CAPÍTULO 4
SE SENTÍA como si lo hubiera atropellado un camión.
Intentó incorporarse, pero sentía dolor y frustración.
Aquella cocina iba a acabar con él, si no lo hacía antes la tensión que llevaba sufriendo los últimos días. Finalmente se levantó y fue hasta la cocina descalzo. Sacó varias pastillas y se las tomó con agua helada. Con suerte conseguiría parar a tiempo un dolor de cabeza que estaba a punto de convertirse en migraña.
El reloj marcaba las ocho y media. Annie ya ten dría que estar en la cafetería. ¿Pero lo estaría esperando? Decidió volver a la cama e intentar no pensar más en ella. Pero no funcionó. Permaneció allí pensando en su sonrisa y en sus ojos brillantes, en las pecas que empolvaban su nariz y en lo suaves que debían de ser sus labios.
Volvió a levantarse de la cama y decidió darse una larga ducha caliente. Media hora más tarde se sentía más relajado, la cabeza le dolía menos y volvía a sentirse un ser humano.
Lo único que tenía que hacer ahora era ir a la casa y fingir que hacía algo útil allí. Quería buscar la oportunidad para ofrecerse a darle a Stephen la clase de ajedrez.
Lo último que quería hacer era decepcionar a su hijo, y un dolor de cabeza no se lo iba a impedir.
Aunque solamente un masoquista habría descrito lo que sentía como un dolor de cabeza. Llamó a su osteópata antes de salir de casa y éste lo apuntó en la lista de espera; a continuación se marchó en dirección al pueblo. Tal vez se sintiera mejor después de una buena taza de café de Annie. O tal vez le bastara con su sonrisa.
—Tienes mal aspecto. ¿Has pasado mala noche?
—¿Siempre eres así de simpática?
—¿Crees que te mereces que yo sea simpática cuando lo que tienes es resaca?
—No es resaca.
—Michael, ¿te encuentras bien?
—He estado mejor, pero sobreviviré.
—¿Qué quieres?,
—Un rincón alejado de tus amigas las pirañas.
—Se lo pienso decir.
—No te molestes. Me basta con una taza de café. Y tenemos que hablar de mi cuenta...
—No digas tonterías. Ya hemos hablado de eso.
—¿Por eso no tienes dinero para ampliar tu negocio? ¿Porque fías a todo el mundo? ¿Y porque todos tus clientes son unos aprovechados?
—Yo no los considero unos aprovechados.
—Si por ti fuera, ayudarías a todo el mundo.
Eres una especie de Madre Teresa de Calcuta.
Algo de razón tenía. A la mayoría de las personas que entraban en la cafetería les pasaba algo Ella cuidaba de todo el mundo. Su naturaleza era así.
Se volvió con el café de él, lo miró desafiante a los ojos y le dijo:
—Una libra cincuenta, por favor.
—Eso está mucho mejor —respondió él.
Recogió el café del mostrador y se sentó de espaldas a la entrada, en una mesa que estaba en la parte de atrás. Una de las mesas que Annie tendría que quitar si accedía a abrir una puerta que diera al jardín.
Annie continuó recogiendo, sacó los platos limpios del lavavajillas e inmediatamente lo volvió a cargar de platos sucios. Había tenido muchísimo trabajo aquella mañana, porque un autobús cargado de personas se había detenido a la hora del desayuno.
Apenas había tenido tiempo de respirar.
—Hola.
Gimió para sí. Eran Grace y Jackie. Justo lo que le faltaba.
—Hola —contestó.
—¿Qué te pasa? ¿No te alegras de vemos?
¿O es porque no has visto a Michael esta mañana?
—Está allí. Junto a la ventana. No lo molestéis, le duele la cabeza.
—Oh, pobre criatura —murmuró Grace, y a continuación se acercó a saludarlo—.
¿Qué tal tu dolor de cabeza?
—Ha mejorado.
—¿Quieres compañía?
—Estoy bien así. Me voy dentro de un minuto.
En aquel instante Annie pensó qué tal vez se es tuviera implicando demasiado con aquel hombre...
—¿Qué tomamos, Jackie? —preguntó Grace—.
¿Algo complicado como un sándwich y un café con leche?
—¿Porque no me dejáis en paz hasta que haya recogido todo esto? —les contestó Annie con brusquedad.
Las dos amigas se quedaron boquiabiertas.
—¿Estás bien?
—Sólo estoy muy ocupada. Ahora mismo os hago los sándwiches.
—No. Déjalo. Ponme un bollito.
—Yo comeré fruta. Gracias.
Las dos se sentaron en la mesa grande frente a la ventana y esperaron a que Annie les llevara los cafés.
—Lo siento, chicas. Me he comportado como una idiota.
—¿Qué te pasa?
—No lo sé. Me siento intranquila. He tenido unas palabras con Michael.
—¿En serio?
Él se acercó por detrás de ella y dijo:
—Lo siento, Annie. Tenías razón, no es de mi incumbencia. Nos vemos luego.
Voy al osteópata a curarme este dolor de cabeza. Si lo consigo, a lo mejor recupero mi diplomacia.
—¿Luego me darás un poco de diplomacia? —dijo ella pidiéndole perdón con los ojos.
Michael se inclinó hacia ella y le dio un beso en la mejilla.
—Luego nos vemos —musitó. Y se marchó, dejan do a Jackie y a Grace con la boca abierta y con las rodillas flojas.
Jackie cerró la boca, la volvió a abrir y dijo:
—Guau.
—Esto me huele a amor —añadió Grace.
—Tonterías —contestó Annie con sequedad; mientras se preguntaba si se habría sonrojado. Sabía que no había punto de retorno y que la acribillarían a preguntas el resto de la tarde.
—¿Estás mejor?
Michael asintió lentamente con la cabeza.
—Sí. Creo que ha sido del trabajo en la cocina. Voy a descansar unos días y a planear mejor las cosas. ¿Se te ha ocurrido alguna idea nueva?
Annie suspiró y negó con la cabeza.
—Lo siento. No he tenido tiempo. No me puedo permitir el lujo de hacer nada ahora.
—Creía que lo haríamos entre los dos.
—¿Y quién es ahora la Madre Teresa?
—Esta es mi propiedad. Tengo derecho a querer mejorarla. A lo mejor es porque soy un perfeccionista y no me gusta cómo se están haciendo las cosas.
—¿Cómo qué, por ejemplo?
—La zona de la cocina no está bien distribuida.
Aquí podrías guardar muchas más cosas.
—No me lo puedo permitir.
—Ya hemos hablado de eso.
Ella no podía ganar. Lanzó el paño que había estado retorciendo dentro de una cesta.
—¿Qué? ¿Has tirado la toalla?
—Eres muy gracioso. Ahora no tengo tiempo de discutir.
—Bien —dijo él.
—¿Me has traído un poco de diplomacia?
Michael se echó a reír.
Una pareja entró en la cafetería, Annie tomó su cuaderno de anotar pedidos y salió a su encuentro.
Pero antes tuvo que pasar al lado de Michael, y al hacerlo sintió la dureza de su cuerpo.
Una ola de calor la embargó y pensó que aquel hombre iba a acabar con ella.
Anotó el pedido de la pareja y volvió detrás del mostrador.
—¿Todavía sigues aquí?
—Esperaba una taza de té, un bollo y un poco de tu tiempo. ¿Es pedir demasiado?
—Lo siento. Me he comportado como una cría.
Ni siquiera sé por qué discutimos.
—El problema es que estás acostumbrada a que la gente sólo te hable y no haga nada por ti —declaró Michael.
Se volvió y salió por la puerta.
¡Cielo santo! Había estado a punto de decirle cuánto deseaba dárselo todo.
Empezando por su alma. ¡Qué idiota! Abrió la puerta del piso, entró y se sentó entre los escombros de la cocina. Por lo menos tenía algo claro en ese momento.
Se quedó mirando una pared. ¿Por qué habían discutido? Era la primera vez que se habían peleado. Aquello nunca les había ocurrido antes.
Además, él no se había comportado como su casero, sino como una persona totalmente diferente un ligón cuyo único fin era conquistarla a cualquier precio.
—Estúpido —se dijo a sí mismo.
Pensó que debería regresar a su casa y meterse en la cama, pero no podía dejar las cosas así.
—¿Michael?
Él levantó la cabeza y miró a Annie con toda su atención.
—Hola. ¿Te has escapado?
Ella se rió suavemente.
—He dejado a Judy al cargo un minuto.
Se acercó a él y se sentó a su lado, intentando evitar su mirada.
—Escucha. Lo siento mucho. No sé qué nos ha pasado. ¿Podemos volver a empezar desde cero hoy?
—¿Volvemos a ser amigos? —preguntó él.
De repente se dejó caer hacia ella y la besó en los labios.
Annie no pudo contener un gesto de sorpresa.
—Oh.
—¿Eso significa que sí?
—Eso es un sí.
Él se puso de pie y la ayudó a levantarse.
—Me imagino que no querrás bajar un momento a hablar conmigo —propuso ella, mirándolo fijamente a los ojos.
—¿Crees que prefiero quedarme aquí sentado en el suelo frío?
La joven se giró con una sonrisa y él notó que tenía el trasero manchado de polvo.
—Tienes polvo en...
Ella miró por encima de su hombro y se pasó la mano por su firme trasero.
—¿Mejor ahora?
—No del todo. Déjame a mí —y sin más le dio una pequeña palmadita—. Ya está.
Inmediatamente después se guardó las manos en el bolsillo para no meterse en más problemas y bajó detrás de ella.
—¿Entonces querías un té y un bollo? —preguntó Annie con una sonrisa.
—Sí, por favor. Por cierto, ¿cómo dijiste que se llamaba ella?
—Judy. Es mi ayudante los miércoles, así puedo dedicarme únicamente a cocinar.
Pero hoy he estado tan ocupada que iba a quedarme aquí a ayudarla a limpiar.
—¿Entonces realmente no tienes demasiado tiempo para hablar?
Annie miró el reloj; tenía que ayudar a Stephen con los deberes.
—¿Podemos quedar más tarde? Cierro a las cinco y media.
Me vendría mucho mejor entonces.
—Vale. Entonces luego me paso. ¿Qué vas a hacer con Stephen?
—Viene aquí después del colegio para hacer los deberes.
—Está bien. Luego nos vemos.
La joven lo observó salir por la puerta. Sentía todavía escalofríos de cuando le había tocado el trasero y se llevó una mano a los labios para recordar su beso.
—¿Estás bien? —le preguntó Judy.
—Estoy bien. Creo que voy a ir a mi casa a preparar más pasta. Y necesitamos hacer más bollos para mañana. ¿Crees que falta algo más?
—No queda tarta de manzana. Acabo de vender los dos últimos trozos.
—Está bien. Haré otra si me sobra tiempo. ¿Puedes decirle a Stephen que lo espero en casa? Y si vuelve Michael sírvele un café y dile que me espere.
—Claro.
Annie ignoró la curiosidad de su ayudante y, tras tomar las cosas que necesitaría en su casa, salió antes de tener que contestar alguna pregunta.
Cuando Stephen entró por la puerta comiendo un pastel de albaricoque, ella tenía los brazos totalmente cubiertos de harina.
—Me lo ha dado Judy —dijo el chico en tono explicativo—. Tengo que ir al baño.
—No tardes demasiado, tienes que hacer los deberes —le recordó Annie.
Sabía lo que hacía su hijo. Se metía en el servicio y se escondía detrás de un libro que leía para no tener que hacer los deberes. Suspiró.
Por lo menos eso le daría tiempo para terminar de cocinar y siempre podrían hacer los deberes aunque Michael estuviera allí.
—¿Cómo te va?
Michael sonrió.
—De maravilla. Hoy hemos tenido nuestra primera pelea.
Ruth levantó una ceja sorprendida y se acomodó en el sofá de Michael.
—¿Porqué?
—Por nada en realidad. La gente se aprovecha de ella...
—Ah, su grupo de apoyo. Sí, lo sé. Grace, Jackie y Chris.
—Y muchos más.
—Son sus amigas, Michael. Las quiere a morir. Y ellas a Annie. Se necesitan.
—Pero aún así podrían pagarle...
—Y lo hacen. Sólo que un poco menos. No le aportan beneficios, pero por lo menos cubren lo que gastan.
De repente él empezó a verlo desde el punto de vista de Annie y se dejó caer hacia atrás con un gruñido.
—¿Por qué siempre tienes que tener razón?
—Porque tú te empeñas en equivocarte.
Michael se rió.
—¿Cómo te va con Tim?
—Maravillosamente. Por lo que veo, ella todavía no sabe quién eres.
—No. Todavía no.
—¿Y le gustas?
Él pensó en el beso y en la expresión de agradecimiento que había puesto ella cuando se lo dio.
—Creo que sí. Espero. Esta vez no será tan fácil.
—Porque eres viejo, gruñón y miserable.
—Muchas gracias. Con amigas como tú...
—Alguien tiene que ponerte en contacto con la realidad —dijo ella secamente—.
¿Cuándo vas a decírselo?
—No lo sé. Es muy complicado.
—Ten cuidado, Michael. No esperes demasiado. Conozco tus razones y las respeto, pero tienes que ver las cosas desde su punto de vista.
—Lo sé. No voy a retrasarlo mucho. En cuanto surja la oportunidad, se lo contaré.
—Más te vale. ¿Cómo te va con Stephen?
—Es un chico maravilloso. Anoche lo conocí.
—Es encantador. Pero un trasto.
—¿En serio? No me lo pareció.
—Lo ha criado muy bien. Está muy bien educado.
Por eso sólo conoces el lado bueno de él, pero es bastante testarudo cuando quiere.
—¿De quién habrá heredado eso?
—De los dos. ¿Cuándo vas a volver a verlo?
—Esta tarde. A las cinco y media. Voy a enseñarle a jugar al ajedrez.
—¡Qué bien! —exclamó Ruth—. Seguro que le gusta. Roger empezó a enseñarle poco antes de morir.
—Me lo imagino.
—No esperes demasiado tiempo —repitió ella, antes de marcharse.
Michael se quedó solo pensando en lo que acababa de aprender sobre ver las cosas desde el punto de vista de Annie.
Ella llegaría a entenderlo, ¿no? Después de todo, ¿qué otra opción había tenido él?
No podía acercarse un día a Annie y decirle: «Hola, ¿te acuerdas de mí? Antes me llamaba Etienne y durante los últimos nueve años que tú pensabas que estaba muerto no lo estaba. Pero he vuelto y quiero que te cases conmigo y que compartamos nuestras vidas y a nuestro hijo».
Annie podría haberlo aceptado sin tener en cuenta sus sentimientos y él jamás habría sabido si se había casado con él por el bien de Stephen o porque lo quería de verdad.
Y no estaba dispuesto a que ella arruinara su vida con un matrimonio falto de amor. Aunque el matrimonio fuera con él.