CAPÍTULO 4

JAMES mantuvo su promesa. Lo que quedaba de semana, Poppy ni lo vio y, cuando lo veía, siempre estaba en compañía de los niños. Estaba haciendo un verdadero esfuerzo por escucharlos y responder sus preguntas. En varias ocasiones se los encontró en el salón, hojeando el libro de fotos y hablando de Ciare.

El problema era que se iba de casa todos los días a las cinco de la mañana, para poder hacer el trabajo en la oficina y Poppy lo veía más cansado cada día que pasaba.

Y a Helen aquello no le gustaba.

—Pensé que habías contratado a una niñera —la oyó una vez decirle, una de las veces que fue a casa a trabajar con él.

—Y la he contratado.

—Pues que los cuide ella.

Poppy no se quedó a escuchar nada más. No podía soportar la presencia de una mujer tan fría y calculadora.

Les llevó una bandeja con café al estudio. Era un sitio que Poppy odiaba. Lo más curioso era que a Helen le encantaba. Tenía la sensación de que James pensaba de aquella habitación lo mismo que ella. Era una habitación pintada de color crema, aséptica.

Se fue a la cocina, se preparó un vaso de leche con cacao y se sentó a leer un libro. Antes de las diez oyó que James estaba despidiéndose de Helen y se fue al estudio, a retirar la bandeja. James entró detrás de ella y la ayudó.

—¿Poppy? ¿Qué te ocurre?

—Nada, ¿por qué?

—Porque tienes una mirada como de querer asesinar a alguien.

—¿De verdad?

—Sí, ¿quieres que hablemos?

Ella suspiró y se pasó la mano por el pelo.

—Es que no me gusta esta habitación.

—¿De verdad? Pues he de confesarte que a mí tampoco.

Lo miró con cara de sorpresa.

—Entonces, ¿por qué no cambias la decoración?

—Porque se la encargué a un decorador de los más caros.

—¿Un amigo de Helen, por casualidad?

—Sí. Parece que la odias, ¿no?

—¿Odiarla? —Poppy se sintió culpable—. A mí no me tiene que gustar, ni disgustar.

—Eso no es lo que yo he dicho.

—No —le respondió.

—Pero, en respuesta a tu pregunta, sí, fue un amigo de Helen. También decoró el piso de ella.

Poppy miró a su alrededor.

—Es que es tan...

—¿Insulso?

—Sí y todo parece nuevo. En una casa antigua, uno tiene que tener antigüedades. En las otras habitaciones las tienes.

—Sí —frunció los labios—. Helen pensó que tenía que tener una habitación más moderna. Casi nunca la uso, de todas maneras.

—Porque la odias.

—Más o menos. La encuentro muy... anodina.

Los dos se echaron a reír.

—Y tú, ¿cómo la pondrías?

—Yo la pintaría con un color un poco más cálido, le pondría cortinas y algunos cojines. Y una alfombra en el centro. Además, cambiaría el mobiliario y pondría algo de madera antigua.

—¿Dónde se consiguen esos muebles?

—En las subastas.

—Yo no he estado en una subasta desde hace años. Por lo menos desde que Clare y yo nos casamos —le respondió. Poppy se dio cuenta de la tristeza en su mirada.

Se arrepintió de haber sacado aquel asunto. Aunque a lo mejor le hacía bien recordar a la mujer de su vida. Por lo menos, tendría una referencia con la que comparar aquella señora Frisbee.

—¿Quieres un vaso de leche con cacao?

—¿Cacao? ¿En la cocina?

—Si quieres te lo traigo aquí —le dijo, sonriendo.

—Mejor en la cocina —le respondió, sonriendo. Cinco minutos más tarde, los dos estaban sentados en las sillas de la cocina, con un vaso de leche con cacao cada uno. Ella fue la primera en romper el silencio.

—¿Qué tal con los niños? —le preguntó, con tono muy dulce.

James suspiró.

—Muy bien. No sabía que estuvieran tan obsesionados con su madre. Creía que ni siquiera se acordaban de ella, aunque la verdad es que sólo tienen un vago recuerdo. Ese es el problema. Quieren saber un montón de cosas sobre ella y sólo yo se las puedo contar.

—¿Y los padres de Clare?

James movió la cabeza en sentido negativo.

—No pueden. Todavía no han podido superar el dolor que les produjo la pérdida.

—Es triste.

—Sí, lo es. Porque los niños necesitan a sus abuelos. Y más cuando ni siquiera he podido pasar tiempo con ellos.

—Pero eso se puede solucionar.

—Lo intento. Pero la verdad es que tengo mucho trabajo. Y, aunque intento descargarme un poco, no creas que es fácil. Me tratan como a un extraño, Poppy —le dijo—. Parece como si no me conocieran.

—¿Y crees que te conocen?

La miró, con los ojos cargados de pena.

—No. Y yo creo que tampoco los conozco a ellos. Han cambiado. Han crecido. Cuando murió Clare, eran más pequeños, y era más fácil satisfacer sus necesidades. Sólo querían comida y sentirse protegidos. Todo era mucho más simple. Ahora quieren respuestas a sus preguntas y hay algunas que no es tan fácil responder.

Bajó la cabeza y a Poppy se le arrasaron los ojos de lágrimas.

—No te preocupes, James. Lo único que tenéis que hacer es cosas juntos.

—¿Cómo qué? Ni siquiera sé lo que les gusta hacer.

Poppy se encogió de hombros.

—Llévalos al zoo. Llévalos este fin de semana.

—¿Al zoo? —le preguntó, poniendo cara de extra-ñeza—. ¿Sabes cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que fui al zoo?

Poppy se echó a reír.

—¿Veinticinco años, quizá?

—Fácilmente. De todas maneras, este fin de semana es imposible. Tengo que ir a Birmingham a dar una conferencia.

Poppy dejó la cucharilla en la mesa y se recostó en el respaldo de la silla.

—James, no quiero ponerte las cosas difíciles, pero no he tenido un fin de semana libre en dos semanas y los niños están a medio curso. La semana que viene estaré hecha un guiñapo. No te puedes ir este fin de semana, a menos que se quede alguien con los niños.

La miró con cara de asombro.

—Alguien más... no. Oh, lo siento, Poppy. No se me había ocurrido. Se lo pediré a la señora Cripps.

—Te dirá que no.

—No si le ofrezco bastante dinero.

—Los niños la odian.

Se pasó las manos por el pelo, alborotándose los rizos y dejándolos revueltos. Poppy sintió unos deseos inmensos de alisárselos.

—¿A quién sugieres entonces?

—¿De verdad no te puedes quedar tú?

—No puedo. Lo siento, pero es imposible. No puedo cambiar la reunión.

—Pues, entonces, me los puedo llevar a mi casa, para que pasen allí el fin de semana. De esa forma, también ellos tendrán unas vacaciones.

La miró como si le hubiera ofrecido el cielo en bandeja de plata.

—¿Qué pega hay?

—Ninguna. Pero tendrán que hacer la vida que hacen los demás. Tendrán que levantarse temprano, ayudar con los animales y a mis hermanos. Quedarán agotados, pero estarán seguros. Mi madre los alimentará hasta que tengan la barriga llena y dormirán como troncos, después de haber respirado aire puro.

—Suena maravilloso. ¿Puedo ir yo también? — bromeó, pero en sus palabras Poppy percibió un cierto deseo. Se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde que no había salido a divertirse. Se sintió atrapada por sus ojos de color castaño y, sin pensar lo que estaba haciendo, estiró la mano y le acarició la mandíbula. Tenía la piel tersa, un poco rasposa por la barba. Dejó caer la mano, antes de cometer alguna tontería, como por ejemplo ponerle la mano en la nuca y besarle en la boca...

—Siempre serías bien recibido —le respondió.

—Gracias, Poppy. Ojalá el día tuviera más horas...

Poppy se pasó el fin de semana preguntándose cómo habría encajado James en aquel sitio. Y las conclusiones fueron un tanto confusas. El James que veía todos los días marchar al trabajo y encerrarse en la biblioteca hubiera estado perdido en aquella granja. El hombre que se había puesto los vaqueros y había corrido por el campo detrás de sus hijos, se lo habría pasado en grande.

¿Quién era el verdadero James?

—¿Cómo es él, Bridie? —le preguntó al setter irlandés que estaba a su lado. Bridie movió la cola y miró a Poppy.

—Yo tampoco lo sé —le dijo al perro—. Ojalá lo supiera.

—¿Saber qué? —le preguntó su madre.

—Quién es el verdadero James. Está tan ocupado aparentando ser importante, que ni siquiera tiene tiempo para ser él mismo. Me pregunto si sabe quién es de verdad.

Audrey Taylor se sentó en el suelo, al lado de su hija y empezó a acariciar al perro.

—Es una pena que no haya podido venir. Se hubiera relajado aquí.

—No lo dudes. El otro día fuimos a dar un paseo y si no le hubiera dicho que se cambiara, habría ido con traje y corbata.

Audrey se echó a reír.

—Tom estaba muy preocupado por ti. Pensaba que te ibas a meter en un montón de problemas con él. Yo no lo conozco y me fío de ti, pero me pregunto la razón por la que se alarmó Tom tanto.

—Pues porque pensó que James era muy masculino.

—¿Lo es?

—Es un hombre, mamá. Un hombre solo e infeliz.

Audrey se quedó mirando pensativa a su hija.

—Mmm

—¿Mmm?

—A lo mejor Tom tenía razón. A lo mejor te has metido en problemas, pero no en los problemas que él se imagina.

—Puede ser, mamá, puede ser...

No había casi nadie en la carretera. Kilómetros y kilómetros de carretera, sin tener nada en que pensar, más que en lo que les había perjudicado a los niños. ¿Tan mal habría hecho las cosas?

Probablemente. Y había tenido que ser Poppy, con su gran corazón, la que se lo había tenido que decir. Era una mujer amable y cariñosa, en absoluto impositiva.

Se preguntó cómo se lo estarían pasando en la granja. Un sentimiento de soledad le inundó, pillándole por sorpresa. Se acordó de cuando era niño, de cuando se iba a pasar las vacaciones a la casa de campo de su tío, en Hampshire, donde jugaba con sus primos.

En aquella granja había vacas, cerdos y pollos. También había montado en tractor. Durante el verano, él había ayudado en las labores del campo y era algo que le había divertido.

Esos sentimientos le hicieron sonreír. Habían sido días muy felices. Pero eso fue antes de que la vida le hubiera mostrado la realidad con una fuerza terrorífica. Antes de casarse, de asumir responsabilidades y de soportar presiones, antes de que la vida le arrebatara a su mujer y lo dejara con dos niños pequeños.

Hasta que conoció a Poppy.

Vio una señal en la carretera. Por la de la izquierda se iba a Norwich, a casa. Un poco más adelante, se tomaba la carretera que iba a la granja de los Taylor. Estuvo dudando unos segundos. No giró. Ahora sólo tenía que encontrar la granja, porque no tenía ni idea de dónde estaba. También era posible que Poppy y los niños se hubieran marchado ya. De pronto, sintió unos deseos inmensos de estar con ellos, de olvidarse de los problemas del negocio. Quería tiempo para él.

Tomó la carretera que se suponía lo iba a llevar a la granja y se resignó a pasarse horas dando vueltas por los alrededores. Pero por chiripa, la encontró enseguida.

Eran casi las cuatro y las luces de la casa estaban encendidas, como esperando a alguien. ¿A él? Abrió la puerta del coche y estuvo dudando unos segundos.

Hacía años que no se ponía tan nervioso. Allí se sentía como un pez fuera del agua. Casi se mete en el coche otra vez y da la vuelta. Pero, de pronto, se abrió la puerta de la casa y salió una mujer, cuya cara le resultó familiar, por las fotos que había visto de Poppy. Con un suspiro de resignación, bajó del coche y caminó hacia ella.

—¿Señora Taylor? —preguntó, aunque ya sabía su nombre.

—Sí y tú debes ser James —le dijo, sonriéndole de forma muy cálida—. ¿Terminaste antes?

—Sí. Lo mismo estoy molestando, pero Poppy me habló tan bien del sitio...

—No molestas en absoluto. Es un placer verte. Entra en la cocina. Tengo en el horno unas pastas. Esperaremos allí a que vuelvan los niños. Poppy está en el baño. Mientras yo hago té, puedes ir poniendo mantequilla en el pan, para así no sentir que no haces nada.

Entraron en la cocina, le indicó dónde podía dejar la chaqueta y se sentó frente a una fuente con pan recién cortado.

—¿Quieres té? —le ofreció.

—Sí, gracias.

Le dio un cuchillo y la mantequilla para que la untara en el pan. Parecía mantequilla casera, a juzgar por su aspecto. La olió. Excelente.

—Come un poco.

—¿Tanto se me nota?

—Digamos que estoy acostumbrada a tratar con niños hambrientos.

—Pues creo que lo voy a probar.

—Adelante —le respondió, sonriendo.

—Guau —exclamó—. Después de haber estado comiendo en el hotel este fin de semana, esto es...

—La ha hecho Poppy.

—Es una chica con mucho talento.

La señora Taylor puso una taza de té en la mesa y se sentó frente a él.

—Lo es. Y también tiene un corazón muy tierno.

La advertencia fue clara. James la miró a los ojos.

—Lo sé. No se preocupe, señora Taylor, no le voy a hacer daño. Es una chica muy atractiva, pero está segura conmigo. Los niños la necesitan y yo no voy a arriesgar la relación por una aventura. La respeto demasiado como para utilizarla para divertirme temporalmente.

Audrey Taylor lo miró y asintió con la cabeza.

—Termina de untar la mantequilla, que están a punto de llegar.

Cuando la mujer se dio la vuelta, James suspiró, al sentirse más aliviado. Parecía como si hubiera pasado una prueba, pero no tenía ni idea qué tipo de prueba había pasado. Empezó a poner mantequilla en el pan y dio un sorbo de la taza. A continuación se puso a fregar las tazas del fregadero, mientras Audrey ponía la mesa.

Mientras estaba lavando las tazas, se imaginó a Poppy en el baño y sintió que el cuerpo subía de temperatura. ¡Y le había dicho a la señora Taylor que con él Poppy estaba segura!

¿Lo habría creído? Imposible, si seguía en aquella línea de pensamientos, imaginándosela con el jabón sobre sus pechos...

Estuvo a punto de salir a tomar un poco de aire fresco, sin abrigo ni nada, para ver si le bajaba la libido. Pero justo en ese momento, los niños irrumpieron en la habitación, acompañados por Tom, un muchacho de dieciséis años, hermano de Poppy.

—¡Papá! —uno de los gemelos gritó, quedándose clavado en el sitio.

—Hola, George. William.

Los sonrió, pero los niños no le devolvieron la sonrisa. Se quedaron mirándolo de forma sospechosa.

—¿Has venido para que nos vayamos? —le preguntó William.

—No, bueno, todavía no. Por lo menos, no hasta que nos tomemos el té. Hola, Tom. Encantado de verte de nuevo —estiró la mano y estrechó la de Tom y después saludó al otro chico—. Y tú debes ser Peter. James Carmichael.

El chico asintió con la cabeza.

—¿Os habéis divertido, chicos? —les preguntó a los gemelos.

—Sí, nos lo hemos pasado muy bien —respondió George—, Hemos estado cazando. Pero Bridie es un inútil.

El comentario fue tan despectivo que James parpadeó.

—¿Bridie? —preguntó, un poco confuso, su mente todavía paralizada, al imaginarse a los niños disparando.

El perro, al oír su nombre, se acercó a él y empezó a mover la cola, manchándole de barro los pantalones.

—¡Oh Bridie, no! —gritó la señora Taylor. Sin embargo, James se agachó y le acarició la cabeza.

—No te preocupes. Tenía que enviar el traje a la tintorería —Bridie le lamió la mano muy entusiasmado.

—Los niños tienen razón, es un perro que no vale para nada —dijo Tom, quitándose el abrigo y colgándolo detrás de la puerta—. Sale corriendo en cuanto oye el disparo. Toma Pete, guárdala.

Le entregó el arma a su hermano. James se quedó más tranquilo al ver que estaba descargada. Imaginarse a los niños con un arma cargada, le ponía enfermo.

La preocupación debió mostrarla en la cara, porque en ese momento sintió que alguien le ponía una mano en el brazo.

—No te preocupes, que estaban seguros —le dijo Audrey Taylor—. Mis hijos saben cómo manejar un arma. Nosotros nos hemos preocupado de enseñarles bien.

—Me quedo más tranquilo oyendo eso.

De pronto, la puerta se abrió y James sintió que el vello se le ponía de punta. Se dio la vuelta y vio a Poppy. Su corazón empezó a latir con fuerza.

—Hola —saludó.

Sonriendo, se acercó al lugar donde él estaba. Por un momento llegó a pensar que lo iba a abrazar, pero de pronto se detuvo y le dijo:

—¿Qué tal? Has logrado escaparte.

—Sí, no pude evitarlo. Cuando pasé por la carretera, olí a pan recién hecho.

—No seas mentiroso —le respondió sonriendo, logrando quitar la tensión del momento. En su boca se dibujó, una sonrisa. Se quedó mirando a Poppy, todavía con el pelo mojado de la ducha. Estaba preciosa.

Sólo el sonido de una puerta, señalando la llegada del padre de Poppy, le impidió levantarse y comérsela a besos.

Todos se dieron la vuelta y, de nuevo, James se sintió observado por un par de ojos tan azules como el azul de la flor del maíz.

El hombre le tendió una mano curtida por el trabajo, pero muy cálida. Todos se sentaron en torno a la mesa y tomaron el té de la forma tradicional, costumbre que James no había vuelto a vivir desde que era pequeño, con buenos trozos de jamón, pollo, ensalada y pan con mantequilla.

Pensó en el volumen de su cintura, pero todo aquello tenía un aspecto tan delicioso, que se olvidó de ello.

Los hermanos de Poppy empezaron a contar la desastrosa cacería. James miró al perro, que tenía apoyada la cabeza en su pierna y le acarició las orejas.

James se quedó escuchando la conversación. Siendo hijo único, nunca había tenido la ocasión de hablar de esa manera con nadie. De pronto, el perro se levantó y, como James estaba distraído, le quitó un trozo de jamón del plato.

—¡Bridie! —gritó todo el mundo y el perro se refugió bajo la silla, mientras se comía el jamón. Al poco tiempo salió, se sacudió y movió la cola. Aquello fue demasiado para James.

Le entraron ganas de echarse a reír. Apoyó los codos en la mesa y se puso una mano en la boca, pero no pudo evitarlo.

—¡Pues no me hace ninguna gracia! —protestó Poppy—. ¡Eres un perro muy malo!

James empezó a reírse a carcajadas. Los niños lo miraron atónitos.

—¿Qué ocurre? —les preguntó.

—Que te estás riendo —dijo George.

—Nunca te ríes —añadió William.

Se produjo un tenso silencio en la mesa y James se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. ¿Sería verdad que nunca se reía en presencia de los niños?

—También puede reír —dijo Poppy, rompiendo el silencio. Los niños la miraron y James sintió que el aire le llegaba otra vez a los pulmones.

Intentó recordar cuál fue la última vez que se había reído con ellos y descubrió que no podía. Agradeció a Poppy que hubiera distraído a los niños.

Se quedó mirándolos, fijándose en los colores en sus mejillas y el brillo de sus ojos. Bendita Poppy, que los había llevado allí. En ese momento, pensó que si hubiera elegido un sitio para criar a sus hijos, ese sitio habría sido aquel.

Un sentimiento de tristeza le invadió, arrepentimiento por su conducta, pena porque Clare no estuviera con ellos, desesperación porque no sabía si iba a poder ofrecerles esos valores. Se dio cuenta de que Poppy lo estaba observando. Sonrió.

Lo miraba con dulzura, enviándole un mensaje de... ¿qué? ¿promesa? ¿felicidad?

Sabía perfectamente el mensaje que le estaba enviando. Apartó la mirada. De repente, la deseó con todas sus fuerzas, a pesar de la promesa que le había hecho a su madre. Pero sabía lo que era la autodisciplina. Lo único que tenía que hacer era ponerla en práctica.

Cuando acabaron de cenar, se fueron al salón, una habitación en la que había una chimenea y sofás muy cómodos. Las cortinas iban a juego con la tela de los cojines. En el suelo había alfombras persas. Bridie se puso frente a la chimenea y se durmió. James estuvo tentado por hacer lo mismo. Se le estaban cayendo los párpados de cansancio.

—Un salón muy bonito —le dijo a Audrey.

—¿Te gusta? Poppy lo decoró el año pasado y a nosotros nos encanta.

Miró a Poppy, que estaba al otro extremo del sofá y le preguntó:

—¿Podrías hacer lo mismo en mi casa. ¿Podrías convertirla en un hogar?

—Podría intentarlo. Aunque supongo que lo habrás dicho en broma.

—No, de verdad que no. ¿Puedes intentarlo?

Poppy asintió.

—Tendría que ir a las subastas a conseguir muebles.

James miró a la madre.

—¿Es sensato darle permiso para que compre lo que quiera?

—Eso depende. Tiene buen ojo, pero le gustan las cosas caras. Pero lo que sí te puedo asegurar es que lo que compre será una buena inversión.

James miró a Poppy.

—Me pongo en tus manos —le dijo, con voz suave.

Sus ojos brillaron de una forma que le encendieron las venas. Sus miradas se encontraron. A los pocos segundos, James giró la cabeza. Aquello iba a ser muy difícil. Imposible, mejor dicho.

La promesa que le había hecho a su madre, se iba a convertir en la cosa más difícil que había hecho en su vida...