CAPÍTULO 8

VIAJARON por carreteras secundarias, evitando la M25 y la M4 todo lo posible.

Su viaje los llevó a través de los pintorescos paisajes de Cotswold hasta Cheltenham, después atravesaron el Bosque de Dean por Ros-on-Wye y bajaron hasta Monmouth, incorporándose a la M4 por Newport para el último tramo hasta Cardiff.

Hacía un día espléndido y Annie se sorprendió a sí misma al quedarse dormida varias veces a lo largo del viaje en el cómodo asiento del copiloto mientras Michael conducía.

Michael se salió de la autopista poco antes de las seis y de nuevo se dirigió hacia el norte hasta llegar al hotel.

Tenían delante de ellos las vistas más bonitas de la Bahía de Cardiff, desde el Canal de Bristol hasta Weston Super Mare a lo lejos.

—Vamos. Podremos ver la puesta del sol desde nuestras habitaciones.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque sé las habitaciones que nos han dado.

—¿Has estado aquí antes?

—Varias veces.

Ruth y yo dormíamos aquí cuando hacía mis investigaciones sobre la zona para mi libro.

Annie lo siguió y él recogió las maletas y se dirigieron hacia las escaleras.

—Señor Harding, bienvenido de nuevo. Aquí tiene sus llaves.

¿Podría firmar aquí? Gracias. Les deseo una estancia agradable.

Si necesitan algo, no tienen más que llamar.

El conserje le entregó dos tarjetas, él a su vez le entregó una a Annie y después ambos atravesaron unas puertas y bajaron hasta el sótano; ella se preguntó por qué estaban haciendo un tour del sótano, pero él finalmente se paró y dijo:

—Estas dos de la esquina son las nuestras.

Annie no sabía qué esperar, pero descubrió algo asombroso.

Estaban a nivel de la tierra, la habitación era enorme y no le faltaba de nada.

—Es preciosa —dijo ella.

Desde la terraza se veían los monumentos más conocidos y justo debajo de ellos se extendía toda la ciudad en pleno bullicio.

Con la puesta del sol se iban encendiendo cada vez más luces y finalmente el sol se ocultó detrás del mar, bañando de un tinte oscuro todo el paisaje.

Ella se estremeció y él la rodeó con sus brazos, descansando la barbilla sobre su cabeza. Annie apretó su espalda contra el poderoso pecho de Michael, hasta sentirse totalmente protegida.

—Gracias por traerme aquí. Esto es precioso. Hace mucho tiempo que no salgo de casa.

—¿Cuándo fue la última vez?

—No sé. Hace años. Cuando Stephen era pequeño.

Roger y yo fuimos a Londres a ver un espectáculo. Puede que cinco años.

Él la abrazó más fuerte.

—Necesitas que te mimen —murmuró—. Te dejo para que te cambies. Podemos ir a tomar algo antes de cenar. ¿Necesitas descansar un poco antes de salir?

—Pero si he venido dormida todo el viaje...

—Estabas cansada. ¿A qué hora te despertaste esta mañana?

—A las cuatro —confesó ella—.

Me acordé de que no había hecho suficientes bollitos para hoy.

—Trabajas demasiado. ¿Cuánto necesitas? ¿Una hora?

—Media hora. ¿Hay que ir de etiqueta a la cena?

—Es informal. Reservaré una mesa para las ocho.

—Me parece bien.

Michael le robó un beso y ella sintió que se le ponía la carne de gallina.

—Nos vemos pronto —dijo él.

Salió de la habitación y Annie miró a su alrededor. Era un cuarto enorme. Le pareció demasiado grande para ella sola y deseó que lo hubiesen compartido.

Pero se sentía agradecida. Estaba sola allí, sí, pero, por otra parte, aún no estaba segura de estar preparada para dar el gran paso.

Michael abrió su maleta y se quedó mirando una corbata, pero hacía tanto tiempo que no se ponía una que pensó que se asfixiaría.

Maldición. ¿Sería necesario?

No. Había llevado su camisa de Savile Row, una de sus favoritas y, con sus pantalones chinos y una americana informal, podría prescindir de la corbata. Pero empezó a pensar en Annie y en lo que ella estaría haciendo en aquel momento. Peinándose, pintándose, poniéndose esos zapatitos ridículos de punta y tacones tan altos que le aprisionarían los pies. Deseó que se pusiera un vestido ceñido, un vestido...

Sacudió la cabeza para aclarar sus pensamientos y se puso la corbata casi con rabia; esperó un rato, miró su reloj y llamó a la puerta de ella.

—¡Ya voy! —gritó Annie desde dentro, y unos instantes después la abrió.

Michael se quedó sin respiración.

Ella llevaba el vestido que se había puesto para la cena en su casa, y le quedaba aún mejor que la vez anterior. Pero lo que más le afectó fue que llevaba la misma fragancia que se ponía en Francia, un perfume que lo había atormentado durante todos esos años.

Respiró lenta y profundamente, dio un paso atrás y le sonrió.

—¿Estás lista? —preguntó.

—Voy por mis cosas —repuso ella.

Desapareció un instante y volvió con su bolso y un chal.

—¿Crees que lo necesitaré?

—No lo sé. Llévatelo por si acaso.

Subieron al bar y él la miró burlonamente con una ceja levantada.

—¿Te gusta el champán? ¿Celebramos tu fuga?

—¡Qué buena idea! Gracias.

Así que iniciaron la noche con media botella de champán.

Michael levantó su copa y la miró a los ojos.

—Por ti. Por ser la mujer mas especial que jamás he conocido.

Una de las mujeres más amables y valientes y una de las personas menos egoístas que tengo el privilegio de conocer. Y por nosotros.

Ella levantó su copa con los ojos brillantes y dijo:

—Por nosotros.

—Te quiero —declaró él.

Annie bajó la vista.

—¡Oh, Michael!

Entonces apareció la camarera y la magia de aquel instante se desvaneció.

A él no le importó. Habría muchos más momentos como aquél. Se moría por contarle la verdad, pero quería esperar al momento más adecuado. ¿Y a la noche siguiente...?

Aquella noche no podía, estaban allí solos y ella necesitaría tiempo para asimilar la noticia y, si quería huir de su lado, no lo tendría fácil. Por eso pensó que la noche siguiente sería la mejor opción. Y que Dios lo ayudara.

La cena era espléndida.

Tanto la mesa como el servicio eran impecables y los sabores de la comida se complementaban de una forma majestuosa.

Annie, como buena cocinera, tomaba nota de todo.

El resto de ella, o sea, la mujer, intentaba aceptar el hecho de que se había enamorado locamente de un hombre que compartía todas sus experiencias con ella.

Se rieron, hablaron de educación, de política y, durante todo ese tiempo, ella sólo pensaba en hacer el amor con él.

Sólo quería estar en sus brazos, amándo lo apasionadamente.

—¿Estaba todo bien?

Michael levantó la vista hacia la camarera y asin tió.

—Todo estaba maravilloso. Gracias. ¿Podemos tomar el café junto a la chimenea?

—Por supuesto, señor. Se lo llevaré allí. ¿Quieren tomar algún licor?

Annie movió la cabeza.

—Ya he bebido bastante.

Un poco más y no estaba segura de poder controlar sus deseos; se sentía ya demasiado desinhibida para su gusto.

—Sólo café, gracias —dijo él. Se puso de pie y tendió la mano a Annie.

Se sentaron junto a la chimenea para poder disfrutar del fuego y las luces de la bahía, que se extendían por debajo de ellos.

—¿Estás bien?

Ella asintió.

—Jamás me había sentido tan bien.

—Me alegro.

La sonrisa de él estaba llena de ternura, pero irradiaba también una intensidad masculina que a ella le hacía quedarse sin aliento.

De repente no le apetecía ya tomar café. Sólo que ría estar a solas con él.

—Pareces cansada. Si quieres nos vamos a dormir.

Ella asintió, se levantaron y bajaron a sus habitaciones. Annie tenía el corazón atravesado en la garganta por la pregunta que deseaba hacerle.

—¿Tu tarjeta? —preguntó Michael.

A Annie se le cayó de la mano; él la recogió, la introdujo en la puerta y después se la devolvió.

—¿Quieres pasar? —preguntó ella.

—No —contestó él—. No me tientes, Annie.

Me está costando mucho comportarme como un caballero. Nos vemos por la mañana.

Le dio un beso y cerró la puerta tras él. Ella se apoyó contra la puerta y deseó gritar por la frustración que sentía.

—Buenas noches, amor mío —dijo él desde el pasillo. Después ella oyó que cerraba su puerta.

Lo despertó un ruido. Fue sólo un clic, pero después de tantos años de entrenamiento, era suficiente. Todos sus sentidos se pusieron en alerta máxima, abrió los ojos e inspeccionó su cuarto.

No pasaba nada.

El ruido había venido de fuera, de la terraza. ¿Podía ser la puerta de Annie? De repente la vio. Llevaba puesto el albornoz del hotel y miraba las luces de la bahía. Él abrió la puerta de su terraza, que comunicaba con la de Annie, ella se giró y se sonrieron.

—Lo siento. ¿Te he despertado? —preguntó ella suavemente.

—No estaba del todo dormido —reconoció él.

Annie se acercó, le puso una mano en el corazón y lo miró fijamente a los ojos.

—Yo tampoco podía dormir sin ti.

—Annie, no. No podemos hacer esto...

—¿Por qué?

—Es demasiado pronto.

Ella soltó una risita.

—A mí no me lo parece.

—Hay muchas cosas que no sabes de mí.

—¿Estás casado?

—No.

—¿Tienes una novia en alguna parte?

—Sólo a ti.

—¿Puedo confiar en ti?

—Plenamente.

—Entonces no necesito saber nada más.

Tragó saliva y él entonces se dio cuenta de lo nerviosa que estaba. Le sostuvo la mirada y pudo ver lo que deseaba que hiciera.

—Hazme el amor, por favor.

Michael le pidió fuerzas a Dios, porque él no las tenía.

Con un suspiro animal, la apretó contra su pecho y empezó a besarla como si le fuera la vida en ello. Cuando paró para tomar aire, no podía hablar ni pensar, no pudo hacer otra cosa excepto tomarla en sus brazos y llevarla hasta la cama grande y mullida de Annie, que parecía estar esperándolos.

El albornoz pareció quitarse solo bajo los movimientos sensuales de sus manos.

Ella se derretía bajo sus dedos y empezó a llorar por el intenso placer que el cuerpo desnudo de él le producía.

—Por favor, ¡ya! —le suplicó, y él se precipitó a enterrarse en aquel cuerpo que lo acogía sin remordimientos. Sus cuerpos iniciaron un ritmo conjunto y la sensación era tan fuerte que ella empezó a sentir convulsiones y a gemir descontroladamente.

Los gemidos se fueron apagando lentamente y él sintió que el cuerpo de Annie se tensaba encima del suyo. Se entregó también a la suavidad de aquel cuerpo, que se balanceaba lentamente.

—¡Oh, Michael!

—Te quiero —dijo él.

—Lo sé, amor mío —murmuró ella con voz quebrada—. Yo también te quiero.

Annie se quedó dormida casi al instante, pero él permaneció despierto, castigándose por haber sido tan débil y maldiciendo su estupidez y su falta de autocontrol.

Tenía que habérselo contado todo antes de que ocurriera aquello. Estaba mal.

Eran demasiadas mentiras.

—Perdóname, amor mío —susurró apenas sin sonido—. Por favor, perdóname.

Annie despertó por los latidos del corazón de Michael. Tenía una pierna apoyada en uno de los musculosos y duros muslos de él, que la tenía agarrada de la mano.

—Buenos días —dijo ella con suavidad, y él buscó sus ojos.

—Buenos días.

—Mmm —gimió ella suavemente, y él se puso de lado para acariciar lentamente su bello cuerpo desnudo.

Michael levantó la cabeza para observarla y ella sintió un arranque de pasión incontrolable.

El calor se apoderó de su cuerpo y comenzó a acariciarle la cabeza, deslizando los dedos entre el pelo. Él bajó la cabeza y le ofreció un beso lleno de promesas.

—Caray. Puedes despertarme así cuando quieras, durante el resto de tu vida si lo deseas —musitó Annie.

—Espero que me des esa oportunidad —dijo él en voz baja.

De repente se acordó de algo y miró su reloj.

—Annie, tenemos que ponernos en marcha. Cuando hay mucho viento, cierran el Puente Severn. Tendríamos que dar mucha vuelta y el recorrido sería muy largo.

Se estaba despegando de ella, pero no sólo física mente, sino emocionalmente también. Annie así lo presentía.

Un escalofrío recorrió su cuerpo y un temor desconocido la embargó.

—Michael, dijiste que querías hablar conmigo —dijo de repente, haciéndole entender que necesitaba saber ese algo más que creía no saber.

—Luego. Ahora no. Quiero tener tiempo para hacerlo. ¿Esta noche?

—Tengo a Stephen, pero eso no es un problema.

Podemos hablar después de que se vaya a dormir.

—Está bien.

Michael se puso de pie, se colocó el albornoz y se lo cerró con el cinturón.

—Quedamos para desayunar dentro de media hora.

Después de decir eso, salió por la puerta de la terraza y ella oyó cómo se cerraba la puerta de su habitación unos segundos más tarde.

Sintió un escalofrío por todo el cuerpo y la sonrisa se borró de su rostro.

No sabía lo que querría decirle, pero no podía ser tan malo.

¿O sí?

Michael la dejó en su casa a las tres, antes de marcharse a la suya.

Quería recoger algunas cosas allí antes de hablar con ella, cosas que quería enseñarle.

Pero antes, quería darse un baño largo y caliente para descansar del largo viaje en coche. La tensión que había vivido aquellas últimas semanas lo estaba matando y la cabeza le empezaba a doler otra vez.

Y no por la cháchara constante de Stephen y su amiguito Ed, que no habían dejado de hablar ni un solo instante durante todo el viaje de regreso.

Por lo me nos, parecía que se lo habían pasado bien.

Colocó una tetera en el fuego y se tomó las pastillas de la migraña con un vaso de agua; miró por la ventana y notó que el viento soplaba cada vez más fuerte. Vio cómo se doblaban los árboles y los arbus tos del valle por la ventisca.

Sonó el teléfono.

—Harding —contestó él.

—Michael, soy Annie. Stephen se ha subido al haya de al lado de casa para bajar al gato. El árbol está crujiendo y ahora él no puede bajar tampoco.

No sé qué hacer, tengo miedo de que se caiga...

El estómago se le contrajo de miedo. El haya era un árbol enorme.

—Voy ahora mismo. Dile que no se mueva.

Y tú no te pongas debajo del árbol, ¿lo has entendido? Estaré allí en cinco minutos.

Tardó tres minutos, saliéndose casi de la carretera, y un segundo después corría hacia el árbol en el jardín de Annie.

—¿Dónde está?

—Allí. Bájalo, por favor, Michael.

—No te preocupes. Tú aléjate del árbol, Annie. Yo lo bajaré.

Había una escalera de soga atada a una de las ramas inferiores del árbol y subió por ella rápida mente.

—¡No te muevas, Stephen! ¡Ya voy! —gritó a para hacerse oír a pesar del viento—. ¡Agárrate fuerte!

—El gato... —sollozó el chico.

El chico estaba al final de una rama, totalmente inmóvil junto al gato que había intentado salvar.

—No te preocupes, hijo, ya te tengo —dijo él—. Quiero que te agarres a mi cuello muy despacio. Eso es. Buen chico. Ahora agárrate a mi cintura con tus piernas. Agárrate fuerte.

—¿Y Tigger?

—No puedo llegar hasta Tigger. Primero déjame bajarte a ti.

—Tienes que salvarlo.

—Aguanta. Ahora vuelvo por él.

Miró hacia abajo y vio que Annie los observaba horrorizada y se tapaba la boca con los dos puños. Hubo otra ráfaga fuerte de viento que casi le hizo perder el equilibrio, pero consiguió acercarse al viejo tronco, que se tambaleaba de un lado a otro.

Presentía que el árbol no aguantaría mucho más tiempo, pero cuando sintió una tregua del viento aprovechó el momento para empezar el descenso.

—¡Un poco a la izquierda! —gritó Annie.

Michael encontró una rama donde apoyar su peso y finalmente llegó hasta la escalera de soga y después al suelo.

—Tienes que salvar a Tigger...

—¡Michael, no! —gritó Annie.

—No te preocupes. Vete con tu madre. Yo lo bajaré.

Su hijo se separó de él y corrió hasta su madre. Pero cuando Michael se giró para ir en busca del gato, hubo otra ráfaga fuerte de viento y se oyó un crujido.

El árbol inició su caída como a cámara lenta, estando ellos justo debajo.

—¡Cuidado! —gritó, y se lanzó sobre ellos para protegerlos mientras el árbol caía a su lado.

Michael sintió un dolor fuerte en la pierna y oyó otros crujidos.

Por el peso del tronco contra el suelo, las ramas del viejo árbol se partieron y sintió un latigazo fortísimo en la cabeza; pareció como si algo le hubiese abierto el cráneo y después perdió el conocimiento.