la ventana la lluvia, como si él estuviera llamándola desde el descampado y ella, mala madre, lo dejara bajo el agua por no salir a mojarse.

Si había viento y creía escuchar una vocecita, un mínimo, quebrado balbuceo que intentaba pronunciar las primeras palabras, se asomaba a la galería y miraba hacia el patio, donde las hojas volaban en remolinos y alguna rama seca, quebrada, caía frente a ella sobresaltándola.

Las noches calmas eran las peores, porque la enloquecía el sonido que no llegaba. Se levantaba entonces con toda cautela, con la ilusión de que, si acechaba, quieta y silenciosa, desde la puerta entreabierta, conteniendo la respiración para que no manchara el fino cristal del otro mundo que los separaba, podría ver a su hijo aunque fuera de lejos, inalcanzable al tacto, con la cara llena de risas, los bracitos levantados como las alas de los polluelos cuando corren hacia la madre.

El miedo a que la fiebre hubiera ensombrecido su razón evitaba que pudiese compartir el secreto con otros, y hasta le parecía que los niños que había adoptado intuían aquella presencia pequeña, viva en la muerte.

El padre Thomas y su nuevo ayudante de la estancia de Alta Gracia solían ir a verla y la interrogaban sobre estas cosas.

—Son secuelas de la enfermedad —la tranquilizaban—. De a poco pasarán.

—No sé si quiero que pasen…

Luego la confesaba, le daba la comunión y caminaban por el terreno hasta el vado de Johan Nieto, de donde había hecho arrancar y quemar la sardonia, por donde ella creyó cruzar a una vida más perfecta…

Un día, enferma de soledad, escribió a Becerra a San Esteban, avisando de un problema inexistente, puesto que desde principios de la primavera ella se negaba a verlo, aunque insegura de si la decisión sería definitiva. Si había un acercamiento, si se tendía un puente, tendría que partir de la voluntad de ella.

Al paso de los días, y como él no llegaba, se sintió casi desesperada por verlo, pero un nudo ciego parecía atar sus sentimientos, evitando que tomara decisiones que, en una mujer de su edad, hubieran sido sencillas.

Pensó entonces que no lo vería más.

Cuando Becerra llegó de las sierras, adonde había ido a juntar una tropilla de mulas, bastante menguada por la sequía, los perros hambrientos y los pumas, encontró la carta fechada muchos días atrás.

Después de bañarse en el río, consiguió que su sobrina Belita le rasurara la barba y con su mejor ropa, esquivando la mirada irónica de sus hermanas, se subió al caballo y se dirigió a Santa Olalla.

Iba lleno de palabras, de gestos, de intenciones, pero en cuanto entró en el patio, Carmela salió a decirle que la señora estaba en el campo, que seguramente la encontraría cerca del río.

Caminó hacia allí, el sombrero en la mano y sintiendo en la frente una brisa agradable. Súbitamente, recordó la primera vez que ella fue a San Esteban, para el aniversario de la muerte de su hijo, cuando la encontró acostada entre los árboles de un montecito y cubierta de flores.

De pronto, como si la escena estuviera condenada a repetirse en su vida cuando menos lo esperase, la vio venir sin que ella notara su presencia caminando por el prado, entre el pasto verdísimo y crecido. Traía la cabeza ceñida con una corona de hojas de parra, los cabellos enrollados en una guirnalda de campanillas silvestres que caían sobre sus hombros, y llevaba en las manos un ramito de hierbas recogidas en el campo. Con la otra mano sostenía la punta de un delantal abultado de yuyos.

Fue incapaz de acercársele, como si al hacerlo cometiera un sacrilegio. Al reparo de una enorme piedra que dividía el terreno entre el llano y la caída al río, le pareció oír una canción secreta en su garganta, tan joven como cuando la vio en la silla de manos, aferrada a la ventanilla, pálida, ojerosa, con miedo y desesperada, camino al convento de las Catalinas.

Observó el rostro perfeccionado por la serenidad, la mirada de quien ha estado al borde de la muerte y lo que ha visto no le ha desagradado, renovándole la fe.

Se sintió incapaz de romper el ensueño que parecía guardarla y sin pronunciar su nombre la dejó bajar al río esplendoroso de arena y de sombras que anidaban en el reflejo de los árboles de la otra orilla.

Esperó que le diera la espalda para huir, regresar a Santa Olalla, buscar el caballo, montar y darle rienda hasta llegar a San Esteban.

Desde el alto que unía a media distancia el camino real con la huella que se dirigía a la construcción, miró la casa que había levantado para ella, la ventana apenas barroca, el pretil, la acequia, la fuente, su habitación de lectura, el dormitorio que, si lo exigía, sería sólo de ella.

Dio la espalda a tanto sueño sin sustento y recorrió a caballo, como un alucinado, la ribera del Anisacate. Muchas horas después, cuando se sintió de nuevo en sí mismo, soltó al caballo para que regresara a los corrales y se dirigió al bosquecillo donde la había encontrado años atrás. Se sentó en los troncos caídos que no terminaban de deshacerse y lloró por un amor que nunca sería suyo.

Había caído la tarde cuando regresó caminando pausadamente y sintiéndose tan cansado como si hubiera caminado por un país de recuerdos tristísimos.

En el patio donde las mujeres se habían olvidado de encender los faroles, reinaba una especie de sueño estático. El oratorio, al que le faltaba la campana porque no había tenido suficiente dinero para comprarla, dejaba escapar la luz de los candelabros por la puerta y las ventanas. Un sonido adormecedor, casi un arrullo, venía de adentro: las mujeres rezaban con una monotonía que llamaba a la paz entre las gentes.

Quiso unírseles, pero no deseaba entrar en la luz; prefería permanecer en la penumbra, sólo con sus pensamientos, tratando de aceptar que ya no sabía qué hacer y que ella iba a castigarlo por toda su existencia, como esas condenas irremediables que los dioses aplican a los hombres por una falta minúscula; como la ninfa Eco, condenada a no poder expresar con voz propia sus sentimientos.

Pensó que si se tiraba en la cama se sentiría patético, así que se dirigió a la biblioteca; como estaba construida sobre la parte más alta del terreno, todavía tendría algo de luz.

Abriría un libro, leería un poema. Quizás hasta encendiese una lámpara. Quizás hasta buscara aquel poema de Encina…

«Las puertas son mis servicios

la cerradura es olvido,

la llave que s’ha perdido

es perder los beneficios.

Así que fuera de quicios

va mi vida,

y la llave es ya perdida…».

Tropezó con una silla que seguramente Belita había dejado al paso, y mientras adecuaba las pupilas al resplandor del crepúsculo, vio la silueta de una mujer. Estaba de espaldas y miraba hacia el río.

No pudo hablar; sería lastimoso mostrar el deseo desesperado que tenía de ver lo que deseaba ver, pero dio, no obstante, dos pasos, se llevó un escabel por delante y por fin pudo apoyar una mano sobre el parante de un bargueño.

—¿Sebastiana?

Ella se volvió a mirarlo, pero no contestó.

Contempló a un metro de él el rostro que había visto esa mañana iluminado por el sol todavía en ascenso y sintió que el cansancio, la desesperanza y la tristeza desaparecían. En un instante comprendió que si ella había ido tras él, si en vez de reunirse con las mujeres que rezaban había decidido esperarlo entre sus libros, era porque la interdicción había sido levantada, se le había condonado la deuda, se le daría otra oportunidad.

Le pareció que le llevaría una eternidad cruzar la distancia que lo separaba de ella. Pero Sebastiana se había puesto de pie y ya estaba a su lado. Torpemente, como sólo dos amantes separados por mucho tiempo podían abrazarse, se apretaron entre sí, sin besos, con una especie de entendimiento oculto, con la certera convicción de que, pasara lo que pasare en el futuro, ellos estarían juntos.

Rosario, que vio la puerta abierta, temiendo que alguno de los gatos se hubiera metido en el santuario de su hermano, puso la mano en el picaporte y distinguió a Esteban estrechando apretadamente a una mujer.

Pensando que sería una de las criadas, corrió a ver a doña Saturnina.

—¡Dios nos ampare, tía; Esteban está en su despacho con una mujer!

Doña Saturnina salió del sopor de su «cabeceadita» y la miró con enojo.

—No pude verla bien —repitió Rosario—, porque están… ¡Tía, ¿va a permitir que él… que ésa…?!

—Rosario, ¡vete a cuidar de tus cosas y déjalos en paz!

Aquello, dicho por una mujer que era un dechado de decoro, escandalizó a Rosario que, creyéndola medio dormida, insistió hasta recibir otra contestación semejante.

Decidida a que la vergüenza no cayera sobre su familia, tomó uno de los candelabros de varias velas y se fue, hecha una furia, a detener la desgracia en la que su hermano estaba a punto de precipitarlos.

Pero se detuvo al ver aparecer a Esteban con el brazo sobre la cintura de Sebastiana.

Trató de reaccionar como mujer de experiencia que sabe a qué atenerse y no se deja sorprender, así que apartó un poco la luz, para que no se viera la sorpresa en su rostro, y dijo con algo de aspereza:

—¡Bueno, espero que de una vez por todas decidan arreglar sus vidas, que nos tienen pendientes de un hilo!

Pero emocionada por la sonrisa de Esteban, le pasó a éste el candelabro y se abrazó con Sebastiana.

Nadie, ni siquiera Elvira, que nunca había querido mucho a la hija de don Gualterio, se atrevió a poner un pero cuando ellos dos entraron en la habitación que él había armado para Sebastiana.

Aún abrazados, se acodaron en la ventana sintiendo el olor de la hierba húmeda que les llegaba con un perfume agreste y vivo. El agua de la fuente para pájaros fluía con un sonido suave, modesto, más ruidoso cuando rebotaba en la acequia.

Él no se atrevió a besarla, sintiendo que ella no estaba preparada para amarlo de otra forma que no fuera aquélla, casi de hermanos. No importaba; tenía ya la certeza de su afecto.

La noche había cerrado toda luz sobre el horizonte, y el río Anisacate corría, hinchado de agua, con una protesta enérgica que amenazaba el desborde.

Las estrellas comenzaron a mostrarse y creyeron sentir un aliento hecho de luz sobre la tierra.

Sebastiana parecía intranquila y él la interrogó en un murmullo.

«Mi padre…», murmuró ella. Esteban le recordó que lo quería como si fuera el de él.

«¿Y los niños?».

No tuvo que mentir para asegurarle que los amaría como propios. Y al recordar las advertencias del padre Thomas: «Es posible que no pueda concebir nuevamente», le besó la mano.

—Llevarán nuestro nombre. Heredarán como hijos —afirmó.

La oyó llorar; supo que no debía tocarla, así que la besó en la frente, la consoló en silencio. La sencilla estrategia del amor constante, además del tiempo y la convivencia, terminarían haciendo lo suyo para acercarlos. Le agradó aquel pensamiento: «La sencilla estrategia del amor».

En voz baja pero firme, le enumeró los planes que venía concibiendo desde hacía años: no era mala cosa empezar a ser feliz después de tantos dolores.

Volverían a Córdoba para la Cuaresma. Ocuparían sus lugares en el templo, él tomaría posesión de sus nuevos cargos. Vivirían con don Gualterio, se reunirían con Salvador, Eudora y sus niños; discutirían si la vocación religiosa de Belita era verdadera; si convenía o no gastar a cuenta de las vacas gordas en cortinas y alfombras, en libros nuevos y muebles alemanes. Y en una espineta-clavicordia para Sebastiana.

La trayectoria de la existencia, abriéndose cauce en el envés del tiempo, terminaría por convertir lo cotidiano en destino. Y en aquella ciudad que cada tanto se veía sacudida por batallas domésticas, por venganzas políticas, por prelados de mal carácter —Gabriel Ponce de León era apenas un poco más comedido que el obispo Mercadillo— y el enfrentamiento entre sus órdenes religiosas, las familias se empeñarían en la protección de los suyos, en la crianza de los niños y el cuidado de la paja o de la teja que tuvieran sobre sus cabezas.

Pero la sequía y la peste sobrevivirían, agazapadas, en el fondo de la memoria.

El jardín de los venenos
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