CAPÍTULO 7

¡POR DIOS! ¡Qué cerca había estado!

Michael se dejó caer en el sofá con un vaso del excelente Pinot Noir de Antoine en la mano y cerró los ojos.

Ella sabía a vino y nata, y a miel del aliño de la ensalada, y su cuerpo era suave y esbelto sin dejar de ser exuberante.

Había cambiado, se había vuelto más plena. ¿Por la maternidad tal vez?

Lanzó un gemido. La deseaba. La necesitaba.

Apretó los ojos con fuerza. ¡Había esperado tan to...! Hacía siglos que la quería.

Y parecía que ella a él también.

No se lo había dicho. O mejor dicho, sí. Se lo había dicho con el beso. Aquel beso había sido algo más que química. Había sido una especie de reconocimiento.

Sus almas se habían reunido en él y al fin, después de la agonía de los últimos nueve años, Michael se atrevía a tener esperanzas.

Y había llegado el momento de decirle la verdad y confiar en que ella lo perdonara por todas las mentiras del pasado y el presente.

—Te quiero, Annie —musitó—. Pase lo que pase, te quiero.

Siempre te he querido y siempre te querré.

Abrió los ojos y miró en la distancia el valle de luces del pueblo.

—Que duermas bien, querida mía —murmuró.

Terminó su vaso de un trago y se fue a la cama.

—Hola, Stephen.

—Hola. ¿Podemos jugar al ajedrez?

—A lo mejor más tarde. ¿No tienes deberes? —Annie se acercó a la mesa redonda que había junto a la ventana de la cafetería, donde Michael llevaba media hora y donde Stephen acababa de instalarse.

—Hoy no. El señor Greaves está enfermo y ha venido una profesora suplente.

—¿Y habéis ido a nadar?

El niño hizo una mueca.

—No podíamos porque ella no es socorrista.

Le he dicho que no necesitábamos un socorrista, pero no ha cambiado de idea.

¡Parecía tan abatido! Michael se había jurado que no tendría nada más que ver con él hasta que hablara con Annie pero, después de todo, en su casa había una piscina vacía.

—¿Nadas bien? —preguntó.

Stephen asintió con la cabeza.

—Como un pez —corroboró su madre—. Y le viene bien el ejercicio para quemar energía.

Michael la miró a los ojos y señaló a Stephen con un movimiento de cabeza.

Ella entendió a la primera.

—Stephen, ¿por qué no vas a lavarte las manos antes de merendar?

El niño bajó de la silla con un suspiro y se dirigió al baño.

Annie inclinó la cabeza a un lado.

—¿Por qué querías que saliera?

Michael sonrió.

—Yo tengo una piscina en el granero —le dijo—.

Está caliente, es segura y yo sí soy socorrista. Puedo llevármelo ahora, que nade un rato y después jugar al ajedrez con él antes de cenar.

Trae algo de comer y cenamos los tres allí. Yo tengo ensalada, pero poco más.

Y quizá te consiga otro vaso de ese vino que te gustó tanto.

Annie lo miraba dudosa.

—¿Lo cuidarás bien?

—Lo protegeré con mi vida —juró él—. No le pasará nada estando conmigo, te lo prometo.

Ella vaciló todavía un momento.

—De acuerdo —miró a su hijo, que volvía ya—. ¿Quieres ir a nadar con Michael a su casa?

El niño abrió mucho los ojos con alegría.

—¿Tienes piscina? ¡Cómo mola!

—Tienes que ir a casa a buscar el bañador —dijo Annie—. Michael, ¿te importa ir con el?

—Claro que no. Y cuando vengas tú, tráete el tuyo y nos damos todos un baño.

Ella se sonrojó un momento.

—Tendré que cocinar en algún momento de esta semana. Me estoy quedando sin comida.

—Yo te ayudaré más tarde.

Annie lo miró un momento a los ojos.

—Entonces os veo sobre las seis.

—¿Recuerdas cómo se va?

—Por supuesto.

Michael le revolvió el pelo al niño y se puso en pie.

—Vámonos, hijo.

Annie miró por la ventana a su hijo y al hombre que empezaba a importarle tanto.

Se portaba de un modo maravilloso con el niño. Justo lo que necesitaba Stephen.

Lo que necesitaba ella.

—¿Adónde van?

—Michael se lo lleva a nadar. Tiene piscina en su casa —Annie se volvió hacia Grace.

—¿En serio? ¡Qué bien!

—¿Has venido sola?

—No, Jackie está aparcando y Chris viene enseguida —sonrió Grace—. ¿Qué tal fue la cena? Me gustó su coche.

—¿Cuál era? preguntó Chris, que acababa de materializarse a su lado.

—Un Aston Martin DB9.

Chris soltó un silbido.

—Un tipo con clase. ¿Cocina bien?

Annie asintió.

—Sí —estaba casi segura de que todo lo hacía bien. Se volvió hacia la cocina—. ¿Té?

—Sí. Y los demás detalles —dijo Grace—. No te vas a escapar tan fácilmente.

Annie suspiró.

—¿Y bien? —dijo Jackie en cuanto se sentó con ellas—. Cuéntanoslo todo. ¿Qué cocinó?

—No seas aburrida —la riñó Chris—. ¿Cómo es la casa?

Grace levantó los ojos al cielo.

—Dejad de hablar de tonterías —bajó la voz—. ¿Besa bien?

Annie suspiró.

—Ternera Stroganoff con arroz silvestre y ensalada, un vino maravilloso de un amigo de su padrino, un granero remodelado con unas vistas maravillosas del valle y sí. Muy bien.,

Grace suspiró.

—Estaba segura.

—¿De qué? —preguntó Jackie.

—De que besaba bien.

Los seis ojos se posaron de nuevo en Annie, que sintió que se ruborizaba.

—Eso fue todo. Sólo un beso.

—Pero besa bien, tiene un gran sentido del humor, no fuma y tiene un granero que te gusta mucho. ¿Cuán do es el gran día? —se lanzó Grace.

Annie se echó a reír y le dio un puñetazo cariñoso en el brazo.

—Dame un respiro. Hace poco más de una semana que lo conozco.

—Nueve días, siete horas y quince minutos —con testó Grace.

Annie ya lo sabía. Y pensaba que saberlo era una indicación clara de que se estaba convirtiendo en una viuda triste y desesperada.

—Si tú lo dices... —decidió que había llegado el momento de buscar un tema más seguro—. ¿Qué puedo llevarles para cenar?

Todas la miraron de nuevo.

—¿Vas a ir a cenar allí?

—¿Otra vez?

—¿Dos noches seguidas?

Annie comprendió que sería imposible cambiar de tema.

—¡Ha estado genial!

Michael sonrió y le tiró una toalla al niño.

—Ve a ducharte y a vestirte. Podemos echar una partida de ajedrez antes de que llegue tu madre y quizá luego nademos otro rato si ella quiere.

—¡Bien!

Michael le enseñó cómo funcionaba la ducha situada cerca de la piscina y lo dejó solo para ir a preparar la ensalada a la cocina. Cuando oyó que paraba el agua, subió a su cuarto y se duchó y vistió en un tiempo récord.

—¿Todo bien?

Stephen asintió. Estaba de pie en el comedor y miraba hacia el valle.

—¿Ése es nuestro pueblo?

—Sí. ¿Ves la torre de la iglesia? Tu casa está un poco más abajo y a la izquierda.

—No la veo.

—Porque no tiene las luces encendidas. Tu madre no ha debido de llegar todavía.

De día se ve mejor.

—¿Puedo venir a nadar el fin de semana? —preguntó el niño—. Oh, no. El fin de semana voy a Bristol con Edward al cumpleaños de Tom. El padre de Ed nos va a llevar el sábado por la mañana temprano porque tiene una reunión y mi madre nos traerá de vuelta el domingo. ¡Va a ser genial!

—¿Bristol?

El niño asintió.

—Tom vive allí ahora. Se mudó justo después de mi cumpleaños. Hace siglos que no lo veo.

—Me alegro por ti. ¿Quieres jugar al ajedrez? —preguntó Michael.

—Sí. Seguro que te gano otra vez.

—No si de mí depende. Que te gane una vez un niño de ocho años es duro, pero que te gane más es un descuido imperdonable.

—A lo mejor es que soy muy bueno.

Michael hizo una mueca.

—O que tuviste mucha suerte.

—Eso ya lo veremos —sonrió Stephen.

—De acuerdo. Trae el tablero y vamos a ver lo que pasa.

Mejoraba, de eso no había duda, pero todavía le faltaba mucho. Todavía tardaría en ganar a Michael sin ayuda, pero éste había tenido mucho tiempo para practicar.

Meses y meses sentado frente a un ordenador o frente a un tablero de ajedrez esperando a que se le curara la cara, a que sanaran sus costillas, a que le quitaran la escayola de los brazos y a que su voz volviera a la normalidad.

Meses en los que no había tenido nada que hacer aparte de estar tumbado y ver la tele o pensar en David y en lo que había ido mal.

Había pasado meses atormentado por la muerte de David, por la lenta recuperación de Ruth y por el recuerdo de las lágrimas de Annie cuando le había dicho que la amaba justo antes de separarse de ella. Meses que no quería recordar ni volver a vivir.

—Jaque.

Respiró hondo, miró el tablero y frunció el ceño. Iba perdiendo.

No podía descuidarse tanto.

Observó un momento las piezas, con ojos entre cerrados, y movió.

—Te toca —dijo.

Se encendió la luz exterior y Michael apartó su silla y fue a abrir la puerta.

—¿Stephen está bien? —preguntó Annie.

Él sonrió.

—Claro que sí. Lo hemos pasado muy bien.

Aun que le estoy dando una paliza al ajedrez. ¿Y tú estás bien?

Ella le sonrió y su rostro se suavizó.

—Ahora ya sí.

Michael sintió que el corazón se le henchía en el pecho; cerró un poco la puerta detrás de él, bajó la cabeza y le robó un beso rápido.

Abrió la puerta y levantó la cabeza. Stephen se acercaba a ellos.

—¿Has traído comida? Estoy muerto de hambre.

—Mamá, tienes que ver la piscina. Es genial.

Stephen tiró de su mano y la llevó a través del comedor y la cocina hasta salir a un vestíbulo. Allí entraron en otra habitación enorme, que también había sido un granero originalmente. En el centro había una piscina de agua clara que brillaba a luz que en traba a través de las ventanas.

Michael encendió un interruptor y la luz inundó la estancia... debajo del agua y por arriba, en las vigas, entre las plantas... luz por todas partes, pero tan sutil que sus fuentes resultaban casi invisibles.

—No la he tapado —dijo Michael—. No sabía si querrías bañarte luego.

Annie lo deseaba tanto que casi sentía un dolor físico, pero tenía mucho que hacer y nadar casi des nuda con él en aquel entorno tan romántico no estaba en su lista.

—Ése es mi lugar favorito —dijo él. Señaló un rincón y ella vio un jacuzzi redondo enorme—. Mi regalo después de una buena sesión de gimnasia. Mi recompensa por ser bueno. Y es genial para quitarse calambres cuando he escrito mucho.

Era una invitación muy atractiva, y Annie vaciló un instante.

Apartó la mirada y sonrió a Stephen.

—Seguro que te has divertido mucho.

—Sí. Y Michael dice que puedo venir otro día, aunque el fin de semana no puedo, porque iré a casa de Tom. Tendrá que ser otro día.

—¡Eh, frena un poco! A lo mejor Michael no te quiere aquí continuamente.

Anda, vamos a cenar y nos vamos a casa. Estás muy agitado y mañana hay colegio.

—No pasa nada —intervino Michael—. Es un niño y es normal que tenga tanta energía.

Bien, ¿qué me di ces? ¿Dejo la piscina destapada?

Annie vaciló y él sonrió, le pasó un brazo por, los hombros y la abrazó un instante.

—La dejaré por si te apetece. ¿Nos has traído comida?

Ella asintió y lo siguió a la cocina.

—He traído sopa, quiche y unos trozos de pastel de queso. No está a la altura de tus cenas, pero me temo que es lo máximo que he podido hacer.

—Suena de maravilla. Supongo que no habrás traído pan de maíz.

—¿Tú qué crees?

Michael le guiñó un ojo y ella sintió el impacto de aquel gesto.

—¿Platos? —preguntó.

Él puso platos y cubiertos en el mostrador central, sacó la ensalada de un frigorífico enorme y la dejó en la mesa.

Se volvió, pero no antes de que ella sorprendiera una mueca en su cara.

—¿Estás bien?

Michael asintió.

—Sólo un poco dolorido. Hemos nadado mucho rato; creo que tengo un calambre.

Annie tuvo la impresión de que mentía, pero no dijo nada. Y cuando la sopa estuvo caliente y la comida en la mesa, él sonreía de nuevo y Stephen charlaba sin parar.

Ella se dijo que seguramente imaginaba cosas, pero cuando Stephen propuso nadar de nuevo después de comer, Michael negó con la cabeza.

—Sólo si quiere tu madre. Se hace tarde y tiene cosas que hacer.

Ella lo miró a los ojos.

—Perdona. Creo que hemos abusado de...

—No, Annie, nada de eso —repuso él—. No quiero que acabes agotada, pero los dos sois más que bienvenidos —apartó la vista de ella y miró a Stephen—. Tenemos una partida de ajedrez sin terminar. ¿Mueves?

—Ya lo he hecho. Te toca a ti.

—Bien. Voy a mover y luego, mientras yo recojo, tú mueves y, si tu madre quiere nadar, puede cambiarse mientras terminamos la partida.

Y si no, pues tomamos un café antes de que os vayáis.

La miró a los ojos, como pasándole la decisión. Se acercó a la zona de estar, miró el tablero de aje drez, movió una pieza y volvió a la cocina, dejando a Stephen calculando su próximo movimiento.

—Me gustaría que te quedaras un rato —le dijo a Annie—.

No estáis abusando y yo no intento ganarme tu corazón mimando a tu hijo.

Ella frunció el ceño.

—No pensaba que lo hicieras. Esa idea no se me había ocurrido.

Sólo me preocupaba que empezaras a cansarte de él.

Una emoción extraña cruzó un momento por los ojos de él.

—En absoluto. ¿Has traído bañador?

Annie asintió.

—¿Y quieres nadar?

—¿El jacuzzi está caliente?

Michael sonrió con gentileza.

—Sí. Está de fábula y te sentará bien. Ve a cambiarte y métete en él. Yo me reuniré contigo en cuanto gane a ese presumido. Puedes cambiarte en la habitación que hay en el vestíbulo, a la derecha.

Annie recogió su bolsa y se alejó en busca de la habitación.

Azulejos de aspecto caro cubrían las paredes, el suelo era de pizarra cálida y había un baño a un lado. No habían escatimado gastos y de pronto se dio cuenta de lo rico que debía de ser.

¿Qué hacía allí con él? ¿Por qué se interesaba por ella? Con todas las mujeres que podría tener, ¿por qué ella? Era guapísimo. Un partido excelente.

¿Por qué ella?

Se puso un bañador discreto de color negro, se envolvió en la toalla y se dirigió a la piscina. Michael había encendido las luces y el jacuzzi burbujeaba suavemente.

Annie metió un pie, suspiró y se hundió en el agua espumosa con un gemido de placer. Extendió los brazos a lo largo del borde, se tumbó hacia atrás, cerró los ojos y se dejó llevar.

Michael se quedó un momento observándola.

Stephen había descubierto la televisión por cable y ya no le apetecía nadar.

Estaba sentado en el sofá con el canal de los dibujos animados y seguramente no tardaría en dormirse.

Michael había llevado el café en una bandeja; lo dejó en el borde del jacuzzi y se deslizó en el agua al lado de Annie.

—Hola, guapa —murmuró.

Se inclinó y la besó en los labios. Ella abrió los ojos y le sonrió.

—Lo siento. Creo que me he adormilado.

—Estás cansada. Te he traído café.

Le pasó una taza y ella se sentó más erguida y la tomó en sus manos. Michael se situó enfrente y la observó por encima de su taza.

Sus piernas se rozaron y ella lo miró a los ojos y apartó automáticamente las piernas.

Michael fue tras ellas. Clavó los talones detrás de los de ella y tiró de las piernas hacia sí. Entrelazó las piernas con las de ella sin dejar de mirarla a los ojos.

Annie tragó saliva.

Él dejó la taza, metió las manos en el agua y colocó los pies de ella en su regazo.

Le masajeó un pie y un tobillo.

—¡Oh, eso es maravilloso! —gimió ella.

Dejó su taza y se deslizó más en el agua, agarrándose con las manos al borde.

Él cambió de pie y los dedos de ella le rozaron la ingle. Michael dió un respingo y reprimió el impulso de abrazarla. Se concentró en el pie y se recordó que el hijo de ambos estaba a pocos metros y no necesitaba una educación tan liberal.

—¿Quién ha ganado al ajedrez? —preguntó ella.

Michael soltó una risita.

—¿Tú qué crees? No pensaba dejarle que repitiera eso.

—¿Qué hace ahora?

—Está viendo la tele. Creo que está casi dormido.

—Mejor. Así no tengo que sentirme culpable por no haberlo acostado ya.

—Podéis quedaros aquí —sugirió él de pronto—. Tengo muchas habitaciones.

—No —ella movió la cabeza—. Eso es demasiado. Y el gato se enfadaría.

—Ese gato siempre está enfadado —sonrió él.

—Es horrible. Se nos pegó hace cinco años.

Michael soltó una risita y le rozó las plantas de los pies con los pulgares.

—¿Mejor ahora?

—Sí, gracias. Algunos días duelen mucho después de tantas horas de pie.

—Lo imagino —él inclinó la cabeza a un lado—. Respecto al fin de semana...

—Stephen va a Bristol con un amigo. Yo tengo que ir a recogerlos el domingo y el sábado abro la cafetería. Me temo que no tendré fin de semana.

—Yo estaba pensando en el sábado por la noche.

Ella negó con la cabeza.

—No puedo salir. Tengo que madrugar el domingo si quiero ir a Bristol y volver.

—Pero si puedes encontrar a alguien que te cubra el sábado por la tarde, podríamos pasar la noche en Bristol y volver el domingo con los niños.

Hay un hotel a las afueras de Cardiff que tiene unas vistas espectaculares de la ciudad y la bahía. Seguro que tienen un par de habitaciones libres.

—¿Un par? —preguntó ella.

—Un par —respondió él—. Sin compromisos. No es mi intención seducirte en cuanto te descuides. Sólo he pensado que podría apetecerte ir con alguien y salir de aquí una noche. Podemos llevarnos el Volvo. Es fácil de conducir.

—Lo sé. Roger tenía uno —ella se mordió el labio inferior—. ¿Por qué yo? —preguntó.

A Michael le dio un vuelco el corazón. Como no quería mentirle más, optó por la verdad.

—Porque desde que te conozco no he podido sacarte de mis pensamientos.

Tú haces que salga mi sol y que valga la pena vivir mis días. Te deseo, Annie. Quiero una relación contigo. Una relación completa, seria y como es debido.

Quiero que tengamos tiempo de conocernos, de ver si es lo que los dos queremos pero, por lo que a mí respecta, sé que esto es auténtico y nada lo puede cambiar.

Te quiero.

Annie tragó saliva con fuerza y apartó la vista un instante.

Cuando volvió a mirarlo, le brillaban los ojos.

—Es lo más bonito que me han dicho nunca, pero no has contestado a mi pregunta.

Michael se encogió de hombros.

—No puedo. No sé por qué tú en particular, pero eres tú, sí. Nunca he sentido esto por nadie más. Y nunca le he dicho a otra mujer que la quiero.

Ella cerró los ojos y las lágrimas rodaron por sus mejillas.

—¡Es tan rápido! —susurró.

Michael sintió deseos de reír. ¿Rápido? Habían tenido nueve años.

Pero no, no los habían tenido y ella estaba en lo cierto. Era rápido. Había sido rápido entonces y ahora no era diferente.

Había un aspecto en el que nada era distinto. Ella seguía sin saber quién era en realidad... y eso era algo de lo que tendría que ocuparse pronto, muy pronto.