CAPÍTULO 6
DÍAS más tarde, y como una continuación de la política de distanciamiento, James le dijo a Poppy que debería tomarse algún día de descanso. Poppy se sintió un poco rechazada, cuando le dijo que, desde ese momento en adelante, tendría libres los domingos y los lunes.
—Si no salgo los domingos por la noche, puedes irte a casa. Yo llevaría a los niños los lunes al colegio y haré que alguien los recoja a la salida. He encontrado a una mujer que está dispuesta, por no mucho dinero —le dijo a Poppy—. Así que no tendrás que volver hasta el martes por la mañana.
Y eso fue todo. Tendría unos fines de semana un tanto raros.
Debería haberse sentido encantada.
El primer fin de semana fue el que vino después de que los niños terminaran el segundo trimestre. El domingo por la tarde, Poppy empezó a preparar las cosas para irse a casa. Estaba deseando tomarse un merecido descanso.
Pero se dio cuenta de que los echaba mucho de menos. Su familia, aunque eran desprendidos y cariñosos, no podían llenar el vacío que dejaba en su corazón James y los niños. Pasó un fin de semana bastante decaída. El lunes por la mañana fue a la cocina y encontró a su madre, con un corderito recién nacido.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, mientras colocaba la tetera en la cocina y se ponía un delantal para tomar en brazos al corderillo. De los corderos siempre se encargaba ella.
—Los dos primeros murieron. Tu padre logró salvar a éste, pero la madre ha muerto.
—¿Y no hay otra cordera que lo amamante?
Audrey Taylor sonrió.
—Es posible. Pero he pensado que, por ahora, sería mejor que nos encargáramos nosotros de él. ¿Crees que a los niños les puede apetecer verlo?
Poppy se puso muy contenta al oír aquella sugerencia, pero contestó:
—Seguro que les encantaría, pero ya va a ir alguien a buscarlos después del colegio.
—Pues ve a buscarlos tú. Podrían cenar aquí. Les encantará. Esos niños no están muy acostumbrados a ver animales.
—Está bien, pero tendré que preguntarle a James primero.
Llamó a casa, confiando en encontrarlo allí, pero ya se había marchado y respondió el contestador automático. Lo llamó a la oficina, pero estaba en una reunión, y no quiso asustarle, como la última vez, cuando le había dicho a la secretaria que los niños estaban en el hospital.
Tendría que ir a la oficina ella, en persona. Sabía más o menos dónde estaba, aunque nunca había ido allí. Iría a la oficina con tiempo para después poder recoger a los niños a la salida del colegio, siempre y cuando él diera su consentimiento. Por qué no lo iba a dar.
Le dio un beso a su madre, y se fue a Norwich, en el Mercedes de James. Se estaba acostumbrando a presumir de coche allá donde iba. Porque hasta ese momento, siempre había ido en utilitarios. Suspiró. Se estaba acostumbrando al lujo. Encontró la oficina sin gran dificultad. La única dificultad que tuvo fue la de recuperar el habla, después de ver el impresionante edificio en el que estaban las oficinas de la empresa de James. Se dio cuenta de que su jefe era una persona muy poderosa.
—¿Me enseña su identificación? —le solicitó el guarda de la puerta.
Cerró la boca y tragó saliva.
—He venido a ver al señor Carmichael. Soy la niñera de sus hijos, Poppy Taylor. Pero espere, tengo mi permiso de conducir y ése es su coche.
El hombre miró el permiso de conducir y el coche.
—Espere un momento, por favor —le dijo, y se metió en su caseta para consultar algo. Después asomó la cabeza, con una sonrisa en su rostro.
—Muy bien, señorita Taylor, puede entrar. Póngase esta tarjeta, por favor.
Y eso fue todo. Había logrado pasar y siguiendo las indicaciones, aparcó el coche en el lugar destinado a los visitantes.
Se dirigió a la recepción y preguntó por James.
—¿Tiene una cita con él?
—No, soy la niñera de sus hijos, y le tengo que preguntar una cosa.
La chica sonrió.
—Es usted muy valiente —le dijo—. Porque son un terror. Tome el ascensor hasta el tercer piso y después gire a la derecha. El despacho del señor Carmichael está al final.
Poppy se marchó, pensando de dónde habría sacado aquella mujer la idea de que los niños eran un terror. ¿Se lo habría comentado Helen, quizá?
Encontró su camino bloqueado por otra secretaria, en esta ocasión una pelirroja muy bien vestida. Poppy se sintió fuera de sitio con sus pantalones vaqueros y sus botas. No obstante, aquella mujer estaba un poco ridicula con su minifalda negra y sus zapatos de tacón alto.
—Está en una reunión —le dijo.
—Siempre está reunido —comentó Poppy—. ¿Podría decirle que asome la cabeza un momento, para poder hacerle una pregunta?
—Lo siento, pero no le puedo interrumpir.
—Por favor. Es importante
—Está bien, ¿qué le digo?
—Dígale que quiero llevarme a los niños esta tarde a casa de mis padres, para que alimenten a un corderito.
La chica abrió los ojos de forma desmesurada.
—¿Un cordero? ¿Quiere que interrumpa al señor Carmichael para preguntarle eso?
—Sí, por favor.
—No puedo...
—Entonces, lo haré yo —le respondió Poppy. Cruzó el vestíbulo, abrió la puerta y entró, no haciendo ni caso de las protestas de la pelirroja.
James estaba hablando en esos momentos, pero nada más ver a Poppy se disculpó y se fue a su lado, al tiempo que llegaba también la secretaria.
—Señor Carmichael, lo siento, pero...
—Poppy, ¿qué diablos...?
—Lo siento, James. Tenía que verte y nadie quería interrumpirte un momento.
James sonrió a su secretaria, la tranquilizó y le dijo que se fuera a su sitio. Después miró a Poppy.
—¿Qué han hecho ahora?
Poppy sonrió.
—Nada. Tranquilo. Es que en mi casa ha nacido un corderillo que ha perdido a su madre. Y he venido para ver si me dejas que me lleve a los niños para que lo alimenten. Los llevaré a casa después de cenar.
James se pasó una mano por el pelo y le sonrió.
—Alimentar corderitos huérfanos suena un tanto bucólico.
—Sí.
—¿Puedo ir yo también? —le preguntó.
Poppy se quedó con la boca abierta.
—Claro, por supuesto. Pero esta gente...
—Ya casi hemos terminado —se dio la vuelta hacia sus compañeros, que los estaban observando—. Lo siento señores, pero me tengo que ir. Helen, ¿podrías por favor encargarte tú de los detalles finales? Dos niños y un cordero huérfano reclaman mi atención.
Helen se quedó boquiabierta, pero logró recuperar su compostura con una facilidad encomiable.
—Claro. Los niños son lo primero.
—Me alegra oírles decir eso. Helen podrá responder a cualquier pregunta que le planteen. Les ruego me perdonen.
Se produjo un ligero murmullo. Poppy sonrió, cuando pasó al lado de la secretaria pelirroja, que estaba sentada en su mesa, esperando que en cualquier momento cayera el hacha sobre su cabeza.
—Cuida del fuerte, Sue —le dijo, guiñándole un ojo—. Me voy a alimentar a un corderito. Hasta mañana.
Poppy casi se atraganta de la risa.
—Creo que estaba pensando que la ibas a despedir —le dijo a James en el ascensor.
—¿Sue? No. La ascenderé y le diré que tenga iniciativa. Siempre funciona.
—¿Viste la cara que puso? No entiende que puedas irte a hacer una cosa así.
—¿Quieres que te diga una cosa, Poppy? Ni yo tampoco. Pero me siento bien.
Al oír su risa, cálida y melodiosa, a Poppy le dio un vuelco el corazón.
A los niños les encantó el corderillo. Audrey tuvo que quitárselo porque la tripita del pequeño animal estaba a punto de estallar.
—Tiene que dormir —les dijo y lo dejó debajo de una lámpara, en la esquina del granero, cerca de otros corderillos con sus madres. El animal baló con tono quejumbroso. Los niños se quedaron mirándolo.
—¿No nos lo podemos llevar dentro? —le preguntaron.
—No, tiene que acostumbrase al frío. No le va a pasar nada.
Mientras se dirigían a la casa, Audrey se levantó el cuello del abrigo y se estremeció.
—Este viento está calando mis huesos. El pronóstico del tiempo dice que va a nevar más.
—¿Otra vez? —preguntó Poppy—. Pensé que ya no iba a nevar más este año.
—Eso parecía. Vamos a calentarnos en el fuego y a cenar.
—¿Podemos ir a dar de comer al corderillo un poco más tarde? —preguntó William.
—Mucho más tarde —respondió Audrey—. Primero tendréis que comer vosotros. Poppy, llama a tus hermanos, están en el granero.
Todos acudieron a cenar. Se sentaron en torno a la mesa y probaron el guiso que había hecho Audrey. Poppy vio a James comerse aquella comida tan simple y pensó en lo distinto que estaba, si se le sacaba de sus cuarteles generales.
La cocina de los Taylor, nada tenía que ver con su despacho, pero parecía sentirse más a gusto allí.
Tan a gusto, que aceptó tomarse una segunda y hasta una tercera taza de café después de la cena. Se quedaron en la cocina, jugando a las cartas, hasta que a las nueve de la noche, el padre de Poppy se puso en pie y se fue a ver a los animales. Veinte minutos más tarde estaba de vuelta, quitándose la nieve de las botas y cerrando la puerta tras él.
—No creo que podáis salir de aquí esta noche —les dijo, con tono grave—. Está nevando mucho y hay ventisca.
—¿Qué? —James se levantó y se fue hacia la puerta, la abrió y miró fuera. Un minuto más tarde, la cerró y miró a Poppy, con ojos de sorpresa.
—No se ve ni el granero. Todo está cubierto de nieve.
—Será mejor que os quedéis esta noche, Poppy. Los niños pueden dormir en la habitación de invitados —dijo Audrey—. Y James puede dormir en la habitación que hay al lado de la tuya. La cama no es muy grande, pero sí muy cómoda. Y soporta una tormenta.
—No quisiera que se tomara tantas molestias... —empezó a decir James, pero Audrey lo interrumpió, haciendo un gesto con la mano.
—No puedo dejar que os vayáis con este tiempo. Poppy, ayúdame a poner las sábanas.
James le puso una mano en el hombro de Audrey y le dijo:
—Ya las ponemos Poppy y yo. Tú descansa.
Audrey lo miró con cara de sorpresa.
—¿Seguro?
—Sé hacer camas.
—Ya sé que sabes hacer camas, pero has estado trabajando todo el día...
—¿Y tú no?
Sonrió.
—Está bien, haced la cama tú y Poppy. Ya sabes dónde están las sábanas, cariño.
Poppy asintió y empezó a subir las escaleras. ¿Cómo se tomaría James aquello? Había echado un vistazo por la ventana y había visto que de la manera que estaba nevando, por la mañana no habría forma de irse de allí. Toda la carretera estaba cubierta de nieve. No podrían marcharse hasta que Tom sacara el tractor y la limpiara.
Poppy se preguntó cuánto costaría sobornar a Tom para que tardara más tiempo en limpiarla, y así poder pasar con James y los niños un día entero en la nieve.
Cuando llegó al final de las escaleras, sacó un par de sábanas limpias y entró con James en la habitación de los niños.
Hicieron las camas y se fueron a la habitación que había al lado de la de ella. Las dos se comunicaban por una puerta. James se fijó en ella.
—¿Estaré seguro? —murmuró él, con una sonrisa en los labios.
Poppy lo miró y el corazón le dio un vuelco.
—¿Seguro? —le respondió—. Yo creo que sí, si no te dan miedo las arañas.
Los dos se rieron. Mientras hacían la cama, sus manos se tocaron. Aquello produjo una reacción en ella increíble. Tan sólo tenía que estar en la misma habitación, para que las hormonas se volvieran locas.
Cuando terminaron, bajaron con los demás. Tom y los niños estaban frente a la chimenea, con Bridie, que estaba con la lengua sacada y tumbado.
Poppy se miró el reloj y les dijo a los niños que era hora de ir a la cama.
—¡Todavía no! —suplicó George—. Tenemos que ir a dar de comer al corderito.
—Sí, pobre Héctor, tendrá hambre y estará pasando frío.
—No creo que tenga hambre hasta dentro de bastantes horas. Ni tampoco creo que vaya a pasar frío debajo de la lámpara. Vamos a la cama.
Los niños se fueron a su habitación. Cuando Poppy terminó de ayudarles a meterse en la cama, bajó y se sentó en el sofá, mirando de reojo a James y a su padre. Sus hermanos se fueron a dormir, y al poco tiempo sus padres, dejándola a ella sola con James y el perro, con instrucciones de dar de comer al corderillo antes de irse a dormir y sacar al perro fuera.
—¿Les molestaremos si no nos vamos a dormir ahora? —preguntó James.
Ella movió en sentido negativo la cabeza.
—No, si no hacemos ruido. ¿Por qué?
—Porque me apetece quedarme aquí contigo, junto al fuego y...
—¿Y?
James se encogió de hombros.
—Sólo estar sentado.
Poppy sonrió.
—¡Qué bucólico!
James se echó a reír. Se levantó y se sentó en el sillón que había frente a ella. Le agarró los pies, que ella tenía apoyados en un escabel y se los empezó a frotar.
—Tienes los pies helados —le dijo.
—Yo siempre tengo los pies helados.
—Deberías ponerte zapatos.
—Odio los zapatos.
James movió la cabeza y se inclinó hacia delante y le empezó a echar aire caliente en los dedos. Su mirada era tan caliente como su aliento y ella sintió que el corazón latía a más velocidad, hasta el punto de tener que pensar cuánto tenía que inhalar y expirar el aire.
—James... —empezó a decir. Él levantó la cabeza, clavando sus ojos en sus pechos, para mirarla después a los ojos, para ver la necesidad reflejada en ellos.
Poppy puso los pies en el suelo y se levantó.
—Tenemos que ir a dar de comer a Héctor —le dijo, con un tono de voz muy alterado.
No esperó a ver si él la seguía, pero chascó los dedos para que Bridie la acompañase.
—Toma —le dijo a James, tirándole el impermeable y las botas de su padre—. Ponte esto si vas a venir.
—¿Dónde conseguís la leche? —le preguntó él colocándose a su lado, cuando ella salió fuera.
—Tengo que ordeñar uno de los carneros —le gritó.
El viento soplaba con tanta fuerza que lanzaba la nieve contra sus rostros. Poppy agachó la cabeza y se echó a correr. Bridie la siguió y después James. Entraron al granero y Poppy se quitó la nieve de los hombros y del pelo.
James se sacudió la nieve del abrigo.
—Está seca —dijo.
Poppy asintió.
—Con este viento, será difícil que mañana podamos irnos —lo miró a los ojos—. ¿Será eso un problema?
James se encogió de hombros.
—No tiene por qué. ¿Tenéis un fax o un módem?
—Nosotros somos pobres, James. ¿Qué te has pensado?
Sonrió y ella se sintió un poco culpable por engañarle. Porque la verdad es que tenían una habitación donde había bastantes ordenadores, porque desde hacía años ya estaban utilizando Internet. El problema era, que si se lo decía, se iba a pasar el día hablando con la oficina, en vez de divertirse con los niños y con ella.
Tenía derecho a hacer una escapada. Le vendría bien. Helen se podría ocupar de todo.
—Helen se puede encargar de todo —le dijo, para animarlo—. Toma, sujeta esto —le dio un cubo, se recogió el pelo y le quitó otra vez el cubo y se puso a ordeñar a uno de los carneros. Llenó la botella de Héctor de leche y le puso una tetilla de goma—. ¿Vienes conmigo? —le dijo, dejándole sitio en la paja.
Él estuvo dudando unos segundos. A continuación se sentó a su lado. Después, saltó la valla y se sentó en un montón de paja a su lado.
No había demasiado espacio, por lo que tenían que estar uno pegado al otro. James se sintió tenso durante unos segundos. Le puso la mano en el hombro y le dio un apretón. Poppy sintió una sensación desconcertante por dentro, sensación que dejó a un lado, para concentrarse en el corderillo.
El animal tenía hambre. Le puso la tetilla en la boca de Héctor.
—¿Qué tal ahora? —le preguntó Poppy.
—A mí me parece que está muy bien —le dijo James, detrás de ella.
Dando un suspiro, Poppy se apoyó en él, dejando la cabeza sobre su hombro y cerrando los ojos. Héctor estaba chupando del biberón, haciendo unos ruidos increíbles. Poppy miró a su alrededor y pensó que un granero no era un mal sitio para nacer. Todo el mundo sentía pena por María y José, pero podría haber sido peor. Los animales conferían un ambiente terrenal, muy distinto al que se respira en los hospitales modernos. Ella había hecho las prácticas en un hospital y era un sitio que odiaba.
Aquello era una bendición, en comparación. Aparte de otras cosas, se podía apoyar en James.
Cuando Héctor terminó de mamar, se acurrucó al lado de su pierna. Poppy levantó la cabeza y miró a James.
—¿Qué tal? —le preguntó.
—¿Ya ha terminado?
—Sí.
—Muy bien —a continuación le puso la mano en la barbilla y le dio un beso muy suave en los labios.
De pronto, sintió fuego en las venas. Se echó en sus brazos y se dejó llevar por la magia de sus besos. Le agarró del cuello y le metió los dedos en el pelo, masajeándole los suaves rizos, probando su textura. Se preguntó si tendría vello en el pecho y, si lo tenía, cómo sería. Pero tenía demasiada ropa, además de que tampoco era conveniente llegar más lejos.
Como si le hubiera leído la mente, James levantó la cabeza y le dio un beso en la frente.
—Deberíamos volver a la casa —le murmuró, con voz ronca.
—Mmm —sin embargo, ella siguió acariciándole su pelo sedoso. Al cabo de un rato se levantó. De pronto sintió como si le faltara algo en los dedos. Dando un suspiro, puso al corderillo bajo la lámpara, le puso un poco de paja alrededor y se levantó, sacudiéndose el abrigo.
Después dio un silbido a Bridie y lo metió en su caseta.
Cuando llegaron a la cocina, después de haber luchado contra los elementos, se quitaron las botas, colgaron los abrigos y Poppy le dijo:
—Divertido ¿eh? Seguro que ni te habías imaginado que ibas a hacer esto cuando saliste esta mañana del trabajo.
—Pues no —le contestó—. Y tienes razón, es divertido, especialmente algunas partes.
Poppy se sonrojó, al recordar el beso que le había dado. Se dio la vuelta y levantó la tetera.
—¿Te apetece una taza de té o café, antes de ir a la cama?
—¿Cacao?
—Claro —puso leche a calentar y echó el cacao en las tazas, con un poco de azúcar. Cuando la leche estuvo caliente, la echó y la removió hasta que se hizo crema arriba.
—¿Con crema?
—Hay que hacer las cosas bien.
Poppy se dejó caer en la silla, puso los pies en otra y suspiró. Iba a tener que sobornar a Tom para que no sacara el tractor al día siguiente. Estar sentada como estaba con James se estaba convirtiendo en algo adictivo.
—Cuéntame algo de la granja —le dijo James. Poppy le contó las hectáreas que poseían y lo que plantaban en ellas, haciendo un recuento del ganado.
Al cabo de un rato, no pudo reprimir los bostezos. Estaba agotada, y a pesar de que lo único que le apetecía era quedarse con James toda la noche, sabía que era una estupidez prolongar aquello. Los gemelos se levantarían temprano y había que atenderlos. Además de que sus padres no podían dormirse hasta que la casa no estaba en silencio.
Acompañó a James a su habitación y estuvo a punto de darle un beso, pero se lo pensó mejor. Porque era posible que si empezaba no pudiera parar, y sus padres seguro que los estaban oyendo.
—Buenas noches, James —se despidió y cerró la puerta.
Oyó sus pasos dirigirse a la puerta que conectaba las dos habitaciones.
La abrió y allí estaba.
—¿Es que no me vas a dar un beso de buenas noches?
No pudo negarse. No quería negarse. Se echó en sus brazos, le puso las manos en el cuello y empezó a acariciarle su irresistible cabellera. Su boca sabía a cacao.
Poppy no quería que el beso diera paso a otras cosas, pero juntos como estaban, con la ropa que llevaban como único obstáculo, la pasión empezó a dominarlos. Con una mano, James le agarró la cabeza y empezó a besarla de tal forma que pensó que se iba a derretir.
Poppy levantó la vista y se quedó atónita al ver el deseo reflejado en la mirada de James.
—Te quiero...
¿Había sido ella la que había dijo esas palabras? ¿Había sido él? ¿O simplemente se las había imaginado?
—Buenas noches, Mary Poppins, soñaré contigo —murmuró él. A continuación, retrocedió unos pasos y cerró la puerta.
Debía haber perdido la cabeza. Habría estado más seguro en su trabajo, alejado de aquella sirena de voz suave, cuerpo exuberante y boca generosa. Golpeó la almohada con la cabeza e intentó no pensar en ello.
La deseaba. Estaba a escasos metros de donde él estaba, al otro lado de la puerta. Pero debía permanecer cerrada. Él lo sabía y Poppy también. Se preguntó si ella no se daría cuenta también de que cuando estuvieran en su casa, la historia iba a ser diferente. No habría puertas, ni nada que los separara. Cuando los niños se fueran a la cama, nada iba a impedir que hicieran lo que quisieran. ¿Iba a poder resistir la tentación?
No sabía. Pero en aquel momento recordó la promesa que le había hecho a la madre de ella. Le había prometido que no iba a tener una aventura con su hija.
¿Estaba dispuesto a darle más? ¿Quería darle más? ¿Lo admitiría ella?
Eso era una cuestión diferente, una cuestión que lo llenaba de dudas e incertidumbres.
Lo mejor sería mantener las puertas bien cerradas. No sabía si estaba preparado para las repercusiones que podría tener el abrir la puerta en aquel momento...
La nieve era algo maravilloso. El viento la había apilado y había cubierto completamente la carretera.
Era imposible salir de allí. Poppy se sintió más aliviada al comprobar que no tendría que sobornar a Tom para que no limpiara la carretera de la nieve que había. La suerte estaba con ella. El viento había amainado y el sol parecía que quería salir.
Aquel iba a ser un día mágico, el cual Poppy estaba dispuesta a disfrutar. James y los niños pasarían un día juntos maravilloso. Por la tarde, todos se juntarían en torno al fuego y, con la ayuda de su familia, estarían en un ambiente muy relajado.
Fue muy difícil convencer a los niños para que entraran a desayunar. Pero nada más tomarse el desayuno se abrigaron bien y se fueron a ver a Héctor. Audrey ya le había dado el biberón a las cinco de la mañana, y dentro de poco habría que darle el siguiente.
—¿Por qué no hacemos un muñeco de nieve primero? —sugirió Poppy, llevándoselos al jardín, que era el sitio que estaba más plano. Empezaron a hacer grandes bolas de nieve, que colocaron una encima de otra. Después, con unas piedras hicieron los ojos y con un palo, la nariz. Poppy se fue a por un sombrero viejo y una bufanda y se los puso al muñeco.
—Magnífico. Ojalá me hubiera traído una cámara —comentó James. Poppy se fue a por la cámara que tenía allí y su madre los sacó fotos a todos juntos.
«Una foto para enseñar a los nietos», pensó Poppy, con cierta tristeza. Se preguntó si alguna vez iba a tenerlos, o si estaría soñando.
Llegó el momento de alimentar a Héctor. Cuando terminaron, comieron chocolate y pastel que había hecho la madre de Poppy. En las noticias dijeron que casi todas las carreteras de Norflok estaban cortadas.
—Ni siquiera hubieras podido ir a trabajar desde casa —comentó Poppy.
James ya había llamado a la oficina y le habían dicho que había faltado mucha gente. Después se sintió "un poco más relajado, tomándose el día con más entusiasmo.
Dejó de mirarse el reloj, de consultar el teléfono del coche y se dejó llevar por la atmósfera festiva. Poppy se preguntó cuánto tiempo habría pasado sin tener vacaciones. Seguro que esa era la primera vez en años. Y lo malo era que, probablemente, ni siquiera fuera consciente de lo eso suponía de cara a sí mismo y alos suyos.
Se alegró de haber ido a la oficina a por él. Aparte de que le gustara estar a su lado, también estaba el placer de verlo con los niños. Sólo aquello merecía la pena, a pesar de la frustración y desasosiego que le producían sus besos...