Santa Olalla
De Epifanía a vísperas de San Sebastián
Verano de 1702
Sólo don Esteban había notado que, siendo tan decidida y frontal para molestar y hacer daño, doña Alda se detenía en un punto, y era en Rafaela, que provenía de una familia que por siglos había pertenecido a la servidumbre de los Zúñiga.
No se llevaba bien la criada —que tenía una relación antigua y familiar con don Gualterio— con el ama nueva, venida del señorío de Álava, de ancestros desconocidos para ella y que, además de no respetar al señor de la casa, parecía querer matarlo a disgustos. Rafaela, a sus espaldas, la nombraba despectivamente «la castellana» —por haber sido el señorío anexionado por Castilla—, que, para peor, tenía una lengua distinta. Pese a esto, ambas mujeres guardaban un equitativo equilibrio, cosa que entendía don Esteban en la nodriza, que era dependiente, pero no en la señora, con tal carácter como tenía.
El casamiento de Sebastiana fue excusa para que doña Alda sacara del medio a la mujer, mandándola donde quería estar: al servicio de la joven. Fue la única criada que le concedió, pero de todos modos, en Santa Olalla, en el valle de Paravachasca, donde iban a vivir, había criados y peones en suficiente cantidad.
Allí se había criado Sebastiana, querida por todos, y Rafaela fue admitida desde temprano con respeto: «salmista» de temer y manosanta, decían que podía invocar a los muertos y obligarlos a revelar secretos muy guardados.
—Mal comienzo ha tenido esta boda —les decía Rafaela, días después de llegar, mientras tendía prolijamente las prendas de su señora, que sólo ella lavaba. Y explicaba que el día anterior al desposorio, habiendo colgado las sábanas de la boda para azotarlas con ramas de laurel, un murciélago sarnoso se había prendido a una de ellas; no hubo forma de espantarlo, y quedó abriendo y cerrando sus horribles alas sobre la blancura de las telas, como si practicara un coito infernal, hasta que, después de varias horas, decidió partir.
—Hice quemar las sábanas, porque mal haya hecho ese Julián un pacto con el Demonio para dañar a mi niña…
Pronto fue sabido en la casa que Ordóñez golpeaba y ofendía al ama, y aquello despertó rencor en los criados. Era común que los asalariados de gente opulenta y respetada, bien tratados y bien alimentados por sus patrones, sintieran desprecio por los españoles empobrecidos, y así sucedía entre la gente de Santa Olalla y aquel hacendado sin hacienda, sucio y mal vestido.
No sólo Sebastiana respiraba cuando don Julián se iba a lo de la mujer que tenía en el monte: todo funcionaba en paz, se oían cantos en la cocina y las plegarias del atardecer remedaban la brisa entre los sauces.
Por el tiempo en que el padre Thomas llegó a la estancia de Alta Gracia, hacía varias semanas que Ordóñez no aparecía por Santa Olalla y Sebastiana iba recuperando fuerzas nuevamente. «Si no llevara este hijo dentro de mí —pensaba a veces—, ¡cómo lo enfrentaría, qué buena maestra he tenido en maldades!»; y se atosigaba con cuanto alimento le ofrecían Rafaela y Dolores, la india, diciéndose que tenía que estar fuerte y cobrar cuerpo para defender al niño una vez que naciera. «A él no lo tocará, o habré de matarlo en cuanto lo intente», se juraba.
Y en el anochecer en que se encontraron el jesuita y don Esteban, ella, en paz, llevó a su pieza el cesto de labores y se quedó hasta tarde bordando las sábanas en que había de acostar por primera vez al recién nacido. Luego, cansada por demás, sopló las velas y olvidó poner traba a la puerta de su dormitorio. Se durmió con las manos sobre el vientre hinchado, imaginando los nombres que pondría al pequeño.
Despertó horas después al contacto de unos dedos que se deslizaban bajo la ropa de dormir, tanteando torpemente para llegar a su desnudez. Los esquivó con repulsión y, luchando por recuperar la conciencia, gateó en el enorme lecho para escapar de don Julián, del olor rancio de su cuerpo, de sus dedos brutales y del aliento alcohólico. Al volverse para usar las manos en su defensa, el extravío en los ojos de su esposo, entrevistos a la media luz que mantenía bajo una estatua de Santa Catalina, le hicieron comprender que Ordóñez iba dispuesto a matarlos, a ella y al niño, para quedarse con los bienes y quizá llevar allí, a la casa de su infancia, a la india con sus bastardos.
Trató de abandonar la cama dejándose resbalar por el costado, pero él le apresó el tobillo y tiró de ella, a pesar de que lo pateaba con el pie libre mientras le advertía, desesperada:
—¡Suélteme! ¡Usted prometió al padre Cándido que no me tocaría hasta que mi hijo hubiera nacido! ¡Lo acusaré al prior de la Merced, al de la Compañía! Le diré al obispo el insulto que me hace manteniendo una manceba… ¡Suélteme, suélteme! Pediré amparo al virrey…
Un golpe la tiró de espaldas en el suelo y, cuando quiso incorporarse, el siguiente la hizo girar sobre sí. Se le escapó un grito, luego otro y cuando él la arrastró nuevamente a las sábanas y el castigo se volvió salvaje, soltó un alarido mientras se ovillaba protegiéndose el vientre con las piernas y la cabeza con los brazos.
Pronto oyó cerrojos que se corrían, pasos en escaleras y galerías, el murmullo de las criadas, el vozarrón de Rafaela que aporreaba la puerta lanzando a Ordóñez maldiciones.
—¡Asturiano endemoniado, Mandrágoro merdoso, abre, abre! ¡Sebastiana, llama a San Cipriano, llama a Santa Justina!
«Que busquen a Aquino», rogó la joven, pues el mayordomo, estando tan apartado de los dormitorios de los patrones, seguramente no oiría los gritos, y sólo a Aquino, su medio hermano bastardo, respetaba Ordóñez cuando estaba ebrio.
Don Julián le levantó las ropas, golpeándola después con una lonja que le gustaba llevar a la cintura. Por fin se escuchó la voz del mayordomo de campo, sumada al golpe de su puño.
—¡Basta ya, Julián, que luego te arrepentirás de haber sido tan bruto! ¡Abre, por los clavos de Cristo!
Sabiéndolo detrás de la puerta, la joven se tiró al suelo y mientras suplicaba ayuda se arrastró hacia ella intentando quitar los pasadores. Su marido la tomó de los cabellos y, después de patearle el vientre y las nalgas, la arrastró de nuevo al lecho.
—¿Dónde está la mala hembra que no se deja tocar por su legítimo dueño? ¡Ahora veremos quién manda en esta casa, puta pretenciosa! ¡Mataré a ese guacho, que no vendrá a quitarme lo que bien he ganado cargando contigo, mal parida, hija de tu madre!
—¡Virgen de la Merced, valedme…! —clamó Sebastiana, mientras Aquino corría escaleras abajo y volvía con el hacha y seguido por Rosendo; el muchacho, que venía sujetándose el chiripá a la cintura, era indio, gente de los Zúñiga.
Los gritos, dentro de la pieza, se habían convertido en suspiros de agonía mezclados con los jadeos obscenos de Ordóñez de Arce.
Aquino clavó la hoja con furia sobre la puerta e indicó al hachero:
—Hay que sacársela de las manos o nos desgraciamos todos. Ha tomado chicha; la maldita ramera se la ha dado.
Rosendo arrancó sin esfuerzo la herramienta y, echando el brazo hacia atrás, descargó el golpe con fuerza. El estruendo retumbó en la casa, estremeciendo la noche.
—¡La ha matado; ya ni suspira! —gimió una de las mestizas.
—Atrás ustedes —ordenó el mayordomo mientras el peón, ducho en el quehacer, metía el filo en el canal abierto y hacía saltar el tablero. Aquino pasó la mano por allí, descorrió el pasador y seguido de Rosendo entró en el dormitorio.
La escena lo inmovilizó, porque el lecho que tenía delante parecía el altar donde se llevaba a cabo un sacrificio infernal: sobre el cuerpo yerto del ama, que yacía boca abajo, Don Julián, el rostro desfigurado vuelto hacia ellos, tartajeó:
—Irse, carajo… estoy en mi derecho…
A la luz de las velas que portaban, vieron grandes manchas de sangre sobre sábanas, almohadas y esteras. Aquino quedó petrificado, pero Rosendo, que se había criado con la joven, levantó el brazo armado, ciego a las consecuencias.
El patrón se tiró a un lado y arrastrándose sobre el trasero, impulsándose con los talones, tanteó en busca de un rincón donde guarecerse. Rosendo no alcanzó a descargar el golpe, porque el mayordomo, con la fuerza del que está acostumbrado a voltear bueyes con las manos, lo detuvo: el ama había gemido y un silencio expectante se hizo en el cuarto y en las galerías.
—Señora, ¿está usted bien? —se atrevió a preguntar, y pensó que era la pregunta más estúpida que había hecho en su vida.
Ella luchó por cubrirse, y en la penumbra el rostro de Aquino palideció ante la visión de los pechos blancos cuando giró sobre sí para volverse boca arriba, mostrando el vientre hinchado por la maternidad y los muslos mancillados por anteriores golpizas.
—Por mi dignidad —suplicó ella—, sáquenlo de aquí y retírense. Traigan a Dolores, a Rafaela… ¡Favor, que pierdo a mi hijo! —sollozó con desesperación.
Al ver a todos azorados, don Julián recuperó el genio, y agarrándose de los cortinados del dosel, consiguió enderezarse al tiempo que los llenaba de insultos y amenazas.
—¡A ti —señaló a Rosendo—, que te has atrevido a levantarme la mano armada, cepo y azote te haré dar hasta que se te caigan las carnes!
Aquino ordenó al hachero que lo esperara en la cocina; luego se volvió y, evitando mirar a la señora, habló persuasivamente a Ordóñez:
—Vamos, Julián, acompáñame a la bodega a tomar un trago para que te repongas; dejemos que las mujeres se encarguen de la señora; no querrás que muera y nos manden ujieres y veedores, ¿eh?, que meterán las narices en lo que no les incumbe.
—Ella tiene la culpa —sollozó el borracho, de pie ante Aquino, malvado y al mismo tiempo patético. La blusa que lo cubría no llegaba a taparle la entrepierna ni las nalgas velludas.
El mayordomo, conteniendo el deseo de romperle el espinazo como a una mala bestia, lo tomó de la cintura y lo sacó a rastras mientras el otro balbuceaba: «… ella tiene la culpa… esa putilla me desprecia…».
Rafaela, que había ido por algunas hierbas y el libro de salmos, aguardaba a que salieran los hombres para entrar. Ciega de odio, observó cómo Aquino se llevaba al patrón casi desnudo, con las prendas enredadas en los tobillos, arrastrándolo por los corredores hasta la bodega; allí lo encerró con un potijo de chicha y a oscuras, para que no provocara un incendio, y se guardó la llave en el refajo por miedo a que Rosendo se tentara de matarlo.
Volvió al piso superior, donde oyó canturrear a Rafaela: «… toma, toma, que todo se lo ha de comer la maldición; San Judas Tadeo, apóstol glorioso, haz que mis penas se vuelvan un gozo…».
Desde las sombras, pudo ver cómo la mujer acariciaba la cabeza de la joven mientras repetía: «… toma, que todo lo ha de borrar la lluvia; San Judas Tadeo, que estás en el cielo, haz que mis penas encuentren consuelo…».
Dolores y Carmela, en tanto, atemperaban el agua, empapaban paños y quitaban la sangre del cuerpo de doña Sebastiana, colocado sobre sábanas limpias.
—… toma, que todo lo ha de borrar el viento; San Judas Tadeo, siempre poderoso, haz que mis verdugos caigan en un pozo… —continuaba la retahíla de la salmista y Aquino pudo ver la ropa de cama, con enormes manchas, negras a aquella luz, amontonada en medio de la habitación. El cuerpo de la joven brillaba como nácar, bellísimo en su martirio, frágil y tembloroso, y el mayordomo, cubriéndose los ojos, se apoyó en la balaustrada para negarse la visión de aquella carne prohibida. Después de orar unos minutos para secar la tentación en el cuerpo, llamó a Dolores, que salió y le informó con gravedad:
—Está desgarrada y no para de sangrar; yo he hecho lo que he podido, pero ahora está en manos de San Ignacio y de San Ramón Nonato. Si la pobrecita no se nos muere esta noche, mañana estará hecha una Dolorosa. Por suerte tiene buenos huesos, pues no se los ha quebrado, aunque le ha descuajado un brazo el infame; he tenido que acomodárselo con sobrado dolor…
—¿Y el niño?
—Para mí que se dañó. Le he buscado el latidito y no doy. Ella sangra por los dos canales; yo creo que esta vez… lo dañó —y la india volteó el rostro para esconder las lágrimas.
Aquino se volvió a mirar el patio del aljibe, sombrío y con ramalazos de luna. Al amparo de las sombras, sintió que la razón se le disparaba y tuvo que apoyar la frente sobre los puños. De pronto se enderezó.
—El padre Temple —recordó—, el médico, está en Alta Gracia. Rosendo lo vio cuando fue por alcohol. ¿Y si mandamos por él al alba?
Dolores se cruzó de brazos mirando hacia la pieza.
—Que venga, y le diré la verdad aunque después me crucifiquen. Y por el cura, que se enteren en Córdoba lo que ha hecho la familia con ella, lo que ha hecho esa víbora de doña Alda, a sabiendas, y el padre Cándido, que se pasó de lelo, y el bispo mesmamente, que no la apañó.
—¿Duerme al fin?
—Rafaela le hizo un cocido de adormidera. ¡Quería matarse la pobrecita!
—No lo consienta Dios —rogó el mayordomo.
—Haga que se vaya Rosendo, Aquino, porque ese hombre no lo dejará vivir después que le levantó el brazo.
—Encárgate de la señora, que yo cuidaré de tu hijo y mantendré alejado al patrón.
Más tarde, en la cocina, ante el potijo de caña, Aquino y Rosendo hablaron de lo que debía hacerse.
—Te vas a las caleras hasta que yo te llame —ordenó mientras enrollaba una hoja de tabaco—; que ni tu madre ni tu hembra sepan dónde estás. Si las castigan, no podrán dar noticias tuyas.
No demoraron en preparar un atado con lo indispensable, que incluía un machete, y una vez que Rosendo se perdió en la noche sin que se escuchara crujir el pasto, Aquino volvió a la bodega con una manta. Miró el cuerpo desmadejado de don Julián y se la arrojó encima. Luego, sin poder contenerse, descargó una patada en las nalgas del borracho, que gimió sin reaccionar.
—Mal rayo te parta, puerca bestia, ojalá revientes de bebida, así me ahorras el pecado de matarte —murmuró, y salió cerrando el sótano por fuera.