Capítulo 5

—¿NO ESTÁ Annie aquí?

—Se ha ido a casa a cocinar. Volverá a las cinco y media para cerrar.

—Iré a su casa entonces. Gracias.

Michael cruzó la plaza, llegó hasta la puerta de la casa de Annie y tocó el timbre. Escuchó varios gritos y ruido y la puerta finalmente se abrió. Stephen lo estaba esperando con una gran sonrisa.

—Hola. ¿Has venido a enseñarme a jugar al ajedrez? —preguntó.

—Tal vez. Depende de lo que diga tu madre. ¿Has hecho los deberes?

Oyó pasos por el pasillo y ella apareció con una sonrisa de bienvenida.

—Hola. No sabía si ibas a venir. Adelante. Tengo muchísimo trabajo.

Fueron juntos a la cocina. Ella lo invitó a sentarse mientras terminaba de recoger y, sin preguntarle nada, le cortó un trozo de tarta de manzana recién hecha.

—Toma. Está caliente todavía. Te prepararé un té. Por cierto, ¿quieres nata montada con la tarta?

—No, gracias. Así está bien. Y me encantaría tomar un té.

—Qué asco, no me gusta la tarta de manzana. ¿Puedo comer un bollito? —dijo el chico.

—No. Ya te han dado algo en la cafetería. Y luego tienes que cenar.

—Pero me muero de hambre.

—¿Has terminado los deberes? —le preguntó ella.

Él suspiró profundamente.

—Casi.

—Eso significa que no. Ahora ve y termínalos, por favor. Antes de la cena.

—Pero Michael iba a enseñarme a jugar al ajedrez.

—No, Michael iba a preguntarle a tu madre cuán do le parecía bien a ella que te enseñara —intervino el aludido. Y confió en haberse ganado con ello un bollito de chocolate.

—Primero los deberes —insistió Annie con firmeza.

El niño salió de la habitación dando un portazo.

—Es un pequeño monstruo —murmuró ella.

—Sólo nos está poniendo a prueba.

—Ya me he dado cuenta. No me va a resultar fácil criarlo. A veces es una pesadilla —la joven dejó la tetera encima de la mesa y lo miró—. ¿Querías hablar de algo concreto?

Michael sonrió y se encogió de hombros. Sabía lo ocupada que estaba, pero en realidad sólo deseaba poder estar cerca de ella.

Y por eso volvió a mentir.

—Es por el ajedrez.

—Oh. Creía que...

—¿Qué?

—Nada. Es una estupidez.

Annie se volvió hacia el horno y en ese instante él se levantó y se acercó a ella por detrás. La agarró suavemente por los hombros.

—¡Oh! ¡Me has asustado! No te había oído.

—¿Qué creías que iba a decir? ¿Que quería pasar mas tiempo contigo?

—¿Es eso cierto?

—Sí. El ajedrez era una excusa. Le prometí que le enseñaría y lo haré.

Pero no quería verte por eso.

—¡Ya he terminado! —sonó la voz de Stephen.

Su madre se sobresaltó y dio un paso hacia atrás, hasta que chocó con el horno.

Tenía los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas. Y él ni siquiera la había tocado, aparte de ponerle las manos suave mente sobre los hombros.

Annie no quería ni imaginar lo que habría ocurri do si la hubiera tocado de verdad.

Él se apartó y dejó caer los brazos a los costados. Annie intentó controlar su respiración antes de que su hijo apareciera.

—¿Estás seguro? —preguntó Michael—. No quiero ser el responsable de que suspendas en clase porque te esté enseñando a jugar al ajedrez.

—Los he terminado. De verdad —insistió Stephen.

—Está bien. ¿Dónde está el tablero?

El chico asintió con la cabeza y salió corriendo de la cocina.

—¿Dónde está? —preguntó desde el pasillo.

—En el estudio de tu padre. En la estantería de abajo, a la izquierda. Está en una caja roja, creo.

El niño apareció un minuto más tarde con una caja roja, levantó la tapa y empezó a colocar todas las piezas sobre el tablero, cada una en su lugar.

—Pues si sabes hacer eso, seguro que sabes hacer mucho más —dijo Michael con una sonrisa.

—No soy un inútil —repuso el niño.

—Tengo que ir a cerrar la cafetería. ¿Podéis quedaros solos un minuto?

—Sí, estaremos bien. ¿Verdad, campeón?

—Por supuesto

El niño y el hombre intercambiaron una sonrisa y algo se tensó dentro de Michael, algo que apenas le dejaba respirar o tragar saliva.

—Bien —dijo mientras se aclaraba la garganta—. Empieza tú que eres el más joven.

Cuando Annie regresó estaban a mitad de la partida y notó que Stephen lo estaba pasando un poco mal. Habría preferido que Michael le hubiera dado una oportunidad, pero tendría que esperar a la próxima vez.

—No puedes hacer eso, pones al rey en jaque.

—¿Cómo? Oh, sí.

El niño parecía frustrado..

—¿No voy a ganar, verdad?

Y Michael movió la cabeza.

—Lo siento, hijo. Pero esta vez no.

Lo había llamado hijo.

Y Annie sabía que Stephen necesitaba un padre desesperadamente.

No uno inválido como era Roger al final de su vida, sino uno vital y lleno de energía que pudiera adelantarse a todas las inquietudes del chico.

—Jaque mate.

—¿Qué? ¡Oh, no! No me he dado cuenta.

—Es cuestión de tiempo. Vuelve a colocar las fichas. Voy a enseñarte unos trucos y a pensar antes de mover. Ahora sé cómo funciona tu mente.

Annie intentó no reírse del comentario y Michael levantó la mirada y sus ojos se encontraron. Ella tuvo que girarse mordiéndose el labio para no reírse.

—¿Qué os apetece para cenar, chicos? —preguntó.

—Lasaña —dijo Stephen sin dudarlo.

—¿Y a ti, Michael?

—¿Puedo quedarme?

—Si te apetece...

—Sí, claro.

—Bien. ¿Te gusta la lasaña?

—Ya me conoces. Como cualquier cosa con tal de no tener que cocinar.

La joven cortó tres porciones de lasaña y las metió en el horno. Después se puso a preparar una ensalada para acompañar la cena.

—¿Tengo que comer ensalada? —preguntó Stephen.

—Pues claro, es buena.

—A mí no me gusta.

—Eso no es verdad y no seas grosero, o tendrás que dejar de jugar al ajedrez.

El chico suspiró y se concentró de nuevo en el tablero.

—Está bien. Comeré ensalada. Michael, ¿vas a enseñarme a ganar?

Michael hizo un gesto extraño con la boca.

—Creo que tenemos que empezar desde el principio. Voy a enseñarte unos movimientos básicos para abrir la partida.

Annie los miraba mientras preparaba la cena y limpiaba la cocina. Aquel hombre era bueno con Stephen. Muy bueno.

Era paciente explicando y no lo presionaba más allá de lo necesario.

La cena fue distinta a lo acostumbrado. Les resultó divertida.

Stephen y ella siempre se lo pasaban bien cenando, pero la presencia de Michael les pare ció interesante.

Después de que Stephen subiera a su cuarto, ella terminó de preparar unos platos, que guardó en un congelador del garaje. Después se sentaron juntos en la sala de estar y compartieron una tetera en silencio.

Al fin Michael miró su reloj y se puso en pie con un suspiro.

—Debería marcharme. Hay muchas cosas que hacer y además tengo que hacer algunas llamadas.

—Siento haberte retrasado tanto.

—No es cierto. Me has tratado como a un rey.

—¿Ya no te parezco una especie de Madre Teresa de Calcuta?

—Siento mucho lo que dije.

—No lo sientas. Tenías razón. Siempre estoy acogiendo a la gente.

—Cuando te dije que no quería nada de ti, no era del todo verdad. Sólo quiero lo que tú estés dispuesta a darme —declaró él.

Levantó la mano y le rozó suavemente la cara con los nudillos.

—Buenas noches, Annie —murmuró. Agachó la cabeza y le dio un beso.

—Buenas noches, Michael —susurró ella; se puso de puntillas y le devolvió el beso.

Y esa vez la caricia se prolongó. Michael la estrechó con fuerza contra sí y la besó con pasión.

—Dulces sueños —dijo con voz ronca, cuando fue capaz de separarse—. Nos vemos mañana —y salió apresuradamente.

La joven lo vio marchar, cerró la puerta y se llevó una mano a los labios. Estaba sonrojada y acalorada. Volvió a la cocina para dar de comer al gato. Se preparó otra taza de té y se sentó en el sofá a pensar en aquel beso apasionado y en la necesidad que expresaban los ojos de él.

Aquella noche no pudo dormir.

Michael la evitó el jueves. Tenía que hacerlo. Aquello iba demasiado deprisa.

¿En qué diablos estaba pensando cuando se atrevió a besarla así?

—Vas demasiado deprisa, estúpido —murmuró mientras separaba la bañera de la pared. Sintió un dolor punzante en el cuello, donde acababa de hacerse un corte con el borde de un azulejo, pero no quería pensar en eso. Al diablo con el cuello. A él no le importaba su cuello. Lo único que le importaba era Annie y volver a besarla...

—¡Maldita sea!

Empezó a sangrar por la herida y se la miró en el espejo. Tenía que limpiársela.

El problema era que ya había retirado el lavabo y la única alternativa era el agua del inodoro, cosa que descartó automáticamente.

Su única opción era bajar las escaleras y limpiársela en el almacén. Y eso suponía ver a Annie. Su mente creía que era una idea terrible, pero su cuerpo opinaba justo lo contrario.

Bajó las escaleras corriendo, tapándose la herida con un trozo de papel higiénico.

—¡Vaya! —le dijo ella con media sonrisa—. ¿Quieres otra tirita?

—No. Esta vez necesito una enfermera, pero de las que trabajan en los psiquiátricos.

—Yo te ayudaré.

Los dos entraron en el pequeño almacén.

—¡Ay!

—Tranquilo, sobrevivirás. Tengo que limpiártela.

—Siento haberlo puesto todo perdido —dijo él, pero ella le sonrió y le dio una palmadita en el pecho.

—No te preocupes. Aunque a este paso tendré que comprar tiritas al por mayor.

—Te compraré un botiquín nuevo.

Hablaba por hablar, pero ella se rió y lo echó cariñosamente del almacén; después volvió detrás del mostrador y preparó una tetera.

—¿Te apetece un té o prefieres café?

—Un té me encantaría —dijo él.

Unos minutos más tarde, ella dejaba la tetera y dos tazas encima de la mesa, junto con una jarrita con leche y un trozo de tarta de manzana.

—Toma. Me imagino que necesitarás comer algo.

—Es cierto. No he comido hoy.

—Sobre lo de anoche... —comenzó ella.

Michael suspiró.

—Lo sé. Lo siento. Me pasé de la raya...

—¿En serio? Pues yo creía que había sido mi culpa porque te devolví el beso.

—¿Cómo dices? —preguntó él burlonamente, con la esperanza de que ella terminara de decir lo que pensaba.

—Forcé la situación —confesó ella—. Lo convertí en algo que no debía ser.

—A mí no me molestó.

—Me lo imagino, pero no es justo cambiar las reglas del juego. Tú sólo eras amable y...

—¿Amable? Yo no soy amable.

—Me preguntaba si no habías venido a comer hoy por eso.

—En cierto modo sí. Yo creía que me había pasado. Creía que te sentías obligada.

—¿Obligada? ¡Oh no! En absoluto. Estuvo bien.

¿Bien? Ella pensaba que su beso había estado bien.

Era obvio que estaba perdiendo facultades.

—Stephen me pidió que te diera las gracias por la clase de ajedrez. Fue lo único de lo que habló durante el desayuno.

Michael sonrió.

—¿Cuándo quieres que vuelva para darle otra clase?

—¿Seguro que no te importa?

—Estoy dispuesto a cualquier cosa con tal de comer gratis.

Ella se relajó finalmente y rió con suavidad.

—¿Qué tal mañana por la tarde?

—Por supuesto. ¿A la misma hora?

Annie asintió.

—Bueno, en realidad un poco más tarde —corrigió—. Ven sobre las seis y media, así tendré tiempo de terminar unas cosas. ¡Oh no! Stephen se queda en casa de un amigo mañana.

—¿Y puedo ir el sábado? —preguntó él enseguida.

—Por supuesto. Empuja la puerta y entra. Para mí es más fácil si estoy cocinando.

Michael asintió con la cabeza y clavó su tenedor en el trozo de tarta de manzana. Estaba hambriento y no sólo de tarta. Pero aquella tarta era un buen comienzo.

—Hola, querida. ¡Ya estoy en casa! —gritó Michael, mientras entraba por la puerta trasera de la casa de Annie.

Un segundo después, la vergüenza le hacía cerrar los ojos.

—Lo siento —se disculpó—. No sabía que Annie tu viera compañía. Yo soy Michael.

Tendió la mano para saludar a las dos mujeres jóvenes que sonreían sentadas a la mesa.

—Yo soy Kate —dijo la más joven—. Y ella es Vicky. Somos las hijastras de Annie.

—Ah —dijo él—. Pues claro. ¿Está Annie en casa?

—Está arriba preparando nuestras camas. No nos esperaba hoy.

Kate lo miraba con curiosidad, pero la mirada de Vicky era aún más indagadora.

—¿Tienes costumbre de entrar así en las casas? —preguntó con voz menos amigable.

Su hermana la miró sorprendida.

—¡Vicky!

Michael no le tenía ningún miedo a Vicky, pero sacrificó su temperamento en aras de la armonía familiar.

—No, la verdad es que no. Annie me pidió que entrara sin llamar. Vengo a darle a Stephen su clase de ajedrez.

—¿En serio?

—En serio. ¿Tienes algún problema con eso?

—Sólo si lo usas como excusa para acostarte con ella —repuso Vicky.

Michael se quedó de piedra; estaba tan asombrado por el ataque como por la elección de palabras. Kate, entretanto, permanecía sentada perpleja.

—¡Vicky!

Después de un silencio bastante largo, Michael posó las dos manos sobre la mesa y miró fijamente a la joven.

—Si quisiera acostarme con tu madrastra, cosa que por cierto no te incumbe en absoluto, jamás usaría a su hijo como pretexto.

Después de decir aquello, se acercó a la puerta del pasillo y justo cuando la abría apareció Annie.

—Michael. No sabía que habías llegado. ¿Has conocido ya a las chicas?

—Oh, sí. Sólo un momento —dijo él con suavidad—. Pero ya me han puesto sobre aviso.

—¿En serio? Pues no podemos permitir que tengan una idea equivocada de nuestra relación —murmuró ella. A continuación agarró a Michael por detrás del cuello y lo besó en la boca.

Fue un beso muy breve, pero a él le entraron ganas de golpearse el pecho como Tarzán.

Annie le sonrió, lo soltó y siguió su camino.

—Stephen está en el estudio —le dijo—. ¿Por qué no pasas? Enseguida te llevo un té.

Vicky se levantó y salió por sus maletas al coche, después de lanzarle una mirada fría a Michael. Michael sintió cierta lástima por ella.

—No seas demasiado dura con ella —murmuró.

—¿Dura? Dura es lo que voy a ser. No te preocupes por Vicky. Lo superará.

—Annie... ella te quiere.

Los ojos de ella se ablandaron.

—Está bien. No la mataré... por lo menos esta vez.

Michael se alejó por el pasillo y Annie y Kate se quedaron solas en la cocina.

—Bien. ¿Quién va a contarme la verdad? —preguntó Annie.

Kate miró en otra dirección. Vicky suspiró.

—Ha entrado por la puerta diciendo «Hola, querida. Ya estoy en casa». ¿Qué esperabas que pensara?

—¿Y sólo por eso has intentado espantarlo? ¿De verdad que ha dicho eso?

Annie tomó la mano de su hijastra y la apretó suavemente.

—Vicky, es un amigo. Y la verdad es que no en tiendo por qué no podría estar con él si quisiera.

—Lo siento, es sólo que...

—¿Qué?

—Mi padre...

—Vicky, tu padre está muerto, cielo, y además, él y yo nunca tuvimos ese tipo de relación.

—Lo siento —volvió a decir la joven—. Pero me ha parecido tan...

—¿Tan qué?

—Tan masculino y peligroso...

—¿Peligroso? —exclamó Annie y se echó a reír—. Michael no es peligroso.

Si le dejara, me mimaría hasta la muerte. Hasta me ha ofrecido ampliar la cafetería sin cobrarme más de alquiler.

—¿Alquiler? ¿Es tu casero? —dijo Kate incrédula—. ¿Ése es Michael Harding?

Vicky palideció.

—¡Oh, Dios mío! Acabo de decirle a uno de los autores de más éxito que deje en paz a mi madrastra. No me lo puedo creer. Me quiero morir.

—No creo que eso sea necesario —dijo Michael en tono suave desde la puerta—.

Pero si te quieres sentir mejor, tu hermano acaba de ganarme al ajedrez.

—Dios mío, debes de ser un jugador terrible —exclamó Kate, que intentaba no echarse a reír.

—O a lo mejor sólo es un hombre muy bueno —le sonrió Annie—. No le dejes ganar muy a menudo. Se volvería insoportable.

—No lo haré. Mi ego no lo soportaría —repuso él. Se volvió y salió por la puerta.

—Voy a tener que pedirle disculpas, ¿verdad? —preguntó Vicky.

—No estaría de más. Y después puedes terminar de hacer las camas.

Y tú, Kate, puedes ayudarme a preparar la cena.

—Por supuesto.

Annie observó a Vicky salir por la puerta y confió en que aquella discusión fuera la última.