Anisacate - Córdoba

Tiempo de Navidad

Verano de 1703

Becerra dejó que sus hombres se adelantaran y antes de iniciar el descenso hacia Córdoba, se detuvo al borde de la cima. Adelante, en el último oeste, el cordón montañoso ganaba altura y podía distinguir la tierra de los Garay, con sus abruptos potreros de encerrada, el río Espinillo y el arroyo llamado «de los morenos» cruzándola de través. Ahora eran hilos de agua, pues una sequía obstinada, de varios años, había menguado hasta el flujo del río.

A mitad de camino entre la sierra y el llano, se levantaba su nueva casa. Se habían aprovechado tapiales del primer fundo y el emplazamiento armonizaba con una región que le despertaba un fuerte sentido de pertenencia. Altas sierras circundaban una llanura angosta donde se asentaba el edificio; algunas eran escarpadas y boscosas, otras serenas y apacibles, todas eran rocosas.

El río Anisacate corría sobre un fondo de arena y piedra; estaba lo bastante lejos para que durante la época de crecida no lo molestara, pero lo suficientemente cerca para abrevar el ganado y facilitar los pozos surgentes.

El diseño arquitectónico del hermano alarife era sobrio y hermoso. El padre Thomas, al visitar la obra, le dijo con genuina admiración:

—Su casa posee una armonía singular, no creo encontrar otra semejante en ningún lugar del mundo.

Y Becerra se sintió feliz pues el jesuita no la alabó por monumental o costosa, sino por su belleza, llena de fuerza y sencillez. Satisfecho con ella, se preguntó cómo pudo vivir anteriormente en la incómoda precariedad de las taperas.

El cuerpo principal de la construcción terminaba en unos escalones que daban a una explanada —invención del arquitecto— contenida por un pretil de setenta centímetros de altura. La última habitación abría hacia allí una ventana suavemente barroca, por la que se podía contemplar, debido a la elevación del terreno, el río, sus márgenes, las arboledas que lo denunciaban y las buenas tierras de labranza que se estiraban hacia el bajo. Al otro extremo, una galería alta con asientos de mampostería formaba un mirador que llamaba a la contemplación del paisaje que contenía, como entre dos manos ahuecadas, la estancia.

Pegado a aquel corredor sobresalía el oratorio, con coro alto y sacristía. La nave, en el frente exterior, tenía un cobijo de arcos gruesos que reparaba de la lluvia o del sol excesivo. Las campanas aún no habían sido traídas de la fundición que los jesuitas tenían en Alta Gracia; se colocarían en la torre —levantada del lado en que se leía la Epístola—, a la que se llegaba por una escalera externa que comunicaba con el coro. El oratorio tenía dos cruces: la del frontis y la de la torre, que era veleta.

La nave terminaba en un retablo de madera tallado y pintado por los indios de Alta Gracia; el padre tallador le había recomendado a uno de sus discípulos y la orden había tasado apreciativamente la paga del artesano.

El confesionario y la balaustrada del coro tendrían que esperar pues los carpinteros de la Compañía tenían muchos encargos y estaban atrasados.

Cruzó la pierna sobre la montura mientras pensaba en conseguir cuadros e imágenes religiosas, especialmente la del santo patrono, San Esteban.

A la izquierda, contempló las tierras de Calamuchita que se abrían paso entre las sierras, iluminadas por la magia del amanecer de verano. El canto de los pájaros había llegado a su máxima intensidad y él, con un movimiento de muñeca y una suave presión de las rodillas, hizo que el caballo diera media vuelta para encarar el camino que costeaba Alta Gracia.

Quería amueblar San Esteban; aunque el año no había sido bueno, tenía el dinero de la venta de mulas y de hacienda y según avanzaran los meses, terminaría de mejorar lo que quedaba pendiente. Al aljibe se le había colocado el brocal de mármol verde con nervaduras de oro, y siempre que recorría el patio pensaba en cuánto le gustaban a Sebastiana las plantas y las flores, y cómo embellecería aquel lugar con su ingenio.

Lo animaba el deseo de que viera la casa que podría ser su hogar, que tomara decisiones y se encaprichara, incluso, con cosas que él no aprobaba. «Le concederé lo que me pida», suspiró.

La habitación que daba al pretil —la de la bonita ventana— la construyó después de la muerte de Julián, con la intención no expresada de que fuera de ella —si aceptaba casarse—, para que pudiera refugiarse, estudiar, leer, hacer labores o lo que se le antojara. Encargaría dos bibliotecas de madera del Paraguay, o las compraría a alguna de las órdenes; recordaba que había visto en el Monserrat hermosos armarios con cerraduras de bronce y puertas encristaladas, y otros, menos adustos pero igualmente hermosos, en San Francisco. Y si Sebastiana quisiese aprender música, ya vería de conseguir una espineta-clavicordia como la de la Reducción de Yapeyú, según había oído, traída de Alemania por el padre Sepp. Quizás el padre Lope de Melo o alguno de sus discípulos se avinieran a enseñarle las primeras notas.

Él intentaría escribir, posiblemente sobre la historia y la genealogía de su familia en España y en América; al igual que a Marcio Núñez del Prado, le gustaba desentrañar linajes.

Pero si las cosas no salían como él quería, continuaría soltero y armaría en aquella pieza su librero, una habitación de complacencias secretas, dominio de la poesía, la meditación, la filosofía, las comedias y los viejos romances… Un lugar adonde no llegara el Santo Oficio.

Con malhumor, recordó su reacción al destruir los libros antes de que los examinaran. «Mejor quemados que en manos de esas rémoras del obscurantismo», se ofuscó. Conseguiría otros, pero… «mis notas, las que me recordaban la emoción con que los leí por primera vez, las que me ayudaban a reflexionar, las que ponían un llamado de atención sobre trozos de lectura que me parecían excepcionales… ésas son perdidas», pensó esta vez con amargura.

Si Sebastiana aceptaba, que fuera aquél un lugar de gracia por donde mirar al jardín de desniveles, donde ella cultivaría sus flores y sus plantas de olor. Le construiría una acequia para que el sonido del agua la entretuviera, y un pilón de piedra sapo para que los pájaros bebieran a su vista. Allí gozaría de la serenidad que se merecía, permitiéndole trabajar en amor y alegría, recuperar el candor…

Quizá para la primavera, cumplido el año de viudez, Sebastiana se mostrara más accesible. No deseaba imponerle su presencia, pero una inquietud dolorosa lo mantenía alerta. Doña Saturnina le había dicho que si se descuidaba, su sobrina se casaría con otro, y Marcio Núñez del Prado, muy en familia, comentó que al parecer Lope de Soto tenía sus esperanzas. Recordando las veces que la joven había permitido al maestre de campo escoltarla, acompañarla y hasta recibirla en sus brazos por algún desmayo, llegó a la inquietante consideración de que quizás ella no mirara con tan malos ojos a aquel hombre.

Que hubiera sido amante de Alda y ahora pretendiera desposar a Sebastiana le repugnaba como si de incesto se tratara, y no hallaba cómo hacerle conocer la infamia de su madre y de su potencial pretendiente sin ofenderla.

Aquél día regresaba a Córdoba para hablar nuevamente con el padre Thomas, amén de ver si estaban bien las mujeres de la familia y discutir con doña Saturnina sus proyectos.

Cuando llegó a la casa solariega, sus sobrinas salieron a recibirlo con exclamaciones de alegría; lo primero que le dijeron fue que Sebastiana estaba en la ciudad.

Desde que Sebastiana llegó de Santa Olalla, Lope de Soto, que venía cortejando a don Gualterio con atenciones que el caballero apenas toleraba, no demoró en presentarse en la casa de los Zúñiga.

La joven lo había evitado varias veces, pero llegó el día en que él, con disimulada prepotencia, apartó a la criada y entró hasta los corredores, dirigiéndose a la sala donde don Gualterio y su hija estaban entretenidos, él en traducir del castellano antiguo un pergamino agujereado, ella en una labor de pasamanería.

Fue el perrito de la joven el que alertó a Brutus con su agudo ladrido; el mastín se enderezó desde los pies del amo, y con un gruñido sordo lo recordó como intruso.

Al levantar la vista, Sebastiana tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le nublara la expresión y don Gualterio puso con renuencia la mano sobre el collar de Brutus que, erguido, siguió gruñendo en tono más bajo; aunque no se movió de su lado, resultó evidente que, si no fuera por la contención del amo, hubiera atacado al visitante.

Padre e hija recibieron al maestre de campo con poco entusiasmo, pero éste, decidido a imponerse, lo pasó por alto. La conversación que siguió fue dificultosa hasta que sonó nuevamente el llamador y avisaron al anciano que había llegado el hermano Hansen.

Don Gualterio se retiró para que le limpiara unas llagas que tenía en la espalda y Soto quiso acercar una silla al sillón de Sebastiana, pero el mastín, con un lamento de advertencia, lo obligó a quedarse donde estaba. De todos modos, inclinándose hacia ella, el maestre de campo le confesó que, tan lejos como estaba de su patria, se sentía extremadamente solo.

La joven, molesta ante la proximidad de él, no levantó los ojos de las perlas que estaba enhebrando, pero retrucó:

—Es una soledad de muy larga data entonces, puesto que dejó usted su patria hace al menos veinte años.

—He pensado en casarme…

—Seguramente su confesor lo aprobará —dijo ella anudando las perlas al corselete de la Virgen Niña, una graciosa talla de vestir calzada con sandalias de plata.

Al ver que se resistía a prestarle atención, él estiró la mano, morena y pesada, con la determinación de ponerla sobre la de ella, pero la actitud alerta y amenazadora del perro y el retraimiento brusco de la joven lo obligaron a detenerse.

—Escúcheme…

—¿Qué desea? —contestó ella con sequedad.

—Reparar los errores cometidos.

—Enhorabuena, pero es algo que no me incumbe.

—Me refiero a…

—No deseo saber nada de su conciencia.

—Pero lo sabe, mal que me pese por indiscreto y pecador.

—En ese caso, no debería permitirle que entrara en mi casa —se molestó ella—, y mucho menos que me hablara.

—Señora, comprendo lo que siente, pero no me juzgue antes de escucharme.

—Lo siento, señor; ya lo he juzgado.

—Entonces impóngame una condena y absuélvame cuando la cumpla. Hasta Dios perdona si hay arrepentimiento.

—Verdadero arrepentimiento.

—… y para reparar el insulto que le hice llevado por mis debilidades, le suplico me permita poner mi persona a consideración de usted; soy dueño de algunos dineros y tengo en vista excelentes negocios. He pensado en renunciar al cargo e iniciarme en la trata de negros, que es lucrativa por estas tierras.

Y sin reparar en el desagrado que traslucía la expresión de Sebastiana, agregó mirándola a los ojos:

—Soy un infeliz sin familia que desea iniciar una vida más recta, con una esposa y un lugar donde reclinar la cabeza.

«No será en mi pecho», pensó ella poniéndose de pie y acercándose al perro, que se mostraba inquieto; lo sujetó de la cogotera y lo encerró en la pieza contigua.

—Si usted no alcanza a comprender por qué me repugna su amistad —dijo al volver—, es que no tiene la sensibilidad que yo espero de un hombre.

—No me rechace de plano —replicó él con impaciencia—. Hable antes con el padre Cándido, que es mi confesor y el suyo; sé que la aconsejará mejor que nadie; él puede atestiguar que lucho por superarme mediante la penitencia.

—¡El padre Cándido!

Ella se volvió, pálida, hacia él. Se le extravió la mirada, pareció que iba a decir algo y calló, bajando la cabeza. Para cuando levantó los ojos, había recuperado el dominio de sí.

—Mi cristianismo me obliga a escucharlo, pero no a aceptarlo, señor. No obstante, prometo pensar en su pedido. Ahora, prefiero que se retire.

No queriendo tensar su buena suerte, él recogió la capa y el sombrero y después de una profunda inclinación pasó a su lado rozándola con el pecho; aquel contacto, hecho como al descuido, solía encender a muchas mujeres.

Ahogada de furia, con el corazón desbocado de asco, Sebastiana cerró la puerta con llave y apoyó sobre el tablero los puños, apretando contra ellos el rostro. ¡Tener que escuchar semejante proposición de un patán bruto, feroz y licencioso!

Se tiró sobre el gran sillón con los ojos llenos de lágrimas, recordando a su primo Raimundo como si lo hubiera conocido desde la niñez, como si lo hubiese amado por toda una existencia.

Secándose las lágrimas, pensó que en pocos días se celebraría uno de los dos San Raimundo del santoral, y se prometió renovar en el altar familiar las flores y las oraciones ante la Virgen Niña, que estaba restaurando, testigo de su juramento de amor.

Recién abrió la puerta cuando, más tarde, oyó a su padre despedirse del hermano Hansen en el zaguán.

Poco después de llegar, Becerra se presentó en la Compañía, dispuesto a hablar con el padre Thomas: meses atrás le había confiado sus sentimientos, pareciéndole que el sacerdote no miraba mal sus propósitos.

Contrario a lo que esperaba, no lo halló en la botica, pero le dijeron que seguramente estaría en la librería; lo encontró en la trastienda, ocupado en colorear unas láminas de plantas y flores para el libro de botánica medicinal del hermano Montenegro.

Como ambos eran hombres de discreción pero enemigos de rodeos, Becerra le manifestó, después de las consabidas cortesías, su temor sobre las posibilidades de Soto con respecto a Sebastiana.

—No es sólo mi interés personal —confesó mientras observaba los dibujos explicitados en latín en los que trabajaba el médico—. En verdad creo que ese hombre no es adecuado para ella. Y mal habla de su catadura moral el… su…

Calló el adulterio de doña Alda, pero el sacerdote, discreto, se ajustó los anteojos de pinza al caballete de la nariz y le aseguró que por el momento no veía en su sobrina intenciones de concretar otra unión.

—… mucho menos con un hombre violento o que vive de la violencia.

Como estaba delineando con el pincel uno de los dibujos, se tomó tiempo para advertirle:

—Las mujeres suelen casarse por huir de sus hogares si les son ingratos, o para que no se diga que quedaron solteras; a veces lo hacen por escapar de la pobreza, impulsadas por la codicia o llevadas por la pasión amorosa. Ninguno de estos casos es el de doña Sebastiana. Puedo asegurarle que no tiene por ahora inclinación alguna para volver a tomar estado, ni he visto en ella siquiera el anhelo de anhelar, como tantas mujeres que se lamentan no tanto de no ser amadas, sino de no amar a nadie, ansiando encontrar un objeto de adoración que las atormente.

Había enderezado la espalda y sus facciones cansadas, pero fuertes e inteligentes, se oscurecieron en alguna confusión.

—Debe entender, don Esteban, que ella no es la chiquilla que conoció. El dolor la ha vuelto juiciosa y encerrada en sí misma. Puede atenderos con amabilidad, pero hay un muro invisible que debemos respetar. Todavía piensa que más feliz estaría encerrada en el monasterio que encerrada en el matrimonio. Presiento que en ella se han secado las funciones físicas, y algunas anímicas, del amor. Así que… —calló al hacer un trazo rojo sobre la flor de ceibo que había dibujado el hermano Montenegro—; así que, mi buen amigo, lo que debe preguntarse es si está usted preparado para atar su existencia a una joven posiblemente incapacitada de por vida para entregar su cuerpo a varón alguno y que quizá no pueda darle hijos después de lo que le sucedió.

Y cambiando de pincel, pintó una hoja de un verde claro remarcado por otro más oscuro.

—Pero si fuera posible que ella amara —lo alentó—, usted debería ser el elegido por razón y corazón.

La conversación murió allí; Becerra se interesó por el trabajo que hacía el científico, inquirió sobre el pleito con el obispo Mercadillo por la Universidad de Santo Tomás y después de despedirse, al levantar la cortina que los separaba de la tienda, se llevó por delante a alguien: era el ayudante del maestre de campo, que, muy cerca del arco que separaba ambas habitaciones, parecía anormalmente ensimismado en una de las mesas de libros.

Perturbado por lo que consideró un desembozado fisgoneo, don Esteban no atinó a disimular su malestar y el muchacho, como si recién lo advirtiera, se quitó el birrete, apretándolo contra el pecho con burlona respetuosidad. Luego abandonó la tienda bajando de a dos los escalones y Becerra creyó notar que deslizaba un libro dentro de su deslucida casaca.

Se asomó a la vereda luchando con el deseo de darle alcance, pero el muchacho se alejaba rápidamente; al llegar a la esquina, lo vio volverse, en los ojos una expresión aviesa, para constatar que él seguía allí, como un tonto, sabiendo que la conversación —que debió ser privadísima— había sido escuchada por la astucia y la venalidad del joven.

El jardín de los venenos
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