De las confesiones

… Yo había recibido una carta del estudiante donde me decía que, por mi bien, acudiera a una cita con él. Obscuramente, deslizaba amenazas y sugería represalias. Como lo sabía villano pero no tonto, algo de su atrevimiento me advirtió peligro, y en ello meditaba cuando llegó la segunda nota, más incisiva.

Aún hoy recuerdo el sudor helado que me mojó el cuerpo pero ¿qué podía saber él de mis pecados? No estaba en la ciudad cuando mi madre murió, no estaba en Santa Olalla cuando el incendio, y por más que sospechara, no había quién pudiera endilgarme la muerte de Eleuteria y de sus hijos.

Aun así, entre la curiosidad y el temor decidí no arriesgarme. Me presentaría en su casa.

Horas antes del encuentro, pensé decírselo a don Esteban, pero decidí callar: si solicitaba su ayuda, tenía que sincerarme con él, y no quería hacerlo.

Al hablar con Maderos, comprendí que tenía con qué obligarme pues por ciertas circunstancias era testigo de mi participación en la muerte de don Julián.

No obstante, pude intuir que algo temía de mí, aunque ni él mismo sabía qué era, y seguramente desde hacía meses especulaba con qué artes podía yo atacarlo. Supongo que se inclinó a pensar que mis dotes eran las de seducir a otros para que actuaran por mí, y ése fue su grave error de apreciación.

Escuché sus pretensiones con fingida tranquilidad, crucé algún duelo verbal con él, y luego de enterarme de que se protegía mediante una carta depositada en manos de confianza, regresé a casa.

La ciudad estaba silenciosa como una sepultura, aunque desde el cordón de menesterosos, indios y negros libertos que la ceñían, llegaba el barullo apagado de las pulperías y casas de pecado donde risas, interjecciones y ladridos de perros nos hablaban de otra vida menos complicada que la que llevábamos nosotros, los que vivimos bajo tejas.

Pedí a Rafaela que nos detuviéramos en la acequia madre para limpiarme los dedos pegoteados de sangre, pues cuando Maderos me tocó no pude contenerme y le arañé el rostro.

Llegada a mi casa, busqué el dormitorio y me eché sobre el colchón, las piernas contra el estómago, la frente sobre las rodillas, y reflexioné.

La indiferencia primero, la fácil soberbia, la sorna y el desdén con que había mirado al estudiante después, la furia que más tarde había despertado en mí, dejaron paso en mi entendimiento al juicio descarnado: desde el primer momento intuí que Maderos era algo más que un simple escribiente. «Mis instintos me lo advirtieron. ¡Por qué no los atendí!», me reproché y días después, al ver al maestre de campo arrodillado y rezando con la diestra en el pecho, me sentí enfurecida. ¡Componer aquella comedia para casarse conmigo y hacerse con algo de tierra y posición! «Si insiste —cavilé—, tendré que librarme de él».

Miré entonces al estudiante y recordé la última vez que estuvo en Santa Olalla, ya acaecida la muerte de don Julián. ¡Aquél día, mientras lo humillaba mandándolo a comer con los soldados, ya sabía él que yo, si no había matado a mi esposo, al menos lo había dejado morir! Y como tenía una mente inquieta, algo sospechaba de la muerte tan súbita de mi madre.

Desde mucho atrás estaría planeando el desquite… ¡y yo, tan en ufana!

Supe que lo tendría sorbiendo mi dinero y mi dignidad hasta que mis huesos se adelgazaran, hasta que uno de los dos feneciera. «Que sea él, entonces —me dije—; y sin él, su amo será como un caballo ciego que salta hacia el abismo». Porque era él, bien lo advertí, quien plantaba ideas en la cabeza de Soto, quien las alimentaba con insinuaciones, quien le daba de beber dosis ínfimas de ambigüedades.

A aquellas disquisiciones debí agregar el hecho de que vi a Maderos observando a Eudora… y mi prima, que es candorosa, le presumía con los ojos. Con meridiana claridad comprendí que ésa sería, más tarde o más temprano, su exigencia: unir la suerte, mediante mi intervención, a la de aquella ingenua, o a la de otra semejante.

Tuve que verlo unas cuantas veces, casi siempre junto con el maestre. Me producía furia y repugnancia la expresión que me dispensaba sobre la cabeza de los demás, esa especie de hermandad que lograba transmitirme; odié su mueca, desagradable como la de algunos perros que imitan el gesto humano de sonreír…

Y aunque el amo y el criado me destemplaban el ánimo, aprendí a mostrarme cuidadosa, a administrar mi resentimiento, pareciendo a veces que les concedía algo, eludiendo otras mis promesas, pero nunca yendo tan lejos que tentara a Maderos a escarmentarme.

Creo ahora que, de alguna manera tenebrosa, disfrutábamos de medir nuestro ingenio en un plano secreto, ignorado por los demás. El que perdiera el juego quizá perdiera la vida…

El jardín de los venenos
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