Córdoba del Tucumán
Tiempo después de Pentecostés
Invierno de 1703
Rosario, la madre de Eudora, oyó abrirse la puerta de calle y cierto barullo disimulado que la despejó del sueño. Cubriéndose con una manta, abandonó la cama y se atrevió a espiar por el postigo que daba al patio. Alcanzó a ver a Esteban que entraba con apuro en su pieza. Lo seguía Bernardo Osorio y oyó, viniendo del zaguán, la voz de su otro primo, Germán Bustamante.
Algo en los movimientos, en los susurros, en los aprestamientos, la inquietó. Sin encender ni una luz, salió a la galería y se asomó al dormitorio, donde lo que vio le heló la sangre: estaban sacando espadas y puñales del arcón de armas.
—¿Qué van a hacer? —preguntó con un susurro áspero, temiendo despertar a quienes dormían.
Los hombres se volvieron a mirarla, sobresaltados.
—No es cosa de mujeres —contestó Bernardo—. Vuelve a la cama.
—Pero ¿qué…?
Esteban no perdió tiempo y continuó buscando sus cosas: se cambió las botas, separó una capa y un poncho y luego, ante la advertencia de Bustamante: «Ponte guantes; se te endurecerán los dedos con el frío», comenzó a buscarlos arrojando el contenido del segundo arcón al suelo. Finalmente sacó de allí otra prenda, que tiró a un lado.
—¿Han tenido alguna pelea? —se alarmó Rosario. Y al ver que su hermano se colocaba una capa y cruzaba otra, que jamás le había visto, sobre el brazo, se interpuso, decidida a obtener una respuesta.
Sus primos la miraron con condescendencia, pero Esteban, impaciente, la hizo a un lado.
—¿Desde cuándo en esta casa alguien se atreve a cerrarme el paso? —gritó.
Y sin perder tiempo con ella, retiraron la llave y cerraron por fuera la puerta de calle.
Rosario corrió al zaguán y tironeó del picaporte, furiosa porque ahora tendría que buscar otra llave no sabía dónde. Abriendo el mirador, alcanzó a ver varias sombras: no iban solos. Algunos peones y varios negros los esperaban.
La esclava que dormía en la pieza con doña Saturnina se le apareció, sonámbula, con la palmatoria encendida en la mano.
—Dice doña Satita que qué le pasa —bostezó.
Antes de llegar a la cama de su tía, Rosario ya gritaba como loca:
—¡Ahí se ha ido Esteban, con Bernardo y Germán! ¡Vinieron a buscar las armas y nos han dejado encerradas! ¡Se van a batir con alguien!
—Llama a Natividad —encargó la anciana a su criada. La negra mayor de la casa sabría dónde estaban las llaves. Se sentó después con los pies colgando, la trenza que le hacían todas las noches escapando de su gorro de dormir.
—Hay que mandar por Marcio. Despierten a Goyo y a Casio.
Eran los negros encargados de transportarla en la silla de mano.
En unos minutos Natividad había encontrado otra llave, el resto de la casa se había despertado y Goyo, sin demora, partió a lo de Núñez del Prado.
—Que Casio vaya a advertir a la guardia.
Mandó también ir a la Compañía y pedir un médico.
—El padre Thomas; pidan por el padre Thomas, que tiene valimiento sobre Esteban; él sabrá cómo hablarle…
Belita y Eudora —que había decidido dormir en su casa— aparecieron en el umbral, restregándose los ojos y aturdidas.
Afuera, en la calle, era noche cerrada y hasta parecía que los serenos habían decidido enmudecer.
Sebastiana despertó al oír voces en el patio. Temerosa de Lope de Soto, prestó atención a través de la reja de su ventana mientras los perros, encerrados con ella, gemían arañando la puerta.
Rafaela apareció envuelta en un pañolón pidiendo que le abriera.
—Ha venido don Marcio a buscar a tu padre. Don Esteban ha salido con sus primos; parece que tienen un duelo.
—¡Madre de Dios! —gimió Sebastiana.
—La mala bestia de Soto lo ha retado. Nadie sabe dónde se van a encontrar, así que han mandado a los negros de doña Saturnina a caballo para que den una vuelta por las afueras hasta que salga la guardia.
La joven se dejó caer en una silla, temblando.
—Es capaz de matarlo… ¡lo matará —sollozó, cubriéndose los ojos— y será por mi culpa!
Rafaela la sacudió.
—Ven, pon la traba de calle, que voy por Isaías —le advirtió.
—¿Y mi padre; qué piensan que puede hacer mi padre? ¡Debieron dejarlo tranquilo, no tiene salud para salir con este frío! Y además, ¿por qué afligirlo, si sabemos que quiere a Esteban como si fuera su hijo?
Rechazó a Rafaela, que quería calzarle unos escarpines, y corrió al dormitorio de don Gualterio, donde encontró a don Marcio ayudando al criado a vestir a su padre.
—Él no puede salir —dijo Sebastiana—. Le hará mal el aire. No tiene salud.
A medida que hablaba, su voz se iba elevando. En el patio, los perros, inquietos, ladraban sostenidamente sin saber a qué o a quién. Don Marcio pretendió sosegarla.
—Sólo hay dos personas que pueden disuadir a Esteban de algo, y son el padre Thomas y Gualterio.
—Tengo que ir —dijo Zúñiga, sereno—. No voy a permitir que le pase algo a Esteban si puede evitarse. Y si Soto anda de por medio, no irá muy lejos. Bastante le he aguantado. Por esta cruz —y se besó el índice y el pulgar cruzados— que no se libra de que ponga una denuncia por sus desafueros y machaque hasta que lo castiguen.
Tembloroso pero decidido, el caballero se dejó cubrir el cuerpo con un manto y la cabeza con un gran sombrero, reservando las fuerzas para lo que debía hacer: imponer una autoridad moral más que de fuerza.
Sebastiana se abrazó a él, que la separó con más voluntad de la que cabía esperarse.
—Hija, durante años he dejado de hacer cosas que hubieran evitado perjuicios a pobres inocentes. Permíteme sentirme un hombre aunque sea por última vez en mi vida.
Y como ella, respetuosa, se apartó y le dio la espalda para que no le viera las lágrimas, él pidió sus guantes, puso la mano temblorosa sobre el puño de la espada y salió sin despedirse. El coche de los Núñez del Prado esperaba afuera.
En algún momento, sin que Sebastiana se diera cuenta, Rafaela se había ido.
La noria de Baracaldo se levantaba a unas leguas de la ciudad y don Dalmacio había arrendado el lugar a los franciscanos, que de ellos tomaba el nombre de La Chacarilla de San Francisco o, más comúnmente, El Puesto de San Francisco. Estaba ubicada del lado del río que iba hacia Saldán, de difícil acceso por la noche.
Era lugar de quintas, algunas semiabandonadas, y lugar sospechoso, pues por allí solían reunirse los marginales, esconderse los cuatreros y se disimulaba uno que otro rancho, con dueña de varias sobrinas, que cada tanto eran denunciadas por proxenetismo.
Propiciaba los duelos más que el Aguaducho y el Pucará, cercanas al centro de la ciudad y rápidas de alcanzar por la patrulla. El maestre de campo había visitado la noria en compañía de don Dalmacio, y eligió el lugar porque conocía el terreno.
Cuando Becerra y los suyos llegaron, Lope de Soto, Guerrero y varios de sus hombres los esperaban. Ambos grupos se miraron a distancia, preguntándose si no habría otros escondidos en el monte.
Todos llevaban teas encendidas, pero fuera del pequeño círculo que iluminaban, las sombras eran formidables y pesadas.
El río, bajo por la seca, se embalsaba y era fácil de cruzar, pero la falta de fuerza en la corriente hacía que cualquier sonido que viniera de allí se amplificara.
Becerra se adelantó, quitándose las prendas que le estorbaban. Ya con el cuchillo en la mano, arrojó la capa del maestre de campo entre ellos y dijo, altanero:
—Ahí tiene lo que perdió en Cenizas.
Soto, furioso, dio un paso adelante.
—Empecemos, que tengo ganas de ir a holgar con una hembra antes del alba.
—Será como usted diga.
Mientras el resto de sus hombres se observaban con recelo, los duelistas buscaron el llano.
Becerra, muy a lo criollo, había envuelto uno de sus brazos en un poncho. Soto, en una capa corta.
En un silencio donde sólo se oía el bufar de los caballos y hasta el respirar de los hombres, ambos contendientes se echaron uno contra otro.
Durante unos minutos, enredados en combate, a veces lejos, a veces casi abrazados, dieron varias vueltas en círculo, Soto sorprendido del empuje, ya que no de la destreza, de su rival, que se le echaba encima casi sin tomar aliento. No era mejor que él con el arma, pero los diez años que los separaban, la vida ordenada, el haberse privado de vino aquella noche, volvían a Becerra peligroso.
De pronto, Soto comenzó a retroceder hasta que trastabilló. Don Esteban se tiró sobre él, una pierna flexionada, la otra extendida para así ganar distancia sobre su rival. La punta del puñal tocó la garganta del maestre de campo, que sonreía. El natural pacífico de Becerra se impuso y preguntó:
—¿Cómo quiere vuestra merced que acabemos esto?
—Así —dijo Lope de Soto, recogiendo con la izquierda un puñal que había disimulado en el lendel que rodeaba la noria, y sin más, lo clavó con pericia en el costado de don Esteban. Hubiera dado en su corazón, pero un movimiento inconsciente, quizás una advertencia visceral, hizo que Becerra se encogiera a tiempo que giraba sobre sí: el acero pasó alto, tocó el hueso y se desvió bajo el brazo.
Mientras éste se llevaba, atónito, la mano a la herida, Soto lo empujó con fuerza para liberar el arma, y se puso de pie, diciendo:
—Los combates no se ganan conversando.
Y mientras los hombres de Becerra, entre exclamaciones e insultos, se precipitaban a ayudarlo, él hizo una seña a Guerrero y a dos o tres soldados para que lo siguieran. El resto quedó atrás para detener a la gente de don Esteban.
Mientras galopaban, Lope de Soto limpió el arma sobre el costado de su pierna.
—Ahora —dijo a Guerrero—, vamos por ella.
No alcanzó a ver a Isaías que, al oír los cascos, se resguardó en el monte. En la grupa de la mula llevaba una bolsa con lo indispensable para un auxilio de urgencia, esperando que el padre Thomas se presentara pronto.
Vio a Lope de Soto tomar un atajo hacia la ciudad y oyó a poco las ruedas de un vehículo que llegaba por el camino comunal; seguramente eran don Marcio y don Gualterio, pero no se detuvo a esperarlos.
Cuando llegó al lugar, los hombres del maestre de campo que habían quedado atrás se iban retirando con las últimas estocadas. Atendido por sus primos, Becerra se desangraba en el suelo. Estaba consciente, desconcertado y su mirada iba perdiendo lucidez.
—¿Vieron lo que hizo? ¿No es increíble? —balbuceaba.
Cuando don Marcio descendió del coche tropezando con su propia capa, oyó a Bernardo Osorio bramar, mientras ayudaba a socorrer a su primo: «¡Fue con alevosía, esta vez lo mataré; mataré a ese perro!».
Isaías no había perdido tiempo en saludos ni presentaciones: quien más, quien menos, todos sabían quién era y a qué se dedicaba. Rápidamente desató la alforja de la mula y la abrió sobre una piedra, separando unas bolsas con hojas silvestres; sacó un poco de muérdago rojo y se lo metió a la boca, masticándolo con fuerza.
Luego, usando esa especie de poder que tenía sobre bestias y hombres, apartó a Bustamante con un «Permítanme vuesas mercedes» y con presteza comenzó a trabajar en el herido.
Ceñía con fuerza el tajo cubierto con la maceración de muérdago ensalivado, receta confiable para detener las hemorragias, cuando oyó el galope de caballos que se acercaban y dio las gracias porque el médico jesuita y su discípulo ya estaban allí.
Se puso de pie y acercándose a don Marcio, le advirtió:
—Vuelvan con la señora Sebastiana. Creo que esos hombres intentan robarla esta noche.
Don Gualterio, sostenido por su sirviente, se había arrodillado al lado de Esteban mientras el padre Thomas abría su caja y el hermano Hansen encendía un hornillo con alcohol.
Por último, se hizo presente el piquete de ronda y se inició una discusión airada con Osorio y Bustamante, que querían ir detrás del maestre de campo. Como no llegaron a ningún acuerdo, el oficial de la guardia perdió la paciencia y los mandó prender.
Don Marcio, con autoridad de pariente mayor, se acercó a ellos y los amonestó, instándolos a someterse.
—Creo que Soto pretende asaltar la casa de Gualterio, así que acaten las órdenes. Los necesito libres y dispuestos, no encarcelados —les dijo firmemente.
Luego se dirigió al capitán y le pidió escolta hasta la casa de los Zúñiga. Tuvo que arrastrar a don Gualterio, que se desesperaba por el herido mientras preguntaba: «¿Morirá, morirá?».
El padre Thomas lo tranquilizó; mandó hacer una parihuela con un poncho y un tiento grueso que le dio Isaías, y entre los negros de doña Saturnina, que venían escoltando el coche, acomodaron al herido en la camilla improvisada.
—¿No iríamos más rápido si lo lleváramos en la carroza?
—Se desangraría con el movimiento —decidió el jesuita, y se pusieron en marcha, el vehículo comiéndole camino a la noche, seguido por la guardia que se negaba a soltar a Osorio y a Bustamante.
Muy pronto, el grupo que componían el médico, el enfermero, Isaías y los esclavos que transportaban el cuerpo del herido quedó atrás.
La luna, en menguante, iluminaba el campo con una claridad de misteriosa reserva.
Imposibilitada de dormir, asustada y temiendo por la vida de las personas que más amaba en el mundo, Sebastiana hizo levantar a Belarmina, revisó cien veces cerraduras y trancas y por fin, vestida, se atrincheró en la sala, con las criadas y los perros.
A pesar del frío, la frente y la nuca se le habían humedecido. Sentada de espaldas a la mesa, el rosario en una mano, la otra descansando sobre el regazo donde tenía el estilete que había sido de doña Alda, sentía que toda la brutalidad de don Julián, la perversidad de Maderos, iban a unirse en Lope de Soto, más temible, más fuerte que ambos, más decidido —a causa de la pasión— que los otros. «Quizá sea justicia que por mano de él los muertos se cobren las vidas que les debo», reflexionó, atormentada.
Brutus la alertó; el mastín, que jadeaba con la lengua afuera, enderezó de pronto las orejas y silenciosamente se acercó a la puerta.
Las negras, que se habían amontonado cerca de las ventanas exteriores, se movieron, asustadas.
—No hagan ruido —rogó Sebastiana en voz muy baja—. No se muevan. La guardia vendrá pronto; Rafaela fue a buscarla…
De pronto, el gruñido del perro y el histérico ladrar del cuzquito las golpearon como un lanzazo en un cristal: habían oído el peso de varios hombres al caer en el suelo después de saltar las tapias.
Los perros vecinos comenzaron un escándalo de ladridos, y Sebastiana, pegando el oído al tablero del postigo, oyó los pasos y los susurros de los hombres en la oscuridad. Por un resquicio de la ventana de la galería, alcanzó a ver que encendían unas teas y se dirigían, sin dudar, hacia su dormitorio.
Con el corazón acelerado, llena de náuseas, se dobló en dos, apretando con fuerza el rosario. Una de las negras comenzó a gemir y las demás, contagiadas, se unieron a sus ayes.
Sebastiana volvió a sentarse de espaldas a la mesa, rezando pero con el puñal apretado en la mano.
Cuando salían del dormitorio vacío, los asaltantes oyeron el lamento de las morenas y se dirigieron hacia la sala. Un golpe brutal, que pretendía doblegar el hierro y los cerrojos de la puerta, hizo temblar los candelabros y una vela de pabilo corto se apagó.
Las muchachas, agachadas y estrechamente abrazadas, se habían cubierto con los pesados cortinados. Solamente Belarmina mantenía el valor, la pesada pala de sacar el pan bien sujeta y dispuesta a golpear.
Cuando Sebastiana oyó el crujido final, que quebró la resistencia de la madera, se sintió de pronto dueña de sí y heladamente insensible. «Soy la sierva de Dios y el ama de la Muerte. Nada me tocará, nada me manchará porque todo el que me ofenda de hecho perecerá», recitó varias veces en un susurro.
Entre las maderas astilladas y los hierros desgoznados, apartando con los codos el tablero rajado, apareció la cabeza de Lope de Soto, y en el momento en que pasaba la pierna y hacía fuerza para arrancar la tranca, que todavía se resistía, Brutus saltó sobre él y lo sujetó del antebrazo.
El maestre de campo gritó, dos hombres vinieron en su auxilio y mientras uno, asomando por la otra abertura, sujetaba la cabeza del mastín, Soto desenvainó el cuchillo para degollarlo. El cuzquito se prendió a su pantorrilla y él, sin perder tiempo, lo ensartó, lanzándolo a través de la habitación, donde quedó aullando y arrastrándose bajo un mueble.
La intervención del perrito dio tiempo para que Sebastiana se pusiera de pie y antes que Soto pudiera usar el filo en la garganta del animal, ella se acercó al soldado que sostenía la cabeza de Brutus y clavó la daga, rasgando hacia abajo, en el brazo del hombre.
Aquél acto, llevado a cabo en silencio, sin gritos ni histeria ni ademanes desesperados, salvó la vida de Brutus. Mientras el soldado, atónito, lo soltaba para contener el borbotón de sangre, Sebastiana sujetó al perro del collar, manteniéndolo apartado del maestre de campo.
Belarmina se acercó con el madero en alto y usó la pala como atizador, obligando al herido a desaparecer de la grieta.
A través de una mínima distancia, Sebastiana se limitó a contener a un animal con la mano y al otro, el humano, con los ojos.
Belarmina soltó la pala y con una de las carpetas envolvió la cabeza del perro, arrastrándolo hasta la pieza vecina. Allí lo encerró mientras ladraba y se sacudía, desenfrenado, para librarse del trapo. El cuzquito todavía se lamentaba, aunque ya sin fuerzas. Una de las esclavas, arrastrándose hasta él, lo alzó cubriéndolo con su delantal.
Lope de Soto terminó de destrozar los tablones a patadas y dio un paso hacia Sebastiana, mostrándose manchado de sangre desde el cuello hasta las botas. Ella retrocedió y levantó la mano que sostenía el estilete.
—¿Creéis que le tengo miedo a ese juguete? —rió él, pero se detuvo al ver que la joven dirigía la punta afilada hacia su propio cuello. Impresionado, observó cómo, sobre la piel delicada, una línea roja viboreaba, perdiéndose sobre el seno izquierdo. No estaba seguro si era la sangre del soldado o de ella misma, que se había lastimado.
—¿No le tenéis miedo? —dijo Sebastiana con absoluta impavidez, y a él le pareció, cuando alguien levantó una tea, que la mirada verde, a su luz, se volvía dorada, profunda, hipnótica.
Quebró el encantamiento el sonido del coche en la calle y los gritos de Rafaela, que llegaba corriendo desde alguna parte.
La voz de su padre hizo que Sebastiana bajara el arma, Lope de Soto se apartó y don Gualterio, que traía la espada en la mano, se echó sobre él a tiempo que exclamaba: «¡Bastardo, villano, asesino!».
El maestre de campo consiguió dominar el instinto de responder al golpe, pero se vio en la necesidad de detenerlo, así que sujetó al anciano por la flaca muñeca, muñeca de estudioso y no de espadachín. Don Gualterio perdió pie y resbaló, quedando casi de rodillas ante el otro que, horrorizado, no podía soltarlo, pues caería al suelo, ni levantarlo sin ponerle la mano encima, lo que sería una ofensa mayúscula.
Sebastiana arrojó el arma y con un grito se abalanzó sobre él, sosteniendo a su padre que estaba casi desmayado.
Algunos vecinos habían entrado, los soldados del maestre de campo no sabían qué hacer, don Marcio apostrofaba mientras golpeaba con su bastón a Lope de Soto que, contrario a lo que parecía, quería alzar al caballero para librar a la hija de aquel peso.
—Suéltelo —le dijo Sebastiana—. Prometo hacer lo que a usted se le ocurra, pero por favor, ordene a sus hombres que se retiren. Váyase y déjeme atender a mi padre.
—¿Juráis casaros conmigo?
—¡Lo juro, pero suelte a mi padre! —gritó ella, por primera vez cerca de la histeria.
Él dejó a Zúñiga en sus brazos, pero, extraviada la sensatez, se inclinó hacia el oído de ella y le susurró: «La vida de don Esteban es mía. Si no muere ahora, le mataré después… salvo que cumpláis vuestra promesa».
Salió a la calle seguido por sus hombres. Montaron entre un ruedo de mirones y, unos metros más adelante, se toparon con el padre Cándido.
El sacerdote se acercó a Soto y tomando la brida del caballo, le hizo señas de que se inclinara.
—Dice el obispo que busquéis refugio en el oratorio —y dejándolo atrás, se introdujo en casa de Sebastiana a tiempo que Belarmina cerraba la entrada tras él.
Pero Soto no llegó al oratorio. A la vuelta de la esquina se topó con la partida que volvía del Cabildo, donde había dejado encarcelados a los que prendió en la Noria.
—Darse por preso, señor maestre de campo.
Cuando, en el Cabildo, el que había firmado la orden de captura le echó en cara su proceder, Soto se justificó:
—Me ha perdido la pasión por una mujer. ¡Mejor no la hubiera conocido nunca!
—Tendrá que responder por haberla ofendido.
Hincando una rodilla en tierra, la mano sobre el corazón y la cabeza gacha, el maestre de campo murmuró:
—Quiero reparar el daño. Pido el consejo del señor obispo y de mi confesor. Acataré lo que ellos decidan.
Varios de los funcionarios, que habían tenido que dejar la cama ante semejante incidente, después de aquello lo miraron con compasión.
Los soldados fueron encerrados en las celdas inferiores y él fue a parar, con Guerrero, a las superiores, donde Bernardo Osorio y Germán Bustamante, prendidos a las rejas contiguas, las sacudieron hasta casi arrancarlas de sus goznes mientras los insultaban y prometían matanzas.
Allí mismo, en 1695, había estado preso, «por causa criminal», el alférez real Gabriel de Arandia, a quien tuvo que liberar una partida de veinte hombres enviada por el gobernador de Buenos Aires, pues el de Córdoba se negaba a entregarlo. Osorio y Bustamante habían sido de los que defendieron la cárcel contra la prepotencia de un funcionario que, no teniendo poder sobre Córdoba, intentaba burlar sus leyes.
En un rincón, sobre el zócalo y bajo el irregular encalado, se veían las iniciales del preso, seguidas por un dibujo obsceno agregado vaya a saberse cuándo.
En las oficinas de abajo, don Marcio discutía suavemente y con buenos argumentos ante la autoridad, enumerando las ofensas recibidas aquella noche por todas las ramas de su familia, abogando en favor de sus sobrinos para que se pasara por alto el desacato.
Pocos olvidarían la noche en que los vecinos intercambiaron subrepticias visitas para comentar el escándalo; porque cualquier acontecimiento que conjugara en su entramado pasión, celos, venganza, desmesura, sangre, moribundos, duelos a espadas, y especialmente doncellas amenazadas —o indiscretas, según se viera—, además de obispos que a medianoche se presentaban a exigir la libertad de su favorito, podía mantener apartado el tedio de toda la ciudad por varios años.
De allí en adelante, se diría: «No, no… eso fue antes del duelo del maestre de campo con Esteban Becerra», o: «Apenas después de que ese loco de Lope de Soto asaltó la casa de los Zúñiga».
«De estos sucesos se forma, con el tiempo, la memoria privada de los pueblos», pensó don Marcio, sentándose, paciente, a esperar alguna respuesta después de aceptar un vaso de caña que uno de los indios que dormía en las caballerizas le alcanzó.