CAPÍTULO 5
JAMES se comportaba de forma extraña.
Por un momento, Poppy pensó que las cosas estaban mejorando. En casa de sus padres lo había visto relajado y a gusto, pero de pronto todo había cambiado. Estaba viendo a un James diferente, distante y no sólo con ella.
Con los niños tenía otra actitud, más relajada e incluso lo había visto reírse en un par de ocasiones, como si acabara de descubrir de nuevo el sentido del humor y le gustase jugar con él, como un niño juega con un juguete nuevo. Por primera vez en años estaba viendo el lado divertido de la vida, pero no lo compartía con ella.
Con ella no había nada. Esa era la diferencia. La esquivaba y se encerraba en la biblioteca, mientras que antes la buscaba y procuraba tomar café con ella, o la ayudaba a fregar los platos.
De lo único que hablaban era de los niños.
A lo largo del día se descubría pensando en él cientos de veces, aunque los niños la distraían bastante.
Esa semana había pensado hacer un montón de actividades. Sin embargo, el jueves por la tarde, estaban los niños y ella sentados a la mesa, sin James, como era normal, y Poppy les preguntó que qué querían hacer al día siguiente.
Los niños se encogieron de hombros.
—La verdad, no sé —contestó William—. Me gustaría hacer algo con mi padre.
—No tengas muchas esperanzas —le dijo George, que era el más pragmático de los dos, el más directo. William era el que pensaba, el que se preocupaba más—. ¿Qué te parece si nos vamos de compras? Necesito una bolsa de deporte.
—¿Otra? No me parece que necesites ninguna —le respondió Poppy—. Podemos ir a nadar.
—No, ya nos fuimos el martes. ¿Qué te parece si nos vamos a deslizamos con la tabla por el monte?
—No creo que a vuestro padre le parezca bien.
—No se enteraría...
—¿Quién no se enteraría de qué?
George se sobresaltó al oír la voz de su padre.
—Nada —respondió.
—George estaba proponiendo que nos fuéramos a hacer snowboarding en una superficie sin nieve —le explicó Poppy, a quien George le dirigió una mirada asesina.
—Pues yo había pensado tomarme mañana el día libre y llevaros al zoo.
Los niños abrieron los ojos de forma desmesurada.
—¿Y le podemos comprar comida a las llamas? — preguntó William.
—Me imagino que sí.
—¿Habrá elefantes?
—Posiblemente. Depende del zoo al que vayamos.
—¿Vendrá Poppy también?
—Espero que sí. Ir al zoo fue idea suya. Si nos abandona, estaré perdido.
Poppy pensó que no se podía perder la experiencia de pasar un día con él y los niños. Al final asintió.
—Está bien, iré, pero sólo si os vais hoy pronto a la cama.
Los niños desaparecieron como la nieve en el desierto. Media hora más tarde, estaban metidos en la cama. Les había leído un cuento y estaba en la cocina.
James estaba mirando dentro del frigorífico.
—¿No hay nada que comer?
—Filete —le respondió ella—, con patatas y ensalada. ¿Te apetece?
—Sí. Y tú, ¿qué vas a cenar?
—Yo ya cené con los niños. No sabíamos a qué hora ibas a volver —puso la sartén en el fuego y se dio la vuelta—. Por lo que se refiere a la excursión de mañana, ¿de verdad tienes tiempo?
—La verdad es que no, pero ya veré cómo me las arreglo. ¿Por qué?
—Porque ahora no te puedes volver atrás. Si les has dicho que los vas a llevar...
—Los llevaré. Te prometo que estaré aquí mañana.
Se lo creería cuando lo viera con sus ojos. Sólo un idiota se podía creer todo lo que le decían. Le hizo la cena. Lo vio entrar en la biblioteca, con un plato en la mano y un vaso de vino en la otra y empezó a limpiar los platos de la cena.
—¿Poppy?
Asustada, se dio la vuelta, se puso la mano en el corazón y se sonrojó.
—Vaya susto que me has dado.
—Lo siento, he venido a por la mostaza. ¿Es que he hecho algo malo? —le preguntó.
—¿Tú? —se quedó mirándolo sorprendida—. ¡Pensé que era yo la que había hecho algo malo! ¡No me has dirigido la palabra desde volvimos de casa de mis padres!
James se limitó a gruñir y a darse la vuelta. Poppy se dio cuenta de que estaba cansado.
—Le prometí a tu madre que te cuidaría, que estarías segura conmigo.
—¿Y por eso no podemos hablar? —le preguntó Poppy, asombrada.
James suspiró.
—No, por supuesto que no. Lo que pasa es que no me fío de mí mismo cuando estoy cerca de ti. Eres una chica encantadora, Poppy. Tendría que estar muerto, para no notar nada en tu presencia.
Ella se sonrojó.
—¿Es por eso?
—Sí. No puedo mirarte a la cara sin sentir vergüenza —le dijo, con tono candido.
—Pues no pareces muy recatado.
James juró entre dientes y la miró a los ojos.
—Está bien, los dos somos conscientes de lo que sentimos, pero no puede haber nada entre nosotros, Poppy. Quiero que tengas eso en cuenta. Yo no puedo prometerte nada.
Poppy se echó a reír.
—¿Te he pedido yo algo, James? A mí no se me ocurriría nunca comprometerme contigo. Podría terminar el resto de mi vida separándoos a los niños y a ti. Me parece mejor seguir con la idea de mi granjero.
Confió en que se lo hubiera creído. Porque no se podía engañar a sí misma. Porque la imagen de bucólico granjero estaba a años luz y había sido suplantada por la del hombre que estaba en aquel momento con ella en la cocina.
Se metió las manos en los bolsillos, para no correr a darle un abrazo. Se apoyo en el fregadero.
—Se te va a enfriar el filete.
Parpadeó y pareció recomponerse un poco. Apretó los labios, como si fuera a responderle algo. Encontró la mostaza en el armario y la dejó sola.
Poppy se pasó las manos por el pelo. La verdad, sería una locura tener una aventura con él. Sería mejor quitárselo de la cabeza.
—¡Papá mira! ¡Podemos comprar comida para los animales!
James se buscó unas monedas en los bolsillos y se las dio a los niños.
—¿A mí no me das? —le dijo Poppy en broma.
George y William volvieron de inmediato la cabeza.
—¡Eso, cómprale también a ella!
Poppy sonrió y movió en sentido negativo la cabeza.
—Compartiré la vuestra.
Los niños se echaron a correr, parándose de vez en cuando para ver algunos animales. James y Poppy los seguían. Iban de un sitio a otro del zoo, volviendo una y otra vez a ver a los pingüinos, en especial a los pingüinos sudafricanos, que fueron los que más les gustaron.
En un momento determinado, justo cuando Poppy empezó a sentir que le dolían las piernas, los pies fríos y la nariz roja, los niños empezaron a perder interés por el zoo.
—¿Nos vamos a casa? —propusieron.
Les dijeron que no se encontraban muy bien. De hecho, George se quejaba del estómago. En el coche, los niños fueron muy callados, pero nada más llegar a su casa, salieron corriendo del coche con renovados bríos.
—Ya me siento mejor. Me voy a dar un baño —dijo George.
—Y yo también —y subió las escaleras tras él.
—¿Qué pasa con vuestros abrigos? —les dijo Poppy, pero ya habían desaparecido—. Qué extraño —murmuró y se fue a la cocina. James se estaba quitando la chaqueta y la estaba colgando en la percha.
—¿Qué tal están? —le preguntó.
—Bien. No entiendo nada.
James se encogió de hombros.
—Son sólo niños. Quién sabe cómo funcionan sus mentes. Hace tiempo que desistí de entenderlos. ¿Te apetece un té? Los pies me están matando y estoy al borde de la neumonía. Me habría ido mejor si me hubiera quedado trabajando.
—Confiesa que te ha encantado —le dijo Poppy y James se echó a reír.
—Sí, gracias por recordármelo.
—De nada —Poppy puso la tetera, hizo un té y le dio una taza a James. Desde donde estaban, oían el ruido de los grifos de la bañera en el piso de arriba y algunas risas.
—Parece que están contentos —comentó James, estirando las piernas y apoyándolas en una banqueta.
—El único problema es que tendré que limpiarlo todo después —le recordó ella—. Creo que será mejor que suba y les diga que no revuelvan mucho.
—Tómate el té primero —le dijo James—. Va a dar igual.
Poppy lo vio relajado, con un aspecto magnífico. Se podría quedar todo el día allí observándolo, con su pelo rizado enmarcando su cara, las pobladas cejas, encima de unos ojos color verde oro maravilloso, la forma de su nariz, los labios carnosos, que ya había probado, la forma de su mandíbula, la textura de sus manos...
De pronto se oyó un grito arriba. Poppy dejó el té en la mesa y subió a ver qué pasaba. James la siguió. Entraron en el baño y se quedaron de piedra. Los niños los miraron con gesto de culpabilidad. Estaban sentados en el suelo del cuarto de baño, totalmente vestidos, y en la bañera, en medio metro de agua, estaba un bebé de pingüino sudafricano.
—Dios mío —exclamó James. Se apoyó en la puerta y observó al animal horrorizado—. ¿Qué diablos es eso?
—Un bebé de pingüino —le respondió George.
—Eso ya lo sé —replicó James con calma—. Muy bien niños, salid de aquí. Id a cambiaros y esperadme en el salón. Poppy cuida de eso —le dijo.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó, cuando los niños se fueron.
—Lo primero llamar al zoo y después retorcerles a esos dos el cuello.
Salió del cuarto de baño. Poppy se quedó observando al animal. Parecía muy contento. Metió una mano en el agua y se sintió más aliviada al comprobar que estaba fría. Se preguntó si no tendría que darle algo de comer. Pero no sabía qué. ¿Una lata de sardinas?
Mejor sería esperar a ver qué decían los del zoo.
A los pocos segundos, James apareció por la puerta, con el teléfono en la mano.
—Parece que está bien —estaba diciendo. Tenía la cara roja de vergüenza—. Sí, claro, me doy cuenta. Pagaré todos los gastos. Sí, claro. No se preocupe que lo cuidaremos y no dejaremos que se escape. Está en el cuarto de baño y la ventana está cerrada. ¿Agua fría? No sé.
Poppy asintió con la cabeza y James les dio la información por teléfono. Después colgó.
—Vaya —comentó James, frotándose la oreja—. No se han puesto nada contentos. Al parecer, los bebés de pingüino pueden contraer aspergillosis, especialmente en situaciones de tensión.
—Pobrecillo.
—¿Y de comida? —le preguntó ella.
—Nada. Ya vienen para acá. Si pudiera, mataría a los niños —lo dijo con tono amable, pero a Poppy no la engañaba. Estaba muy enfadado, porque esa vez se habían pasado.
Habían puesto en peligro la vida del pingüino y había sido por su culpa. ¿Para qué habría propuesto ella una visita al zoo?
—¿Por qué no le dices al hombre del zoo que venga a recogerlo que hable con ellos? — sugirió ella.
James se echó a reír.
—Buena idea. No me importaría que se los llevara y los metiera en una jaula.
Poppy sonrió.
—¿Por qué crees que lo habrán hecho?
—A lo mejor es que quieren una mascota.
—¿Una mascota? ¿Estás loca?
—James, muchos niños tienen mascotas. ¿No tuviste una tú de pequeño?
Se encogió de hombros.
—Había un gato muy mayor. Tenía también un. hámster. El gato se lo comió.
Poppy reprimió la sonrisa. James la miró con cara de pocos amigos.
—No tiene gracia. El hombre del zoo estaba enfa-dadísimo.
—Me lo creo. Pero no te preocupes, al pingüino no le pasa nada.
—Eso no se puede saber. Al parecer, tienen que pasar tres semanas para ver si ha contraído aspergillosis.
—Oh.
—Sí. Pobrecillo.
—Ya sabía yo que llevaban algo en el coche.
—Deberíamos habérnoslo imaginado cuando insistieron en volver tan pronto. Te aseguro que no me marcharé nunca de otro sitio sin registrarlos. ¿Estás segura de que no tienen por casualidad una tarántula o una culebra escondida?
Poppy se echó a reír.
—Creo que estamos seguros en ese aspecto. El pingüino fue más que suficiente para ellos. Te propongo una cosa, ¿por qué no te quedas cuidando de este pequeño mientras yo voy a hacerles la cena y esperamos al hombre del zoo?
Encontró a los niños en el salón, muy calladitos.
—Lo que habéis hecho ha sido una tontería, ¿no creéis? — William se echó a llorar.
—Papá nos va a matar —se quejó.
—Lo dudo —replicó Poppy—. Aunque la verdad, esta vez os lo merecéis.
—Por favor, Poppy, habla con él —suplicaron.
Ella movió en sentido negativo la cabeza.
—No. Sois sus hijos, y tiene derecho a imponeros disciplina. Habéis sido unos irresponsables y tendréis que sufrir las consecuencias. Y por desgracia, también el pingüino. Es posible que por lo que habéis hecho se ponga enfermo y muera. Pensad en ello, mientras esperáis a que venga el hombre del zoo.
Poppy se fue hacia la puerta y de pronto se dio la vuelta.
—¿Por casualidad no habréis traído otro animal?
Los niños negaron con la cabeza.
—Me alegro —se fue a la cocina, preguntándose si no habría sido muy dura con ellos. Tenían que aprender que James podía ser justo y razonable cuando estaba enfadado, como en aquellos momentos lo estaba. Confiaba en que él justificase su fe en él y no les despedazara.
En cuanto al hombre del zoo, fue muy directo con los niños. Aparte del lío en el que le habían metido, les explicó que estaba lo del robo, el poner en peligro una especie animal, causándola un sufrimiento innecesario, traumatizando a un pequeño animal y exponiéndolo al riesgo de contraer una enfermedad mortal.
Cuando terminó, los dos niños estaban llorando y juraron no hacer otra estupidez parecida nunca más.
—Os tendré que prohibir la entrada al zoo de por vida —continuó diciéndoles—. Aunque tengo una idea mejor. En vez de denunciaros a la policía, creo que le voy a pedir a vuestro padre una donación vitalicia al zoo. Por ejemplo, para adoptar a este pingüino.
Poppy vio que James apretaba la mandíbula.
—¿Cuánto es eso? —preguntó.
—Cincuenta libras al año de por vida.
—¿Y cuánto viven?
El hombre sonrió, al ver la cara que puso James.
—Unos treinta años.
—¡Eso son mil quinientas libras! —exclamó Poppy, sorprendida. Los niños abrieron los ojos de forma desmesurada, pero James no dijo nada, tan sólo sacó su libreta de cheques y extendió uno por doscientas libras, manteniéndose en silencio.
—Tome —dijo, entregándole al hombre el cheque—. Siento mucho todas las molestias. Espero que al pingüino no le pase nada.
—Y yo también. Gracias por el donativo.
Los niños lo acompañaron a la puerta y, cuando se marchaba, George le dijo:
—¿Podemos ir a verlo en otra ocasión, si prometemos ser buenos?
El cuidador del zoo los miró y cedió un poco.
—Sólo si vais de la mano de vuestros padres.
—Los llevaré esposados a mis manos, si es que cometo la tontería de volverlos a llevar —respondió James.
El cuidador asintió, levantó la caja con el pingüino y se marchó. James miró a los niños.
—Bueno, a la cama.
—Pero todavía no hemos cenado.
William tiró de la manga a George.
—Vamos, será mejor no cenar.
Poppy miró a James y él movió en sentido negativo la cabeza. Sentía pena por ellos. Pero la verdad era que habían cometido una travesura. Una noche sin cenar les serviría para reflexionar.
—Lavaos los dientes y a la cama. Yo subiré en unos minutos —les dijo Poppy. Los vio cruzar el vestíbulo y subir las escaleras. Después miró a James.
—Lo siento.
James la miró con cara de sorpresa.
—¿Lo sientes? ¿Por qué?
—Fue idea mía.
—Poppy, son mis hijos. Están bajo mi responsabilidad. El gobierno dice que tienen que ir al colegio. Si se portan mal en el colegio, ¿quiere decir eso que es culpa del ministro de educación?
Poppy se echó a reír.
—Es posible que no. Vamos, la cena está ya lista y yo tengo mucha hambre.
James la siguió hasta la cocina.
—Y creo que los niños también. ¿Crees que he sido muy duro con ellos enviándolos sin cenar a la cama?
—¿Duro? —Poppy sonrió—. Creo que no. Creo que estarán pensando que no han salido muy mal parados. Déjalos que se lo piensen un rato. Luego les subes un sandwich, si te sientes muy culpable.
—¿Culpable? ¿Por qué me voy a sentir culpable? ¡Robaron el pingüino! —retiró una silla y se sentó en ella, apoyando los codos en la mesa y dejando su cabeza sobre los puños—. Ésta va a ser la visita más cara al zoo que conozco.
—Mmm —Poppy le sirvió en un plato el pollo guisado y se lo puso en la mesa—. No creo que lo del dinero sea un problema.
—¿Insinúas si me lo puedo permitir? Creo que sí.
Poppy se sirvió a sí misma, puso dos vasos en la mesa y sirvió el vino.
—Salud.
James sonrió y respondió:
—Salud.
A continuación dejó el vaso en la mesa, se armó de cuchillo y tenedor y se preparó para devorar la comida. Poppy lo observó limpiar literalmente el plato.
—Al parecer a ti no te ha estropeado.
James levantó la cabeza.
—¿Perdón?
—El dinero. Que el dinero no te ha estropeado. Que estamos aquí en la cocina comiendo un pollo, cuando podías permitirte estar rodeado de una legión de sirvientes.
James se echó a reír.
—Es que yo no soy así. Y a ti no te considero ninguna sirvienta. Quizá fuera mejor si lo hiciera.
—Helen lo es.
—Es cierto. Helen lo es. Ella piensa que tendría que tener un sirviente y un ama de llaves, además de un chófer. Pero yo le digo una y otra vez que no es necesario. Pero sigue pensando que no proyecto la imagen que debo. Pero yo no soy así, Poppy. Quiero que mi hogar sea un hogar. Por eso odio ese estudio. ¿Cuándo vas a empezar con él?
—¿De verdad hablas en serio?
—Claro. ¿Cuánto necesitas?
—No lo sé. Los muebles y las alfombras es lo más caro.
—¿Diez mil? ¿Quince?
Poppy se echó a reír.
—¿Tanto te cobran normalmente?
—Lo intentan. ¿Por qué?
—Porque yo estaba pensando en la décima parte de esa cifra. En las cortinas sólo hay que ponerles un poco de color por los bordes. Y los cojines saldrán muy baratos, porque los voy a hacer yo. Lo que sí tienes que elegir es la moqueta...
—Pero si me fío de ti.
Poppy parpadeó.
—¿De verdad? Es que es lo más caro.
—Estoy seguro de que no me vas a engañar. Llamaré a una de las tiendas de por aquí, para que traigan muestras y me pondré en contacto también con una tienda de subastas. Y pondré a tu disposición una cuenta corriente, para que puedas realizar los pagos. Si es una buena tienda, lo mismo tienen alfombras antiguas que pueden servir. ¿Qué tal?
Aquello le parecía estupendo. Era como si estuviera jugando a las casitas. Mientras James les hacía a los niños unos sandwiches y se los llevaba a la habitación, para quedarse más tranquilo, Poppy se quedó en la cocina, bebiéndose otro vaso de vino y preguntándose en qué lío se estaba metiendo.
Cenas acogedoras y un presupuesto ilimitado para decorar una habitación. ¿Sobreviviría a ello? Le había prometido que no ocurriría nada entre ellos. Pero eso no impedía que ella se enamorase de él. Lo mismo que estar a dieta no impedía que te apeteciesen los bombones, como tampoco un millón de promesas los impediría sucumbir a la atracción.
Suspiró y apoyó la cabeza en sus brazos. Condenado James Carmichael por ser tan atractivo y encantador y normal. Condenadas hormonas que hacían desearlo.
No le oyó volver, pero en un momento determinado fue consciente de su presencia. El corazón le empezó a latir con fuerza. James le puso las manos en los hombros y le dio un masaje en sus tensos músculos.
—Estás cansada —murmuró—. Deberías irte a la cama.
Ella apoyó la espalda en la silla y continuó con la cabeza hacia abajo.
—No pares —murmuró—. Es delicioso.
Le estaba dando un masaje en los músculos del cuello y de los hombros, liberándola de la tensión acumulada en los mismos. Echó la cabeza para atrás y la apoyó en su abdomen, que irradiaba calidez. Él le puso las manos en las mejillas, se agachó y le dio un beso en los labios.
Ella gimió y dio la vuelta a la silla. Él la estrechó entre sus brazos y siguió besándola. Su boca cada vez se hacía más exigente y su lengua buscaba la de ella, haciéndola perder el control.
Apretó su cuerpo contra el de él y sintió que lo recorría un escalofrío. Estaba excitado, su miembro duro y caliente. En esos momentos, se acordó de que los niños estaban en la casa y todavía despiertos y ellos no deberían estar haciendo lo que estaban haciendo.
—Maldita sea —se quejó él. Levantó la cabeza y la abrazó con fuerza y la empezó a mecer—. Maldita sea, maldita sea.
—Antes de hacer una promesa, hay que pensárselo dos veces —se burló ella, con lo poco que le quedaba de sentido del humor.
—No, pero la hice. Y la voy a cumplir. Si me concedes unos segundos, te diré por qué —se apartó un poco y se quedó al lado de la ventana, mirando a la oscuridad del jardín—. Te quiero, Poppy —le dijo—. No creo que pueda seguir fiel a la promesa que le hice a tu madre.
—¿Y por qué te preocupa? —le preguntó ella.
—¿Por qué? —se dio la vuelta y la miró a los ojos—. Porque yo no soy lo que tú necesitas. Porque no te quiero utilizar. Te mereces a alguien mejor que yo.
—Te estás haciendo a ti mismo poca justicia —le respondió ella—. Ya soy mayor, James. Quizá sería mejor que me dejaras a mí decidir sobre nosotros.
—Es que no hay un «nosotros». Ese es el problema. Mi vida ya es un lío. No se puede mezclar el placer con el trabajo. Te necesito para que cuides de los niños, como le dije a tu madre. No puedo dejar que mis necesidades, o las tuyas, interfieran.
—¿Es que las dos cosas son excluyentes? —le preguntó.
James se encogió de hombros.
—No sé. Lo único que sé es que los niños ya han sufrido bastantes traumas en sus vidas. Eres alguien que significa mucho para ellos. No puedo poner en peligro esa relación por una diversión temporal. Y no puedo permitírtelo a ti tampoco. Lo siento, Poppy Nunca sabrás de verdad, cuánto lo siento.
A continuación, se dio la vuelta y salió de la cocina, dejándola sola con sus emociones.