Córdoba del Tucumán

Tiempo después de Pentecostés

Primavera de 1701

No tuvo que cavilar mucho el padre Thomas para comprender que por algún medio debía separarse a la joven de su madre, y lo pensaba así tanto el terapeuta como el sacerdote que había en él.

Consultó al padre rector, quien le sugirió que hablara con las religiosas de Santa Catalina, a quienes el médico dictaba cátedra de medicina por la química y la herbolaria. Varios días después, la madre superiora, primero renuente, terminó por aceptar que la niña ingresara en una especie de retiro espiritual y, tranquilizado, el médico no perdió tiempo en dirigirse al solar de los Zúñiga.

Encontró a don Gualterio en su despacho, una habitación alta desde cuyas paredes dos tapices de Gobelin recreaban alegorías de Poussin y se enfrentaban a retratos de oscuros antepasados. Pocos pero notables muebles, hallados algunos en la casa, traídos otros del señorío de Navarra, se veían grises de polvo. El pebetero de plata, aunque apagado, olía a madera de sándalo recién sahumada.

El padre Thomas quedó sorprendido; todo lo que era austeridad en el aposento de don Gualterio se rompía en opulencia —aunque sombría— en la habitación que el hidalgo llamaba su librería. Allí pasaba el anciano las horas, desde la prima hasta la nona, leyendo y escribiendo, casi siempre en la muda compañía de Brutus, el mastín, que gustaba de acomodarse bajo la enorme mesa escritorio, pegado a sus pies.

La biblioteca estaba compuesta de crónicas antiguas, libros de caballería, de picardía y de devoción que había traído de su tierra, más otros que compró en Buenos Aires y muchos que halló en la casa de Córdoba. Este caudal fue condimentado, finalmente, con innumerables manuscritos de estudiosos de los distintos conventos de la ciudad. No le extrañó al médico, entonces, que aquel hombre hubiera hecho que su hija aprendiera latín desde muy niña.

En algún momento debió reinar allí el orden; para cuando el padre Thomas entró, librotes de tapas raídas se apilaban en los rincones, se amontonaban alrededor del sillón del anciano, boca abajo o abiertos, escondidos bajo manuscritos donde, se rumoreaba, el caballero esperaba encontrar la certeza de que descendía de un rey visigodo.

El sacerdote, impaciente —más por la pérdida de tiempo que por cuestión de dignidades—, tuvo que aguardar que la mano delicada, pequeña, casi femenil, cargada de pesados anillos, terminara de cumplir el floreo de una firma.

El alivio de don Gualterio, que ya no tenía salud ni entendederas para afrontar pasiones, al escuchar el resultado de los trámites del facultativo, fue evidente. Y después de titubeos, barbas mesadas, orejas tironeadas y ciertos carraspeos, el anciano le confesó lo urdido entre su esposa y el padre Cándido: iban a casar a la jovencita con don Julián Ordóñez, hacendado maduro y sin recursos, dotando para ello a la hija con las excelentes tierras y la preciosa quinta de Santa Olalla, vecina a la menguada merced que conservaban los Ordóñez de Arce, en las cercanías de Alta Gracia. Agregarían, a modo de carnada, varias propiedades menores que pondrían a nombre de él antes del matrimonio.

Este don Julián era más bruto que listo, grosero y desaseado. Bien lo recordaba el padre Thomas de aquellos lares, cuando bajaba a las estancias de Calamuchita. Y seguramente escondería manceba india o barragana cristiana por las inmediaciones, pues siendo adulto, fuerte y soltero, apenas si salía del caserío. «Eso… o el amor griego», discurrió el sacerdote, que desconfiaba de la naturaleza humana.

—Don Gualterio —interrumpió a Zúñiga cuando logró digerir la noticia—, no aconsejo esa unión; es desventajosa para su hija, ya sea por la edad, por la decadencia social o por el temperamento del prometido. Doña Sebastiana es demasiado joven, suave de carácter; él es un hombre torpe. No confío en su moral. Además, como no tiene ni un cobre, más que la caridad lo guiará la codicia y…

Don Gualterio se agarró la cabeza mientras tartamudeaba que toda oposición era inútil, que doña Alda tenía el asunto por los cuernos. El médico comprendió que era temor a aquella mujer, y no dejadez paterna o animosidad contra la hija, lo que paralizaba al hombre, y tuvo que hacer un esfuerzo para que prevaleciera la tolerancia sobre su indignación.

De todos modos, Zúñiga consintió en que se internara a Sebastiana en el convento y aunque doña Alda se encrespó al enterarse, no hubo forma de que su marido revocara el permiso.

Un día después, la puerta del monasterio se cerró detrás de Sebastiana con lo que le pareció la voz de una sentencia y ella, pálida, ojerosa y atemorizada, se encontró sola en un reducto pequeño, aunque no sombrío: una ventana mediana, abierta a cierta altura, daba entrada a un buen caudal de luz. Como no venía el más leve sonido por el corredor, apoyó sobre la mesa el atado de ropa —su madre la había mandado como indigente, sin siquiera una criada—, buscó la banqueta con escalones que se usaba para encender el candil de pared y, subida a ella, se prendió a la reja y miró hacia afuera. Aunque no tenía un panorama amplio, ni su vista llegaba al terreno que comenzaba en el exterior de la habitación, alcanzó a ver frutales florecidos, matas de manzanilla, angostos senderos muy caminados, un banco de piedra frente a la imagen de mármol de Santa Catalina y, poco más lejos, otro muro que mediante portón de arco y reja se abría hacia un espacio selvático. Alguna novicia —y aquello resultó tranquilizador— había colgado de los árboles pequeñas vasijas de barro con agua o granos para los pájaros, y el motivo de tal precaución estaba a la vista: sobre el pasto, un gato se lamía interminablemente las zarpas.

Como oyó sonido de pasos, saltó al suelo, acomodó el banco y esperó junto a la mesa. La boca se le había secado de miedo, pues su madre le había anunciado castigos corporales y confinamiento en los fosos del convento, pero cuando se abrió la puerta y dio paso a dos religiosas, respiró: no se veían en sus expresiones ni talantes intenciones de aquel tipo.

—La hermana Feliciana la guiará a su celda y la instruirá en nuestras prácticas. La acomodaremos cerca de las otras señoras, pero debe, en lo posible, guardar la regla de silencio con ellas.

Sebastiana asintió y se apresuró a seguir a la más joven, pero la madre superiora la detuvo con un: «Su atado, Sebastiana» y ella, colorada pues había dado por sentado que algún sirviente se ocuparía de eso, se volvió y lo alzó con presteza.

No cruzó palabra con sor Feliciana, que la guió por silenciosos corredores, atravesando cuartos enhebrados como cuentas, hasta llegar a un lugar recogido, separado del resto, bajo una galería a la que daban varias habitaciones. La monja abrió una, quitó la llave de la cerradura y se la guardó en el bolsillo. Sebastiana entró con lentitud: la pieza estaba desprovista de cualquier comodidad, salvo la esencial: una cama sin dosel, una silla tosca, con asiento de cuero; un arcón a su lado y sobre él, la palmatoria; a su pie, una esterilla gastada. La puerta carecía de trabas y la ventana de barrotes estaba lo bastante alta para que ella no pudiera alcanzarla. Había tres figuras religiosas: un crucifijo de cabecera, una repisa con una Dolorosa en bulto, un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús…

—Puede pedir a los suyos que le traigan la imagen de su devoción —dijo la monja, y pasó a explicarle las reglas, los horarios y las actividades que se desarrollaban en el convento, en algunas de las cuales debía, y en otras podía o no participar—.… dice la madre superiora que por hoy puede usted descansar. Y si usted tiene necesidad de algo que podamos proveerla, dígalo.

—Desearía tener papel, pluma y tinta —pidió ella, y tartamudeó—: Quiero anotar los horarios; temo faltar a alguna regla.

—Lo consultaré —dijo la hermana Feliciana y salió cerrando la puerta con cuidado.

Sebastiana esperó unos segundos, luego tiró el bulto de ropa y se dejó caer de bruces sobre la estera; extendió los brazos sobre la angosta cama, enterró la cabeza en el colchón y se largó a llorar en largos y secos sollozos.

Esa noche cumplió ayuno, y a la mañana siguiente, con las primeras campanadas —siendo aún de noche—, se levantó a tientas, sin saber qué hacer: nunca había tenido que lavarse sola, ni cambiarse de ropa, ni ordenar sus cosas, ni encender su vela. Todo le era trabajoso, y aunque debía ser simplísimo, descubrió que no sabía doblar sus vestidos para guardarlos, que no tenía idea de dónde acomodar los zapatos, que no se daba maña con el aguamanil y la jofaina de agua de aljibe, todavía helada, que había olvidado poner a mano la toalla con la cual secarse…

Compartió el desayuno en una habitación pequeña, separada del locutorio de las monjas, con tres mujeres: dos ancianas y una joven que quería profesar.

En los días siguientes, cuando había un hiato entre devociones y estudios, y una necesidad en las caridades del monasterio, Sebastiana, vestida modestamente, ayudaba en ellas. Solía coincidir en aquella tarea con una mujer honesta que cumplía trabajos por orden del juez. Hermosa, joven y de mirada provocativa, le decían «la Portuguesa» porque estaba casada con un prestamista portugués. Parecía muy dispuesta a aguantar el castigo y aun el encierro «en casa decente», continuando en la negativa de entregarse al débito conyugal, segura de estar poniendo en ridículo a su marido —mayor que ella— y satisfecha con tal situación.

Sebastiana prefería eludirla, pero la mujer, curiosa del motivo de su internación, llegó a seguirla cuando limpiaba la pequeña sacristía, y tuvo que ser amonestada por una de las beatas que vigilaba la tarea. Advertida la madre superiora, creyó prudente no volver a encargar a Sebastiana aquellos menesteres, y como había llegado una viuda con la intención de pasar allí sus últimos años, trasladaron a la joven a otra parte del monasterio. La nueva habitación, oscura pues daba a un pequeñísimo patio de altas paredes, era más humilde que la anterior, pero la joven se sintió conforme: le repugnaba tratar con las otras internadas, y allí podía disfrutar de intimidad. Trabó amistad con el gato; solía llevarle algún bocado, y a veces, de noche, le permitía dormir dentro de la pieza, sobre el arcón que guardaba la poca ropa que había llevado. Con el paso de los días, el aislamiento, el sosiego, el transcurrir de las horas, cada cual con su quehacer inconmovible, descansaron su ánimo.

Cuando, entre una meditación y una confesión, decidió salir a caminar al sol, descubrió que estaba muy cerca del plantío que había visto, a través de la ventana, el día de su llegada. Cruzó el portón que lo separaba del huerto y se adentró en la parcela de aspecto silvestre: estaba en el jardín de plantas medicinales del monasterio. Un aroma a veces perfumado, a veces áspero, según las matas que rozara, envolvía el lugar. Inconscientemente se agachó a frotar y oler las hojas, a arrancar algún tallo para probarlo con la punta de la lengua, haciendo crujir otro en el oído.

De pie en medio de romeros y oréganos, de plantas de azafrán, de mostaza y otras desconocidas, se sintió de pronto en paz. Aspiró profundamente la fragancia del lugar, guardándola como un elixir en sus pulmones, y después de permanecer inmóvil varios segundos, exhaló con largueza para desarmar esos manojos de espinas que se le enredaban en el pecho. Iba a tomar una flor muy bonita, una campanita morada y prieta, cuando oyó que decían detrás de ella:

—Mejor sería que no toque esa planta. Es acónito.

Al volverse, se encontró con una monja, una mujer mayor, delgada y de pecho hundido; era de una plácida fealdad, de ojos grandes, inteligentes e inquisitivos. La reconoció de inmediato: en su niñez, estuvo entre las monjas que a ella y a sus primas les enseñaban catecismo y había sido su profesora, un año antes, de latín. La religiosa, no obstante, se presentó:

—Soy la hermana Sofronia, la encargada de las discípulas del padre Thomas. Estudiamos el poder que posee cada una de ellas —señaló el predio con la mano.

—¿Son todas plantas para remediar? —preguntó Sebastiana, y la religiosa, después de un titubeo, dijo con brusquedad:

—No todas. Ésa que ibais a tocar es grandemente venenosa. Pero no las hojas, que sólo llegan a ser tóxicas. Es su raíz la que mata.

—¿Mata? —se estremeció Sebastiana, llevándose las manos a la espalda y restregándose los dedos en la tela del vestido.

—No se preocupe, aquí no tenemos plantas que maten al solo contacto. Es necesario hacer infusiones con ellas, o secar sus rizomas y machacarlos después, o mezclarlas con materias químicas.

Con las manos dentro de las mangas del hábito, caminó adentrándose hacia el fondo. Sebastiana la siguió por la senda estrecha.

—¿Y por qué tienen ustedes plantas que matan?

—Toda planta y materia venenosa tiene también, según la dosis y aplicación, propiedades salutíferas —y como si hubiera dejado en el aire unos puntos suspensivos, le preguntó sin mirarla—: ¿Entiende usted algo sobre el estudio de la herbolaria?

—No; jamás he sabido de…

—… porque me lo pareció al observar la forma en que palpaba las yerbas.

Sebastiana iba a reconocer que lo había aprendido de Rafaela, su nodriza, pero un reflejo nacido de escuchar frases susurradas entre las criadas, de alguna interrogación del padre Cándido a su madre, de aquella vez que llegó un ujier a interrogar a su aya, le indicó callar.

Conversaron durante unos minutos, cómodas en mutua compañía, y al sonar la campana que llamaba a las oraciones del mediodía, la religiosa agregó como si hubieran hablado de ello durante días:

—El padre Thomas es un gran profesor, claro y ameno en sus exposiciones. Nos enseña farmacia. Y como he creído notar en vos cierta predisposición, pensé que podría venir a nuestras clases. Me doy cuenta de que tiene usted buen ojo, buen oído y apuesto que excelente olfato para discernir los olores. El olfato es sumamente necesario en este oficio.

—¿Lo aprobaría la madre superiora?

—Lo consultaré con ella.

Cada cual por su lado, y en silencio, llegaron a tiempo para la oración en el coro.

El jardín de los venenos
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Bibliografia.xhtml
autora.xhtml